30/10/2024

Terremoto en el mercado mundial. Sobre las causas subyacentes a la crisis actual de los mercados financieros.

Por Trenkle Norbert , ,

 

La crisis de los mercados financieros internacionales ya está transformándose en una crisis del mercado mundial y la mayoría de economistas y comentaristas la adjudican a la especulación desenfrenada que, especialmente se desencadenó en los EE.UU. En consencuencia, están en la mira los bancos y fondos de inversión como los agentes principales de esta especulación; aunque también se apunta a los gobiernos y los bancos centrales (en primer lugar, al gobierno de los EE.UU y la Reserva Federal), que serían quienes facilitaron e impulsaron esta situación. Ahora, quienes desde hace años ven en la especulación la principal causa de todas las fallas socioeconómicas actuales, tales como cesantía generalizada, descenso del salario, competencia agudizada y quiebre del sistema social, se sienten confirmados en sus apreciaciones y difunden que la clave para solucionar estos problemas está en la regulación y el control de los mercados financieros.

A primera vista, podría parecer, efectivamente que, la creciente presión económica sobre toda la sociedad se origina en los mercados financieros. ¿Quién osaría negar la enorme importancia que han ganando y su considerable influencia en el desarrollo económico? ¿No se prestan precisamente para identificarlos como los principales culpables de la miseria social? Sin embargo, la polémica contra los fondos Hedge, Private-Equity-Fonds y otros actores financieros encuentra gran resonancia en la opinión pública –no sólo por reflejar la apariencia de la superficie–. Esas posiciones pueden sustentarse, además, en un difundido prejuicio según el cual y, de todos modos, es el capital financiero, bancos y “especuladores”, el responsable de la mayoría de los males del capitalismo, porque, supuestamente, sin mover un dedo obtienen ganancias a costas del “trabajo honesto” y del “empresariado productivo”. En consecuencia, se critica constantemente “la voracidad insaciable” de los agentes del mercado financiero que aspiran a “rentas exorbitantes“ (como si el modo de producción capitalista no se basara, en esencia, en el principio de maximización de ganancias y en función de ello no pisara siempre cuanta cabeza se le interponga).

 Ésa no es, por cierto, una crítica al capitalismo, sino, en el mejor de los casos, una mitificación nostálgica del capitalismo de posguerra, cuando el Estado regulaba lo social y el mundo supuestamente estaba todavía en orden. Pero es peor aún, puesto que afirmaciones de ese tenor abren las puertas para los delirios antisemitas que, como se sabe, diferencian esencialmente entre un capital (concreto) productivo-creativo de otro capital (abstracto) “acaparador” e identifican a “los especuladores” como “los judíos” quienes supuestamente serían quienes desde las sombras mueven los hilos de la economía y la política mundial. Desde diversos enfoques se ha señalado, en los últimos años, la falacia de esta relación y advertido sobre el peligro de su contenido ideológico, por lo que no me detendré en esto. Más bien me concentraré en comprobar sobre todo que el ataque unilateral al capital financiero invierte la relación entre causa y efecto de la lógica funcional del capitalismo, lo cual no sólo impide un análisis razonable de la crisis actual, sino obstaculiza también el planteo de una perspectiva de luchas sociales adecuada.
 

 Los prolongados efectos de la crisis del fordismo
 
 Basta una mirada a la historia para constatar que las causas de las crisis capitalistas nunca estuvieron en las grandes burbujas formadas por la especulación y el crédito, sino que éstas fueron sólo la consecuencia y la forma cómo se desarrollaron los procesos de crisis, originados constantemente en el estancamiento de la valorización de capital en la esfera de la economía real. Esto rige también y precisamente para la actual crisis financiera y los extensos períodos de especulación que le precedieron, aunque comparada con crisis anteriores, ésta presenta efectivamente algunas peculiaridades históricas.
Es sabido que el ascenso y la independización de los mercados financieros comenzó a mediados de los años 70. Pero no ocurrió por decisiones políticas arbitrarias o la influencia de los think tanks neoliberales o grupos de intereses económicos poderosos, sino debido a que la prolongada fase de auge del período de postguerra cayó en una profunda crisis estructural y el fordismo chocó con sus límites. Los márgenes de lucro de la producción masiva estandarizada quedaron sometidos a la presión que provocaba el agotamiento de las reservas organizativas y económicas de la productividad fabril mientras que, simultáneamente, las luchas laborales conseguían incrementos salariales y prestaciones sociales y, los prefinanciamintos de la infraestructura pública continuaban en ascenso. Cuando los países agrupados en la OPEP decidieron un sensible aumento de los precios del petróleo, los costos se dispararon por la explotación excesiva de la energía proveniente de las reservas fósiles. El impulso de crecimiento sostenido que se había desarrollado en la era de posguerra arribó a su fin. No hubo inversiones adicionales en medios de producción, fábricas, edificios, etcétera, porque no se avizoraban ganancias o ganancias suficientes; en consecuencia, una parte considerable del capital quedó "liberado” sin encontrar posibilidades de inversiones rentables.
Pero teniendo en cuenta que el capital en sí es valor que se revaloriza, o sea, que el único objetivo de la producción capitalista consiste en hacer del dinero más dinero (por eso también la compulsión propia del capitalismo de obtener un crecimiento cuantitativo permanente a expensas de las necesidades humanas y las limitaciones naturales), un estancamiento tal del proceso de valorización equivale a una crisis o, dicho con mayor precisión: a una crisis de sobreacumulación. Una parte del capital es excedentario (medido respecto al propio objetivo abstracto) y por eso pende sobre él la amenaza de desvalorización. Si ésta tiene lugar, entonces esa crisis no queda limitada a las quiebras de algunas empresas y bancos (como siempre ocurre en el funcionamiento capitalista normal), sino que golpea atravesando la totalidad de la economía y la sociedad.
Justamente este peligro amenazaba ya a mediados de la década de los 70, lo que por lo demás fue pronosticado por muchos economistas (no sólo de izquierda). ¿Por qué no se llegó a eso? ¿Por qué no se dio la irrupción de una gran crisis de la economía mundial? Una de las razones fundamentales fue debido a que una parte significativa del capital excedentario, ante la imposibilidad de invertir en la economía real, emigró hacia los mercados financieros internacionales. Al comienzo se orientó principalmente hacia créditos públicos, pero luego y de manera creciente hacia la especulación accionaria y en títulos. Esta fuga hacia la esfera financiera es en sí la forma normal en que transcurre toda crisis de valorización del capital. Marx ya lo analizó en base a la crisis de 1857 y, para este fenómeno acuñó el concepto de “capital ficticio“. El capital de crédito y especulativo es ficticio por que sólo en apariencia funciona como capital. Pues, aunque para sus poseedores y como producto de la especulación arroje ganancias en la forma de intereses, no se efectúa una valorización real, tal como la que presupone siempre la explotación de la fuerza de trabajo en la producción de mercancías y servicios para extraer plusvalor. Los “beneficios” que arroja el capital ficticio provienen de otras fuentes, ya sea de impuestos y nuevos créditos (como en el caso del endeudamiento estatal) o de apuestas a futuro (como en el caso de ganancias producidas por la especulación en las cotizaciones cambiarias) o de la liquidación de patrimonio público (como en el caso de las ganancias por privatizaciones).
Donde se manifiesta el carácter del capital ficticio con mayor claridad es en el caso del endeudamiento estatal: El Estado toma prestado dinero para introducirlo de inmediato nuevamente en el circuito del consumo. Desde el punto de vista del prestamista, este dinero aparece como capital porque "produce” intereses. Pero en realidad ya se ha gastado de manera consuntiva, es decir que existe como "valor" sólo en la figura de títulos de deuda (bonos estatales). Pero también los créditos para el consumo privado y las hipotecas funcionan según la misma pauta: los prestatarios toman dinero para comprarse casas, autos u otros bienes de uso; sin embargo para el prestamista, ese dinero aparece como capital invertido de manera lucrativa aunque ya se haya evaporado en el consumo, lo que al prestamista, por cierto, no le interesa. Las inversiones financieras en créditos o especulación aparecen ante él como una posibilidad de inversión tan "real” como cualquier otra, siempre y cuando la fuente de dinero fluya.
Pero el capital ficticio ofrece una posibilidad de escape no sólo para el inversor de capital; desde el punto de vista macroeconómico significa también postergar la irrupción de la crisis. Puesto que la fuga hacia los mercados financieros no sólo impide provisoriamente la devaluación del capital excedente sino que, al mismo tiempo y a través de diversos mecanismos genera también una capacidad adquisitiva que se expresa en la demanda de mercancías y servicios, lo que mantiene funcionando la economía real o incluso puede recalentarla. Este mecanismo, en el caso de la deuda estatal actúa de inmediato y como tal se ha instaurado como un instrumento central de la política económica. Visto desde esa perspectiva da lo mismo  si el Estado gasta el dinero prestado para construir calles, comprar aviones militares o para prestaciones sociales; siempre retorna al circuito de consumo y activa la coyuntura económica. Los créditos al consumo y las hipotecas cumplen la misma función en la macroeconomía, como se evidencia en el reciente boom inmobiliario en los EE.UU., sólo que los prestatarios son gente privada.
Pero también las ganancias del mercado financiero retornan en parte a la economía real, ya sea a través de erogaciones para el equipamiento corporativo de bancos, fondos de inversiones u otros agentes financieros institucionales  (parque automotriz, computadoras, edificios de oficinas representativas), sea que sus empleados o inversores privados financien su consumo con las rentas obtenidas mediante la especulación o intereses. En tal medida, el capital ficticio es algo diferente a un peso muerto sobre la economía real que impide su funcionamiento. Al contrario, posibilita provisoriamente conservar el desarrollo capitalista normal.
No obstante, este modo de postergar la crisis nunca se prolongó demasiado. Luego de una fase breve de recalentamiento especulativo siguió  inevitablemente un gran desplome de los mercados financieros en los que el potencial crítico acumulado se descargó con una fuerza enorme destruyendo de un golpe a vastos sectores económicos y estructuras sociales. La particularidad histórica de la crisis del fordismo consiste en que hasta ahora no tuvo lugar esa devaluación masiva de la masa monetaria acumulada por la especulación y el crédito. Pero esto no significa que se haya alterado el funcionamiento de la economía capitalista, como se ha estado afirmando por múltiples lados. Lo que es históricamente excepcional es la postergación de la crisis extremadamente prolongada. Sin embargo, tal como en todas las crisis anteriores ésta se basa en el mecanismo del capital ficticio y, por eso, tarde o temprano también debe desembocar en un gigantesco impulso devaluador. A la larga extensa postergación corresponde por lógica un gigantesco crecimiento de la burbuja de especulación y crédito. El hecho de que hoy el 97 % de todos los flujos financieros internacionales tienen fines especulativos no puede tomarse como comprobación de un rumbo económico equivocado o incluso adjudicarlo a la "avaricia“ de especuladores insaciables, sino que muestra las dimensiones que mientras tanto ha alcanzado la postergación de la crisis y con ella también el enorme potencial de crisis acumulado.
 
 Las particularidades de la extensa prolongación de la crisis
 
Desde el punto de vista político, fue la progresiva liberalización de los mercados financieros transnacionales y la supresión del patrón cambio oro (con la anulación de la convertibilidad del dólar en oro en el año 1971, que significó el fin del sistema regulatorio de los tipos de cambio) lo que posibilitó la descomunal extensión lograda en la postergación de la crisis. Porque recién entonces pudo crecer la masa de dinero global a dimensiones que en crisis anteriores eran impensables debido a que hasta entonces la vinculación con el oro y los mercados financieros nacionales regulados ponían límites estrechos a la expansión monetaria. Pero la decisión de romper esas barreras no fue una acción política arbitraria atribuible a la influencia de grupos de intereses poderosos. Antes bien fue la consecuencia de la dinámica del desarrollo económico en los años 50 y 60 lo que fue socavando el sistema instaurado en Bretton Woods. En tanto, EE.UU. fue perdiendo la indiscutida preponderancia económica y sólo pudo financiar los costos de su posición de potencia mundial político militar mediante un creciente endeudamiento estatal (en esto, como es sabido, los costos de la Guerra de Vietnam tuvieron un papel esencial). Ya no le era posible seguir manteniendo los tipos de cambio fijos y el respaldo de las monedas occidentales con las reservas en oro. Con lo cual, se generaron recién las condiciones para un gigantesco incremento de la masa monetaria, con la activa participación de gobiernos y bancos centrales, así como también de las organizaciones financieras internacionales. Desde los años ‘70 –y sobre todo en los ‘80– éstas inyectaron en los mercados inmensas cantidades de liquidez sin cobertura en todos los casos en que los mercados financieros estaban en crisis y lo hacían en parte por vía directa en forma de deuda estatal. y en parte a través de una política de “dinero barato“. En esto los EE.UU. desempeñaron un rol central, puesto que podían endeudarse sin temer pérdidas por convertibilidad, ya que de hecho el dólar funcionaba como moneda mundial (un rol cuestionado en la actualidad). Pero también los otros estados occidentales con su política de endeudamiento y generación de dinero contribuyeron significativamente a seguir incrementando la burbuja global de capital ficticio y, así continuaron postergando el desborde de la crisis.
A esto se suma otra particularidad histórica significativa del prolongado ciclo capitalista financiero iniciado en la década de los ‘70. Éste no sólo implicó una postergación de la crisis del fordismo, sino que, al mismo tiempo, se superpuso con el poderoso impulso productivo de la tercera revolución industrial. En condiciones “normales“ de una crisis de sobreacumulación, la gigantesca transformación de la producción basada en las nuevas tecnologías de la información y comunicación recién habría podido darse después de una profunda depresión mundial; en su transcurso hubiese derrumbado toda la arquitectura económica de posguerra. Sin embargo, la prolongada dilatación de la crisis, lograda con auxilio del capital ficticio, permitió en gran parte que el impacto destructivo se limitara a los países del Sur y a aquellos del antiguo bloque del Este. Si bien las estructuras fordistas fueron afectadas en las metrópolis occidentales, esto ocurrió a lo largo de un extenso proceso, en cuyo desarrollo la presión sobre las condiciones laborales y el sistema social fue incrementándose y las estructuras productivas se modificaron en profundidad. Este proceso repercutió de manera distinta en los diversos países, según su ubicación en el mercado mundial, las condiciones competitivas y relaciones sociales de fuerza, aunque en todas partes la tendencia fue la misma. Con ayuda de las aplicaciones de la microelectrónica se racionalizó profundamente el sector industrial y paulatinamente quedó reducido a núcleos hiperproductivos, mientras que, simultáneamente, aquellos segmentos de la producción que desde el punto de vista económico no eran rentables (aún) fueron desplazados a países o sectores de bajos salarios.
Como el llamado sector de servicios fue adquiriendo una importancia creciente y absorbió una parte considerable de la fuerza de trabajo que ya no necesitaba la industria, parecería –visto superficialmente– como si el capitalismo atravesara una modificación estructural más, la cual se caracterizaría, en esencia, por el relevo del sector antes preponderante de la industria por el de servicios y la “producción de conocimiento”, mientras simultáneamente se globalizaban las relaciones económicas. En consecuencia, la gran mayoría de observadores y expertos en economía coincidían en que el capitalismo había logrado superar en gran parte –al menos en las metrópolis occidentales– la crisis de los años ‘70 y ‘80 (conocida como "crisis de la sociedad del trabajo“), aunque a costa de una precarización creciente de las condiciones de vida y laborales de una parte significativa de la población. Según el posicionamiento político, este proceso era considerado inevitable o denunciado como resultado subsanable de la política neoliberal. En cambio, con independencia de los enfoques políticos, aparecía como absurdo y descabellado el diagnóstico de que se estaban dando un proceso de crisis fundamental ."Observen sólo la vitalidad del capitalismo“, se decía, señalando precisamente las ganancias de los últimos años, en una actitud que, según la posición, era de júbilo, crítica o resignación.
La crisis actual de los mercados financieros indica de manera bastante inequívoca que esa estimación era totalmente errada. Y no por que la especulación en sí hubiese destruido la estructura sostenible de la economía real, sino porque la estructura conformada en los últimos veinticinco a treinta años nunca fue el resultado de un boom sostenible de la acumulación de capital. Al contrario, si pudo mantenerse con vida, fue gracias a los permanentes flujos de capital ficticio (y así sigue ocurriendo). Un boom sostenible presupondría que en el marco de un crecimiento sostenido se absorba cada vez más fuerza de trabajo en la producción de mercancías y en el nivel de productividad estándar global, puesto que sólo así puede incrementarse la masa del valor extraído. Considerado desde la demanda, esto significaría que en cada período se generarían suficientes ingresos laborales como para que las mercancías producidas en el período anterior encuentren salida. Estas premisas son precisamente las que ya no se han dado bajo las condiciones de la tercera revolución industrial. Al contrario: la racionalización en base a las nuevas tecnologías de la información y comunicación ha conducido a una reestructuración de fondo de todos los sectores de la economía, devaluando a su paso cada vez más fuerza de trabajo y convirtiéndola en superflua. Con lo cual, el proceso de valorización no sólo se priva sucesivamente de la demanda (en forma de salarios) -de la que depende para realizar en el mercado el valor producido - sino que, al mismo tiempo socava las bases de su propia existencia.[1] En tal sentido, la revolución en las fuerzas productivas generada por la microelectrónica produce una suerte de crisis permanente de sobreacumulación, es decir, un excedente constante de capital no realizable en la esfera del capital productivo que debe orientarse hacia el capital ficticio, contribuyendo significativamente al crecimiento exponencial de la burbuja financiera.
 
 ¿Crisis? ¿Cuál crisis?
 
En contra de este diagnóstico se suele aducir que en las últimos décadas se crearon millones de puestos de trabajo adicionales en los países de la antigua periferia, sobre todo en los del Este y Sur de Asia con lo que se habría incrementado y no reducido la base para la producción de valor. Pero este argumento omite dos cuestiones fundamentales:
Primero, la gran masa de trabajo industrial en esos países se realiza a un bajísimo nivel de productividad y por eso, medido según el estándar de las fábricas automatizadas y superracionalizadas, representa sólo una fracción muy reducida de valor. Pues desde el punto de vista de la producción de valor no cuenta el mero número de las horas trabajadas. Más bien el valor de una mercancía depende del nivel de productividad socialmente válido, que a su vez, hoy en día es definido por los sectores de producción dominantes en el mercado mundial.[2] Y como el nivel de productividad en estos sectores sube permanentemente como resultado de la constante tercera revolución industrial, esto a su vez significa, que el trabajo en los segmentos subproductivos “produce” cada vez menos valor. Por eso, desde la perspectiva capitalista, la producción en estos sectores es sólo rentable siempre y cuando se ejecute con salarios cada vez más bajos y en condiciones laborales más miserables .[3]Y ésta, a su vez, es la razón por la cual la enorme racionalización no conduce a una reducción generalizada del tiempo de trabajo y a un bienestar general (y ni siquiera abre márgenes para una mejora relativa de las condiciones de vida dentro de la sociedad capitalista), sino a la miseria social masiva y la depravación.
Segundo, el boom en China, India y los otros países “emergentes” no es sostenible, sino totalmente dependiente de los créditos y del dinero especulativo de los mercados financieros transnacionales. Es sabido que toda la estructura económica en esos países está orientada a las exportaciones masivas, especialmente hacia EE.UU. y la Unión Europea, los que a su vez financian una parte considerable de sus importaciones con flujos de capital especulativo y el crédito. En esto es paradigmático el “circuito deficitario del Pacífico” entre EE.UU. y Asia oriental que fue el motor principal de la coyuntura económica mundial desde los tiempos del gobierno de Reagan. Su mecanismo de funcionamiento es básicamente muy sencillo: el capital financiero “importado” cubre el déficit creciente de la balanza comercial (“déficit gemelos“ N.d.T.: déficit fiscal junto con déficit de la balanza de pagos) y es introducido al circuito del consumo tanto por la vía directa del gasto público financiado por el crédito como, en forma indirecta, a través del sistema financiero privado.
Pero dado que los flujos de dinero provienen en una parte considerable de los países asiáticos (al comienzo mayoritariamente de Japón, ahora en forma creciente de China), y éstos invierten sus ganancias de ventas en el sector financiero de EE.UU. o acumulan sus reservas de divisas en dólares estadounidenses, China financia por lo tanto sus propias exportaciones. En la era Reagan se recurrió primero a la gigantesca deuda estatal para motorizar el consumo, luego fue creciendo la especulación con acciones –en los tiempos de la New Economy no fueron pocos inversores privados los que financiaron parte de su consumo con las utilidades provenientes del gigantesco ascenso de las cotizaciones en el “nuevo mercado“ de las nuevas tecnologías–. Y en los últimos años la prioridad se desplazó hacia la especulación inmobiliaria.
Sin embargo, cabe señalar que esta  circulación monetaria funciona sólo mientras el dólar estadounidense goce de la confianza necesaria y haga fluir constantemente capital financiero fresco como para financiar el déficit permanente. Es significativo que en el transcurso de la actual crisis esa confianza se esté deteriorando (como lo evidencia la cotización del dólar).[4]  Si el gobierno de los EE.UU. y la Reserva federal no logran revertir esta tendencia, el circuito deficitario del Pacífico colapsaría, lo que para la economía mundial significaría algo así como si al clima mundial se le detuviese la Corriente del Golfo. Por cierto que, ante este escenario amenazante, es antinorteamericanismo barato acusar desde Europa a los EE.UU., y en un tono de consternación moralista, el “haber vivido a costas del resto del mundo”, al financiar a crédito su “consumo improductivo” y encima precipitar al abismo a la economía mundial. Ya que por una parte, los países europeos se han beneficiado en gran medida de la demanda estadounidense, financiada con créditos; en particular, la industria alemana estaría ya por el suelo sin las imponentes exportaciones hacia el otro lado del Atlántico. Por otra parte ni el endeudamiento estatal en Europa ni la especulación difieren tanto de los de los EE.UU. En los últimos años, sobre todo en el sur de Europa, hubo un fuerte boom especulativo en los mercados inmobiliarios que acaba de desmoronarse. Y por último, visto integralmente, toda la economía mundial capitalista está siendo mantenida con vida por el capital ficticio porque la economía real ya no es sostenible.
Por eso, es un absurdo total, cuando los comentaristas en todos los diarios de derecha o izquierda, reprochan hoy al Banco Central de EE.UU. haber estimulado la especulación inmobiliaria mediante su política de intereses extremadamente bajos y que, por eso, serían los responsables de la actual crisis de los mercados financieros. Lo que la Reserva Federal hizo después del derrumbe de la New Economy fue simplemente evitar que en ese momento se viniese a pique el gran alud de los mercados financieros. Es decir, postergó de siete a ocho años el estallido de la crisis posibilitando así el famoso repunte cuya autoría todos los políticos se adjudican hoy. De aplicar en este contexto categorías morales, se debería entonces agradecer a la Reserva Federal el verdadero respiro que con su política monetaria deparó una vez más a la economía mundial. Aunque hablar de gratitud en esto es tan inapropiado como hacer imputaciones moralistas. Por lo pronto se trata más bien de comprender que la crisis de los mercados financieros no se origina en la especulación, sino en una crisis estructural, mucho más fundamental, de la valorización del capital. Esto tiene implicaciones amplísimas para los conflictos sociales del futuro próximo.

¿Otra postergación de la crisis...?
 
No se puede hacer un pronóstico seguro respecto al curso que seguirá el proceso de crisis. Por el momento no está claro si los bancos centrales y los gobiernos aunarán esfuerzos para poder postergar una vez más el megaderrumbe de los mercados financieros, con sus devastadores efectos en todo el mundo. Si llegaran a conseguirlo, sólo podrían hacerlo inflando una nueva burbuja financiera. Lo que sería una burla para todos aquellos que visualizan el control de los mercados financieros como la solución del problema. Si bien esto ya está siendo exigido por todas partes, incluso por los neoliberales recalcitrantes, que actúan según el dicho: qué me importa mi cháchara de ayer.[5] Pero en la práctica, la intervención estatal tendrá precisamente el efecto contrario: en esencia se trata de limitar los daños directos surgidos por el estallido de la burbuja inmobiliaria. Es significativo el hecho de que hasta el populista socialdemócrata Lafontaine abogue por la intervención estatal en ayuda de los bancos en crisis; él sabe que un derrumbe del sistema bancario tendría consecuencias desastrosas para toda la sociedad,[6] pero fiel su enfoque político agrega que luego debería controlarse mejor a bancos y agentes de los mercados financieros. Sin embargo, es pura retórica puesto que las pérdidas por causa de los créditos basura sólo podrán ser compensadas – si es que pueden – con ganancias futuras en el mercado financiero ya que, en condiciones de una permanente sobreacumulación, los márgenes para una valoración del capital en la economía real permanecen limitados. Se reconozca este contexto o no, en la práctica es el que se impone. Es por esta razón que los gobiernos y bancos centrales no tienen otra opción que abrir generosamente sus grifos monetarios. El gobierno de los EE.UU y la Reserva Federal ya han tomado este rumbo.[7]
Básicamente la lógica funcional del capitalismo como tal es intangible para la política, lo que implica que queda reducida a la administración de las cuestiones públicas dentro de los límites definidos por ésta. Sin embargo en el transcurso de la historia el espacio de posibilidades para el accionar político difiere. Este espacio como tal está fuera del alcance de la política, pero dentro de él, las decisiones políticas no están determinadas sino que dependen de diversos factores tales como las relaciones de fuerza que imperan en la sociedad, las constelaciones internacionales de poder o las asimetrías en el mercado mundial. Esto vale también para el fordismo, tan mitificado hoy en día. La política estuvo tan alejada de generar el boom fordista como de impedir su fin, pese al potencial regulador relativamente amplio del que gozaba en esa época. Aunque hasta un cierto grado pudo influir las formas internas de su curso y aprovechar los márgenes de distribución, existentes sobre todo en las metrópolis, para construir una extensa infraestructura social. No obstante, en los tiempos de la crisis global capitalista la política no puede arremeter sustancialmente contra el capital ficticio pues la burbuja de crédito y especulación es el requisito para la precaria postergación de la crisis y por eso determina también los márgenes y límites de su propio accionar. Por esta razón debe hacer todo lo que esté a su alcance para asegurar que este requisito se mantenga en el tiempo lo más posible, para lo cual, además de las medidas político-monetarias, se recurre también a la práctica abusiva de avanzar sobre los “bienes públicos”, arrojarlos al fuego de la valorización privada a fin de que la maquinaria capitalista siga funcionando un tanto más.[8]
Detener la dinámica de crisis capitalista está totalmente fuera de las posibilidades de intervención de la política. Con las medidas que toma contribuye más bien a una reproducción consistente de las contradicciones básicas del proceso de crisis, reproduciéndolos a un nivel siempre superior. A medida que la masa de capital ficticio, que debe ser protegido de la devaluación, crece exponencialmente (como puede verse en el crecimiento de los mercados financieros), se incrementa la presión sobre la sociedad y, la gran masa de la población se ve obligada a vender su fuerza de trabajo en condiciones cada vez más precarias. En consecuencia, los costos sociales que conlleva una nueva prórroga para el gran desplome financiero serán cuantiosos. Por una parte es inevitable una fuerte recesión económica antes de una eventual recuperación relativa. Por otra parte, es muy probable que el incremento de la masa monetaria provoque una aceleración  de la inflación y, con ella, una nueva devaluación de la capacidad adquisitiva. Y, finalmente, la próxima oleada especulativa se centrará tal vez en materias primas, alimentos y biocombustibles y, por eso, tendrá consecuencias directas y catastróficas para vastos sectores de la población mundial. Los horrendos saltos que han experimentado los precios de los alimentos en los últimos años se deben en gran medida a que los inversionistas institucionales desviaron su capital hacia las bolsas de commodities. De continuar esta tendencia, la consecuencia inevitable será una verdadera explosión de precios que multiplicará el hambre en el mundo.
Tampoco aquí sería el capital ficticio la verdadera causa de la catástrofe, pero funcionaría como instancia mediadora, como correa de transmisión del proceso de crisis y de su tendencia inherente de exclusión y precarización (tal como lo fuera en la ola de privatizaciones). Por esta razón, existe un gran peligro de que el descontento provocado por dicha crisis de nuevo se dirija sólo hacia la imagen enemiga de un capital financiero “voraz“, al que se le atribuye la culpa de toda la miseria. Por tal motivo es importante tomar posición frente a esta invertida “crítica al capitalismo”, con sus evidentes flancos antisemitas. Esto presupone la necesidad de criticar aquellas ideologías, así como también un análisis fundamentado de la crisis, de manera que corrija esa percepción distorsionada del funcionamiento capitalista. Por cierto que en esa crítica no deben quedar excluidos los mercados financieros y la especulación. Pero deben entenderse como momentos parciales de una crisis fundamental que afecta los cimientos mismos del capitalismo, crisis que  acaba en una vasta destrucción de las bases sociales y naturales de vida.
Cabe dirigir esta crítica también hacia las concepciones, en parte nostálgicas, en parte populistas, que proponen una reactivación de la política keynesiana de crecimiento y regulación. En resumidas cuentas, los propagandistas de estas concepciones saben que en las condiciones actuales no existen márgenes reales para una política de tipo keynesiano. Se lo comprueba periódicamente, cuando partidos de "izquierda" llegan al gobierno con esos programas y luego aplican exactamente lo contrario a lo prometido; esto rige para el gobierno de la ciudad de Berlin, tanto como para la desteñida “coalición de centroizquierda” en Italia o el gobierno de Lula en Brasil. Lo absurdo de esto es que no se trata simplemente de un “engaño” a los votantes por su ingenuidad, sino que, a falta de otras perspectivas, quieren creer que sería posible retornar al Estado social keynesiano de posguerra aunque a otro nivel de conciencia bien saben que ya no puede ser. Esto es lo que conforma la esencia de esa situación anímica esquizofrénica que se observa en la República Federal de Alemania en tanto y en cuanto las reivindicaciones socialdemócratas clásicas (salario mínimo general, no a la privatización de los ferrocarriles, etcétera) gozan de una amplia aceptación mientras simultáneamente se expresa simpatía y valora positivamente al gobierno de Merkel con su política neoliberal. Esta actitud anímica, que oscila entre aspiraciones insolubles en sí y la aceptación acrítica de la lógica capitalista estructural, es problemática por ser muy propensa a identificar chivos expiatorios, sean éstos los fondos buitres, el gobierno de los EE.UU., las grandes corporaciones o –en una última consecuencia última– "los judíos”. Puede sonar paradójico, pero si uno no quiere entregarse al credo de los imperativos inmanentes, es indispensable señalar los límites de la política en la crisis actual del capitalismo. No para reconocerlas y aceptarlas, sino como orientación necesaria para los movimientos sociales y aquellos sectores de los sindicatos que se oponen a la explotación social sistemática, a las prácticas de mercantilización de todas las esferas de la vida para su valorización, a la creciente precarización, con el consiguiente control y represión estatal que conlleva. Dejarse amarrar a perspectivas políticas ilusorias y a la política partidaria significa neutralizarse[9]. Si por el contrario, se concentran en articular sus luchas superando las barreras de intereses particulares y sectoriales y las condiciones de vida fragmentadas e identidades diversificadas, podría superarse la desolidarización impulsada por la presión de la crisis para conformar un contrapoder social que se oponga con éxito a la política neoliberal demoledora y excluyente y, al mismo tiempo, se aproximarían nuevamente a las posibilidades de superar la lógica capitalista.
 
¿... o crisis de la economía mundial?
 
Si, no obstante, fracasara la política de una nueva postergación de la crisis, existe la amenaza de una crisis de la economía mundial de dimensiones gigantescas en la cual se descargará el potencial de crisis acumulado en treinta años. Las consecuencias inmediatas serían quiebras masivas de empresas y bancos, probablemente con un enorme impulso inflacionario concomitante. No se necesita tener una gran fantasía para imaginar los efectos devastadores de esta megaestanflación en las finanzas estatales, los sistemas sociales y las condiciones de vida de las grandes mayorías de la población. Es muy posible que bajo tales condiciones en Europa gane en aceptación la ideología que propone una administración nacional-populista de la crisis como la que propaga la extrema derecha y no sólo ella. Por ahora puede sonar algo exagerado que el publicista “izquierdista“ Jürgen Elsässer llame a conformar en Alemania un “frente nacional popular“ contra el capital globalizado y en especial contra el capital financiero (¿a quién sorprendería que él lo ubique principalmente en los EE.UU.?). Sin embargo es representativo de una tendencia que apunta a un aislamiento nacionalista hacia afuera y un disciplinamiento autoritario hacia adentro con una simultánea movilización de sentimientos racistas, antinorteamericanos y antisemitas. Por cierto que aún si se considerara sólo la mera administración de la crisis, es casi impensable un retorno al Estado nación acotado, teniendo en cuenta el entramado económico transnacional actual. Mucho más probable es una desintegración de la economía mundial en bloques continentales, una perspectiva que desde un buen tiempo atrás se viene ponderando en diversos think tanks. Una potente motorización en esta dirección implicaría el derrumbe previsible del dólar estadounidense con la consiguiente pérdida de su función como moneda de intercambio mundial.[10]
Pero este escenario posible, tampoco representa en sentido estricto una solución para la crisis, sino sólo una forma de administrar la situación de emergencia. El impulso devaluatorio no tendría en ningún caso el carácter de una "crisis de limpieza" en la que se barriesen las sobrecapacidades y los créditos basura, a fin de poder sentar las bases para un nuevo lanzamiento de acumulación autosostenible, pues no se habría eliminado la verdadera causa de la crisis que es el haber socavado la producción de valor con la sucesiva expulsión de trabajo vivo de la producción y el desplazamiento de fuerzas productivas hacia el complejo del general intellect. Toda producción debería seguir siendo evaluada –o poder medirse– según el nivel de productividad impuesto por las nuevas técnicas mientras simultáneamente continúa la carrera de productividad. Con un bajo nivel de producción de valor se reinstalaría la situación de sobreacumulación permanente, incluido el imperativo de un nuevo crecimiento de capital ficticio. Con lo cual se reproducirían las contradicciones presentes en el curso anterior de la crisis, pero esta vez, en condiciones económicas y sociales considerablemente agudizadas. La pregunta decisiva será si, a partir de la resistencia contra esta dinámica de crisis, se logra desarrollar un movimiento emancipatorio transnacional cuyo programa práctico consista en apropiarse de la estructura social, dejando atrás la lógica de valorización capitalista.
 

[1] Por las estadísticas económicas se sabe que hoy se necesitan índices de crecimiento del PBI mucho más elevadas para crear puestos de trabajo adicionales de los que se requería en los años ‘70. Sin embargo, las estadísticas oficiales todavía dan una imagen bastante embellecida, al sumar todos los puestos de trabajo, sin diferenciar si éstos contribuyen a la producción de valor o no, lo cual no cabe para la mayoría de las prestaciones de servicios ni para la “producción de conocimiento“ (al respecto véase el artículo de Samol, Lohoff y Meretz en krisis 31). En tal sentido, el crecimiento del sector terciario no compensa la tendencia secular de la progresiva pérdida substancial en materia de trabajo y valor.
[2] Cabe recordar que Marx señala esta relación ya en el primer capítulo de El capital: “Podría parecer que si el valor de una mercancía se determina por la cantidad de trabajo gastada en su producción, cuanto más perezoso o torpe fuera un hombre tanto más valiosa sería su mercancía, porque aquél necesitaría tanto más tiempo para fabricarla. Sin embargo, el trabajo que genera la sustancia de los valores es trabajo humano indiferenciado, gasto de la misma fuerza humana de trabajo. El conjunto de la fuerza de trabajo de la sociedad, representado en los valores del mundo de las mercancías, hace las veces aquí de una y la misma fuerza humana de trabajo, por más que se componga de innumerables fuerzas de trabajo individuales. ... Tras la adopción en Inglaterra del telar de vapor, por ejemplo, bastó más o menos la mitad de trabajo que antes para convertir en tela determinada cantidad de hilo. Para efectuar esa conversión, el tejedor manual inglés necesitaba emplear ahora exactamente el mismo tiempo de trabajo que antes, pero el producto de su hora individual de trabajo representaba únicamente media hora de trabajo social, y su valor disminuyó por consiguiente, a la mitad del que antes tenía .“ . En Internet, edición Siglo XXI Editores: http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/capital.htm ([47]).
[3] Al respecto, véase Norbert Trenkle: Nem os salarios baixos vos salvam, http://www.krisis.org/1999/nem-os-baixos-salarios-vos-salvam.
[4] Nota del autor de diciembre de 2008: Este diagnóstico se hizo en mayo de 2008 cuando el dólar estaba decayendo fuertemente con respecto al euro. En septiembre y octubre la cotización se recuperó, en primer lugar por razones técnicas. En este momento (fines de diciembre de 2008) estamos presenciando una nueva caída de carácter fundamental.
[5] N.d.T.: Adenauer popularizó este dicho, supuestamente originario de Colonia (Renania), al responder a una observación en la que se le señaló un cambio en su posición.
[6] Lafontaine (N.d.T.: ex presidente del Partido Socialdemócrata Alemán y actual dirigente de un nuevo partido socialdemócrata supuestamente de izquierda) ironizó ofreciendo a Josef Ackermann, presidente del directorio del Deutsche Bank, la afiliación al partido "Die Linke“ [La Izquierda] debido a que éste ante la crisis financiera reclamó la intervención del Estado en el sistema bancario (Netzeitung, 20/3/2008). En realidad, con esto se evidencia que cuando se trata de administrar la crisis, todos los partidos están de acuerdo.
[7] Nota del autor en diciembre 2008: Este pronóstico de mayo de 2008 se confirmó, como es sabido, en forma contundente por los gigantescos programas de auxilio para los mercados financieros en EE.UU., Europa y otras partes del mundo, sin que éstos hayan podido impedir el impacto de la crisis sobre la economía real.
[8] Para un análisis de este mecanismo v. Ernst Lohoff: Out of Area – Out of Control, in: Streifzüge N° 31 y 32, Wien, 2004 (www.balzix.de/e-lohoff_out-of-area_str-04-31.html), en alemán.
[9] Así, por ejemplo, cuando gran parte del Movimiento Antiglobalización y los foros sociales se dejaron atar a Rifondazione Comunista, estuvieron obligados a apoyar –por lo menos indirectamente– al gobierno de Prodi. Con esto perdieron en gran parte su capacidad movilizadora y ahora se encuentran ante un desastre político.
[10] En círculos económicos hasta se está discutiendo seriamente retornar incluso al patrón oro, lo que implicaría una total devaluación de las obligaciones acumuladas en dólares en los últimos decenios: “Si no da para más y nadie quiere el dólar débil, Norteamérica hace un corte y acopla su moneda al oro acrecentado y resguardado en Fort Knox. El resto del mundo, o sea el que financió el endeudamiento con la compra de divisas estadounidenses, quedará con las manos vacías“. (Wirtschaftswoche, 18/2/2008, pág. 134).


Artículo enviado por el autor y traducido del alemán para Herramienta por Dora... Publicado originalmente en Mayo 2008 en www.krisis.org

 

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