En fases anteriores del desarrollo histórico del sistema del capital, muchos de sus aspectos y tendencias negativos, ocurrieron de tal modo que pudieron ser ignorados con relativa facilidad, excepto por unos socialistas clarividentes como el mismo Marx[1]. Por el contrario, en las últimas décadas emergieron movimientos de protesta desde las más diversas partes de la sociedad. Así, entre ellos, apareció el ambientalismo en sus más variadas formas, con orientaciones y valores, a veces lejanos al socialismo. Estos movimientos en varios países capitalistas, han intentado establecerse en el campo político a través de los denominados partidos verdes. Han tratado de llamar la atención sobre los procesos de destrucción ambiental en curso, dejando sin embargo indefinidas las causas socioeconómicas subyacentes, y sus connotaciones de clase. Hacen esto precisamente para ampliar su atracción electoral, con la esperanza de intervenir en procesos de reforma capaces de revertir tan peligrosas tendencias destructivas.
El hecho de que en un período relativamente breve estos partidos han venido siendo marginalizados, a pesar de sus espectaculares éxitos iniciales en diferentes partes del mundo, debe hacernos reflexionar que las causas que producen la destrucción ambiental son más profundas que las asumidas por los movimientos de reforma con programas no clasistas. Incluyendo a quienes imaginan que tales movimientos pueden constituirse en una alternativa viable al proyecto socialista, e invitan a cambiarse de De Rojos a Verdes.[2]
De una u otra manera, los movimientos verdes tratan de articular sus programas de reforma alrededor de una “reivindicación específica” [single issue] vital, que les permitiría penetrar en la estructura de poder y en los mecanismos de decisión del orden establecido. A pesar de que la protección ambiental es un imperativo incuestionable, ha sido imposible debido a las restricciones que necesariamente impone el proceso productivo dominante. El sistema del capital ha demostrado que no es reformable ni siquiera en sus aspectos más obviamente destructivos.
La actual dificultad no sólo está en que los peligros inseparables del desarrollo sean mayores que los de antes, sino en que el sistema global del capital ha llegado al cenit contradictorio de su maduración y saturación. Ahora los peligros se extienden al planeta entero, y en consecuencia se hace urgente hacer algo para superarlos antes de que sean demasiado agudos. Para agravar la situación, todo se complica porque no es posible encontrar soluciones parciales factibles a los problemas que se confrontan. Por eso ninguna “reivindicación específica” puede ser considerada una “controversia específica” realista. La misma sorprendente marginalización del movimiento de los verdes, en cuyo éxito se habían depositado últimamente muchas esperanzas, incluso por parte de algunos ex-socialistas, ilustra con fuerza lo dicho.
En décadas anteriores fue posible arrancar del capital lo que aparecían como significativas concesiones. Eran las conquistas relativas de los movimientos socialistas (que más tarde se mostraron reversibles, tanto en cuanto medidas legislativas favorables a la acción de la clase trabajadora como a las dirigidas al mejoramiento de sus condiciones de vida), obtenidas a través de organizaciones defensivas de los trabajadores, tales como sus sindicatos y sus partidos parlamentarios. Tales conquistas fueron concedidas por el capital, en la medida en que pudieron ser asimiladas e integradas por el sistema como un todo y convertidas en ventajas productivas para la autoexpansión del capital. Hoy, por el contrario, luchar por reivindicaciones específicas con alguna esperanza de éxito, implica la necesidad de desafiar al sistema del capital en cuanto tal. Es así como en nuestra época histórica, cuando la autoexpansión productiva no es más una vía de salida a las dificultades y contradicciones acumuladas (de aquí el mero buen deseo de superar el hueco negro del endeudamiento por la vía de “ir aumentándolo”), el sistema global del capital frustra necesariamente todos los intentos de interferir hasta en lo más mínimo con sus parámetros estructurales.
En este sentido, los obstáculos a superar son actualmente compartidos por el trabajo -esto es, el trabajo como la alternativa radical al metabolismo social del orden del capital- y por los movimientos de “reivindicaciones específicas”. El fracaso histórico de la socialdemocracia indica claramente que bajo la égida del capital sólo las ganancias que son integrables pueden tener legitimidad. Por su naturaleza, el ambientalismo -así como la causa histórica de la liberación femenina- no son integrables. En consecuencia, ninguna de esas causas podrán desaparecer dentro del sistema del capital, independientemente de los reveses y derrotas que las formas de organización política de “reivindicaciones específicas” puedan tener en el futuro previsible.
Sin embargo, la no integrabilidad definida en términos históricos o de época, aunque sea muy importante para el futuro, no puede per se garantizar el éxito. Por lo tanto, el pasaje de los socialistas desilusionados desde la clase trabajadora a los llamados “nuevos movimientos sociales” (elogiados en oposición a y con una renuncia total al potencial emancipatorio del trabajo), debe ser considerado como prematuro e ingenuo. Los movimientos de “reivindicaciones específicas”, aunque pelean por causas no integrables, pueden ser divididos y marginalizados uno por uno, dado que no representan una alternativa integral y coherente al orden establecido como modo de control social y sistema de reproducción societal. Es por esto que focalizar el potencial emancipatorio socialista del trabajo resulta hoy mucho más importante que nunca antes. El trabajo no es sólo no integrable (en contraste con algunas manifestaciones políticas específicas históricas, tales como el reformismo socialdemócrata, correctamente caracterizado como integrable y más aún completamente integrado en las últimas décadas), sino que él -como la única alternativa estructural viable al capital- puede proveer el marco de referencia estratégico integral dentro del cual todos los movimientos emancipatorios de “reivindicaciones específicas” pueden exitosamente hacer causa común para la supervivencia de la humanidad.
Las condiciones objetivas del metabolismo social del orden del capital global
Para entender la naturaleza y la fuerza de las limitaciones estructurales prevalecientes, es necesario comparar el control del metabolismo social del orden establecido con sus antecedentes históricos. Al contrario de la mitología autoconstruída por sus ideólogos, el modo de operación del sistema del capital es la excepción y no la regla tanto en lo que se refiere al intercambio productivo entre seres humanos y la naturaleza como entre ellos mismos.
Lo primero que debe ser enfatizado es que el capital no es una “entidad material” -menos aún un “mecanismo” racionalmente controlable, como tratan de hacernos creer los apologistas del supuestamente neutral “mecanismo del mercado” (que fuera alegremente adoptado por el “socialismo de mercado”)- sino más bien se trata de un modo de control del metabolismo social que a su vez es en última instancia incontrolable. La principal razón por la cual este sistema debe escapar a un grado de control humano significativo es precisamente porque ha emergido en el curso de la historia como un poderoso -hasta el presente como el más poderoso- marco de control “totalizante”, dentro del cual todo, incluyendo los seres humanos, debe ajustarse, y probar su “viabilidad productiva” o perecer si no lo hicieran. No se puede pensar en un sistema de control más inexorablemente abarcador -y en este importante sentido “totalitario”- que el sistema del capital globalmente dominante. Porque este último somete ciegamente a los mismos imperativos a la seguridad social que al comercio, a la educación que a la agricultura, al arte que a la industria manufacturera, imponiendo brutalmente su propio criterio de viabilidad a todo, desde las más pequeñas unidades de su “microcosmo” a las más gigantescas empresas transnacionales, y desde las más íntimas relaciones personales a los más complejos procesos de toma de decisiones de los monopolios industriales, favoreciendo siempre al más fuerte contra el más débil. Irónicamente (y de manera bastante absurda), sin embargo, se supone, en la opinión de sus propagandistas, que este sistema es inherentemente democrático, más aún, que es la base paradigmática de toda democracia concebible. Es por eso que la dirección y los editorialistas de The Economist de Londres pueden escribir seriamente que :
No hay alternativa allibre mercado como forma de organizar la vida económica. La propagación de la
economía de libre mercado debería conducir gradualmente a una
democracia multipartidaria, porque la gente que tiene una
libre elección económica tiende también a insistir en una
libre elección política.
[3]
El desempleo millonario, entre las muchas bendiciones de la “economía de libre mercado”, pertenece a la categoría de “libre elección económica”, al lado de la cual aparecerán, no más ni menos que los frutos de la “libre elección política” -la “democracia multipartidaria”-. Y en consecuencia, obviamente, todos viviremos felices para siempre.
En realidad, sin embargo, el sistema del capital es el primero en la historia que se constituye a sí mismo en un totalizador irresistible y sin excepciones, sin importar cuán represiva deba ser la imposición de su función totalizante, en el momento y en el lugar donde enfrente resistencia.
Para ser claros, esta característica hace que el sistema del capital sea más dinámico que la suma de todos los sistemas anteriores de control del metabolismo social. Pero el precio que debe pagarse por este inconmensurable y totalizante dinamismo es, paradójicamente, la
pérdida de control sobre los procesos de toma de decisiones. Esto se aplica no sólo a los trabajadores, en cuyo caso la pérdida de control -tanto con un empleo remunerado como sin empleo- es ciertamente obvia (aunque
The Economist, viendo el mundo desde una altura que produce vértigo, puede caracterizar esto con la categoría de “libre elección económica”
[4]); sino también a los más ricos capitalistas. Sin importar cuántas acciones ostenten controlar en la o las compañías que legalmente poseen como individuos particulares, su poder de control dentro del marco del sistema del capital como un todo es insignificante. Deben obedecer los imperativos objetivos del sistema en su totalidad tal como cualquier otro, o sufrir las consecuencias y salir del negocio. Adam Smith no tuvo ilusiones al respecto cuando escogió describir el real poder controlador del sistema con la famosa expresión de la “
mano invisible”. Mientras más se impusieron las condiciones objetivas del metabolismo social del orden del capital global en el curso de la historia, más se convirtió en una fantasía de los líderes de la socialdemocracia la noción de que un “capitalista bondadoso” se encontraba a cargo de los procesos económicos.
El sistema del capital como un modo de control del metabolismo social, históricamente específico, necesariamente se articula y consolida como una única estructura de mando bajo este sistema.Las posibilidades de vida de los individuos están determinadas de acuerdo a donde los grupos sociales -a los cuales ellos pertenecen- estén situados en la estructura de mando jerárquico del capital. Mas aún, dada la única modalidad de su metabolismo socioeconómico, acoplado con un carácter totalizante que no había tenido en toda su historia anterior, conlleva el establecimiento de una correlación casi inimaginable entre la economía y la política. Mencionamos de pasada que el Estado moderno inmensamente poderoso -e igualmente totalizante- surge a partir de ese engullidor metabolismo socioeconómico, complementándolo de manera irremplazable (y no solamente sirviéndolo) en sus aspectos más vitales. Por ello no es accidental que el sistema del capital de tipo soviético postcapitalista no pudo avanzar ni un paso infinitesimal en la dirección de “la desaparición del Estado” (más bien lo contrario), a pesar del hecho que desde el mismo inicio, y por muy buenas razones, fue ése uno de los principios orientadores seminales y práctica esencial del movimiento socialista marxista.
El capital como modo de control del metabolismo social
El capital es por sobre todas las cosas un modo de control, antes de ser él mismo -en un sentido superficial- controlado por los capitalistas privados (o posteriormente por los funcionarios de un Estado de tipo soviético). Las peligrosas ilusiones de superar o disminuir el poder del capital a través de la expropiación política o legal de los capitalistas privados, surge de ignorar la verdadera naturaleza de la relación controlador/controlado. El modo de control del metabolismo social del capital, necesariamente, siempre conserva su primacía sobre el personal, aun cuando se manifieste en diferentes formas a través de su personalidad jurídica en distintas épocas históricas. En este sentido, las críticas al sistema soviético en cuanto a la “burocratización”, erraban el blanco por una distancia astronómica. Incluso, el completo reemplazo del “personal burocrático”, tal como la invención del “capitalista bondadoso”, dejaría el edificio del sistema del capital postcapitalista en pie. Y si por algún milagro ello fuera posible no se alteraría en lo más mínimo el carácter deshumanizante del sistema del capital del “capitalismo avanzado”.
Para que pueda funcionar de un modo totalizador que controle el metabolismo social, el sistema del capital y sus principales funciones inherentes, debe tener su estructura de mando históricamente única.
Consecuentemente, en aras de lograr los objetivos metabólicos fundamentales adoptados -en todas sus funciones productivas y reproductivas- la sociedad como un todo debe estar supeditada a los más profundos requerimientos del estructuralmente limitado modo de control del capital (aunque dentro tales límites puedan variar significativamente).
Este proceso de sometimiento, en uno de sus principales aspectos toma la forma de una sociedad dividida, con clases sociales imbricadas aunque sobre bases objetivas irreconciliablemente opuestas. Otro de sus aspectos principales consiste en instituir el Estado moderno como forma de control político totalmente abarcativa. Y debido a que la sociedad se desmoronaría si esta dualidad no pudiera ser firmemente consolidada bajo un denominador común, debe superponerse un sofisticado sistema de división social del trabajo jerarquizado sobre la división funcional/técnica (a posteriori altamente integrada tecnológicamente) del trabajo, como una fuerza que sea capaz de aglutinar al conjunto, superponiéndose a sus más profundas tendencias centrífugas.
Esta superposición de la división social del trabajo jerarquizada como la más problemática fuerza unificadora de la sociedad, y sin duda en última instancia explosiva, es una inevitable necesidad. Surge de la insuperable condición según la cual una sociedad que se rige por la regla del capital debe ser estructurada antagónicamente de una manera específica, ya que las funciones productivas y de control del proceso de trabajo, deben estar radicalmente divorciadas una de la otra y asignadas a diferentes clases de individuos. Así de sencillo, el sistema del capital -cuya razón de ser es la maximización de la extracción de plustrabajo de los productores en cualquier forma compatible con sus límites estructurales- no podría posiblemente cumplir sus funciones de metabolismo social de otra manera. En contraposición a ello, ni aun el orden feudal tiene que instituir ese divorcio tan radical entre la producción material y el control. Independientemente de cuán completo sea el cautiverio político del siervo, privado de su libertad personal para escoger la tierra donde trabaja, él conserva la posesión de los instrumentos de trabajo y retiene un control sustantivo y no formal sobre gran parte de la misma producción.
Bajo el sistema del capital, la división social jerarquizada del trabajo como una necesidad inexcusable, no debe ser solamente sobreimpuesta a los aspectos técnicos y funcionales del proceso de trabajo como una determinada relación de poder. También debe ser mistificada como la justificación ideológica absolutamente incuestionable y el contrafuerte de apoyo al orden establecido de cosas. En ese sentido, las dos categorías de la “división del trabajo” deben
confluir, para que el hecho histórico y las condiciones de jerarquía y subordinación impuestas por la fuerza se puedan caracterizar como un dictado inalterable de la “naturaleza misma”, por la cual las desigualdades estructurales impuestas puedan reconciliarse con la mitología de la “igualdad y libertad” -“libre elección económica” y “libre elección política” en el lenguaje del
The Economist- y también santificadas por el dictado de la razón. Significativamente, aun en el sistema idealista de Hegel, en el cual a la categoría de la naturaleza -en sintonía con la orientación de los valores de todos los sistemas filosóficos idealistas- se le asigna una posición inferior, sin la menor vacilación y temor de ser inconsistente se hacen apelaciones directas a la autoridad de la naturaleza, en los más variados contextos ideológicos, justificando una desigualdad socialmente creada e impuesta en nombre de una “desigualdad natural”, como hemos visto anteriormente.
[5]
En relación con sus más profundas determinaciones, el sistema del capital es orientado hacia la expansión e impelido a la acumulación. Tal determinación constituye tanto un formidable dinamismo anteriormente inimaginable como una fatídica deficiencia. En ese sentido, como sistema de control del metabolismo social, el capital es casi irresistible en tanto pueda exitosamente extraer y acumular plustrabajo -ya sea de manera directamente económica o primariamente en la forma política- en el curso de la reproducción ampliada de la sociedad dada. Sin embargo, una vez que este proceso dinámico de expansión y acumulación se agota (por cualquier motivo), las consecuencias resultan devastadoras. Incluso dentro de la “normalidad” de las perturbaciones cíclicas y los bloqueos relativamente limitados, la destrucción que acompaña las consiguientes crisis socioeconómicas y políticas puede ser enorme, como revelan las crónicas del siglo veinte, que incluyen dos guerras mundiales (sin mencionar las incontables conflagraciones menores). Por tanto no es difícil imaginar las implicaciones de una crisis sistémica, verdaderamente estructural, esto es, que afecte el sistema global del capital no sólo bajo uno de sus aspectos -el financiero/monetario, por ejemplo- sino en todas sus dimensiones fundamentales, cuestionando globalmente su viabilidad como un sistema de reproducción social.
En las condiciones de una crisis estructural del capital, sus componentes destructivos aparecen en la escena vengándose, desatando el espectro del descontrol total, de forma que prefigura la autodestrucción tanto del sistema reproductivo social como de la humanidad en general. El capital nunca fue sumiso a un control apropiado y durable o a una autorestricción racional. Fue solamente compatible con ajustes limitados y sólo en tanto que el capital pudiera continuar la búsqueda en una forma u otra de las dinámicas de autoexpansión y del proceso de acumulación. Y en caso de no poder el capital demoler frontalmente los obstáculos y resistencias que encontraba, tales ajustes fueron esquivados.
Esta incontrolabilidad característica fue, de hecho, uno de los factores más importantes que aseguró el avance irresistible y la victoria definitiva del capital, que se produjo a pesar del hecho anteriormente mencionado, de modo que el control del metabolismo del capital constituyó la
excepción y no la regla en la historia. Después de todo, al principio el capital apareció como una fuerza estrictamente
subordinada en el curso del desarrollo histórico. Y más aún, considerando la necesaria subordinación del “
valor de uso” -esto es, la producción para las necesidades humanas- a los requerimientos de la autoexpansión y acumulación, el capital en todas sus formas tuvo que superar el oprobio de ser considerado durante largo tiempo el modo más “antinatural” de controlar la producción de riqueza. De acuerdo con las confrontaciones ideológicas de los tiempos medievales, el capital fue acusado fatalmente y de muchas maneras como “pecado mortal”, y consecuentemente fue puesto fuera de ley como “herético” por las más altas autoridades religiosas, el Papado y sus Sínodos. El capital no pudo convertirse en la fuerza dominante del metabolismo social hasta que barrió la absoluta -y religiosamente santificada- prohibición de la “usura” (impugnada bajo la categoría de “ganancia bajo alienación” que realmente significaba: retener el control sobre el capital monetario/financiero de la época en favor del proceso de acumulación, al mismo tiempo que aseguraba la ganancia a través de los préstamos) y ganó la batalla sobre la “enajenación de la tierra” (de nuevo, el sujeto de la absoluta y religiosamente santificada prohibición del régimen feudal) sin la cual la emergencia del capitalismo agrario -condición vital para el triunfo del sistema del capital en general- hubiese sido inconcebible.
[6]
En gran medida, gracias a su incontrolabilidad, el capital tuvo éxito en superar todos los inconvenientes que se le opusieron -independientemente de cuán materialmente poderosos y absolutos fueran los valores prevalecientes en la sociedad-, elevando su modo de control del metabolismo al poder de dominio absoluto como un sistema global, totalmente extendido. Sin embargo, una cosa es superar y dominar las restricciones y obstáculos (aun los oscurantistas), y otra muy distinta instituir los principios positivos de un desarrollo social sostenible, guiado por los criterios de satisfacer objetivos humanos, en oposición al ciego propósito de la autoexpansión del capital. Así, las implicaciones del mismísimo poder de la incontrolabilidad, que en su tiempo aseguró la victoria del sistema del capital, están lejos de asegurarla hoy, cuando la existencia de restricciones es aceptada -al menos en la forma de un elusivo desideratum de “autoregulación”- incluso por los menos críticos defensores del sistema.
El capital como extractor del plustrabajo
Las unidades básicas de las anteriores formas de control del metabolismo social se caracterizaron por un alto grado de autosuficiencia en la relación entre la producción material y su control. Esto se aplica no sólo a las comunidades tribales primitivas sino también a la economía doméstica de las antiguas sociedades esclavistas y también al sistema feudal de la Edad Media. Desde los tiempos en que esta autosuficiencia se quebró y cedió a conexiones y determinaciones reproductivas y metabólicas más amplias, hemos podido presenciar el victorioso avance del modo de control del capital, trayendo con él la difusión universal de la alienación y del fetichismo.
Lo que resulta particularmente importante en este contexto es el paso de las condiciones expresadas en el proverbio medieval “nulle terre sans maître” (no hay tierra sin dueño) a “l’argent n’a pas de maître” (el dinero no tiene dueño), lo que representa un cambio extraordinario. Indica un vuelco radical que encuentra su última expresión consumada en el sistema del capital completamente desarrollado.
Algunos elementos de lo anterior pueden ser identificados -al menos de manera embrionaria- desde hace muchos siglos. Así el dinero, en contraste con la relación fija de la tierra con el señor feudal, no sólo no tiene un dueño permanente, sino que incluso, por principio, no puede ser confinado a límites artificiales respecto a su potencial circulación. De manera similar, la reclusión del capital mercantil en límites territoriales sólo puede ser temporal y artificialmente impuesta. En consecuencia, tales fronteras están destinadas a ser barridas tarde o temprano.
De esta manera, emerge un modo específico de control del metabolismo social con componentes fundamentalmente ilimitados y productores de fetichismo. Uno es la imposibilidad de reconocer barreras (ni siquiera sus propios límites estructurales), sin importar cuán devastadoras sean las consecuencias cuando se alcanzan los límites últimos de las potencialidades productivas del sistema. Esto se debe a que las unidades económicas del sistema del capital no necesitan ni son capaces de alcanzar la autosuficiencia, en neto contraste con las formas anteriores de los “microcosmos” altamente autosuficientes y socioeconómicamente reproductivos. Esta es la razón por la cual la forma del capital, por primera vez en la historia somete a los seres humanos a una confrontación con un modo de control del metabolismo social, que puede y debe constituirse -para alcanzar su forma de desarrollo más elevada- en un sistema global, demoliendo todos los obstáculos que se presentan a su paso.
El capital con su potencial históricamente específico de producción de valores no puede ser actualizado y “realizado” (y a través de su “realización” simultáneamente reproducido de manera ampliada) sin entrar en el dominio de la
circulación. Así, dentro de este marco referencialla relación entre
producción y
consumo es radicalmente redefinida, de tal manera que la indispensable unidad de ambos se torna inevitablemente problemática, conllevando con el tiempo la necesidad de crisis de un tipo o de otro. Esta vulnerabilidad de las vicisitudes de circulación es una determinación crucial a la cual ninguna “economía doméstica” de la antigüedad, ni tampoco la feudal de la Edad Media debió someterse -dejando de lado las unidades reproductivas socioeconómicas del comunismo primitivo y de los pueblos comunitarios a los cuales se refirió Marx en algunos de sus principales trabajos
[7] -dado que estaban orientadas primariamente hacia la producción y el consumo directo del valor de uso.
Seguramente las consecuencias de esta liberación de las trabas de la autosuficiencia son, altamente favorables en lo que conciernen a la dinámica del capital. Sin ellas el sistema del capital no podría ser descrito como orientado por la expansión e impelido a la acumulación (o viceversa, cuando fue considerado desde el punto de vista de la “personificación” de sus individuos). Porque en cualquier momento particular de la historia las condiciones de autosuficiencia (o su ausencia) prevalecientes obviamente también circunscriben la conducción reproductiva y la capacidad de expansión del sistema dado.
Al elevarse sobre las restricciones subjetivas y objetivas de autosuficiencia, el capital se convierte en el más dinámico y efectivo
extractor de plustrabajo de la historia. Mas aún, la eliminación de las restricciones subjetivas y objetivas de la autosuficiencia se produce en una forma completamente fetichizada, con todas las mistificaciones inherentes a la noción de “libre contratación del trabajo”. Esto aparentemente absuelve al capital de la responsabilidad de una dominación impuesta, en contraste con la esclavitud y la servidumbre, dado que la “esclavitud del salario” es
internalizada por los sujetos trabajadores y no tiene que ser impuesta y reimpuesta constantemente en ellos
externamente en la forma de una dominación política directa, excepto en las situaciones de crisis mayor. El capital como un sistema de control metabólico se convierte en la más eficiente y flexible maquinaria de extracción de plustrabajo y no sólo hasta el presente. Por cierto, se puede argumentar lógicamente que el “poder de bombeo” del capital
[8] para la extracción de plustrabajo no conoce
fronteras (aunque tiene
límites estructurales que la personificación del capital niega, y debe negarse a reconocer) y de esta manera lo que sea que se conciba como extensión cuantitativa del poder de extracción de plustrabajo en general puede ser considerada como correspondiente a la naturaleza del capital, esto es, en total sintonía con sus más íntimas determinaciones. En otras palabras, el capital avanza implacablemente a través de todos los obstáculos y barreras con las que ha confrontado históricamente, adoptando las más sorprendentes y extrañas formas de control que las condiciones demandan -con un carácter aparentemente discordante y operacionalmente “híbrido”-. De hecho es así como el sistema del capital redefine y extiende constantemente sus propios
límites relativos, prosiguiendo su propio curso bajo circunstancias cambiantes precisamente para mantener el mayor grado posible de extracción de plustrabajo, lo que constituye su
razón de ser histórica y su modo de funcionamiento real. Además, el modo de extracción de plustrabajo históricamente exitoso del capital -porque funciona y en tanto y en cuanto funcione- puede también erigirse en la
medida absoluta de “eficiencia económica” (cuestión que muchas personas que se consideran socialistas no osarían cuestionar, prometiendo por lo tanto
más de lo que el adversario pudiera conceder como la base legítima de su propia posición; y a través de este tipo de dependencia del objeto de su negación -así como también a través de su fracaso en someter a una investigación crítica profunda a la muy problemática relación entre “escasez y abundancia”- contribuyen, a distorsionar gravemente el sentido original del socialismo).
[9] Seguramente, al colocarse el capital como la medida absoluta de todos los logros obtenibles y admisibles puede también esconder exitosamente la verdad, de que sólo un
tipo específico de beneficio puede derivarse del modo “
eficiente” de extracción de plusvalor del capital
[10] -y eso aun siempre a costa de los productores-. Sólo cuando los
límites absolutos de las determinaciones estructurales más esenciales del capital se ponen en juego, podemos hablar de una crisis proveniente de la falible eficiencia y de la espantosa
insuficiencia de extracción de plustrabajo, que afectan a largo plazo las perspectivas de supervivencia del sistema del capital como un todo.
En ese sentido en nuestros días podemos identificar una tendencia, que debería desconcertar aún a los defensores más entusiastas del sistema del capital, debido a que implica el total trastrocamiento de los términos en que definieron la supuesta legitimidad de lo que hasta hace poco se denominaba “el interés de todos”. Esta tendencia consiste en la metamorfosis del “capitalismo avanzado”, desde la época de la postguerra bajo la denominación de “Estado del bienestar” (con su ideología de “beneficios sociales universales” y la simultánea negación de los “recursos necesarios”, es decir means-testing)a la nueva realidad del “bienestar dirigido a ciertos sectores” : el nuevo término utilizado para means-testing con su cínica pretensión de “eficiencia económica” y “racionalidad”, que ha sido adoptado incluso por los antiguos adversarios socialdemócratas bajo la consigna de “nuevo realismo”. Naturalmente, se supone que nadie en su sano juicio tiene dudas sobre la viabilidad del sistema del capital incluso sobre este punto. De todos modos, independientemente de la fuerza con que se sostenga la confusión ideológica, no puede borrarse el hecho incómodo representado por la transformación del capitalismo avanzado de una condición en la que podía hacer alarde del “Estado del bienestar” a otra donde tiene como propósito -incluso en los países más ricos- brindar un plato de lentejasy otros magros beneficios “merecidos por los pobres”. Esto es altamente revelador de la discontínua eficiencia y ahora crónica ineficiencia del antes incuestionablemente exitoso modo de extracción del plustrabajo en su actual etapa de desarrollo, etapa que amenaza con privar al sistema del capital en general de su histórica razón de ser.
Los antagonismos del capital
Es innegable que, a lo largo de la historia, el proceso de liberación del capital de las restricciones de autosuficiencia, produjeron un aumento de la productividad. Pero simultáneamente existe otra cara de este logro incontrovertible del capital. Esta otra cara se refiere a la ya mencionada inevitable pérdida de control sobre el sistema de reproducción social como un todo, aunque permanezca oculta durante la larga etapa de desarrollo, gracias al desplazamiento de las contradicciones que se producen durante las fuertes fases expansivas del capital.
En la historia del sistema de capital, el imperativo de expansión, que se hace cada vez más intenso, es en sí mismo una manifestación paradójica de esta pérdida de control, en el sentido de que ayuda a posponer el “día del juicio final” por tanto tiempo como este proceso de expansión que lo abarca todo pueda mantenerse. Pero es precisamente por culpa de esta interrelación paradójica, que el bloqueo del camino hacia una expansión sin problemas “como resultado de la consumación de ascendiente histórico del capital”, y a través de este bloqueo el minado de los desplazamientos simultáneos de los antagonismos internos del sistema, tiene que reactivar y multiplicar los dañinos efectos de la expansión que anteriormente consiguió solucionar los problemas. Porque los problemas y las contradicciones que comienzan a surgir a escala de la magnitud obtenida por el sobrextendido sistema de capital global, necesariamente traerán aparejados un desplazamiento de la expansión de magnitud semejante, poniéndonos en la situación en que nos enfrentemos con el espectro del total descontrol ante la ausencia del desplazamiento de la expansión gigantesca que es necesaria. Así hasta los problemas relativamente limitados del pasado, como por ejemplo, la obtención y pago de servicios de la deuda del Estado, asumen proporciones cósmicas. Es por eso que hoy en día sólo aquellos que creen en milagros pueden seriamente pensar que las literalmente astronómicas sumas de dólares y libras esterlinas -así como liras, pesos, pesetas, francos franceses, marcos alemanes, rublos, escudos, bolívares, cruceiros, etc.- absorbidos en el agujero negro del endeudamiento global, podrán algún día emerger de ella, con interés compuesto, como si fueran cantidades ilimitadas de crédito sano disponible, para permitirle al sistema cubrir sus necesidades ilimitadas autoexpansivas hasta el fin del tiempo.
A pesar de todos los intentos, la pérdida de control que se encuentra en la raíz de estos problemas no puede remediarse de manera sostenible a través de la separación radical de la producción y el control y la superimposición de un agente distinto -las “personificaciones del capital” de una forma o de otra- sobre el agente social de la producción: el trabajo. Y precisamente porque el exitoso ejercicio de control sobre las unidades de producción especiales -en la forma de la “tiranía de la fábrica” ejercida a través del “empresario” privado, o el gerente, o el secretario del partido stalinista, o el director de la fábrica estatal, etc.- no es suficiente para conseguir la viabilidad del sistema de capital de conjunto, es que se deben intentar otras formas para remediar los defectos estructurales del control.
En el sistema del capital estos defectos estructurales son visibles desde el principio al encontrarse fracturados, en más de una manera, los nuevos microcosmos que los constituyen.
* Primero, la producción y su control están separados y se encuentran diametralmente opuestos uno al otro.
* Segundo, en el mismo sentido y debido a las mismas determinaciones, la
producción y el
consumo adquieren una independencia y una existencia separadas extremadamente problemáticas, tal que el “consumismo” más absurdamente manipulado y derrochador en algunas partes del mundo
[11], puede encontrar su horrible correlato en la inhumana negación de las necesidades más elementales para incontables millones de seres.
* Y tercero, los nuevos microcosmos del sistema de capital se combinan en una especie de todo manejable de tal forma que el total del capital social debería poder entrar -ya que debe hacerlo- en el dominio global de la circulación (o para ser más preciso, para que pudiera crear la circulación como una empresa global de sus propias unidades internamente fracturadas) en un intento por superar la contradicción entre producción y circulación. De esta forma la necesaria dominación y subordinación prevalecen no sólo dentro de los microcosmos particulares -a través de los agentes individuales que “personifican al capital”- sino también a través de sus límites, trascendiendo no sólo las barreras regionales sino también las fronteras nacionales. Es así como la fuerza de trabajo total de la humanidad se encuentra sometida -con las mayores injusticias imaginables, en conformidad a las prevalecientes relaciones de poder históricas- a los alienantes imperativos de un sistema global del capital.
En las tres instancias arriba mencionadas el defecto estructural del control radica en la base y se concreta en la ausencia de unidad. Más aún, cualquier intento por crear o superponer algún tipo de unidad, en las estructuras sociales reproductivas internamente fracturadas, está condenado a ser problemático y estrictamente temporario. El carácter irremediable de la unidad perdida se debe a que la misma fractura asume la forma de antagonismos sociales. En otras palabras, se manifiestan también a través de conflictos de intereses fundamentales entre fuerzas sociales alternativas hegemónicas.
De tal manera que estos antagonismos sociales deben ser atacados con mayor o menor intensidad, según lo permitan las circunstancias históricas específicas, indudablemente favoreciendo al capital contra el trabajo durante los largos períodos de su dominación histórica. Sin embargo, aunque el capital triunfe en las confrontaciones, los antagonismos no pueden ser eliminados -a pesar del arsenal de buenos deseos proclives a una salida favorable para la ideología dominante- precisamente porque son estructurales. En las tres instancias estamos concentrados en lo vital del capital y con sus estructuras irremplazables, y no -al ser el capital en sí mismo trascendible- en sus limitadas contingencias históricas. Consecuentemente, los antagonismos que emanan de estas estructuras son necesariamente reproducidos bajo todas las circunstancias históricas que cubren una época del capital, cualquiera que sean las relaciones de fuerza prevalecientes en un determinado momento.
Los correctivos obligatorios del capital y el Estado
La acción correctiva se logra -hasta un nivel viable dentro del marco de referencia del sistema del capital- a través de la formación de un Estado moderno burocrático inmensamente hipertrofiado y en términos estrictamente económicos derrochador.
Por cierto, tal estructura correctiva debería parecer altamente cuestionable desde el punto de vista del capital mismo como entidad económica que predica la eficiencia por excelencia,(algunas marcas de teoría económica y política burguesa recurren siempre a una crítica sin sentido de este tipo, abogando -en vano- por la “necesaria disciplina de una economía sana”). Es muy revelador, por lo tanto, que el Estado moderno emergiera con la misma inexorabilidad que caracteriza la difusión triunfante de las estructuras económicas del capital, calificando a estas últimas como la estructura de mando político totalizadora del capital.
Este inexorable despliegue de las estructuras estrechamente ligadas al capital es esencial para establecer la viabilidad de este singular modo de control del metabolismo social a lo largo de su histórica existencia.
La formación del Estado moderno es un requerimiento absoluto para asegurar y salvaguardar de modo permanente los logros productivos del sistema. El dominio del naciente capital en el ámbito de la producción material, va a la par del desarrollo de prácticas políticas totalizantes en la forma de un Estado moderno. De esta manera, no es accidental que el dominio histórico final del capital en el siglo veinte deba coincidir con la crisis del Estado moderno en todas sus formas, desde las formaciones del Estado democrático liberal hasta los estados capitalistas más autoritarios (como la Alemania de Hitler o el miltonfriedmaniano Estado chileno), los regímenes postcoloniales o los Estados postcapitalistas de tipo soviético. Comprensiblemente, la extendida crisis estructural del capital afecta profundamente todas las instituciones del Estado y sus correspondientes formas organizacionales. Más aún, esta crisis trae aparejada la crisis de la política en general, bajo todos sus aspectos, y no sólo aquellos directamente concernientes con la legitimación ideológica de un sistema de Estado en particular.
El Estado moderno es creado, sobre todo, en su histórica modalidad específica para ser capaz de ejercitar un
control comprensivo sobre las fuerzas centrífugas no reguladas que emanan de las unidades productivas separadas del capital como un sistema social reproductivo antagonísticamente estructurado. Como señalamos antes el dictum:
l’argent n’a pas de maitrê marca el
derrumbe radical de lo que existía antes. Al superar el principio rector del sistema reproductivo feudal aparece un nuevo tipo de microcosmos socioeconómico, caracterizado por una gran movilidad y dinamismo. Pero el éxito creciente de este dinamismo sólo puede ocurrir a través del “pacto de Fausto con el diablo” y, por así decirlo, sin ninguna garantía que al debido tiempo surja un dios benevolente para rescatarlo y burlar a Mefistófeles cuando llegue a reclamar su premio.
[12]
El Estado moderno constituye la única estructura terapéutica factible acorde a los parámetros del capital como un modo de control del metabolismo social. Entra en juego para rectificar -de nuevo debe ser enfatizado: sólo hasta el punto en que la acción correctiva requerida quepa dentro de los límites últimos del metabolismo social del capital- la ausencia de unidad en los tres aspectos señalados en la sección anterior.
La producción y su control
En relación con el primero, el ingrediente perdido de la unidad “pasa de contrabando”, por así decirlo, por cortesía del Estado que legalmente salvaguarda la relación de fuerzas existente. Gracias a esa garantía las diversas “personificaciones del Estado” pueden dominar (con implacable eficacia) la fuerza de trabajo de la sociedad, imponiendo al mismo tiempo la ilusión de un “libre relación entre iguales” (a veces incluso ficcionalizada en la Constitución).
Así, al enfocar la posibilidad de manejar la separación estructural y el antagonismo entre producción y control, la estructura legal del Estado moderno representa un condicionante absoluto para el exitoso ejercicio de la dictadura en los lugares de trabajo. Esto por su capacidad para establecer y proteger los medios y materiales de producción alienados (por ejemplo, la propiedad divorciada radicalmente de los productores) y sus personificaciones, los individuos controladores del proceso de reproducción económica (por estricto mandato del capital). Sin su cobertura legal aun los más pequeños “microcosmos” del sistema del capital -antagónicamente estructurados- se hallarían desgarrados internamente por constantes luchas, anulando por tanto su potencial eficiencia económica.
También con respecto a otro aspecto de la fractura entre la producción y el control, la maquinaria del Estado moderno es una necesidad absoluta del sistema del capital. Se la requiere para evitar las repetidas interrupciones que en ausencia de una vigorosa regulación -esto es, legalmente prejuzgada y santificada- se producirían en la transmisión de la propiedad de una generación a otra, al tiempo que se perpetúa la alienación del control de los productores. Otro aspecto, importante es -visto lo lejos que se encuentran de ser armoniosas las interrelaciones en un microcosmos particular - la necesidad de una intervención legal y política, directa o indirecta, en los conflictos constantemente regenerados de las unidades socioeconómicas particulares. Este tipo de intervención terapéutica se desarrolla de acuerdo con la dinámica cambiante de la expansión del capital y su acumulación, facilitando el predominio de los elementos y tendencias potencialmente más poderosos, lo que conduce a la formación de corporaciones transnacionales gigantescas y de grandes monopolios industriales.
Naturalmente, los teóricos de la burguesía, incluyendo uno de los más grandes, como Max Weber, gustaron idealizar y representar todas estas relaciones al revés.
[13] Esta predilección, sin embargo, no puede alterar el hecho de que el Estado moderno altamente burocratizado, junto con su compleja maquinaria política y legal, surge de la absoluta necesidad material del metabolismo social del orden del capital, y a su vez -en la forma de una reciprocidad dialéctica- se transforma en una precondición vital para la subsecuente articulación de todo el complejo. Esto equivale a decir que el Estado se declara a sí mismo como un prerrequisito necesario para el continuo funcionamiento del sistema del capital, tanto en sus microcosmos como en las interrelaciones entre las propias unidades productivas, fuertemente afectadas, desde los intercambios locales más inmediatos hasta los de nivel más mediato y comprensivo.
La producción y el consumo
En relación con el segundo complejo de problemas que consideramos, la fractura entre producción y consumo, característica del sistema del capital, estos problemas terminan borrando tan completamente algunas de las restricciones del pasado que los nuevos controladores del orden socioeconómico pueden creer que sólo “el cielo es el límite”. La posibilidad de expansión anteriormente inimaginable y en sus propios términos de referencia ilimitada -debido al hecho ya mencionado que la dominación del valor de uso característica de los sistemas reproductivos auto-suficientes ha sido dejado atrás- por su misma naturaleza está destinada a golpear los paragolpes tarde o temprano. La desenfrenada expansión del capital en los últimos siglos se produce no sólo en respuesta a las verdaderas necesidades, sino también por generar apetitos imaginarios y artificiales -que, en principio, no tienen más límites que el colapso de la máquina que continúa generándolos de manera creciente y a escala cada vez más destructiva- a través de la existencia independiente y del enérgico poder del consumo. Para dar seguridad, el orden existente hace prevalecer la necesidad ideológica de producir mistificaciones que buscan ocultar las profundas desigualdades de las relaciones estructurales existentes también en la esfera del consumo. Todo debe ser tergiversado para dar la impresión de cohesión y unidad, proyectando la imagen de un orden adecuado y razonablemente manejable. A tal fin las relaciones sociales representadas por Hobbes como bellum omnium contra omnes -con la tendencia objetiva a que el débil sea devorado por el poderoso- aparece idealizada como la universalmente benéfica “sana competencia”. Al servicio de los mismos objetivos, las condiciones de exclusión, de la posibilidad de controlar los procesos de reproducción socioeconómica de la aplastante mayoría de la sociedad incluyendo, por supuesto, los criterios para regular la distribución y el consumo - estructuralmente predefinina y legalmente salvaguardada-, son convencionalizados en la denominada “soberanía del consumidor” como individuo. Sin embargo, dado que el antagonismo estructural de la producción y el control es inescindible del microcosmos del sistema del capital, la combinación de las unidades socioeconómicas particulares en un marco productivo y distributivo que las incluye, debe exhibir la misma fractura encontrada en las unidades socioeconómicas más pequeñas: es un problema de vital importancia que se plantea de un modo u otro. Consecuentemente, a pesar de la constante presión por una racionalización ideológica, el estado actual de cosas tiene que confrontar de manera compatible con los requerimientos estructurales del orden establecido, reconociendo ciertas características de las condiciones socioeconómicas existentes sin admitir sus potenciales implicaciones explosivas.
Así, aunque la proclamada “supremacía del cliente” en el nombre de la “soberanía del consumidor” es una ficción que se sustenta a sí misma, al igual que la noción de la aclamada “sana competencia” dentro del marco de un mercado idealizado, no se puede negar que el rol del obrero no termina en ser solo un productor. Es comprensible que la ideología burguesa trate de pintar al capitalista como “el productor” (o “el productor de la riqueza”) y hablar del consumidor/cliente como una misteriosa entidad independiente, de manera tal que el verdadero productor de riqueza -el trabajador- desaparezca de la relevante ecuación social y su cuota del producto social pueda ser declarada como la “más generosa” aun cuando sea escandalosamente baja. Sin embargo, la eficacia de esta descarada apología se encuentra estrictamente confinada a la esfera de la ideología. Las mayores cuestiones socioeconómicas no pueden ser resueltas satisfactoriamente dejando de lado el trabajo, fuera del dominio de la práctica política. En ese dominio debe reconocerse a través de la aplicación de medidas prácticas apropiadas que el obrero consumidor juega un rol de gran importancia -aún si en el curso de la historia éste haya variado- en el sano funcionamiento del sistema del capital. Su rol varía de acuerdo con el mayor o menor estado de desarrollo alcanzado por el capital, lo que, en los hechos, significa una tendencia a aumentar su impacto sobre el proceso reproductivo. Así debe ser aceptado en la práctica que, en beneficio del orden socioeconómico establecido mismo, el rol del obrero-cliente-consumidor resulta tener mayor importancia en el siglo XX que en tiempos victorianos, más allá de cuanto desearían algunos sectores volver atrás el reloj e imponer sobre el trabajo algunos valores victorianos idealizados, así como también, por supuesto, las consiguientes restricciones materiales.
En todas estas cuestiones el rol totalizador del Estado moderno es vital. Debe ajustar siempre sus funciones reguladoras para ponerlas en sintonía con la cambiante dinámica del proceso de reproducción socioeconómica, para complementar políticamente y reforzar la dominación del capital contra las fuerzas que pudieran desafiar las gruesas desigualdades de la distribución y el consumo. Más aún, el Estado debe también asumir la importante función de comprador/consumidor, en una escala cada vez mayor. En este carácter debe proveer tanto algunas necesidades del conjunto social (desde la educación al cuidado de la salud, y desde la construcción y mantenimiento de la llamada “infraestructura” a la provisión de servicios de seguridad social), así como también la satisfacción de “grandes apetitos” (como la alimentación no solamente de la vasta maquinaria burocrática de su propia administración y sistema legal, sino también el complejo industrial-militar inmensamente despilfarrador, aunque beneficioso para el capital), aliviando de ese modo, aunque no para siempre, algunas de las peores complicaciones y contradicciones que surgen de la fractura entre la producción y el consumo.
Se reconoce que la intervención totalizadora del Estado y su acción correctiva no puede producir una genuina unidad en este plano, debido a que la separación y oposición de la producción y el consumo, junto con la radical alienación del control por parte de los productores pertenecen a las determinaciones estructurales esenciales del sistema del capital como tal, y por tanto constituye un necesario requisito para su contínua reproducción. No obstante, la acción correctiva del Estado en esta dirección es de la mayor importancia. Los procesos materiales reproductivos del metabolismo social del capital, y el contexto político y la estructura de mando de esta forma de control, se sostienen recíprocamente el uno al otro hasta tanto el desperdicio inevitable que acompaña esta singularmente simbiótica relación no resulte prohibitiva desde el punto de vista de la productividad social misma. En otras palabras, los límites últimos de reconstitución y manejo de la problemática correlación entre la producción y el consumo bajo el terreno fracturado del metabolismo social del orden del capital están determinados por el alcance que el Estado moderno pueda tener para contribuir activamente a la necesidad irresistible del sistema que lleva a la expansión y acumulación del capital, en lugar de transformarse en una carga material insostenible para él.
[1] “En el desarrollo de las fuerzas productivas hay una etapa en la que la fuerzas productivas y los medios de intercambio que existen entran en contradicción con las relaciones existentes, y ya no son fuerzas productivas sino destructivas. (…) Estas fuerzas productivas bajo el sistema de la propiedad privada tienen un desarrollo unilateral, y para la mayoría se transforman en fuerzas destructivas. Así ocurren cosas tales que los individuos deben apropiarse de la totalidad de las fuerzas productivas existentes, no sólo para conseguir su propia actividad, sino también para simplemente salvaguardar su misma existencia”. Marx y Engels, Collected Works, Lawrence & Wishart, London, 1975, vol. 5, pág. 52, 73, 87. 98
[2] Ese es el título de un libro de Rudolf Bahro quién alguna vez tuvo convicciones socialistas. Véase en tal sentido un libro anterior de Bahro por el cual recibió en 1979 el Premio Isaac Deutscher: The Alternative in Eastern Europe. N. L. B. Londres, 1978.
[3] The Economist, 31 diciembre 1991. pág. 12.
[4]. Obviamente, la apologética no conoce límites en defensa de lo indefendible. Dado que es ahora imposible pretender (sin sonrojarse), en base a los indicadores usualmente recomendados, que los frutos prometidos por la “economía de mercado” capitalista van
a parar a las masas de la población en Rusia (cuyos niveles de vida se han deteriorado fuertemente en el pasado reciente); es que se requiere inventar nuevos criterios para explicar los problemas. Así, The Economist, basándose en una publicación de “un trío de asesores del gobierno ruso” (The Conditions of Life, por Andrei Illarionov, Richard Layard y Peter Ország, Pinter Publications, Londres, 1993), ofrece a sus lectores una verdadera piedra preciosa en un artículo titulado Poverty of numbers (10-16 Julio 1993, pág. 34). De acuerdo con el mismo, si bien forzados a admitir que las esperanzadoras aclamaciones relativas a los “beneficios que han mejorado la calidad de la vida” de los rusos es casi “imposible de cuantificar” (minimizando desde el inicio esa admisión, al descalificar en el presente contexto -con el título de su artículo: Poverty of numbers -las otras entusiastamente sostenidas virtudes de la cuantificación), los editores del The Economist declaran que cuestiones “como el tiempo liberado de unas 15 horas como promedio en no hacer colas”, gracias a la falta de dinero para comprar comida, representa un mejoramiento del nivel de vida.
No se nos dice cuáles son esas otras cuestiones que aparecen bajo la prometedora categoría del “como”, cuestión sin embargo que no es difícil de adivinar. Porque, obviamente, uno no debería ignorar el tiempo mayor de esas 15 horas ahorradas de semana en semana, al no tener que cocinar la comida que ellos no pueden comprar en esos bien surtidos nuevos mercados. Más aún, si a todos esos beneficios sumamos también el tiempo ahorrado al no tener que comer la comida que no pudo ser comprada ni cocinada, sin mencionar aquellos ulteriores beneficios derivados, al evitar los gastos médicos en cuidar la deteriorada estética y la obesidad, el nivel de vida promedio del ruso debería estar cercano al de los Rockefellers. Especialmente si en el mismo espíritu en el que los ingresos de los rusos son calculados por “el trío de asesores del gobierno ruso” y por los editores del The Economist, podremos permitirles a los Rockefellers deducirles una apropiada cantidad de sus declaraciones de ingresos dadas todas las ansiedades que deben sufrir producto de las incertidumbres en que viven sus compañías en estos tiempos.
[5]. Véanse en particular las secciones 1.2.4 y 1.2.5 de Beyond Capital, Merlin Press, Londres, 1995.
[6]. Los lectores interesados en estos problemas pueden consultar mi libro Marx’s Theory of Alienation, Merlin Press, Londres, 1970, y Harper Torchbooks, New York, 1972.
[7]. Veáse por ejemplo Marx, Capital, Foreign Languages Publishing House, Moscú, 1958, Vol 3., pág. 810.
[8]. Marx a menudo se refería al capital como una bomba de extracción de plustrabajo. Por ejemplo cuando el argumenta que “La forma económica específica, por la cual el trabajo excedente (Mehrarbeit) no pagado es extraído por bombeamento (ausgepumpt) de los productores directos, determina la relación entre dominantes y dominados, como ella crece directamente fuera de la producción, y como reacciona hacia ella como un elemento determinante”. Ibíd, pág. 772.
[9]. La más extrema y más absurda posición en esa dirección fue asumida por Stalin y sus seguidores quienes dictaminaron que “superar la producción de Estados Unidos de América en lingotes de hierro” era el criterio para lograr la etapa mas elevada del socialismo, esto es, el comunismo.
[10]. Los defensores del sistema del capital, incluyendo los así llamados “socialistas del mercado”, les agrada fusionar la noción de “eficiencia económica” con su tipo histórico limitado que caracteriza el modo de específico del capital como control del metabolismo social. Es precisamente el último, con sus graves limitaciones y ultimada destructibilidad, que debería ser sujeto de una crítica radical en lugar de una idealización apologética.
[11]. Véanse los capítulos 15 y 16 relativos al espantoso desperdicio debido a la rata decreciente de utilización como la tendencia fundamental del desarrollo capitalista, y el rol del Estado al tratar de hacerle frente a sus consecuencias.
[12]. Como única salida de Fausto a su autoimpuesto predicamento, el Fausto de Goethe -en contraste con el de Marlowe- termina con el rescate divino del héroe. Sin embargo, lejos de estar encandilado o encegecido por el apologético buen deseo, Goethe presenta esta solución en conjunción con una escena de suprema ironía. En la escena en cuestión al moribundo Fausto le llega desde afuera el sonido que
es el eco de una gran actividad industrial -con un exitoso reclamo de tierra al mar para
la construcción de canales monumentales para el mejoramiento y felicidad futura de la humanidad- quedando él convencido que ahora puede morir como un hombre feliz, aun cuando haya perdido su pacto con el diablo. En realidad, el sonido que él oye es el ruido que hacen sus sepultureros al cavar su propia tumba. Sin necesidad de mencionarlo, no hay signos de una operación divina en el horizonte de hoy. Solamente que el ruido de la tumba cavada por el capital es cada vez mayor.
[13]. Históricamente la emergencia y consolidación de las instituciones legales y políticas de la sociedad corren paralelamente a
la conversión de la apropiación comunal a una propiedad exclusiva. A medida que el impacto práctico de esta última se hace más extensivo dentro de la modalidad prevaleciente de reproducción social (especialmente como
propiedad privada fragmentada), se debe tener un rol totalizador de la superestructura política y legal más pronunciado y articulado institucionalmente. Es por ello que no
resulta accidental que
la centralización y burocratización del omnipresente Estado capitalista -y no el Estado definido en términos geográficos como “el moderno Estado occidental” (Weber)-
adquiera su preponderancia en el curso del desarrollo de la producción generalizada de mercancías y en la institución práctica de las relaciones de propiedad en sintonía con ella. Cuando se omite
esta conexión por consideraciones
ideológicas, como en el caso de todos aquellos que conceptualizan estos problemas desde el punto de vista del orden establecido, terminamos con un misterio de porqué el Estado asume el carácter que tiene que tener bajo el dominio del capital. Este es un misterio que deviene en una completa mistificación cuando Max Weber trata de desentrañarlo al sugerir que “ha sido el trabajo de juristas el que dio carta de nacimiento al moderno Estado occidental”. (H.H. Gerth y C. Wright Mills, editores, From Max Weber: Essays in Sociology, Routledge y Kegan Paul, Londres. 1948, pág
. 299).
Como podemos observar, Weber da vuelta todo al revés. Porque sería más correcto decir que las necesidades objetivas del Estado capitalista moderno dan lugar a la conciencia de clase del ejército de juristas, más que lo contrario, como pretende Weber con una visión mecanicista. En realidad encontramos aquí una reciprocidad dialéctica, y no una determinación unilateral. Pero debe agregársele que no es posible hacer más que sentido tautológico a tal reciprocidad a menos que reconozcamos -algo que Weber no hace, debido a sus lealtades ideológicas- que el ubergreifendes Moment (el constituyente de significado primario) en sus relaciones entre el cada vez poderoso Estado capitalista, con todas sus necesidades y determinaciones, y “los juristas” es el primero.
En relación con esta cuestión y otros puntos relacionados véase mi ensayo: Customs, Tradition, Legality: A Key Problem in the Dialectic of Base and Superstructure, en Social Theory and Social Criticism: Essays for Tom Bottomore, ed. Michael Mulkay y William Outhwaite, Basil Blackwell, Oxford, 1987, págs. 53-82.