21/11/2024

Rodrigo, Favaloro y la chica.

Decía Jean Paul Sartre que los ídolos encarnan no lo que la sociedad es, sino lo que a la sociedad le falta. Llenan con su imagen el vacío.

El ídolo Rodrigo murió como naciera, rápido. Antes de un viaje mío a España, en el mes de marzo, no lo conocía. Cuando dos meses después regresé, me hablaron de Rodrigo como el Gardel de la posmodernidad. El mercado lo había disparado a las estrellas, y él continuaba la acelerada ruta de vuelo con una camioneta Explorer roja. Demasiado impulso como para no estrellarse. Y sobre todo en la noche, en esa autopista helada, sin guardarrailes de afecto protectivo. La Explorer superó la velocidad de los cohetes y el organismo del chico no aguantó la gravedad, (Los expertos dijeron que bajo la inercia que traía, su peso salió despedido con 3.000 kilos cuando la Explorer pasó, con el choque, a velocidad cero.)
Estaba cantado el suicidio de Rodrigo. Quería andar más rápido que el modelo de reconversión económica y del imaginario que proyecta, y el modelo lo aplastó.
Lo que jamás pudimos pensar es el suicidio de Favaloro. Un inventor de vidas. Pero él también quiso volar más rápido que el modelo de inequidad. Usarlo, y llegar a una fumata de paz de indio con blanco, fumata de la sala de cirugía con la Bolsa. Confió en que por sus saludos efusivos al menemato, el Pami de los delincuentes le pagaría las cuentas pendientes. Así que el modelo lo aplastó. No tolera que alguien viaje a la misma velocidad pero en dirección contraria. Le perforó el pecho.
Pero antes Favaloro dejó una carta o varias, y las notas hacen una denuncia implacable sobre esta catástrofe capitalista sin una gota de afecto. Sin una gota de sangre.
Sólo durante los años 30 hubo suicidios así, implacables. Leopoldo Lugones o Lisandro. Por motivos diferentes e iguales. Es que la década era tan infame que no se podía con la infamia; ni siquiera podían aquellos que confiaron casi honestamente –como Lugones– en la hora de la espada.
Rodrigo y Favaloro. Por distintas e iguales causas constituyen los suicidios del detritus viviente, prolongados, de la década infame del Pequeño presidente. Ambos fueron envenenados, quiero decir asesinados. Favaloro estampó en su corazón el sello ético de una denuncia. Rodrigo estampó en su cabeza el sello estético de una autovía.
Como epílogo y metáfora, la mascarita top del modelo –Natalia Oreiro– que acaba de lanzar su CD: “Tu veneno”.
Los jóvenes llevan dos vías de tránsito en sus conciencias: un proyecto social distinto (creado por ellos mismos, con su pasión y nobleza) y un líder. El líder puede ser un maestro, un dirigente, un artista. Es, en cualquier caso, un modelo de personalidad a imitar. En las actuales épocas raras, casi sombrías, los proyectos sociales nuevos deberán hacerse con las manos; mezclando la arcilla de necesidades históricas con la transpiración. No hay otra manera. Nada nos será regalado en esta tierra. Nada nos regalarán quienes asesinaron al médico y al cuartetero.
Una chica de la Banda del Río Salí (Tucumán) con sus 16 años sufría, al revés que Rodrigo, una desaceleración formidable (hubo otros casos parecidos). No tenía más que a un ídolo; era tan pobre que no pudo pagar la entrada cuando el aeronauta del cuarteto diera recitales en la provincia; estudiaba “el cuarto año” (?) en una escuela de corte y confección en la era del genoma humano.
La estoy viendo. Llevaba un sueño tan desacelerado que desaparecía ella misma: conocer a El Potro alguna vez, y, acaso, amarlo como en las telenovelas. María Valle se levantó a las 4.20 de su primera noche sin Rodrigo en los sueños. “Mientras a Rodrigo lo estén enterrando, a mí me van a estar velando”. La ausencia de velocidad era tan pasmosa que incluso adelantó un testamento: que pusieran la canción Un largo camino al cielo de su estrella, durante las velas.
Fue en el baño. Con una cuerda de plástico y la foto del astronauta que quedó tirada a sus pies.
En cada uno de nosotros hay posibilidades infinitas de conocer, amar, integrarnos al universo en que vivimos. Sólo que a veces entramos en la nave espacial equivocada, con fallos. A veces la conciencia no da como para exigir otra.
La superacelerada Explorer roja de Rodrigo se encontró con la superinmovilizada nave de María. Fue en una autopista negra, sin estrellas. Casi como si el choque –en tales condiciones– no se hubiera podido evitar. Murieron los dos, como en un Romeo y Julieta del cuartetazo. Sin conocerse.
El mercado bailantero está buscando otra pareja.
Quedan la pintura roja de la chapa adherida al guardarrail y, al otro lado de la galaxia, la foto en el baño.
¿Y Favaloro? Su acto de vida trunca tiene, con todo, algo de simiente. Puede serlo. Debería. Carga una acusación de crimen de lesa humanidad a un prototipo de economía carente de afectos al extremo tal de condenar a los jóvenes (a la vida misma) a la ausencia de educación y de futuro. Si la chica hubiera conocido algo distinto, tal vez un proyecto de sociedad, habría creído más en Favaloro que en Rodrigo. Y por el fin del médico no hubiera hecho lo mismo, sino puesto en ejecución su voluntad. Tal vez acercándose más a quienes pretenden eso que llamamos justicia.
Favaloro era pobre y pudo estudiar. Lo hizo en una escuela pública, en un secundario público y en una Universidad gratuita. El mismo insistía que en su trayecto cósmico de chico humilde a científico internacional, estaba la nave con vuelo autónomo de la educación estatal.
¿Pero qué unía a los proyectiles de Rodrigo, Favaloro y la chica? El gran espacio, el oscuro espacio de la soledad. Rodrigo estaba rodeado de fans, pero en el impulso que se había dado para ganar millones en medio de las mafias, estaba completamente solo. En cuanto Favaloro abandonó el gesto de solidaridad por la educación pública que siempre tuviera, para guiñarle el ojo a Menem y que éste salvara a su Fundación de la debacle, quedó solo. Sin público, y sin Menem, por supuesto. La chica, con su cabecita estropeada por la ausencia de universo, estaba sola. Y el capitalismo, en la era de su locura, los aplastó a los tres.
En la dictadura videliana hubo desaparecidos, ahora hay 33 muertes en el país por accidentes de tránsito. ¿Accidentes? ¿Dije “accidentes”? Quinientos suicidios adolescentes en un país donde el Senado cobra las coimas. Pero además hay 6.800 llamados anuales al Centro Asistencial al Suicida (CAS) por año, en edades que van desde los 14 a los 25. Los jóvenes llaman haciendo hincapié en la soledad, en la “falta de expectativa por el futuro y la mala situación laboral que les espera”. Es uno de los primeros países del planeta por suicidios de adolescentes, éste, el del Senado que cobra las coimas para seguir envenenando derechos laborales de los adolescentes.
Cuando veo a estudiantes pelear por la educación pública en las calles –por los derechos–, pienso que es posible salir de la larga década infame heredada. Salir de las herencias, o al menos de las peores. Para entonces, Rodrigo, Favaloro y la chica serán un recuerdo, como lo son Lugones y Lisandro de la Torre. Y seguiremos recordando las siluetas contradictorias de éstos y de aquéllos en dos épocas infames, si acaso una sociedad con sentimientos mereciera todavía nuestro resguardo.
Pero ahora quiero detenerme en Rubén. No figura en el título de esta charla, porque él sigue considerándome maestro y no quiero pasarlo a la inmortalidad antes de que haga más cosas. Forma parte de los planetas habitados por la afectividad. Rubén entró a ser mi alumno con la timidez de un indiecito que llega por primera vez a un aula de universidad. Vive hasta hoy en una frontera de selva montuna y caña de azúcar. Una delicada línea sembrada con papas y tomates. Para viajar a la ciudad tiene que subir a tres ómnibus destrozados. Se recibió, escribe, pinta, formó un grupo maravilloso de creadores jóvenes en un pueblo donde la creación nunca había existido.
Pero de lo que yo quiero hablar es del almacén de Rubén. Mientras era estudiante decidió poner un almacén en la aldea, porque los agricultores de la zona compraban carísimo el arroz, la yerba, los fideos, el salame. Marcó el terreno y compró cien ladrillos. Decidió hacer un local grande, con techo de hormigón armado para instalar un local arriba, donde tener su estudio de pintor. Claro, en la aldea se rieron todos: ¿hacerlo solo? ¿cien ladrillos para un gran local y ya está pensando en la segunda planta? A la Universidad entraba a la siesta, después de un largo viaje, así que desde el amanecer Rubén preparaba él solo la mezcla y empezaba a colocar ladrillos. Con una humildad aborigen y esa sonrisa que contiene la larga tradición de la vivacidad criolla, Rubén quería mostrar a la aldea que todo es posible si uno se lo propone. Mostrar a una aldea desesperanzada, otra cosa. Que él solo podía edificar un gran almacén. Sonreía, así, mientras los vecinos pasaban mirándolo, incrédulos. Cuando terminó las paredes e inició con las maderas el encofrado, entonces los vecinos captaron que sería imposible para un solo hombre terminar una loza. Así que todos le ayudaron los fines de semana largos. Una minga. Mingar es ayudar. Unos traían el agua, otros aportaban baldes, otros paleaban mezcla. En realidad, deseaban que lo imposible fuera posible, para luego creer en ellos mismos. Ser personalidades cósmicas en una aldea perdida en la galaxia. A un lado los ojos brillantes de los tucos, al otro la yarará de vez en vez.
Cuando los habitantes percibieron que en la loza estaba la entraña de volver posible lo imposible, por tanto que en la propia vida azarosa y austera al extremo de misérrima, estaba la potencia de un cohete, y que sólo había que encontrar el botón de encendido, sin decirse palabra captaron que en la loza se hallaba el futuro de todos.
La leyenda cuenta ahora del almacén que construyó un solo joven. Nadie quiere adscribirse al relato de la loza común, porque eso es como quitarle energía al vuelo. Todos saben que la loza es común pero todos quieren que se diga que la loza es de un solo joven. Porque así ellos pueden pensar que en cada uno de nosotros está el universo.
El almacén se fundió tres veces, pero los propios vecinos se encargan de volverlo a nacer.
Después de la loza, Rubén concluyó la segunda planta ayudado a veces por los compañeros de la Universidad. Allí pinta. Tiene una ventana que da a los cerros. Cuando se pone el sol, el fondo de los siglos aparece en la cresta. Es una montaña de cenizas lejana y popular, de esqueletos de sofistas y monarcas, de ídolos de piedra corrompidos, de cadenas herrumbradas, de lámparas apagadas con un soplo para murmurar “no se puede” después de otros siglos que gritaron el “no se debe”. Cuando se pone el sol en esa cresta hay rastros petrificados de grasa en senadores que acabaron de cenar; pero no un pato a la naranja sino derechos de los jóvenes; y de deudas que un día no se pagarán más, porque en ellas está la sangre de los 500 adolescentes volatilizados en la química de la posmodernidad colonial.
Decía Bertold Brecht en un texto muy poco conocido (Badener Lehrstrücke), que aquel de nosotros que muere ¿a qué renuncia? No sólo renuncia a su mesa y a su cama. Aquel de nosotros que muere renuncia a lo que existe –que es mucho más que lo que tiene–, y lo regala. Renuncia a lo que conoce y a lo que todavía no conoce. Regala lo que todavía no es, lo que todavía no sabe, lo que todavía no amó. Yo diría que la primera tarea revolucionaria en la juventud del hoy es vivir. No regalar lo que todavía no es, lo que todavía no sabe, lo que todavía no amó. No regalárselo a los senadores. No regalárselo a los tranusureros. Y compartir la vida, como Cristo el pan y el vino. Porque este capitalismo ha convertido en mercancía hasta sus afectos. Y por la noche no duerme. Puso los propios afectos en bóvedas bancarias bajo diez mil alarmas, que se encienden a cada segundo por defecto y errores de entrada. El estampido de las sirenas simultáneas no le deja dormir.
Cuando el sol se esconde tras la cresta de los cerros, después de haber recibido toda la luz diurna, está Malaquías anunciando que el sueño rescata de la realidad el agua que no cesa de correr, y la voluntad como una alegría que no cesa de fecundar. También habla de la suave tristeza de no ser dioses sino hombres, de carnadura y huesos que pueden romperse.
A Rodrigo, Favaloro y la chica, hay que agregarles Rubén, pero en secreto, sin titularlo, porque está, ahora mismo, contemplando los mundos aparecidos en la noche, por su ventana, por encima de la cresta de los cerros. Él sabe –como el poeta Horacio Rega Molina– que el que rompa el silencio tendrá que hacerlo con una palabra maravillosa.

 

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