03/12/2024
Por Gorender Jacob , ,
Los cuatro años de la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva se inician en una coyuntura mundial que sigue caracterizada por la derechización. Después de un interregno liberal-socialdemócrata, que asoció a Clinton, en los Estados Unidos, a los llamados gobiernos de tercera vía en Europa Occidental (incluso hubo un breve gobierno del partido socialista en Japón), se hizo evidente el giro hacia la derecha en la coyuntura mundial.
Si bien las tendencias militaristas agresivas no estuvieron ausentes en la gestión Clinton (recordemos la intervención en Bosnia), no es difícil notar que éstas se acentuaron notablemente con la llegada de Geoge W. Bush a la Casa Blanca. Signada ésta por dudas respecto a la legitimidad del escrutinio electoral que le confirió el derecho a presidir la superpotencia americana. La agresividad militarista se aceleró después del ataque a las torres gemelas del World Trade Center, en Nueva York, amparada bajo el paraguas del pretexto de la lucha contra el terrorismo. La amenaza de guerra contra Irak coloca a la humanidad al borde de acontecimientos funestos de magnitud mundial.
El vuelco militarista alcanzó una expresión inusitada en el documento oficial de la Casa Blanca sobre la estrategia de seguridad nacional de los Estados Unidos divulgado el 20 de septiembre de 2002. En este documento insólito, el gobierno americano se arroga el derecho a practicar la “guerra preventiva” contra países que juzgue amenazantes para la seguridad de los Estados Unidos. El juicio sobre la conveniencia de las “acciones preventivas” sería enteramente privativo de Washington, independientemente de la ONU y de otras organizaciones multilaterales. Se trata de una innovación desastrosa en el derecho internacional, que recuerda la retórica hitleriana de vísperas de la Segunda Guerra Mundial.
El ascenso de Bush se combinó con el proceso, ya en marcha, de implantación de gobiernos derechistas en Europa Occidental y de consolidación de la derecha liberal en Japón.
A la sustitución de Felipe González por José María Aznar en España, la victoria de Berlusconi en Italia, el alejamiento del socialista Jospin en Francia (sustituido por el derechista Chirac), la victoria de Durão Barroso en Portugal (todos ellos dentro de la Europa latina) se suman la instauración de gobiernos derechistas conservadores en Bélgica, Holanda, Dinamarca, Noruega y Austria. La socialdemocracia ganó las recientes elecciones en Suecia y en Alemania, pero en esta última la victoria se dio por un marge muy estrecho, lo que generó una situación política inestable y debilita sensiblemente al gobierno de Schröder. En rigor, sólo subsiste de la tercera vía socialdemócrata del período anterior el gobierno de Tony Blair, precisamente el más íntimo y sumiso colaborador del actual presidente americano.
Se configura así, como hecho consumado, la derechización de la coyuntura política en ambos lados del Atlántico Norte. Debe señalarse, con todo, que se trata de una derechización y no de una facistización. Aún en los Estados Unidos, donde la furia militarista se manifiesta internamente en forma creciente, el cuadro democrático institucional se mantiene, en cuanto a los derechos fundamentales. Si bien ya gravemente alterado por la creación de un super organismo de seguridad nacional.
En cuanto a Europa (tanto Occidental como Oriental), la derechización es en cuanto a los gobiernos electos, sin violación de la legalidad constitucional.
La derechización, por ahora, no va más allá de un “enderezamiento”, en el sentido político de desvío hacia la derecha. Por ahora, porque no excluye que la derechización pueda derivar en una etapa de facistización.
Una tendencia opuesta parece surgir en América Latina, aunque aún ambigua y mal definida. En este mismo momento (10 de diciembre), el triunfo del coronel Lucio Gutiérrez en Ecuador, derrotando a un millonario candidato de derecha, tiene la contrapartida del tenaz movimiento de la derecha venezolana en pro del alejamiento del también coronel Hugo Chávez. Venezuela se perfila, hoy, como termómetro de las posibilidades democráticas en América del Sur. De posibilidades democráticas no restringidas por limitaciones impuestas desde la superpotencia continental, en particular por su intolerancia hacia gobiernos decididos a defender la soberanía nacional y los intereses populares. Que se dé en Venezuela un hecho que repita el episodio del derrocamiento de Allende, en Chile, no podría dejar de interpretarse como un pésimo augurio para la democracia sudamericana.
Pero es en la elección de Lula que aparecen los aspectos más preocupantes de ambiguedad e indefinición. El triunfo electoral fue saludado, con justicia, como una victoria de la izquierda, la que fue confirmada por la elección de la bancada mayoritaria en la Cámara Federal y de bancadas importantes del PT tanto en el Senado como en las asambleas legislativas estaduales. Lo que no debe llevar, en un análisis político, a omitir el desplazamiento petista hacia el centro o, incluso, hacia la derecha. La declaración enfática y reiterada del “cumplimiento de los contratos” (con referencia explícita a FMI), de obediencia al déficit prefijado por el gobierno de Fernando Henrique Cardoso, tanto como la designación para la vicepresidencia del mayor industrial textil del país, además político conservador (cuanto menos), fueron, entre otras muchas, expresiones inconfundibles de este desplazamiento.
Es posible, entre tanto, contraargumentar que esta táctica fue acertada. Fue con ella que Lula consiguió llegar a la presidencia, a diferencia de las tres tentativas anteriores. Si bien el argumento tiene lógica, debe ser visto a la luz del contexto histórico.
Si en 1989 Lula fue derrotado fundamentalmente por los medios, en particular por la Red Globo, en 1994 y 1998 fue derrotado, también fundamentalmente, por el Plan Real. La introducción del real, en julio de 1994, impulsó irresistiblemente la candidatura, hasta entonces con bajo apoyo, de Fernando Henrique Cardoso. En 1998 funcionó la propaganda a favor de la supuesta salvación del real, sujeto a ataques especulativos como los que sufrieran las monedas de extremo oriente y de Rusia. Se salvó, aunque una sola vez, la candidatura de FHC, y más o menos lo mismo sucedió con el real. En enero de 1999, el ataque especulativo casi liquidó las reservas de divisas del Banco Central e impuso la devaluación oficial de la moneda brasileña.
La estabilización monetaria ha sido presentada como el gran logro de la gestión FHC. Efectivamente, cerró un período de dos décadas de inflación que, a mediados de 1994, ya se convertía en hiperinflación. Pero ese logro ya no puede generar prestigio. Pasados ocho años, se incorporó a lo cotidiano. Y, sobre todo, se desvaneció, porque estamos en presencia de un nuevo brote inflacionario, acompañado de una tasa excepcionalmente elevada de desempleo y de un crecimiento mediocre de la economía en los últimos años.
De modo que la victoria de un candidato vinculado a FHC, en 2002, era altamente improbable. Si es difícil cuantificar la proporción en que el descrédito del gobierno influyó en el resultado electoral, en comparación con el desplazamiento del candidato del PT hacia el centro, también es difícil cuestionar el peso que tal descrédito tuvo en el cómputo de los factores influyentes en la elección presidencial de 2002.
En el marco de la derechización mundial, el gobierno de Lula deberá digerir “pepinos” indigestos. En el caso de un eventual ataque militar de los Estados Unidos a Irak, no podrá simplemente callar o conformarse con una sospechosa neutralidad. La conquista de influencia en el escenario mundial (incluida la pretensión de una banca de miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU) no se logrará sin definiciones claras en cuestiones conflictivas.
En política interna, tendrá que enfrentar muy serios dilemas para evitar la expansión del brote inflacionario. La restricción de los gastos de gobierno y el retroceso recesivo no se condicen con los objetivos de crecimiento económico y de distribución de la renta a favor de los más pobres. Programas como el Hambre Cero se justifican por el carácter de emergencia, pero no dispensan de una política efectiva de atención de las reivindicaciones históricas del MST y de la realización de la reforma agraria en sentido amplio. La construcción de la verdadera hegemonía tendrá que unirse al respeto por la autonomía de los movimientos sociales.