Conferencia pronunciada el 2 de setiembre de 1998 en el Instituto de Filosofía e Ciencias Humanas de la Universidad de Campinas (Unicamp), São Paulo, Brasil.
Introducción
En líneas generales, el movimiento obrero atraviesa hoy una crisis grave, ya sea al Sur como al Norte. Entre tanto, si las opiniones son convergentes sobre el diagnóstico general de la crisis, ellas son divergentes con relación a las causas que la provocan y más aún sobre los remedios a aplicar. Algunos hasta proponen pura y simplemente dejar morir al enfermo, declarando su mal incurable e incluso felicitándose por su deceso.
Soy de los que piensan que si bien la crisis es seria, no es mortal. Por lo tanto, es conveniente identificar claramente los obstáculos que se presentan actualmente en el camino del movimiento obrero o, si se prefiere, más precisamente los desafíos que le impone la situación actual y que éste debe aceptar. He aquí el propósito central de esta exposición.
Sin embargo, no todos estos desafíos son de la misma naturaleza ni tienen la misma importancia. Se puede y se debe diferenciarlos, y mejor aún, jerarquizarlos. He elegido ordenarlos en función de su grado de urgencia, del horizonte temporal en el que podemos esperar resolverlos y a la vez de la importancia creciente de su posición. He elegido también marcar la diferencia entre los desafíos a corto, mediano y largo plazo.
Tales son los títulos de las tres partes de este trabajo. En cada caso, voy a esforzarme por precisar la naturaleza de esos desafíos, el tipo de problemas que se le presentan al movimiento obrero y, en fin, las condiciones en las que éste sería capaz de superarlos.
1. El desafío a corto plazo: no caer en el derrotismo
El movimiento obrero combate hoy en día con las espaldas contra la pared. Está a la defensiva, se bate retrocediendo, cediendo terreno sin cesar, como un ejército en retirada. Por momentos y en algunos lugares, la retirada se transforma en derrota o en una desbandada pura y simple.
Más allá de esta metáfora castrense, es cierto, en efecto, que en el curso de las últimas tres décadas el movimiento obrero ha sufrido toda una serie de reveses y de derrotas que ponen en duda su capacidad estratégica e histórica. Su primer desafío es no ceder a tal duda o, en otras palabras, no caer en el derrotismo.
Enumeremos la lista de sus principales reveses, y veamos por qué, a pesar de ello, no es necesario abandonarse a la desesperanza derrotista.
La caída de sus dos principales modelos
Las derrotas recientes sufridas por el movimiento obrero son esencialmente dos, y la primera de ellas es la caída de sus principales modelos, a saber:
· el llamado socialismo soviético y sus variantes, desacreditado como modelo (por su totalitarismo estatalista y su ineficacia económica), incluso antes de su caída y disolución;
· el reformismo socialdemócrata, que se fue mostrando gradualmente tal cual era, es decir, como una simple modalidad del dominio del capital, incapaz de preparar el advenimiento de algo superior al capitalismo. Incapaz sobre todo de proponer una estrategia de salida a la crisis multiforme en la cual está sumergido el capitalismo desde hace dos décadas; incapaz de hacerle frente a la ofensiva neoliberal, a pesar de los ataques cada vez más brutales contra los trabajadores, que analizaremos un poco más adelante.
Estos dos modelos principales proceden en realidad de una misma matriz; tienen un mismo origen. Como lo abordé en la obra que me ha permitido estar hoy entre ustedes, Reformismo socialdemócrata y socialismo de Estado, derivan de un mismo modelo de movimiento obrero, que nace en Europa occidental a finales del siglo pasado y que se ha universalizado progresivamente a partir de su origen histórico. Las principales características de ese modelo son:
ü Su estrategia estatista, que hace del Estado el fin y el medio de la lucha de emancipación del proletariado. Su fórmula clave es la de liberarse del capitalismo de Estado liberándose del Estado del capitalismo. Su fetichismo del Estado y de la mediación política;
ü Sus formas organizacionales: el privilegio otorgado al partido, como instrumento de conquista y de ejercicio del poder del Estado sobre los sindicatos, los movimientos cooperativos y mutualistas y sobre los movimientos asociativos;
ü Sus valores ideológicos, radicalización de la herencia de los iluministas, es decir del pensamiento burgués en su aspecto más radical: el humanismo, racionalismo, cientificismo, mesianismo revolucionario, elitismo político, estatismo.
El conjunto de los elementos de este modelo se encuentra hoy convulsionados y desacreditados a partir del derrumbamiento de los dos modelos precedentes. Es, entonces, toda la herencia política de un siglo de luchas obreras la que se encuentra cuestionada.
La incapacidad de enfrentar la ofensiva neoliberal
Esta ofensiva fue lanzada por los gobiernos británico (Thatcher) y norteamericano (Reagan) al alba de los años 80, rápidamente seguidos por la casi totalidad de los gobiernos occidentales. Objetivo oficialmente pregonado: encontrar una salida a la crisis del fordismo, es decir del modelo de desarrollo seguido por el capitalismo occidental desde el fin de la segunda guerra mundial, y a la crisis abierta a mediados de los años 70.
Postulado de las políticas neoliberales: todo mercado tiende espontáneamente hacia un equilibrio optimal, a condición de que nada contribuya a trabar su buen funcionamiento (respeto de las reglas de mercado entre compradores y vendedores). En consecuencia, si la economía marcha mal, si hay crisis, significa que el buen funcionamiento de los mercados ha sido obstaculizado y para poner fin a la crisis es suficiente restablecer ese buen funcionamiento. De donde se deducen los tres blancos principales de esta política:
· La relación salarial fordista, acusada de falsear las reglas de la competencia en el mercado laboral. Aquí están particularmente en la mira: la existencia de umbrales mínimos (salario mínimo), legales o convencionales; la indexación de los salarios en relación con los precios, pivote de la regulación fordista y elemento capital de las políticas keynesianas; la existencia de sistemas públicos de protección social, que los liberales proponen sustituir por los sistemas voluntarios de seguridad privada. Objetivo: “hacer pagar la crisis a los asalariados”, obteniendo una baja del costo salarial global.
· “El Estado intervencionista”, la bestia negra de los neoliberales: es decir, la gestión de la economía capitalista por el Estado. Es necesario reemplazar la regulación de la economía por el Estado, que según los liberales sólo puede agravar los desequilibrios, por la regulación del mercado. Así, todos los aspectos de la gestión estatal se encuentran atacados: desmantelamiento de los sectores públicos por la liquidación de las empresas o de los servicios públicos no rentables y venta de aquellos que son rentables para el capital privado; desmantelamiento de los mecanismos institucionales de protección social; desreglamentación de todos los mercados, en particular del mercado de trabajo (es decir, desmantelamiento de una buena parte de los derechos del trabajo) y del mercado del capital (de los mercados monetarios y financieros).
· Los “deudores”: el neoliberalismo es también (tal vez sobre todo) la revancha de los acreedores sobre los deudores. En esta medida, expresa fundamentalmente los intereses del capital financiero, incluso contra los del capital industrial. Principio: es necesario poner fin a la deriva de la “economía de sobreendeudamiento” en que terminó desembocando la crisis del fordismo en su fase de gestión keynesiana. Triple objetivo:
ü corregir las cuentas entre los mismos capitalistas poniendo fin a los compromisos ineficientes de capital, esencialmente a través del aumento de las tasas de interés reales que llegaron a récords históricos en el curso de los años 80;
ü reducir el “tren de vida” del Estado, reduciendo los gastos públicos, es decir haciendo bajar las famosas exacciones obligatorias (impuestos y cotizaciones sociales);
ü finalmente, obligar a los países del Tercer Mundo a reembolsar las deudas contraídas con la banca occidental en el curso de los años 60 y sobre todo 70 para fomentar la industrialización, sometiéndolos (por intermedio del FMI y el Banco Mundial) a “políticas de ajuste estructural”.
Aunque las políticas neoliberales sólo consiguieron parcialmente sus objetivos, de todas maneras provocaron en todo el planeta el cuestionamiento de una parte de los logros económicos y sociales de los trabajadores, la caída de decenas de millones de ellos en la desocupación, la precariedad, la pobreza y -en definitiva- la miseria, mientras simultáneamente, en pocos años, se acumularon fortunas fundadas especialmente en la especulación financiera. El agravamiento de las desigualdades sociales ha sido considerable en el curso de estas dos décadas de políticas neoliberales, en ambos hemisferios.
Ahora bien, no solamente el movimiento obrero no ha logrado oponerse al desarrollo de estas políticas, sino que algunos de sus componentes (en particular la mayoría de los partidos socialdemócratas europeos) adhirieron y se convirtieron en impulsores de las mismas. En particular, es lo que ocurrió en Francia, provocando una grave crisis de la izquierda política y sindical francesa, así como el divorcio entre una parte de los aparatos políticos y sindicales del movimiento obrero y su base social, divorcio que contribuyó significativamente al desarrollo de un movimiento de extrema derecha, xenófobo y racista, el Frente Nacional.
Las razones para no desesperar
Estos fracasos y derrotas importantes del movimiento obrero han inducido su cuestionamiento. Por todos lados, se han alzado voces anunciando el fin del movimiento obrero, el fin del socialismo o del comunismo, de la lucha de clases, y también el fin de la historia. Los “adiós al proletariado” también se multiplicaron, acompañados del anuncio de la liquidación de los asalariados y hasta ¡el fin del trabajo! Toda esta literatura, relanzada con gran respaldo de campañas publicitarias en los medios de comunicación, ha sido evidentemente más interesada que interesante: no hace más que proclamar que el capital reinará de ahora en adelante como amo y señor absoluto a escala planetaria y sobre todos los aspectos de nuestra vida, y que ese reinado está destinado a prolongarse eternamente.
Más allá de esta charlatanería ideológica, es necesario reconocer que las derrotas y fracasos precedentes del movimiento obrero han logrado introducir la duda en muchos, llevando a algunos a la desesperación y el abandono definitivo del combate político y teórico. Sin embargo, este pesimismo no me parece justificado, por las cuatro razones siguientes:
1) La lucha emancipatoria del proletariado es una lucha histórica. Se desarrolla a largo (a veces a muy largo) plazo, en el ámbito de la historia universal y no en el de los acontecimientos locales y circunstanciales de la lucha de clases (sin menospreciar el peso que puedan alcanzar en el momento). Ahora bien, hasta prueba en contrario, la historia continúa.
2) Continúa, simplemente, porque seguimos viviendo en una sociedad dividida en clases, profundamente marcada por las relaciones capitalistas de explotación y de dominación. Ciertamente, estas relaciones se transforman, a veces agravándose, a veces superándose, pero la continuidad de los procesos de explotación y de dominación, sobre todo cuando la tendencia es hacia la agravación como en la actualidad, no puede sino engendrar la resistencia y la lucha contra ellos. Allí donde hay explotación y dominación, habrá siempre, tarde o temprano, revuelta de los explotados y de los dominados, organización de esas revueltas, proyectos para poner fin a esta situación, luchas para hacer triunfar estos proyectos. Anunciar un mundo pacífico, cuando cotidianamente hay explotación y dominación mortíferas, es tan pueril como deshonesto. Sólo puede ser obra de los apologistas del capital.
3) Aunque el movimiento obrero está actualmente a la defensiva, y debe hacer frente a las consecuencias de una serie de derrotas, no por ello está privado de la posibilidad de triunfar. Comenzando por su experiencia histórica. El proletariado actual no es ni el proletariado de mediados del siglo XIX, ni tampoco el de la primera mitad del presente siglo. En el interín, por sus luchas -con derrotas y victorias- ha aprendido mucho: por ejemplo, que es capaz cuando menos de modificar la dinámica del capitalismo, confirmando así -en primer lugar para sí mismo- su capacidad como actor histórico; ha aprendido también a autoorganizarse, a construir sus propias organizaciones de clase; y sobre todo, a elaborar sus propios valores e ideales, etc. Estoy convencido -aunque no pueda extenderme en este punto- que existe en el seno de la lucha de clases del proletariado una acumulación de la experiencia histórica. En este sentido, la crisis del modelo del movimiento obrero nacido a finales del siglo pasado -ese que yo denomino el modelo socialdemócrata-, es también, para el proletariado mundial, a través de sus organizaciones de clase, una fuente importante de enseñanzas. En particular, la experiencia de ese modelo, de sus logros parciales y de su fracaso definitivo, permitió hacer la experiencia sobre el Estado, de la conquista y del ejercicio del poder de Estado, experiencia temible, de la que no se han extraído aún las enseñanzas.
4) En fin, la última razón para no desesperar es que el enemigo de clase, el capital, no es más poderoso en la actualidad, pese a que parece haber vencido definitivamente a su enemigo histórico. Aparentemente, el capital reina hoy en día sin contestación alguna sobre el mundo. Pero, ¿sobre qué mundo reina? ¿Qué mundo ha engendrado su así llamada dominación indiscutible e incontestable? Digámoslo claramente: un mundo cada vez más inmundo, cada vez más invivible, menos administrable, más ingobernable, en una palabra, un mundo que va hacia la catástrofe, en el que las contradicciones y los absurdos se acumulan y engendran una serie de crisis cada vez más graves. Crisis que el capital, los Estados que aseguran su reproducción y los gobiernos que las administran pueden controlar cada vez menos. Esas crisis constituyen así una nueva oportunidad para el movimiento obrero, y le lanzan una nueva serie de desafíos. Esas son las diferentes crisis que me propongo analizar en la segunda parte.
2. Los desafíos a mediano plazo
Si el movimiento obrero pretende recuperar su capacidad estratégica, o dicho de otra forma, si pretende aparecer nuevamente como fuerza social capaz de modificar la dinámica del capitalismo; de estar, en consecuencia, en condiciones de incidir en el curso de la historia, deber realmente estar en condiciones de afrontar los desafíos que también a él le lanzan todas las crisis graves a las que la dinámica actual arrastró al conjunto de la humanidad. Con esta condición (y solamente con esta condición) el movimiento obrero podrá salir de su propia crisis. Identifico cuatro crisis:
La crisis ecológica
Los principales síntomas de esta crisis son:
· Agotamiento de las reservas naturales (elementos minerales o fósiles, así como la tierra y el agua), como consecuencia de su saqueo y despilfarro, engendrando nuevas anomalías y penurias.
· Contaminación de los elementos naturales (aire, agua, tierra) por los desechos y residuos derivados de la producción industrial no controlados y no reciclables; en particular, la multiplicación de las catástrofes ecológicas (mareas negras, incidentes más o menos graves en las industrias químicas o electronucleares), las lluvias radiactivas cada vez más extendidas y frecuentes.
· Bajo el efecto combinado de las diferentes poluciones, empobrecimiento de la flora y la fauna provocado por el exterminio de centenares de millares de especies; desestabilización o destrucción del ecosistema y también de medios de la naturaleza, como el mar o los bosques.
· En fin, el más grave, la ruptura de ciertos equilibrios ecológicos globales, constitutivos de la biosfera, por la destrucción parcial de algunos de sus elementos componentes (por ejemplo, la destrucción de la capa de ozono).
La causa fundamental de esta crisis ecológica, que adquiere hoy en día dimensión planetaria es, evidentemente, el productivismo inherente al capitalismo. Como ya lo demostrara Marx, bajo el régimen capitalista el fin último del proceso de producción no es ni el valor de uso (la producción de bienes y de servicios destinados a satisfacer las necesidades humanas), ni el valor de cambio (la producción de mercancías), ni tampoco la formación de un plusvalor (para asegurar la valorización del capital), sino la acumulación del capital mismo, en definitiva, la acumulación de los medios de producción. Vale decir que, en el régimen capitalista, el fin de la producción es la producción indefinida y a una escala siempre creciente. Esta producción por la producción misma es, precisamente, lo que define el productivismo. Marx señaló en su momento que este productivismo, este acrecentamiento incontrolado y ciego de las fuerzas productivas, conducía inevitablemente a empobrecer, degradar y en definitiva destruir las dos fuentes de toda riqueza social: la fuerza del trabajo humano por una parte, y por la otra la tierra, o sea el suelo y el subsuelo, las riquezas naturales, las fuerzas productivas de la naturaleza.
La crisis ecológica es inevitable en el seno del capitalismo. Sin duda, podemos imaginar una especie de reformismo ecologista que permitiría atenuarla, como el reformismo socialdemócrata permitió atenuar las consecuencias sociales más desastrosas de la explotación y de la dominación de la fuerza de trabajo. La mayoría de los movimientos ecologistas representan, por otra parte, ese tipo de reformismo y defienden ese proyecto, conscientemente o no. Sin embargo, es forzoso constatar que, por el momento, el capitalismo se ha mostrado ecológicamente irreformable. Las dos conferencias mundiales convocadas por la ONU sobre los problemas ecológicos (la de Río en 1992 y más recientemente la de Kioto
[1]) terminaron con medidas totalmente insuficientes que, por lo demás, fueron letra muerta pues no han sido aplicadas o lo serán en forma parcial. ¿Cómo podría ser de otra manera en el contexto de las políticas neoliberales hoy dominantes? Para ellas no hay otro valor que aquel que se deriva del valor de cambio de mercancías o, en rigor, del que es condición de ese intercambio. Pero, ¿cuál es el valor comercial del aire que respiramos, de la diversidad de la flora y de la fauna, de los paisajes plasmados por la presencia humana milenaria, del equilibrio a menudo sutil y siempre frágil obtenido y mantenido entre las contracciones de la autorreproducción de los sistemas ecológicos y las actividades humanas? Es exactamente nulo, y en ese sentido esa realidad no tiene consistencia para un pensamiento y una práctica economista, al menos hasta el momento en el que su destrucción o desnaturalización empiece a perturbar las condiciones del intercambio mismo. Y para restablecerlas, la propuesta del neoliberalismo no será otra que incorporarlas a la regulación del intercambio de mercancías, el modelo único de toda regulación. Para limitar los desechos nocivos en la atmósfera, ¿no hemos escuchado a algunos economistas neoliberales presentar la idea de permitir el “derecho a contaminar” que podría cotizarse en la bolsa, como un vulgar título de propiedad?
Esto constituye para el movimiento obrero una posibilidad estratégica, una oportunidad a aprovechar mostrándose portador de un proyecto de organización económica y social ecológicamente sostenible, pero también una necesidad a la cual no puede sustraerse, aunque lo obligue a una verdadera “revolución cultural”.
Hace falta, en efecto, que el movimiento obrero rompa, él también, con su productivismo, incluso con el industrialismo que hace parte de su herencia socialdemócrata. Hasta el presente, el movimiento obrero se ha asociado extensamente al productivismo capitalista por razones fáciles de comprender: este productivismo garantizaba el crecimiento numérico de sus tropas, y este crecimiento y el desarrollo económico eran sinónimos de una mejora en el nivel y condiciones de vida (consecuencia de la repartición de las ganancias de la productividad entre salarios y beneficios). Este productivismo ha sido entonces reforzado por la cultura socialdemócrata del movimiento obrero, conjugando economicismo y cientificismo, desembocando en consecuencia en un verdadero culto al desarrollo de las fuerzas productivas de tipo industrial.
En lo sucesivo, el movimiento obrero no puede delegar más en la burguesía la responsabilidad de administrar el crecimiento de las fuerzas productivas, consolándose con presionar sobre ella para obtener una más justa repartición de los frutos de este crecimiento, para reequilibrar en provecho de los trabajadores la distribución del producto neto. El movimiento obrero debe hoy en día ponerse en situación de pesar sobre las orientaciones del proceso social de producción, es decir sobre los objetivos que son asignados a la acción social del trabajo dentro de su globalidad, sobre el uso que se hace de las fuerzas productivas de la sociedad en su conjunto. Su objetivo debe ser el arrancar las fuerzas productivas a la “lógica productivista” que le imponen las relaciones capitalistas de producción. En esta perspectiva, sin esperar una hipotética conquista del poder del Estado, la prioridad debe centrarse, al contrario, en las luchas para imponer a los capitalistas y al Estado simultáneamente:
· contrapoderes en materia de control del desarrollo industrial, pero también científico y técnico: por ejemplo, la puesta en marcha de una red de organismos locales, nacionales e internacionales de evaluación de los riesgos ecológicos; imponer la necesidad de asociar a los trabajadores y a las poblaciones próximas en toda decisión de desarrollo industrial, como el derecho de tener contra-expertos y de convocar consultas populares sobre esos temas, etc.;
· proyectos y planes alternativos de producción: por ejemplo, el abandono o la reconversión de las industrias contaminantes (algunas industrias químicas), peligrosas (las centrales nucleares) o simplemente socialmente inútiles (las industrias de armamentos) hacia actividades socialmente útiles y ecológicamente limpias;
· más ampliamente, como continuidad de una de sus fuentes históricas (el movimiento cooperativo y mutualista), el movimiento obrero debe alentar el desarrollo de una economía “alternativa”, de una red de unidades de producción que funcionen al margen de la economía de mercado y capitalista, según criterios a la vez ecologistas, autogestionarios y de utilidad social.
La crisis socioeconómica
Esta segunda crisis es sin duda más conocida que la precedente; sus efectos son también inmediatamente más perceptibles. Por otra parte, nos encontramos aquí en un terreno que es clásicamente aquel sobre el que el movimiento obrero ha sido llevado a intervenir y actuar desde sus orígenes históricos, lo que me permitirá ser más breve en esta exposición.
Es sorprendente constatar que, como decían los viejos, no hay nada nuevo bajo el sol capitalista. La acumulación del capital que se expande sobre el plano mundial, en despecho de la crisis capitalista y en parte gracias a ella, continúa ajustándose a la ley fundamental que ya Marx había formulado a este respecto: “la riqueza de las naciones hace la pobreza de los pueblos”. Dicho de otro modo, nosotros vivimos en un mundo cada vez más rico, e incluso vivimos en un mundo que no cesa de acumular los medios de producción, es decir los medios de producir una riqueza siempre creciente; y sin embargo, contamos cada vez con más pobres y miserables en este mundo, tanto al Norte como al Sur. En resumen, hoy como ayer en la Inglaterra victoriana que Marx tenía frente a sus ojos, la acumulación del capital y el crecimiento de la riqueza en uno de los polos de la sociedad, significa acumulación de la pobreza y de la miseria en el otro polo. Podríamos multiplicar las cifras ilustrando esta situación: tomaré solamente una, extraída del Informe sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas de 1996: las 358 personas multimillonarias en dólares poseían entonces juntas una fortuna equivalente a los ingresos anuales del 45% de los seres humanos más pobres del planeta, es decir 2.600 millones de individuos. ¡Y éste es el mundo que algunos auguran que pueda llegar a durar eternamente porque sería el mejor de los mundos posibles!
Hoy como ayer, el mecanismo que genera esta polarización creciente es el mismo: el proceso de acumulación del capital, que priva sin cesar a cada vez más individuos de los medios de producción y de consumo, engendrando no solamente a los proletarios, los trabajadores privados de toda otra propiedad que no sea la de su fuerza de trabajo, sino también a los proletarios supernumerarios, a los que el capital no tiene necesidad de valorizarlos, para acumular y reproducirse, y a quienes, en consecuencia, empuja de manera periódica o crónica al subempleo o la desocupación y a los que se les niega hasta los medios de subsistencia más elementales. Una riqueza creciente producida con menos trabajo gracias a un aumento de la productividad del mismo: he ahí el secreto de la pobreza y de la miseria de las grandes masas. Entonces, ¡ése debiera ser el anuncio de una nueva Edad de Oro! La magia negra del capital metamorfosea los medios de la riqueza universal de los hombres transformándolos en medios de empobrecimiento y de opresión para la mayoría.
Frente a esta situación tan absurda como inhumana, el movimiento obrero debe, hoy como ayer, luchar por dos objetivos:
· por un lado, una repartición más equitativa de la riqueza social, específicamente la institución para todo ser humano de un ingreso económico social garantizado, que no sea solamente el “salario” de la miseria y de la exclusión, sino que le asegure la posibilidad de acceder a los medios de existencia necesarios a una vida humana decente. En este cuadro, la abolición pura y simple de la deuda pública de los Estados del Tercer Mundo es una condición necesaria, en la medida que el reembolso de esta deuda estrangula financieramente a estos Estados y sus pueblos;
· por otra parte, y sobre todo, una reducción del tiempo de trabajo generalizado y masivo, según el principio “trabajar menos para trabajar todos”. Porque lo absurdo es que hoy las ganancias de la productividad constante conducen a desplazar una masa cada vez mayor de individuos por fuera del campo de la producción, la desocupación y a la precariedad de por vida, mientras que condenan a los trabajadores empleados en las empresas a jornadas cada vez más largas e intensas.
La apuesta es decisiva para el movimiento obrero: se trata de evitar la ruptura mortal, que lo debilitaría considerablemente, entre aquello que Marx llamaba “el ejército industrial activo” y “el ejército industrial de reserva”; entre la parte del proletariado sometida a la explotación y a la dominación de su fuerza de trabajo y la parte que se encuentra excluida de todo empleo productivo y que por su misma presencia hace presión a la baja de las condiciones de remuneración y de trabajo de la precedente.
La crisis política
Por crisis política entiendo la situación de vacío político que la dinámica reciente del capitalismo ha engendrado. Voy a precisar los diferentes elementos de esta situación antes de esbozar cómo el movimiento obrero puede esbozar una respuesta.
· Este vacío político se traduce, en primer lugar, por un neto déficit de regulación de la economía mundial actual. La nave de la economía mundial está como un “barco a la deriva” sin capitán ni rumbo fijo, que anda sin mapa ni brújula. Este déficit tiene que ver con el debilitamiento de la capacidad reguladora de los Estados-naciones. Sin duda, este debilitamiento resulta en esencia de la transnacionalización de las relaciones económicas, que priva progresivamente a los Estados de sus instrumentos tradicionales de política económica (control del crédito, política presupuestaria, control de cambios). Pero el neoliberalismo también ha contribuido en gran medida -convirtiéndose en el campeón de la desregulación salvaje y ciega de todos los mercados- a erigir como virtud política suprema la expropiación de los Estados-naciones de esos instrumentos de intervención.
· Pero este déficit tiende también a la ausencia de toda instancia transnacional de regulación, que sustituya a los Estados nacionales desfallecientes. Las victorias parciales logradas, en un primer momento, por la concertación entre los gobiernos de los principales Estados capitalistas en el seno del G7 -actualmente G8-, (para administrar la crisis financiera internacional de comienzos de los años 80 y el estallido de la burbuja especulativa mundial a comienzos de la década siguiente), no hacen más que resaltar, por contraste, la debilidad, la ineficacia y simplemente toda la inexistencia de los esfuerzos por edificar en común un dispositivo como ése, sólo apto para asumir la gestión y la regulación de la economía mundial, o también simplemente para lograr definir las condiciones de un relanzamiento concertado de la economía mundial. Es suficiente, a este respecto, recordar los resultados mediocres o nulos de las últimas reuniones del mismo G8, por lo que se instala la pregunta para qué sirve todavía, si no es para permitir a los “grandes” del mundo desarrollado instalar el espectáculo planetario de su impotencia, de su pusilanimidad y de sus divisiones. Y, más aún, hay que incriminar al neoliberalismo, con su culto del laisser faire, laisser passer, su creencia fetichista en la virtud autorreguladora de los mercados.
· Sin embargo, el vacío político actual no se refiere sin embargo solamente a la imposibilidad de acordar entre “los que están arriba” y al consiguiente déficit de la regulación de la economía mundial. Tiene que ver igualmente con el silencio, la impotencia y la apatía a la que fueron reducidos “los de abajo” por algunas de las evoluciones y mutaciones analizadas anteriormente. Dicho de otra manera, con la crisis del movimiento obrero y, más en general, la debilidad actual de las fuerzas anticapitalistas en el mundo. Y por lo mismo, el capitalismo ha carecido de la única fuerza que, siendo capaz de hacerle frente y llegado el caso modificar su dinámica, podría también servirle de barrera de contención.
· Esta falta de barreras explica en particular la posibilidad que tienen los gobiernos de los países desarrollados de insistir en la aplicación de recetas liberales, cuyos resultados catastróficos para la gran mayoría fueron tales que ellos mismos abandonaron el triunfalismo que hasta no hace mucho ostentaban. Porque, como muestran varios ejemplos clamorosos a lo largo de la historia de los últimos dos siglos, el sistema capitalista es empujado a reformarse solamente bajo la presión de quienes oprime y marginaliza, encontrando por lo demás frecuentemente en estas reformas la oportunidad de rejuvenecimiento. Librado a sí mismo, abandonado a su propia dinámica, amenaza correr hacia el abismo, y nosotros con él.
· Se puede, a título de último factor y aspecto del vacío político actual, evocar la crisis de la democracia representativa que se ha agravado singularmente. Crisis de la que la indiferencia y la apatía políticas (por ejemplo, el abstencionismo electoral) constituye el principal síntoma, y de la que las transformaciones precedentes son más o menos directamente responsables: privando a la inmensa mayoría de los ciudadanos de todo dominio sobre el futuro económico y social, y colocándolos en las manos invisibles del mercado; debilitando globalmente el poder político y a quienes lo ejercen; corrompiendo el espíritu cívico mediante la exaltación del enriquecimiento fácil y rápido; agravando las desigualdades y desacreditando al mismo tiempo los ideales democráticos; privando de toda sustancia, de toda realidad, a quienes se encuentran al margen del desarrollo capitalista, hundidos en la precariedad económica, la pobreza y la miseria.
· Al límite, apenas exagerando, se puede decir que el desarrollo reciente del capitalismo ha ilegitimizado largamente esta forma política que es la democracia, haciéndola aparecer a los ojos de los desheredados cuanto menos como una ilusión, o peor aún, como una mentira. Después de haber contribuido a socavar la credibilidad del así llamado “socialismo real”; el capitalismo está minando a su propia pantalla política: la democracia.
Por lo tanto, al nuevo movimiento obrero le corresponde encontrar una salida a esta crisis, y llenar este vacío político. Podrá hacerlo a condición de trabajar en dos niveles simultáneamente:
· Por una parte, el movimiento obrero debe trabajar para devolver credibilidad a la democracia representativa, al Estado democrático, luchando específicamente para reintegrarle al menos en parte medios para regular los movimientos erráticos de la economía mundial y, en primer lugar, los flujos y reflujos del capital financiero, que hunden permanentemente las economías nacionales en una situación de inestabilidad generadora de precariedad económica para la mayoría. Tácticamente, el movimiento obrero no debe vacilar en apoyar toda formulación política destinada a establecer nuevos medios de control sobre tales flujos, condición necesaria aunque no suficiente para que los gobiernos puedan conducir políticas económicas autónomas, orientadas a favorecer a los más numerosos.
· Pero el movimiento obrero no puede ni debe proponerse simplemente retomar la cultura estatista que tuvo en el seno del modelo socialdemocrático y, más aún, dentro del “socialismo de Estado”. Debe, al mismo tiempo, de manera concurrente si no contradictoria, proponerse impulsar, favorecer y desarrollar estructuras de contrapoder. Denomino contrapoderes a estructuras simultáneamente capaces de:
ü impulsar las prácticas alternativas, en ruptura (en diversas escalas) con aquellas dos mediaciones fundamentales de la organización capitalista de la sociedad que son el mercado y el Estado. Por ejemplo, un plan alternativo de contratación, un contra-plan de producción o de organización de un servicio público, un plan alternativo de organización de un conglomerado social, etc.;
ü servir como “nudo” en las redes militantes, como puente entre el conjunto de las organizaciones (asociaciones, sindicatos, movimientos sociales específicos, organizaciones políticas), que trabajan sobre un territorio determinado (un conglomerado social, una región, un país, etc.). Las bolsas de trabajo, en y por las cuales nació el sindicalismo revolucionario a comienzos de siglo, representan un ejemplo;
ü ser capaces de federarse, de constituir redes, de manera de extender continuamente el campo de la disidencia social con relación al mercado y al Estado;
ü en fin, poder preparar el inevitable enfrentamiento con el Estado, llevando a cabo un incesante trabajo de autoorganización de la sociedad destinado a deslegitimar al Estado, a hacerlo entrar en corto circuito y, en definitiva, neutralizarlo.
La crisis simbólica
No hemos todavía terminado con el inventario de la catástrofe permanente dentro de la cual nos sumerge la dominación sin barreras del capital. Esto nos hace recordar un último aspecto: la crisis simbólica o la “crisis de sentido”.
Por crisis de sentido entiendo la dificultad creciente que encuentran los individuos en nuestros días (en las sociedades desarrolladas más todavía que en los países en vías de desarrollo), para dar un sentido a sus existencias. Es decir, para creer o mantener su identidad personal, para poder comunicarse con otros, para ser capaces de heredar la experiencia de las generaciones anteriores, para sentirse capaces de participar en las actividades colectivas, tomando parte de la construcción del mundo. Esta crisis simbólica resulta en definitiva de la incapacidad, propia de las sociedades capitalistas desarrolladas, de proponer o de imponer a sus miembros un orden simbólico, es decir un conjunto de ideas, de referencias, de normas, de valores, que representen un mundo a la vez intelectualmente comprensible y subjetivamente aceptable, hasta deseable.
Frente a esta crisis, la exaltación neoliberal del individualismo constituye una respuesta insuficiente, puesto que esta crisis registra, en un sentido, los límites de un proceso de privatización de la vida social que, en última instancia, conduce al individuo a vaciarse de su propia sustancia social y psicológica. En particular, el neoliberalismo, que sirve actualmente de cobertura ideológica del capitalismo, ha sido totalmente incapaz de suministrar una respuesta a la angustia, al sentimiento difundido de inseguridad que va en aumento en el seno de las poblaciones de los países industrializados como de los países del Tercer Mundo. En resumen: profundas y rápidas convulsiones sociales y mentales engendradas por la crisis (después de las décadas de crecimiento); la amenaza de precariedad de las condiciones de existencia y de marginalización social; en fin, la pérdida de referencias ligadas a la disolución o a la fragmentación de comunidades de pertenencia o de referencia (la familia, la profesión, la clase, la nación, la comunidad religiosa).
Para el movimiento obrero es una necesidad dar respuesta a esta crisis simbólica, al menos por dos razones:
· En primer lugar, esta crisis obstaculiza el compromiso político de los individuos. Los conduce a replegarse sobre sí mismos o sobre los canales de solidaridad más estrechos (familiares o vecinales), que los hacen incapaces de concebir un proyecto global y de luchar por su realización. Este importante elemento se presenta como obstáculo a la constitución de una subjetividad revolucionaria, a una voluntad colectiva de transformación del mundo social en un sentido emancipador.
· En segundo lugar, esta crisis provee de base social a los movimientos de extrema derecha, de corte fascista o fascistizantes, que aparecen para convertir la angustia indefinida en su objeto, que transforma la crisis de los sentidos en miedos identificables: miedo del otro, miedo del extranjero y particularmente del inmigrante, miedo del cambio, alimentando una necesidad de restauración autoritaria y de afirmación de la identidad. En este sentido, tanto por sus imperfecciones (de las cuales no se ha ocupado), como por sus excesos (los efectos de sus actos políticos), el neoliberalismo ha dado los argumentos a los discursos y prácticas de exclusión, con fondo nacionalista y xenófobo, que hoy resurgen, un poco por todo el mundo, y que acompañan su propio triunfo como una sombra.
Además, el movimiento obrero no está desarmado frente a esta “crisis de sentido”, que le abre algunas posibilidades. Puede en especial aprovechar la crisis permanente de legitimidad en la que ella hunde al capitalismo, privándolo de toda ideología dominante coherente y estable -generalmente la aceptación del capitalismo es actualmente pura y simple resignación al orden existente-. También puede aprovechar la inmensa insatisfacción en que las condiciones comunes de existencia hunden a la mayoría de las poblaciones, tanto en los países desarrollados como en los países en vías de desarrollo. Puede y debe, sobre todo, responder a las aspiraciones de autonomía individual, de igualdad en las condiciones a nivel social y de solidaridad colectiva que subsisten en el seno de las masas populares, de manera tanto más urgente cuando tales aspiraciones están en peligro de ser desviadas por la demagogia de los movimientos populistas de extrema derecha.
3. El desafío a largo plazo: reconstruir un movimiento revolucionario (reconstruirse como movimiento revolucionario)
El conjunto de las crisis crónicas dentro de las cuales el capitalismo contemporáneo está hoy en día comprometido, representa desafíos lanzados al movimiento obrero, que éste debe responder para poder renacer como fuerza social capaz de modificar la dinámica actual.
Sin embargo, las soluciones de esas crisis son, en cada caso, siempre múltiples, más o menos globales, más o menos radicales. Algunas pueden incluso tener lugar en el seno mismo del capitalismo, y no implican su derrocamiento y superación revolucionaria.
Nos queda, pues, encarar una tercera serie de desafíos: los que se le plantean al movimiento obrero en la perspectiva de su renacimiento en tanto movimiento revolucionario, desafíos que en todo caso el movimiento obrero sólo puede proponerse superar a largo plazo.
Para que el movimiento obrero pudiese devenir o redevenir una fuerza revolucionaria, hay tres cuestiones, al menos, que debieran ser saldadas: la del sujeto del movimiento revolucionario, la del proyecto revolucionario y la del camino que debe seguir el movimiento revolucionario. No me propongo aquí exponer estas tres cuestiones en todo su desarrollo, sólo quiero señalar lo esencial, a riesgo de ser lapidario, proponiéndome eventualmente retomar en esta discusión.
La cuestión del sujeto
¿Quién tiene hoy en día interés en un cambio revolucionario? ¿Quién es capaz? La cuestión se presenta a un doble nivel:
· A nivel sociológico: hoy como ayer, la principal fuerza revolucionaria potencial sigue siendo el proletariado. Entiendo por esto no solamente al conjunto de los hombres y de las mujeres que poseen por toda propiedad únicamente su fuerza de trabajo y que pueden aspirar como máximo convertirse en trabajadores asalariados asignados a funciones de ejecución en la división capitalista del trabajo. Que ellos o ellas sean o no empleados actualmente por el capital, que ellos o ellas pertenezcan al “ejército industrial en actividad” o al “ejército industrial de reserva”, para usar la terminología de Marx, es aquí secundario.
· Este proletariado está hoy dividido, fragmentado en múltiples Estados, naciones, pueblos e incluso en múltiples capas al interior de cada una de esas unidades políticas. Hoy como ayer, en consecuencia, y más que ayer en la hora de la transnacionalización del capital, el principal desafío que el movimiento obrero debe relevar es el de su unificación internacional. La consigna con la que concluye el Manifiesto del Partido Comunista, del que se ha celebrado el 150 aniversario de su aparición: “¡Proletarios de todos los países, uníos!”, es más actual que nunca.
· A nivel político: el sujeto revolucionario debe componerse de organizaciones de clase del proletariado. Por razones sobre las cuales no me voy a explayar aquí, pienso que las organizaciones sindicales tienen un rol privilegiado en esta tarea de unificación internacional del proletariado. El sindicalismo no tendrá porvenir, por otra parte, si no se empeña en contribuir a esta tarea, luchando desde el inicio por la unificación de las condiciones de empleo y de remuneración al interior de una misma empresa multinacional o en una misma rama industrial. Estas organizaciones sindicales no deben sin embargo aislarse de los movimientos sociales específicos tales como los ecologistas o feministas (luchando contra la opresión específica de la mujer), incluso sobre un plano internacional así como nacional o regional. Deben buscar sistemáticamente las convergencias con este tipo de movimientos, sobre las bases más radicales posibles.
La cuestión del proyecto
¿Alrededor de cuál proyecto el movimiento obrero puede proponerse renacer como movimiento revolucionario? A riesgo de sorprender o de chocar con algunos de ustedes, yo respondería sin hesitación: alrededor de un proyecto de sociedad comunista.
El desarrollo anterior habrá hecho comprender claramente -así lo espero- que en mi opinión el comunismo no se asemeja, ni de cerca ni de lejos, al tipo de sociedades, de Estados, de regímenes, así bautizados en el curso del siglo -llámense Unión Soviética o China maoísta-. Interpreto por comunismo una sociedad liberada de toda relación de explotación y de dominación del hombre por el hombre, en la cual los hombres produzcan en el marco de un plan elaborado democráticamente y de unidades de producción autogestionadas por los trabajadores. Es siempre este tipo de sociedad la que ha servido, explícita o implícitamente, de referencia o de horizonte a las luchas de los trabajadores.
Pienso que hoy en día una sociedad de este tipo ya no es más una utopía, sino un objetivo que el movimiento obrero se debe proponer hacer a la vez realista y creíble. Este es el segundo desafío a largo plazo que debe señalarse.
Aquí tampoco pienso exponer en detalle la fundamentación de esta idea. Me contentaré con los elementos siguientes: me parece que hoy el comunismo ha pasado a ser simultáneamente necesario y posible. Necesario, porque una sociedad comunista, como la que acabo de explicar en grandes líneas, es la única capaz de resolver radicalmente las diferentes crisis estructurales en las cuales el capitalismo está sumido. Posible, porque corresponde a toda una serie de logros actuales del capitalismo, en particular:
· la acumulación de fuerzas productivas (que se traduce particularmente por el desarrollo exponencial de la productividad del trabajo), permite considerar no solamente la liberación de la humanidad de la pobreza y de la miseria, sino de poder aliviarla en una buena medida, de la presión de la necesidad económica del trabajo, reduciendo masivamente el tiempo que los hombres han estado obligados hasta el presente a consagrarle;
· la socialización de la sociedad, o dicho de otro modo, la intercomunicación universal entre los hombres, a todos los niveles, desde la producción material hasta la intelectual (informaciones, conocimientos, ideas); el desarrollo por consiguiente de prácticas de cooperación, en desmedro del reino universal de la competencia que degenera regularmente en conflictos;
· la personalización creciente de los individuos, bajo el efecto de los procesos precedentes pero también de otros históricamente muy importantes, que son resultado del desarrollo capitalista (la autonomía jurídica y moral de los individuos, el desarrollo de la escolarización de masas, etc.). Lo que conduce a los individuos a reivindicar la realización autónoma dentro de sí y por una comunicación igualitaria con los otros, en el seno de un desarrollo común de reapropiación del universo social y de su arraigamiento natural. En una palabra, el proyecto de construcción de una sociedad comunista puede también hoy en día apoyarse sobre reivindicaciones, pero también sobre la capacidad de los individuos de presentarse como sujetos, en todo el sentido del término, sujetos de su propia existencia personal y sujetos de la historia colectiva.
La cuestión del camino
Queda la cuestión del camino, o dicho de otro modo la estrategia. ¿Cómo se hace para concretar semejante proyecto? ¿Qué enfoque puede posibilitarle al proletariado provocar una ruptura revolucionaria que permita empeñarse en la vía de la construcción de una sociedad comunista?
En parte ya he respondido a esta cuestión en el desarrollo precedente, cuando rescato la noción del contrapoder. Es sobre la base de la construcción de contrapoderes (al comienzo locales y parciales, luego su federación progresiva en un contrapoder a escala de la sociedad entera y del conjunto de las actividades sociales), que podemos esperar el inicio de las prácticas de reapropiación por las masas populares, de la gestión del conjunto de los problemas colectivos, que no es otra cosa en definitiva que el comunismo tal cual lo definí más arriba. En una estrategia de contrapoder semejante, se pueden distinguir, en general, tres etapas:
1) Primera etapa: se caracteriza por prácticas parciales y locales de contrapoder. Pueden apoyarse sobre:
· la autogestión por los trabajadores de sus luchas, en el trabajo y fuera de él, permitiendo su autoorganización progresiva en redes autónomas federativas de colectivos de base (en las empresas, los barrios, las localidades);
· el despliegue de “lógicas alternativas”, en el trabajo y fuera de él, opuestas a la lógica capitalista. Estas lógicas se desarrollarán bajo la forma de proyectos alternativos (o contra-proyectos) elaborados, impuestos y llevados a cabo por los trabajadores mismos, teniendo un sentido de reapropiación de sus condiciones sociales de existencia y más extensamente de la toma a su cargo del conjunto de la praxis social. Se deberá velar para que estos proyectos no sean enfocados solamente para el mejoramiento de la situación inmediata de los trabajadores sino también hacia el vuelco favorable de las relaciones de fuerza globales.
2) Segunda etapa: se caracteriza por la multiplicación y la coordinación de esas prácticas de contrapoder, y por su extensión a una escala más vasta (sectores enteros de la sociedad, “polos de empleo”, regiones, así como naciones o grupos de naciones). El contrapoder proletario se afirma entonces progresivamente como una fuerza social y política a nivel de toda la sociedad, capaz no solamente de imponer a la clase dominante transformaciones sociales significativas (reformas “radicales”) sino también de hacer creíble la perspectiva de una “ruptura” con el capitalismo, invirtiendo a favor de proletariado la relación de fuerzas. A través de ese proceso, el proletariado debe buscar constituirse como una sociedad alternativa o contra-sociedad (y no ya únicamente en contra-Estado, como en el modelo socialdemócrata del movimiento obrero), ampliando sin cesar los “espacios de libertad” así conquistados en el interior y contra la sociedad capitalista, apoyándose en particular en la existencia de redes densas de cooperativas de producción y de consumo, en los movimientos sociales que controlan sectores enteros de la vida económica y social (por ejemplo, los equipamientos colectivos y los servicios públicos), en las asociaciones que contribuyen a la formación de una expresión cultural autónoma del proletariado, lo que nos da un ejemplo de lo que puede ser una sociedad autoorganizada y autoadministrada. Se crea así, progresivamente, una situación de doble poder en el seno de la sociedad: frente al poder aislado del capital y particularmente del Estado, se construye de ahí en más el contrapoder proletario nacido de la reapropiación y de la gestión democrática de determinados mecanismos de la vida social. Situación en definitiva inestable y transitoria, que no puede tener otra salida que la de una crisis revolucionaria… o una contrarrevolución, en la medida que la cuestión general del poder en el seno de la sociedad pase concretamente a un primer plano.
3) Tercera etapa: esta situación de doble poder hace aparecer lo que resta del poder capitalista y en primer lugar el aparato del Estado, como un obstáculo esencial a la realización de los proyectos y de las aspiraciones populares, es decir como un obstáculo a remover. Recíprocamente, el contrapoder proletariado se transforma para la clase dominante en una amenaza mortal; desde entonces el enfrentamiento violento entre ellos se presenta como inevitable y sólo un enfrentamiento semejante puede ser la culminación de un proceso revolucionario. La “ruptura” revolucionaria es así el momento donde el contrapoder proletario consigue desmantelar el aparato del Estado, para sustituirlo en la gestión general de la sociedad. Esta “ruptura” con el capitalismo deberá ser preparada por una lenta y paciente reconquista por parte de las fuerzas proletarias del dominio sobre sus condiciones sociales de existencia, en el trabajo y fuera de él; por un largo y sin duda difícil aprendizaje de la autoorganización en las luchas, de la democracia directa, de la autogestión de la vida social; por un proceso ininterrumpido de “experimentación social”, que implica titubeos, ensayos y errores (y sus rectificaciones), con el consecuente enriquecimiento de la conciencia de clase, el fortalecimiento del deseo de autonomía individual y colectiva como de la convicción de la posibilidad de fundar sobre esta última una reorganización global de la sociedad. En una palabra, la “ruptura” con el capitalismo será así precedida y preparada por la maduración de un contrapoder proletario, que se reforzará, tanto objetiva como subjetivamente, al ritmo de concesiones, reformas y rupturas parciales obtenidas por sus luchas contra el poder capitalista. Se comprenderá enseguida que esta “ruptura” revolucionaria no tiene nada que ver con la acción putchista de una minoría de “revolucionarios profesionales”, que se autoproclaman y se autoinstituyen direcciones de los procesos revolucionarios, en una relación “sustituista” de las masas. Es, más bien al contrario, el acto que corona la reapropiación colectiva por los trabajadores de su capacidad de dirigir y organizar la sociedad, en el transcurso de un proceso que habrá visto desarrollarse en paridad su poder, su autonomía y su conciencia.
Llegar a elaborar y llevar a la práctica este tipo de estrategia de contrapoder me parece que constituye un tercer desafío a largo plazo lanzado al movimiento obrero, en tanto que se proponga (re)convertirse en movimiento revolucionario.
Conclusión
A pesar de la extensión de mi exposición -por lo que ruego se me excuse, agradeciendo de paso la atención prestada- soy consciente de no haber sido exhaustivo. Por una simple razón: la cuestión que me propuse tratar, los desafíos actuales planteados al movimiento obrero, no es de las que pueda tratar de manera realmente satisfactoria una persona individualmente. No sólo a causa de la complejidad de los desarrollos a los cuales ella da lugar inevitablemente, sino también, y sobre todo, porque la solución de los problemas así planteados pertenece, en primer lugar y fundamentalmente, al mismo movimiento obrero y a sus protagonistas, tanto individuales como colectivos. Es decir, es el debate que se mantiene continuamente en el seno del movimiento, en función de su experiencia, de sus logros y de sus fracasos, al que en definitiva cabe responder a esas cuestiones.
Mi objetivo al dirigirme a ustedes no es, pues, la pretensión de aportar una solución acabada de las diversas cuestiones que pude tratar. Es mucho más modesto: traté simplemente de subrayar la importancia de algunas cuestiones que el debate permanente en el seno del movimiento obrero hoy no debería ignorar, proponiendo en cada caso algunos elementos de respuesta. Creo que -al menos en un primer momento- afrontar estas cuestiones es más importante incluso que los elementos de respuesta, que someto por entero a la discusión
[1] Poco tiempo después de la exposición de Bihr en Brasil, se realizó en Buenos Aires la tercera
Conferencia de las Partes de la Convención de Cambio Climático convocada por la ONU. Sus resultados fueron más que insuficientes, observándose escepticismo sobre el cumplimiento del Protocolo de Kyoto (
Nota de la Redacción).