29/03/2024

La cultura como verdad: pobreza latinoamericana.

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Resumen.
Las sociedades latinoamericanas se constituyen sobre la base material de un desarrollo desigual en que la distribución de la pobreza y la marginalidad se combina con la identidad étnica. Es así que la pobreza pone su marca específica en las formaciones culturales del continente, otorgando un carácter histórico-concreto a la articulación entre cultura dominante de identificación, cultura popular y cultura de la pobreza.
Cultura y pobreza se alojan en el punto preciso donde convergen estructura (sobredeterminación) e Historia (acontecimiento), teoría y práctica.

 
Después de la Segunda Guerra Mundial se produjo un cambio sutil en la antropología latinoamericana. En cierta medida había sido la obra de Oscar Lewis, Antropología de la Pobreza -difundida en español en una edición de 1961- el principal aporte al debate sobre la ampliación del trabajo de campo al mundo social de la pobreza. El indígena, sujeto de la etnografía, comenzaba entonces a interesar menos como cultura primitiva que como campesino y se empezaba a tomar en cuenta la complejidad de los problemas culturales, además de los económicos y demográficos, de los emigrantes que salían de las comunidades tradicionales, indias o mestizas, para probar suerte en las ciudades. De igual manera, se advertía que era posible la investigación antropológica de sistemas sociales que incluían a indios, negros y mestizos en un profundo paisaje humano de desigualdad étnica y económica. Se tomaba conciencia sobre la deculturación violenta de las familias y de los individuos en su contacto con la modernización social, que entonces era la principal preocupación de las elites en el poder, y se estudiaba el desarrollo desigual de las regiones. Esa generación de antropólogos[1] inició el camino hacia el estudio de la cultura de los pobres y hacia la necesidad de una antropología “aplicada”.
La "antropología de la pobreza" sesentista era una antropología interesada en la cotidiana marginalidad de los latinoamericanos. La antropología que se abocó a abandonar la distancia etnográfica, y a abordar la realidad social de los campesinos, de los trabajadores rurales proletarizados, de los trabajadores urbanos y de los marginales. Tanto Lewis como sus contemporáneos consideraban a esas culturas como “de transición”, significando con esto que algún día desaparecerían[2].
El 80 % de la población mundial era pobre (muchísimos, muy pobres) y se conocía muy poco sobre su vida cotidiana, sobre sus ciclos vitales, sobre sus costumbres y sobre el orden de sus pensamientos. La idea general era que esos contingentes humanos estaban condenados ante el impulso imparable del industrialismo y del “american way of life” que imitaban las clases altas y medias en las capitales. Existían dos tendencias programáticas en esa ciencia social. Una consistía en tratar de proteger los estilos de vida “autóctonos”, como parte del impulso de la “nostalgia imperialista”, es decir, la que se deriva de lamentar la destrucción de aquello que se contribuye a destruir (Rosaldo, 1991: 71-72). La segunda era la de integrarlos a la vida nacional, pero dejando que los elementos simbólico-expresivos de sus culturas sobrevivieran a manera de un folklore también nacional. Una variante de ésta última proponía dejar que se produjera su proletarización, a fin de que sobreviniera su incorporación a las masas de trabajadores y a la conciencia obrera. El problema fundamental de planificadores y asesores gubernamentales era cómo promoverlos y remover de esa manera una de las causas del atraso del país. Este tipo de ideas todavía siguen circulando dentro de la clase política latinoamericana. Los antropólogos también reconocían que la pobreza sugiere antagonismos de clase, problemas sociales y necesidad de cambios. Y que crea una subcultura en sí misma, ya que tiene sus propios materiales y consecuencias sociales y psicológicas distintivas (Lewis, 1961: 17-22). Es que siendo la latinoamericana una sociedad pigmentocrática y muy jerarquizada, la pobreza en términos generales estaba, y está, superpuesta a las relaciones interétnicas, las que se vuelven relaciones de clase en el mercado nacional (Stavenhagen, 1963).
De este modo se ampliaba, de manera casi infinita, el objeto de estudio de los antropólogos (que ya por esa época temían la desaparición de la disciplina al entrar en el ocaso las culturas “primitivas”). Pero el concepto de “subcultura” añadía un severo juicio de valor a la consideración de la cultura de los pobres, porque sugería que se trataba de una cultura menor y, además, podía concluirse que los pobres estaban atrapados en una configuración de costumbres e instituciones que los inmovilizaba históricamente, haciendo muy difícil la tarea del “desarrollo de la comunidad” en dirección al progreso social. La cultura de la pobreza aparecía como un serio obstáculo al desarrollismo (cuando estos libros comenzaron a difundirse en los medios académicos, Estados Unidos empezaba a poner en práctica el plan continental llamado Alianza para el Progreso).
Este culturalismo “aplicado”, que se inspiraba en la doctrina denominada “indigenismo” mexicano, se ponía en acción en los Institutos Indigenistas de cada país y se coordinaba a través del Instituto Indigenista Americano, con sede en México y fuerte apoyo de la Organización de Estados Americanos. Una ruptura radical con el mismo tuvo lugar al celebrarse el Simposio de Barbados (Grinberg, 1972), en 1970, aún cuando los principios básicos del indigenismo siguieron usándose e inspiraron textos reivindicativos de las asociaciones indígenas en distintos países. Dicha reunión, que trató la situación del indio en la América del Sur extra-andina, denunció la pobreza como una situación de colonialismo interior (Bonfil, 1972), punto de vista que inspiró a la antropología de los años setenta. La tarea de los antropólogos debería ser la de colaborar con la lucha por la liberación de los pueblos indígenas, al tiempo que aplicaban la teoría de la dependencia, muy en boga en aquella época, para explicar el desarrollo desigual de las regiones de una misma Nación. Se pasó, así, desde los estudios “normativos” a la investigación del colonialismo.
El libro dirigido por Pierre Bourdieu La Miseria del Mundo (publicado en francés en 1993 y traducido al castellano sólo recientemente), sin llegar al vívido relato de Lewis, usa también la transcripción de las entrevistas “en profundidad” para dar una idea de los pensamientos, sentires y puntos de vista de los pobres (Bourdieu, 1999). Antropología y Sociología parecen necesitar abordar “desde adentro”, desde lo cotidiano y desde la centralidad de los sujetos, el mundo de los pobres. No es extraño, pues diluida la posibilidad de una revolución protagonizada por la clase obrera, queda por encontrar qué otros colectivos humanos podrían realizar una gesta de liberación social, qué otros movimientos o clases podrían destituir al capitalismo como sistema económico, político y cultural.
La historia posterior de la antropología desenvolvió otras interpretaciones, frecuentemente vinculadas a las biografías culturales, poniendo en primer plano a los sujetos e inclinándose mucho más por la semiología que por la historia. Sin embargo, retomar el concepto de cultura de la pobreza ofrece la posibilidad de incluir tanto a las formaciones simbólicas de las tradiciones vivientes como a las que emergen en la existencia comunitaria de los pobres, como un factor de peso en la evolución de las relaciones de fuerza entre las clases subalternas y las clases dominantes, entre los sectores populares rurales y urbanos y los gobiernos, entre las formaciones sociales nacionales y el imperialismo.
 
Antropología de la pobreza
 
Con distintos matices y de acuerdo con los procesos regionales de modernización de las relaciones del trabajo, la situación básica que encontramos en el continente es la siguiente: existen comunidades indígenas cuyas relaciones étnicas con la nacionalidad envolvente son relaciones de clase, como señalamos antes, y en ese marco, cuando se rompe el aislamiento o cuando la nacionalidad envolvente avanza y penetra en la existencia particular de los grupos tradicionales, comienzan a migrar trabajadores (hombres y mujeres) fuera de sus comunidades, muchas de las cuales ya no son étnicamente indígenas sino mestizas. Tanto unas como otras ceden trabajadores, regional y estacionalmente. También existe migración de miembros de comunidades rurales por asfixia económica, o por la implantación de un estado de terror en las áreas de confrontación entre el Ejército y la guerrilla, como en Perú, Ecuador, Colombia y México. En la actualidad, ya se han sucedido varias generaciones de trabajadores urbanos que sobreviven mediante el trabajo no calificado, el trabajo de servicio doméstico o a expensas de la venta callejera o de las artesanías[3] y, por fin, están los trabajadores de la construcción e industriales, con mayor o menor grado de calificación, para tareas de gran esfuerzo personal y con regímenes de contrato permanentes, transitorios y precarios.
Estas diversas situaciones pueden ser distribuidas en tres categorías: pobreza integrada, pobres en condiciones de vulnerabilidad y pobres desafiliados o marginales en sentido estricto (Castels, 1997). En la primera categoría están los que poseen trabajo estable y desenvuelven vínculos sociales sostenidos o pertenecen a comunidades rurales donde prevalecen los lazos de parentesco. Los pobres vulnerables son aquéllos que se mueven dentro de condiciones de empleo precario y relaciones familiares y sociales frágiles. Los pobres marginalizados no tienen trabajo ni relaciones sociales contenedoras, situación ésta última en que se encuentran los vagabundos, los ex-presidiarios, los enfermos mentales, los toxicómanos, etc. Castels puntualiza que la marginalidad es el efecto final de un proceso que se corresponde con la forma de existencia de grupos y de individuos expulsados del circuito ordinario de los intercambios sociales. También señala que emerge, en nuestros días, una nueva marginalidad derivada de las nuevas condiciones del aparato productivo, de la fragilización de la estructura familiar y de la crisis de la cultura obrera. Tanto los nuevos como los viejos marginales están amenazados por la descalificación, la pauperización y la deculturación.
Desde que Lewis hiciera la descripción de la pobreza mexicana en los 50 y los 60, hasta el surgimiento de los “mercados emergentes” en América Latina en los 80, se profundizaron las situaciones colectivas de carencia y necesidad de alimentos, de viviendas, de educación, de calidad de vida. El modelo liberal arrasó con las economías de las comunidades tradicionales y con los puestos de trabajo urbanos y rurales.
Nos interesa conceptualizar algunos hechos de la pobreza y de la marginalidad (casi siempre delictuosa) con una visión “culturalizada”, acentuando el papel político potencial de la cultura[4].
La antropología ha permitido describir las tradiciones “locales” (fueran primitivas, nacionales o de clase) a partir de los significados que los hombres ponen en la visión, versión e interpretación del mundo natural y social, que son concretos y transmitidos a través de las generaciones. La antropología se aplica al estudio de las “formaciones culturales”, arbitrarios colectivos (discursos, fragmentos de discurso, usos y costumbres) que incluyen la cosmogonía, los símbolos, y un orden moral, a través de los cuales se pone sentido a las cosas sin necesidad de justificaciones, aún cuando sus actores lleven adelante argumentos justificadores. Si bien incurre a veces en el defecto de autonomizar la realidad de las prácticas llamadas culturales, se reconoce que no es posible escindir la cultura de lo social, económico y político y, al haberse especializado en los conjuntos humanos que reciben el nombre de mayorías, masas, pueblo, multitudes, movimientos, población, trabajadores, ha procurado realizar una síntesis de lo que podríamos llamar la “energía popular”, un ámbito de orígenes históricos, de tradición y de “irracionalidad”. La pobreza y marginalidad puede ser estudiada como un cuadro impresionista compuesto por desorientación, resignación, violencia, apatía, vacío, delito, sometimiento, analfabetismo, carencia, enfermedad, etc. En América Latina posee una larga continuidad histórica, y muchas generaciones han constituido su experiencia social a partir de una exclusión persistente, sea por la raza, por la clase o por el género, en lo social o en lo político. En las grandes ciudades, los marginales son experimentados como fuente de violencia social, en tanto que los pobres integrados, si bien son tolerados por las clases más favorecidas, reciben estigmas derivados de su espacio social (Bourdieu, 1999: 120-121), de su origen étnico, de su condición de género, de su carácter de extranjero, etc. Hay un juego “moral” del lenguaje, en el que “pobreza” y “marginalidad” reemplazan a la “barbarie” de los escritores decimonónicos. Esta percepción social está en la base del sufrimiento del pobre, y apenas escapan de ella los recientes nuevos pobres de las áreas más modernas (estratos medios que han perdido el empleo o la actividad productiva y un sector de obreros calificados que antes tenían un nivel de vida relativamente digno) cuando pueden, por breve tiempo, disimular su nueva posición en el sistema social. “Pobre” y “marginal” constituyen expresiones de un juicio moral: se constituyen en blancos vulnerables para la asistencia profesional organizada, sea por el Estado o por la Iglesia, integran grupos, familias o individuos “naturalmente” problemáticos, a los que se estima apáticos, alcohólicos, viciosos, imposibilitados para emerger de su situación y progresar o, simplemente, gente que se aprovecha de los beneficios estatales o de la beneficencia “con el fin de no trabajar”, etc. Los juicios morales afectan, también, la interpretación sobre la dinámica de la sociedad que produce pobreza. La idea de que la vida social es centrífuga hace imaginar que los trabajadores están en una escala directamente proporcional a su edad, sexo, calificación laboral y cultura de pertenencia, y que la naturaleza de la trama es similar a los efectos mecánicos de una piedra cayendo al agua, con círculos concéntricos que se acercan o se alejan del foco de la calidad de vida, dotado de un abstracto conjunto de indicadores deseables. Las clases media y alta gustan, también, imaginar a la pobreza “honrada” - es decir, “integrada”- como bella, porque parece sencilla, porque está adornada por la creatividad de su folklore, el que sin duda aporta materiales simbólicos a la cultura nacional- En cambio, la marginalidad inspira la idea de que está integrada por indeseables, por gente peligrosa, por delincuentes y prostitutas, por portadores de enfermedad, por gente dedicada a “mala vida”, alcohólicos, débiles mentales, etc. Hay un destino para pobres y marginales y sus hijos lo heredan “naturalmente”.
Si vemos que en un país como Argentina, al que se considera con indicadores superiores de desarrollo, dos millones de personas viven en extrema pobreza, disponiendo de menos de un dólar diario para sobrevivir (los porcentajes más altos corresponden a las provincias de Corrientes, Jujuy, Chaco, Formosa, Salta y Tucumán) y que el Ministerio de Desarrollo Social destinará $150 millones anuales para planes alimentarios, previendo que esos pobres “seguirán bajando escalones aceleradamente” y que a los mismos se les sumarán nuevos pobres[5], no solamente se puede tomar nota de los efectos del modelo económico neoliberal (que se nutre de la expulsión de trabajadores cambiándolos por tecnología), sino también del alto costo que el sistema está dispuesto a pagar por la gobernabilidad de ese conjunto humano marginal.
Los pobres y los marginales, como el resto de la sociedad, se constituyen como tales en  y por la relación con un espacio social que puede caracterizarse por la posición relativa con respecto a otros lugares (que están arriba, abajo, entre, etc.) y por la distancia que lo separa de ellos. El espacio social se define por la exclusión mutua (Bourdieu, 1999a: 120). Asimismo, los hombres están situados en puntos en los que las estructuras sociales “trabajan” y son “trabajados” por las contradicciones objetivas que ellas conllevan (Bourdieu, 1999b: 447).
Al maximizar el beneficio que se extrae del potencial productor del trabajo humano, pobreza y marginalidad son inherentes a esas contradicciones objetivas, un objeto concreto y necesario de dominación, basado en la enajenación material de la población trabajadora mediante un desarrollo desigual. La pobreza es efecto del subdesarrollo de las esferas económicas nacionales, a expensas de la concentración y apropiación de riqueza por la banca, las empresas transnacionales y por la clase propietaria nacional, a través del flujo de riqueza cedida a los países acreedores, a las acciones de los inversionistas, o a la venta del patrimonio público, para todo lo cual es requisito que se formen extensas e inexorables relaciones de dependencia económica. Pero sus características también están ligadas a las formaciones culturales de cada país. Pobreza y marginalidad despliegan un paisaje social específico en Argentina, México, Guatemala, Perú, Brasil y los demás países americanos. Adquieren matices propios, a partir de la unificación cultural e ideológica popular en un contexto en el que se oponen, tensan y desenvuelven inter-penetradas la “razón productiva universalista” -cuya forma más acabada es la empresa nacional o transnacional, productiva o financiera- y la “voluntad cultural” constituida, básicamente, por y en la historia social.
Las economías de subsistencia sostenidas por sectores de trabajadores rurales, campesinos indígenas y no indígenas, y los trabajadores expulsados completa o intermitentemente del empleo en la industria y el comercio en los centros urbanos, definen esferas diferentes de la producción y fenómenos sociales distintos. Los primeros consiguen articular un modo de vida subordinado pero que conserva los vínculos primarios con los parientes y vecinos en economías incompletamente monetarias, pero cuando se ven en la necesidad de migrar hacia las ciudades, muchas veces el sostén ofrecido por ese lugar social se deshace en el camino hacia la marginalidad. Los expulsados del trabajo en la ciudad tienen un potencial anómico que sólo es compensado, y no siempre, por el trabajo de otros miembros de la familia, especialmente por el trabajo femenino. Es decir que ambas realidades reiteran por un lado las características generales del sistema en todo el mundo y, a la vez, exhiben las culturas expresivas propias de cada formación cultural.
 
Política de la pobreza
 
La desigualdad social no impide la alianza política de estos sectores con las minorías propietarias de la tierra, de los medios de la producción y del poder político, con la Iglesia y con el Ejército. El clientelismo y paternalismo sustituyen a la condición más abstracta de la ciudadanía en el interior del sistema político, y éste construye a través del poder para obtener la subordinación, la unificación y la universalización normativa, una cultura de identificación.
Esta cultura posee como elementos principales la importancia de la autoridad, en lo que han confluido tanto las antiguas tradiciones nativas como las que trajeron los europeos con la conquista y con la inmigración, los elementos de coacción simbólica desplegados por el Estado, especialmente el nacionalismo, y el vínculo de dependencia colonial interior y exterior a los países imitando los modelos europeos y norteamericanos, junto con materiales provenientes de la expresión simbólica particular de la población subordinada, es decir de la cultura popular, que se rescatan para demostrar la originalidad nacional, especialmente cuando el Estado se encuentra frente a una subjetividad civil en mayor o menor medida “enclaustrada” en una identidad milenaria, dependiendo de lo que hayan o no avanzado en la modernización que acompaña a la producción industrial en el sentido de soportar el cambio tecnológico y social o de permanecer adherida a las identidades tradicionales[6]. Al insistir en el bien común, sosteniendo que hay que inclinar lo propio por el bien de todos, los Estados nacionales tensan buscando reducir las culturas de las clases subalternas al folklore al tiempo que consiguen hacer de las culturas de identificación nacional la principal razón de adhesión subjetiva de los trabajadores y de toda la sociedad. Este hecho puede sugerir la “irracionalidad” popular, en el sentido que el sentimiento predomina sobre el principio de realidad que, para los pobres, debiera ser el reconocimiento de la mayor contradicción objetiva de la sociedad capitalista, la explotación del trabajador. También puede ser evocada la tesis de Foucault sobre la microfísica del poder, según la cual -simplificando en forma extrema- el poder actúa positiva y negativamente pero no sólo desde el lugar social del Estado, sino en todo el tejido social (Foucault, 1979) y en esta dirección podríamos ver a los colectivos sociales pobres como impotentes tanto para realizar su propio proyecto de sociedad cuanto para insubordinarse activamente.
Sin embargo, las clases sociales son entidades sistémicas que consisten, en lo fundamental, en sistemas de acción y de relación política, en haces de relaciones sociales, que se verifican muchas veces en contextos heterogéneos. Los trabajadores pobres conforman sus identidades de clase a través de la lucha por su liberación social o a través de la acción política sindicalizada, pero los marginales quedan fuera tanto de una como de la otra. La historia latinoamericana muestra con claridad la voluntad cultural de las poblaciones subordinadas, sea que ellas construyan culturas indígenas o culturas populares (es decir, culturas propias del pueblo con materiales simbólico-expresivos de distinto tipo correspondientes a la clase, el género, las regiones, etc.). Dicha voluntad se constituye en el seno de un volcán social que toma forma en la lucha política, en la desigualdad social y racial, en las diferencias culturales, en la relación capital-trabajo y en el curso de un proceso de acumulación-expropiación. El capital selecciona y descarta trabajadores en ese contexto de “atraso”, muchas veces pre-capitalista y semi-monetario, subdesarrollando esferas completas de la economía “nacional” y promoviendo otras en términos de relaciones “modernas”. Así, estas formaciones sociales se caracterizan por un desarrollo combinado[7]. Lo que hoy se observa como un colorido folklore en las regiones económicas de los países latinoamericanos, es producto de cambios que produjeron o aceleraron la ruptura de las estructuras tradicionales e, inclusive, generaron nuevas clases sociales. Esos procesos han sido la introducción de una economía monetaria en todas partes, la introducción de la propiedad privada de la tierra -y en muchos casos de monocultivo comercial-, el éxodo rural, la urbanización, la industrialización y la integración nacional de los países subdesarrollados, aunque estos factores no actuaron de la misma manera en todas partes ni de la misma manera (Stavenhagen, 1969: 04-96).
En unos pocos países, el fordismo promovió a sus obreros como consumidores y en tanto mantuvo su reclutamiento y promoción provocó la pérdida de la identificación con los principios ideológicos del anarco-sindicalismo y del socialismo difundidos por los inmigrantes europeos, los exiliados y, en menor medida, por la modernización de las relaciones del trabajo en las fábricas, desarrollando aspiraciones más vinculadas con las de las clases medias (proceso ocurrido también en Europa) y, también, concomitantemente, la adopción de perspectivas populistas. El concepto de cultura popular abarca a toda la coalición social -no siempre política- de las clases subalternas, pero la cultura de los pobres es una entidad sistémica (como las clases sociales) que amalgama tanto a la cultura popular como a la cultura de identificación emanada del Estado. Esto es así porque ellos pertenecen al campo popular, pero también actúan sobre ellos las coacciones culturales implementadas por el orden estatal.
La cultura de los pobres tiene dos epicentros: las barriadas (villa, favela, cantegril, pueblo joven, etc.) y las comunidades y puestos rurales. Las primeras están más directamente vinculadas a la marginalidad, en tanto que las segundas expulsan trabajadores cuando la situación de supervivencia económica se hace insoportable. Los barrios pobres exhiben la ruptura más profunda porque allí se exponen las consecuencias más dramáticas de la expropiación social. En ese medio se amasa la resignación, el autoritarismo, la envidia, la desesperanza, la religiosidad, la superstición, la desconfianza, el escepticismo. La marginalidad es la  rabia de la pobreza y cuando es extrema lleva a la guerra del pobre contra el pobre.
La sociología liberal atribuye el hacinamiento, la promiscuidad, las dificultades de la existencia cotidiana en los barrios o asentamientos, al crecimiento de la población y no al sistema de propiedad de la tierra, concentrado en pocos dueños en el campo y en la ciudad, ni al sistema de empleo que expropia el producido del trabajo a través de la extensión de la jornada y de la depresión del salario. El sistema político (conservador o liberal, reformista o dictatorial) prevé una forma de articulación entre el Estado y estas mayorías, concretando a través de las interacciones políticas y culturales y de las mediaciones profesionales y burocráticas la “concertación social” que en ese modelo social complementa a la democracia de partidos (cf. Grossi y Dos Santos, 1987). Éstos, a su vez, no son generalmente partidos de “clase” sino amplias coaliciones, ilustrando que el capitalismo posee en su interior otras contradicciones que no se pueden reducir a la de capital-trabajo.
La cultura de la pobreza se condensa en la historia de saber quién y qué se es porque se sabe desde donde se viene. La marginalidad lo realiza en su forma más concreta y violenta, cuando el “actuar” no tiene otra restricción que animarse al miedo y “estar jugado”, o consiste en “adaptarse” al curso de las circunstancias. Por eso es que la “seguridad” se torna la concertación típica entre capital y trabajo bajo el modelo liberal, ya sea como asistencia social, concertación con compensación para el trabajador, o como represión, concertación de disciplina social para que opere con tranquilidad el capital. La política de la pobreza está dirigida a mantener la relación de fuerzas consolidadas en los últimos ciento cincuenta años (o a restituirla, en el caso en que la pobreza alcanza a organizarse políticamente)[8].
 
La cultura como verdad
 
El horizonte social y significativo que denominamos cultura es una configuración de “verdades”, no solamente en sentido subjetivo. En su interior se enuncia, se cree y se siente pero sobre todo se imagina el mundo, bajo un criterio de verdad y de interpretación cuya fundamentación es la costumbre. En sí misma, la adjudicación de sentido a las cosas (especialmente a las cosas humanas) es un juicio de ajuste entre la realidad y el concepto. Instrumental o no esta verdad puede nacer y crecer como una episteme con sus propios parámetros de comprobación y de refutación, de predicción y de aplicación. La cultura es una episteme autocontenida que “obliga” pero no “interpela”, particularmente si está ligada a los “orígenes” (étnicos o de clase). Vivir en pertenencia a una cultura histórica no conmina, necesariamente, a los sujetos, a proyectarse en la lucha social, pero a través de la experiencia de la discriminación, que lleva a negarla o a colocarla como instrumento en la lucha política, la situación existencial de grupos, comunidades o individuos cambia. La ideología[9] es el lugar donde la cultura se torna política. Mantener el control de la asimilación capitalista continua de los contingentes de trabajadores requiere integración cultural y des-ideologización práctica, es decir, desarmar a la cultura de su valor político o conminarla a subordinarse a la cultura de identificación nacional, proceso muy activo durante la segunda mitad del siglo XIX en todos los países. El desenvolvimiento de este mecanismo complejo sólo se aprecia con claridad en el campo político. La ideología es un sistema de pensamiento dirigido a justificar las representaciones sociales y, por lo tanto, es esa parte de la cultura que encontramos en la arena política de las clases. Fue Louis Althusser quien destacó las propiedades de la sobredeterminación estructural en esa escena (Althusser, 1981): la contradicción dialéctica opera en la historia en el marco de un complejo estructural desigualmente determinado, y esto es particularmente importante para dar cuenta del comportamiento político de los trabajadores en general y de los trabajadores pobres en especial.
La cultura es una condición de verdad cuya entidad y profundidad no es cuestionada ni puede serlo porque tiene carácter emocional y conceptual. No se trata de la “verdad” engañosa de la “máscara” correspondiente a una superestructura ideológica, la cultura es una verdad que no interpela a sus portadores y su precisión histórica -los orígenes- es, generalmente, inabarcable e indefinible tanto para sus sujetos como para sus observadores y en este sentido es menos histórica -si cabe- que la ideología, cuya existencia se reconoce con claridad en los combates de la Historia, en la conminación de los sujetos sociales para “actuar” en el campo político. Esta propiedad es importante para juzgar las culturas populares y su contribución a las culturas de identificación, así como para reconocerlas cuando se despliegan como contracultura o resistencia social. La cultura de la pobreza no es “falsa conciencia” ni reflejo automático de la estructura económica. Es mucho más una realidad inacabada donde el pasado sigue abierto en el presente (Benjamin, 1987), y por eso es que se vuelve central la cuestión de analizar la relación teoría-práctica. Puesto que si se da prioridad al punto de vista que valora el predominio de la práctica (o de la acción), se privilegia al “sentido común”, es decir, a esa filosofía colectiva que naturaliza a la práctica y la confina a la eterna reproducción de ese pasado, especialmente si atendemos al sostenimiento durante siglos de culturas que se originaron en las tradiciones precoloniales, tanto como a la selección de los momentos históricos en que manifestaron una lucha activa para sacudirse el régimen colonial interior. Si se adopta la visión que sostiene (a la manera de Lukács) de que bajo la pre-condición de la totalidad teoría y praxis son la misma cosa, debería poderse identificar el colectivo de pobres estructurales que romperá revolucionariamente con el pasado y, aún más, que alcanzará dentro de la totalidad la conducción de la sociedad para producir su liberación. Por último, si (a la manera de Adorno) la teoría conduce la práctica instruyéndola, se apela a la necesidad de una conciencia exterior que la oriente o la lidere.
Si, por encima de las diferencias, una cierta cultura común unifica a los pobres continentales, se pueden reconocer dos dimensiones operantes: una puede denominarse la perspectiva y la otra la política de la perspectiva. La perspectiva corresponde a la verdad de la cultura, desde donde se interpreta el universo natural y social, donde la verdad histórica es heredada y reproducida a lo largo del tiempo, el lugar donde los sujetos son “trabajados por las estructuras" (con su carga de subordinación y opresión así como de identidad y creatividad). La política de la perspectiva es la cultura transformada en acontecimiento, en fuerza social puesta a producir hechos políticos, historizando a la estructura a través de la acción política. Es la dimensión en donde la cultura se vuelve ideología[10].
La conjunción acontecimiento-estructura, instante preciso en que se unen Historia y cultura (Sahlins, 1988), en la pobreza se vuelve particularmente feroz y se torna el espejo invertido de la sociedad toda. La cultura popular posee una autonomía compleja, contradictoria, siempre incompleta e irresuelta. El “pueblo trabajador” articula cultura popular, cultura de identificación y cultura de la pobreza en una síntesis que no se agota en la caracterización de una cultura de clase. Son culturas “verdaderas”, que no acompañan a los programas sociales “avanzados” que proponen las clases propietarias o que ofrecen un pathos a la represión de Estado. La verdad de la burguesía es la ciencia y la tecnología, la verdad de los trabajadores es la cultura “propia”. Ésta última no es una verdad irracional, incluida la adhesión clientelar al conservadurismo o la identificación irrestricta con el populismo, sino la experiencia de una continuidad histórica nacida y desenvuelta en lo político. ¿Qué es lo que sostiene a una cultura en el tiempo de la Historia y, por lo tanto, en el valor de su verdad? Su propia política de identidad. Política que adquiere consistencia en el monismo epistemológico e ideológico, se desarrolla en sus prácticas, en su lenguaje y en su exclusiva política de la verdad, haciéndose desconfiada ante las tácticas de insubordinación basadas en la “conciencia exterior”, lábil ante el populismo, resistente ante el disciplinamiento, sufrida ante la explotación y reservada frente a la hegemonía de la clase dominante.
El acontecimiento de la verdad  es un efecto particular de lo real, y no solamente un correlato entre sujeto y objeto. Consiste en la irrupción conmovedora que desanuda el lazo que sostiene a las imágenes y a sus propiedades para el sujeto. El acontecimiento de la liberación tendría un efecto perturbador y nominal, de práctica y de lenguaje, en la estructuración de los sujetos. Es que cada sujeto no es origen sino fragmento de un proceso de verdad (Badiou, 1992), verdad-acontecimiento que rompe o consolida la unificación ideológica popular. Si la política produjera “verdad”, la verdadera política consistiría en la lucha por la  no dominación y en la lógica emancipatoria (Badiou, 1988) tanto respecto de la cultura impuesta como de la cultura propia, demostrando que “…las cuestiones de la sociología no son más que cuestiones de la ciencia política” (Gramsci, 1985: 149).
 
Referencias bibliográficas
 
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Therborn, G., 1995, La ideología del poder y el poder de la ideología. Siglo XXI. México.
  

[1] Es necesario señalar que, del mismo modo, un libro de Robert Redfield inspiró muchas monografías relacionadas con lo que él llamaba el continuum folk-urbano: es decir, el tránsito desde una cultura con fuertes valores tradicionales hacia otra de carácter moderno (Redfield, 1930).
[2] El prologuista de la primera edición en español, Oliver La Farge, sostenía que “…En todo el mundo hay odio por aquellas naciones que están en la era del maquinismo y tienen gente de tez clara a la que rápidamente se imita.”, siendo que “…uno de los primeros logros que se sufren es la desolación cultural” y que “…el trauma cultural resulta de la desorganización de la unidad básica social: la familia.” (La Farge, 1961: 13).
[3] En este sentido, el “mercado” de muchas capitales latinoamericanas es una institución tradicional que exhibe el paisaje social característico de América Latina. Uno de los más impresionantes es el de Belén, en Iquitos, en la Amazonía Peruana.
[4] Las ideas que se exponen fueron desarrolladas en el Seminario Indigenismo Latinoamericano después de la  Segunda Guerra Mundial (1950-1999) dictado en el Departamento de Historia, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Río Cuarto, durante 1999. Es necesario recordar que la evolución del capitalismo y de la antropología (como ciencia de los pueblos exteriores a Occidentes) estuvieron ampliamente relacionadas. Empieza en el siglo XV con el descubrimiento del mundo que estaba más allá de Europa y la simultánea consideración de los salvajes a través de una “historia moral de la Humanidad”, continuó con la liquidación de la esclavitud y el inicio del colonialismo propiamente dicho en el siglo XVIII, acompañado por la demarcación de un conocimiento “Ilustrado” sobre el Hombre y una Ciencia de la Antropología (Etnología). En los dos siglos subsiguientes se consolidó el Imperialismo con la implantación del capitalismo como sistema mundial servido por una antropología evolucionista, que planteaba como solución al dilema barbarie-civilización un ordenamiento de las sociedades según una escala hacia la complejidad, y otra historicista que apuntaba a la necesidad de un conocimiento descriptivo de los pueblos sometidos. No es sino hasta los años cincuenta y sesenta que la antropología se une a los movimientos de liberación y de descolonización. En el transcurso de todo este tiempo, el campo disciplinario ha ido desgajándose en sub-campos de especialización entre los cuales está la antropología política, con la cual está relacionado este trabajo
[5] De acuerdo con la información del diario Clarín en su edición del 23 de enero del 2000 y sobre la base de datos del INDEC.
[6] El futbol, el carnaval, las fiestas y cultos religiosos reconcilian   en la arena de las identidades colectivas, supra-étnicas e intra-nacionales,   las grandes desigualdades sociales.
[7] Los economistas liberales consideran en cambio que se trata de una situación “dual”: una sección social es desarrollada y moderna, en tanto otra es “tradicional” y retardataria del desarrollo global.
[8] En la última década se advierte la irrupción de nuevos movimientos populares –el más notorio es el de Chiapas y, recientemente, el de Ecuador, ambos llevados adelante por indígenas- en situaciones donde una fuerte identidad cultural se enfrenta a las re-estructuraciones que efectúa el imperialismo en los mercados nacionales haciendo que las comunidades pierdan en parte sus anteriores representaciones de acción política y los canales tradicionales en los que las expresaban (cf. Prieto, 1999).
[9] La ideología posee una serie de características: 1) Interpela a los sujetos pero no es recibida como algo externo a un sujeto fijo y unificado, 2) La estructura psíquica que subyace a nuestras subjetividades concientes no es monolítica sino que es un campo de fuerzas en conflicto, 3) La formación (o re-forma) de las subjetividades es un proceso social, las repentinas oscilaciones entre la conformidad y la revuelta son procesos colectivos, 4) Son procesos gobernados por la apertura o cierre de la matriz de poder existente, de afirmaciones y sanciones (cf. Therborn, 1995: 64-65).
[10] La ideología del bloque histórico en el poder de Estado ha desarrollado en las dos últimas décadas el culto de la democracia electoral de baja intensidad (los sectores populares votan y acompañan pero no participan si no es como “clientes”, mientras el sistema avanza en la derogación de los derechos que aquéllos supieron conseguir durante la primera mitad del siglo veinte) pero las clases propietarias no dudan en aplicar la represión sistemática si el conflicto social supera los niveles que están dispuestas a admitir. Asimismo, la ideología de los pobres sigue estando expresada por el populismo como régimen de lo político para ellos, en una alianza específica y espontánea con el conservadurismo propietario y/o militar.

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