25/04/2024

Sobre la represión y la democracia.

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Coordinadora contra la Represión
Policial e Institucional - CORREPI
 
La CORREPI surge en 1992 y hoy es largamente reconocida en la Argentina en la lucha por la vigencia de los derechos humanos.
La fuerza de sus vigorosas denuncias a los atropellos institucionales no parte sólo de su intervención en el terreno judicial sino de su permanente búsqueda de concienciar a los sectores oprimidos que son las principales víctimas de la violencia del sistema y alentarlos a su movilización independiente contra el Estado capitalista, enrolándose definitivamente en la lucha contra la represión policial, contra la impunidad de los genocidas y por la libertad de los presos políticos.
La Coordinadora se constituyó formalmente en mayo de 1992, confluyendo en su formación abogados con trayectoria en el tema antirrepresivo, familias de víctimas del “gatillo fácil” y grupos de militantes por los derechos humanos, a partir de la caracterización del fenómeno represivo como funcional e inherente al sistema. Es una organización horizontal, abierta, asambleísta e igualitaria, que ha decidido no pedir al Estado que reconozca formalmente su existencia y que se financia con los aportes de compañeros y amigos, sin subsidios oficiales ni oficiosos. Desde 1995 han encarado decididamente la conformación de un movimiento nacional antirrepresivo, intensificando los vínculos con las nuevas organizaciones que se conformaron en todo el territorio argentino. Juntamente con organizaciones del interior han generado seis encuentros nacionales, el último en la ciudad de Córdoba en noviembre de 2000. Actualmente, están desempeñando un activo rol en la campaña por la libertad de Emilio Alí, de la Unión de Vecinos Organizados de Mar del Plata, preso por pedir comida en supermercados para los hambrientos.
Ponemos a disposición de nuestros lectores este texto que nos fuera entregado especialmente para su publicación en nuestra revista por gestión de la Dra. María del Carmen Verdú.
 
 
Introducción
El retorno al funcionamiento de las instituciones constitucionales en 1983 significó una enorme esperanza para el pueblo argentino. Dejábamos atrás la más sangrienta dictadura de nuestra historia y aspirábamos a construir una democracia con participación popular y equidad social.
Sin embargo, la fortaleza de las fracciones de poder que dieran sustento al régimen militar les permitió seguir incidiendo fuertemente en el nuevo contexto. La esperanza se vio frustrada frente al continuismo de un sistema político, económico, social y jurídico injusto, que institucionalizó la impunidad y conservó un aparato represivo adaptado a las necesidades de la nueva etapa[1].
El juicio a las Juntas Militares responsables del genocidio sacudió a nuestra sociedad y suscitó la atención de sectores democráticos de todo el mundo. La sanción de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final y de los decretos que consagraron el Indulto –cerrando los procesos contra los militares genocidas– modificaron profundamente el escenario, imponiendo un clima de impunidad que ha signado la vida del país durante estos años. Aun logros recientes como los procesos en los que han sido arrestados algunos represores por delitos como el secuestro de niños no han roto esa impunidad que impide el juzgamiento y castigo en el país de los delitos de genocidio y terrorismo de Estado.
Es indiscutible el avance represivo en la Argentina. Las policías –federal y de las provincias– son noticia cotidiana por las torturas que se ejecutan en comisarías, por las detenciones arbitrarias de que son objeto diariamente miles de jóvenes y personas humildes y por los numerosos muertos del “gatillo fácil”. Las crecientes luchas sociales son reprimidas mediante el envío de “tropas especiales”, y los “servicios de inteligencia” –prácticamente intocados desde 1976– continúan con su labor de espionaje y hostigamiento a adversarios políticos y luchadores populares. La administración de justicia goza de un creciente desprestigio, originado en su cada vez más abierta complacencia con las necesidades políticas del sistema. En las cámaras legislativas sólo prosperan los proyectos restrictivos en materia de libertades individuales. Recurrentemente se pone en evidencia una extendida preocupación popular, no sólo por el presente sino también por el futuro de las libertades democráticas, en un país con desocupación y reclamos sociales en ascenso y gobiernos que responden con sostenidas tendencias autoritarias.
La apología de la venganza privada, la ponderación de personajes acusados de aplicar sistemáticamente torturas a detenidos, la insistencia en incluir en nuestra legislación la pena de muerte, fueron los primeros ejemplos del orden represivo que se consolidaría en los años siguientes en la Argentina.
A ello se sumó el llamado “discurso de la inseguridad”, que manipulando la opinión pública contribuyó a identificar la delincuencia con los sectores pauperizados. La teoría de que para garantizar la seguridad de los ciudadanos se requiere “mano dura” se afincó definitivamente a fines de los ‘90, cuando el país se convirtió en terreno experimental para la doctrina de la “ventana rota” y otros emergentes de las usinas de pensamiento norteamericanas, con William Bratton a la cabeza.
Los organismos de seguridad estatales son los que ejecutan de manera sistemática la represión institucional sobre los sectores marginados por las políticas de reconversión capitalista. Así también sucede con las muertes a través del fenómeno conocido como “gatillo fácil”, en el cual homicidios a sangre fría son ocultados tras la mascarada del homicidio en riña o el “enfrentamiento con jóvenes de frondoso prontuario”, al decir eterno de las agencias oficiales. Estas penas de muerte impuestas extrajudicialmente por funcionarios policiales se complementan con razzias y redadas en las que se detiene, retiene y priva ilegalmente de su libertad a miles de ciudadanos, bajo el amparo de normas que facultan a las policías de todo el país a detener personas arbitrariamente.
De más está decir que las torturas son una práctica habitual en el tratamiento a detenidos, tanto en comisarías como en penales. En estos casos generalmente no se formula la correspondiente denuncia por temor a mayores represalias por parte de los órganos de seguridad y por falta de credibilidad en el sistema judicial, lo que se traduce en un círculo de terror e impunidad.
 
La aplicación de renovados métodos represivos
En la CORREPI concebimos la represión policial e institucional como parte de un fenómeno integral, que tiene por objeto garantizar la subsistencia y reproducción del orden social imperante. Entendemos que en la actualidad los sectores populares padecemos la combinación de dos metodologías relativamente diferentes. Aunque existen, entre ambas, zonas grises que impiden una diferenciación absoluta y tajante, lo cierto es que el distingo resulta ilustrativo para comprender las nuevas formas de control social, en permanente evolución.
Por un lado, las detenciones policiales arbitrarias, las torturas y maltratos en dependencias policiales o los homicidios del “gatillo fácil” y las desapariciones forzadas de personas son prácticas que se descargan en forma indiscriminada en los barrios pobres, sobre los sectores juveniles y sobre minorías marginadas buscando infundir el temor a la “autoridad”, terror y disciplinamiento social. Se trata de violaciones a los más elementales derechos humanos de las que son víctimas actuales o potenciales millones de personas, sin otro criterio de selectividad que la pertenencia de la víctima a las capas sociales oprimidas que deben ser controladas y disciplinadas.
Por otra parte, avanza en nuestro país la aplicación de lo que podemos llamar la represión contra quienes enfrentan el sistema, aunque sea en el marco de un pequeño reclamo concreto. Cada vez es más amenazante y masiva la presencia policial en movilizaciones sociales; se incrementa el hostigamiento de las fuerzas de seguridad a dirigentes o militantes sindicales o sociales; se impone un discurso intolerante y amedrentador hacia los que demandan por salario, empleo o educación; se inician múltiples causas judiciales a protagonistas de demandas sociales por delitos supuestamente cometidos en razón de las protestas; ha ido en aumento el encarcelamiento de militantes por razones políticas, etcétera. Se trata de un accionar dirigido a sectores populares organizados, por lo general protagonistas de reclamos sociales, muchas veces con cierto desarrollo político.
Entre ambas vertientes represivas se ubica el desarrollo del discurso oficial sobre la denominada “inseguridad”, apelando a teorías importadas de los think tanks de Manhattan como la “tolerancia cero”, que buscan consenso social para políticas de endurecimiento del sistema penal (“mano dura”). Así, mientras el Estado Social desaparece y millares se hunden en la exclusión, crece de modo inversamente proporcional el Estado Penal. En este aspecto, es creciente en todo el país el número de “sospechosos” de haber cometido un delito, las más de las veces un delito menor contra la propiedad, que son fusilados encontrándose desarmados o incluso reducidos por la policía.
La participación plena de los cuadros policiales durante las etapas represivas que caracterizaron la historia argentina generó dos situaciones que, interrelacionadas, sirven para presentar el fenómeno de la violencia institucional en términos de su sujeción al poder político y a su objetivo, el control social.
La colaboración con la dictadura insufló en los órganos policiales una reafirmación metodológica claramente fascista, con todas las connotaciones de odio social que aquélla implica. Se profundizaron también aspectos corporativos de la institución, fortaleciendo tanto el espíritu de cuerpo como ciertas “ideas metidas como tatuajes”, al decir de Elías Neuman, avizorando a todo pobre como delincuente y, como ofensivo al orden –su orden– todo aquello que contenga algún sesgo trasgresor o libertario.
En el primer aspecto, la policía argentina ha variado el blanco de su guerra sucia. En la década del 70 éste era el “subversivo”. A partir del ‘83 el enemigo a derrotar por los guardianes del sistema ya no es el “delincuente subversivo o terrorista”, sino que el enemigo real ha sido reemplazado por el enemigo potencial, el marginado, el excluido y, por ende, las herramientas a utilizar en su disciplinamiento variaron.
La reconversión capitalista iniciada por la dictadura militar, y que fuera profundizada y completada por los sucesivos gobiernos “democráticos” hasta el presente, ha traído aparejado un altísimo costo social, que se refleja en el mayor índice de desocupación de toda la historia del país. Grandes masas fueron y siguen siendo arrojadas a la marginalidad y a la miseria.
Estos “remanentes” sociales, que no encuadran en el proyecto en vías de ejecución, son el objeto y la causa de la necesidad intrínseca del sistema de disciplinarlos socialmente. Así como en otras épocas aciagas del país se desplegó la “doctrina de la seguridad nacional”, hoy desde el poder político y económico se divulga y ejerce una nueva “doctrina de la seguridad social”, que tiene como enemigo directo a todo ciudadano carente de recursos e influencias.
Como “medida preventiva”, el saldo humano del ajuste económico debe sentir temor, temor a los que mandan. Y el último eslabón de la cadena de mandos de esa suerte de “ejército de ocupación” es el primero en generar el temor: el ejército policial, que actúa preventivamente.
 
“Gatillo fácil”: pena de muerte extralegal
A pesar de los denodados esfuerzos de buena parte de la clase política, en la República Argentina no existe –legislada– la pena capital. Desapareció tiempo ha del ordenamiento legal, y como país firmante del Pacto de San José de Costa Rica –ahora, además, incorporado a la cúspide de la pirámide jurídica con jerarquía constitucional–, tenemos vedado reimplantarla.
Sin embargo, las fuerzas policiales emplean cotidianamente la pena de muerte en las calles de todo el país. Con la gráfica expresión de “gatillo fácil” se denominan habitualmente las ejecuciones sumarísimas, sin ningún tipo de proceso previo, que configuran la aplicación por parte de la policía de una verdadera pena de muerte extralegal. Se trata de “pseudoenfrentamientos” en los que se pueden distinguir dos etapas sucesivas en la perpetración del delito: el fusilamiento propiamente dicho y su posterior encubrimiento.
Prácticamente en todos los casos el hecho es relatado por los policías intervinientes de la misma manera, justificando su “legítimo accionar” en la agresión previa por parte de la víctima, que siempre es referida como “delincuente de frondoso prontuario” y quien, indefectiblemente en los partes policiales, disparó primero.
Sugestivamente, y como se ha señalado en infinidad de relevamientos estadísticos, hay datos objetivos que tornan inverosímil la repetida versión del enfrentamiento. La desproporción numérica entre los muertos civiles y policiales lleva a dos posibles conclusiones: o tenemos la policía con mejor puntería del universo o ellos son los únicos que disparan. También es llamativo que no exista relación en la cantidad de muertos y heridos no uniformados. La casi inexistencia de sobrevivientes civiles en estos supuestos tiroteos demuestra que la policía tira a matar, sin efectuar disparos disuasivos ni a lugares no vitales del cuerpo, de modo de no tener que cargar con molestos testigos. En gran número de casos, aun los que la propia policía confiesa “accidentes”, argumentando armas que se caen al piso, golpean contra paredes, o se disparan en un forcejeo, es notable que las balas impacten en la sien, la nuca o la espalda, volviendo imposible la tesis del enfrentamiento.
Inmediatamente después de cometido el delito, comienza la segunda etapa, destinada a garantizar la impunidad del camarada que “puso” a uno. Es indudable la existencia de un espíritu de cuerpo que se patentiza en los primeros informes de quienes arriban al lugar del hecho cuando las muertes ya se han consumado. Si el homicida no tiene un arma de más para “plantársela” al muerto, son sus colegas quienes la proveen, como se ha probado en muchos casos. A estas armas plantadas[2] se suman a veces, por aplicación de la tesis de la “culpabilización de la víctima”, sobres conteniendo alguna pequeña dosis de drogas, tucas, ganzúas y hasta efectos robados.
Es un clásico que en la instrucción inicial del caso se consigne de inmediato que no se encontraron testigos del hecho, sin que conste diligencia alguna para hallarlos; así como que quienes espontáneamente se presenten para declarar sean rechazados con un elegante “ya los van a citar”.
La medida del encubrimiento da la pauta del carácter institucional de estos hechos, en los que el sumario policial –en particular en las provincias en las que instruye la policía–, en lugar de investigar, propone y da por cierta la tesis del enfrentamiento.
De la misma forma en que se planta evidencia de lo inexistente, se destruye la que pudiera echar luz sobre el asunto. Así, es frecuente que los cuerpos sean lavados, evitando toda posible prueba de deflagración de pólvora en las manos, o que se limpien las armas, impidiendo saber si fueron disparadas o si tienen huellas.
Finalmente, y ya en el marco de las causas penales, la complicidad abierta o la ineficiencia oportuna de peritos y jueces permite la manipulación desembozada de las pruebas, derivando muchas veces la investigación en causas seguidas contra la víctima, cuyos antecedentes se rastrean hasta el infinito.
Además de la clásica situación del “gatillo fácil”, existen variantes que denominamos “gatillo fácil culposo” y “gatillo fácil deliberado”, extremos opuestos de una misma política. En el primer caso, se trata de víctimas ajenas a un hecho real, que resultan muertas debido al desprecio de la vida humana por parte de los uniformados. Esta modalidad ha crecido enormemente en los últimos tiempos, de la mano de las políticas resumidas en el “hay que meter bala a los delincuentes” y, en general, dado que la víctima tanto puede ser una maestra de escuela, un ejecutivo o un ama de casa, es la que genera mayor repulsa social en los sectores medios y en el periodismo.
En el segundo, estamos ya frente a la deliberada eliminación de quienes representan un riesgo para algún colega, generalmente testigos de hechos de “gatillo fácil”.
En todos los casos resulta notable el compromiso exculpatorio al que están abocados los jueces. Las mecánicas varían, según las circunstancias, desde la ausencia total de investigación y el rápido archivo de la causa, especialmente cuando la familia no se presenta como parte e insta medidas, hasta la invención de fabulosas teorías pseudojurídicas para perpetuar la impunidad o, por lo menos, morigerar el castigo. Vemos cotidianamente cristalizarse estos esfuerzos del aparato judicial en fallos que hablan del “normal rigorismo policial”, de víctimas apaleadas que “se pusieron en situación de ser golpeadas” por haber insultado a un policía, de “legítimo ejercicio del deber” o “defensa propia” justificando disparos a la espalda o nuca, y finalmente la creación de figuras novedosas como el “error en la persona”, amparando al policía que “creyó que disparaba a un delincuente”. Es frecuente que los jueces apelen al homicidio culposo o a las lesiones graves, aun cuando se haya causado la muerte, argumentando que el agente estatal no tuvo la intención de matar, y sólo una fatalidad torció el disparo y lo hizo mortal.
 
Más de 800 muertos en 17 años de “democracia”
Hemos recopilado en un archivo gran parte de los casos que, desde 1983 a la fecha, resultan en el escalofriante promedio para el año 2000 de 11 muertos por mes a manos de las fuerzas de seguridad argentina. Cabe aclarar que sólo incluimos aquellos casos en los que, indiscutiblemente, la víctima fatal estaba desarmada y no revestía peligrosidad alguna para el funcionario público o para terceros al momento de ser ultimado, y sabemos que –en especial en los años 80, de los que contamos con pocos datos– resulta difícil asegurar que éstos sean todos los casos realmente ocurridos.[3]
El fenómeno del “gatillo fácil”, lejos de ser exclusivo de la ciudad de Buenos Aires y el denominado Gran Buenos Aires o conurbano, tiene un alcance nacional alarmante. Así lo demuestran los datos registrados en el Archivo de Casos recopilado por la CORREPI. Si bien tomando los datos de cada distrito la hegemonía bonaerense es notable, se diluyen las diferencias entre las distintas provincias al calcular el porcentaje de víctimas sobre la cantidad de habitantes y la provincia de Buenos Aires pierde el primer lugar en la lista de muertes causadas por el Estado.[4]
Se revela así la envergadura real de la represión policial en la Argentina: dejando de lado el sesgo diferencial que da a la provincia de Buenos Aires su colosal supremacía poblacional, ocupa el tercer lugar, después de Santa Fe y Córdoba, y seguida muy de cerca por Corrientes, la ciudad de Buenos Aires y Mendoza. Las políticas de mano dura no son patrimonio exclusivo bonaerense, ni de ningún color político en particular: son una necesidad operativa del sistema político-económico imperante.
 
Las torturas
La República Argentina es signataria de la Convención Contra la Tortura, de la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos, de la Convención sobre Derechos del Niño y de otros tratados internacionales que, incluso, desde la reforma constitucional de 1994 tienen jerarquía de norma suprema en nuestro país.
Sin embargo, esa supremacía formal no se traduce, en la práctica, en una real prevención de la tortura por parte del Estado. Tampoco, acreditada la comisión del delito, sobreviene indefectiblemente el condigno castigo a los funcionarios responsables.
Desde lo legislativo, la tortura es un delito grave, penado con la misma escala que el homicidio en su forma simple (de 8 a 25 años de prisión o reclusión), aumentando el mínimo en dos años cuando resultan lesiones gravísimas, y reprimido con prisión o reclusión perpetua cuando el resultado es la muerte.
Sin embargo, junto a la figura de la “tortura” coexisten tipos penales atenuados, como los apremios ilegales y las severidades que tienen penas de un máximo de 5 años de prisión (6 en la forma agravada por el resultado). El máximo de la pena impuesta habilita a la inmediata excarcelación de los imputados y a una eventual condena de ejecución condicional. Son muchísimos los casos que, siendo sin dudas aplicación de tormentos, son tipificados judicialmente como apremios o severidades y resultan penados con insoportable levedad, o directamente resultan impunes debido al corto plazo de prescripción de la acción dada la liviandad de la pena prevista.
Así, podemos ejemplificar que en 1992 –primer año de vigencia del actual código procesal– se realizaron en la ciudad de Buenos Aires más de 1.700 denuncias por apremios ilegales, de las cuales sólo 4 llegaron años después a la etapa de plenario (juicio oral). Las restantes fueron sobreseídas o se decretó la prescripción de la acción en la etapa instructoria.[5]
Desde 1983 a 2000 hay sólo siete condenas a prisión perpetua en todo el país por el delito de tortura seguida de muerte (casos Durán, Sargiotti, Bouchon, Pazos, Figueredo, Campos y Bru). El resto de las causas han sido sobreseídas o se condenó por delitos menores.
Muchas veces son los jueces quienes se encargan de forzar los textos legales para condenar por homicidio simple o por homicidio en riña las torturas seguidas de muerte, evitando las condenas a prisión perpetua, o como en el caso Domínguez Domenichetti, condenar por torturas pero dejar impune la muerte, con el argumento absurdo de que como eran varios pegándole no se pudo discernir cuál de los torturadores aplicó el golpe que resultó fatal.
Otro problema constante es que las torturas se cometen –por su propia naturaleza– en el interior de dependencias policiales o carcelarias, por lo que la prueba del hecho es sumamente difícil. Aunque las lesiones estén acreditadas, la arbitrariedad con que la propia policía preconstituye los elementos probatorios que pondrá a disposición del juez impide, salvo excepciones, develar la verdad. Inmediatamente la maquinaria del encubrimiento se pone en marcha. Se lava o limpia el cuerpo, en especial para eliminar rastros de aflojamiento de esfínteres, típicos de las largas agonías, se cambia la ropa de la víctima para evitar que se detecte el sudor, la sangre o los demás líquidos corporales liberados por el dolor, se simulan “suicidios” por ahorcamiento, caída al vacío o incineración –este último especialmente en el ámbito carcelario–, se simulan intentos de fuga o motines o se presiona a los pocos testigos civiles, normalmente otros detenidos.
Es notoria la complicidad más o menos manifiesta de los auxiliares de la Justicia, como los médicos legistas, que sin demora certifican autopsias imputando la muerte a “sobredosis de drogas”, “coma alcohólico”, “descompensación del aparato cardiorrespiratorio”, etcétera. En igual o mayor medida se antedatan las lesiones, de modo que no coincidan con el tiempo de la detención, o se tergiversan sus causas.
Con similar metodología a la aplicada durante la dictadura militar, siguen ocurriendo desapariciones de civiles a manos de integrantes de las fuerzas de seguridad, en especial de la policía. En la mayoría de los casos, se trata de personas arbitrariamente detenidas que han sido torturadas o asesinadas en dependencias policiales y cuyos cuerpos se hacen desaparecer para evitar la investigación.
 
Las detenciones arbitrarias
Las policías de prácticamente todo el país (federal y provinciales) tienen facultades que les permiten detener personas en forma arbitraria, sin intervención judicial inmediata y sin asistencia letrada. Se trata en algunos casos de las llamadas “contravenciones” o “faltas”, que tipifican como punibles conductas que no son delitos y están excluidas del código penal. Son figuras descritas de modo impreciso, tipos abiertos (“el que promoviere desorden...”), situaciones de peligrosidad sin delito, derecho penal de autor, etcétera, que reciben sanciones de arresto, multa o inhabilitación, y que son periódicamente adecuadas a las necesidades represivas del sistema. Actualmente, por ejemplo, hay por lo menos dos proyectos de reforma al código de faltas de la provincia de Buenos Aires, uno promovido por el gobernador Ruckauf y otro por la Alianza que gobierna a nivel nacional.
Ambos endurecen el sistema, y en particular el presentado por el ejecutivo provincial apunta a cercenar el derecho del presunto contraventor a ser excarcelado mientras tramita el expediente, imponiendo la detención preventiva como norma absoluta a través del cumplimiento anticipado de la pena.
La intervención formal de un magistrado uno o dos días después de la detención sólo legitima el procedimiento, tiempo durante el cual el contraventor está privado de los derechos que legalmente se reconocen aun a quien es arrestado por resultar sospechoso de la comisión de un delito, como el derecho a tener inmediato contacto con un abogado de su confianza.
También es uniforme en el país la facultad policial de detener personas “para averiguar sus antecedentes”, invirtiendo en la práctica la garantía constitucional del principio de inocencia, pues la persona “demorada” (entre 10 y 24 horas, según la jurisdicción) en esas condiciones debe demostrar que no es requerida por la Justicia y que posee medios lícitos de vida. Es el “atinado criterio del funcionario policial” el que determina el “estado de sospecha” que origina la detención para identificar, sin control jurisdiccional alguno. La detención en averiguación de antecedentes o determinación de identidad faculta a detener a quienes “resulten sospechosos, o que se requiera establecer su identidad”, fórmula que en la práctica se traduce como joven, pobre, de tez oscura o facciones aindiadas, homosexual o travestido, y es utilizado por las policías con tres objetivos centrales:
·        Realizar “estadísticas”, demostrando con el elevado número de detenidos una falsa eficacia en la labor prevencional del delito, pues las personas demoradas rara vez tienen vinculación con hechos delictivos concretos y casi nunca derivan las detenciones en la efectiva afectación a causas penales (salvo cuando, por casualidad en alguna redada, se detiene a un prófugo real que nunca fue debidamente buscado).
·        Imponer en los barrios más humildes y en los sectores sociales más desprotegidos el temor reverencial a los uniformados, pues éstos pueden realizar en cualquier momento este tipo de detenciones sin apelar a justificativo alguno. Así se implementa eficazmente una de las formas más extendidas de control social a través de las policías.
·        Recaudar ingresos ilegales individualmente o para las denominadas “cajas chicas” de las comisarías, aprovechando su poder de hecho sobre quienes desarrollan trabajos irregulares en las calles o lugares públicos (prostitutas, travestis, vendedores ambulantes, menores que limpian vidrios de autos o realizan otros trabajos similares).
 
Solamente en la ciudad de Buenos Aires se detienen centenares de personas por día en averiguación de antecedentes, mientras que en la provincia de Buenos Aires es de aplicación permanente el código de faltas, además de la detención para identificar, lo que da un fabuloso total que supera las trescientas mil detenciones anuales.
 
Represión y judicialización del conflicto social
A principios de 1995 la CORREPI, analizando la situación represiva en aquel momento, afirmó: “Mientras se consolida el uso por parte del Estado de una política represiva que caracterizamos como indiscriminada, por cuanto se utiliza contra cualquiera que responda a los parámetros sociales de los sectores más desprotegidos y cuyo objetivo es esencialmente el control social de esos segmentos juveniles, marginados o de minorías discriminadas, es evidente el surgimiento de una nueva vertiente represiva, más explícita y dirigida puntualmente contra quienes luchan o se defienden de la violencia económica del sistema”[6]. Desde entonces hemos podido comprobar cómo, sin dejar de emplear herramientas de control social como el “gatillo fácil”, la tortura o las detenciones arbitrarias, el sistema aumentó la represión directa a las movilizaciones populares, a las luchas sindicales o estudiantiles, tanto de manera explícita con palos, balas de goma y de las otras, como adecuando el aparato judicial y legislativo en lo que denominamos la “judicialización del conflicto social”.
Ejemplos son lo que nos sobra para sustentar esta caracterización: desde el Santiagazo (1993) a la fecha, pocos reclamos populares, movilizaciones o puebladas han logrado esquivar la represión más o menos virulenta, incluyendo heridos y hasta muertos como en Ushuaia (Víctor Choque, 1995), Cutral-Co (Teresa Rodríguez, 1997), Corrientes (Mauro Ojeda y Francisco Escobar, 1999) o Salta (Aníbal Verón, 2000).
Paralelamente, los jueces han cumplido su rol reprimiendo con el código penal en la mano a luchadores populares, aplicando generosa y forzadamente figuras como el atentado y resistencia a la autoridad, la coacción agravada, la interrupción del tránsito vehicular, la asociación ilícita, la prepotencia ideológica, la instigación a cometer delitos, el daño, la usurpación, etcétera.
Así ocurrió, por ejemplo, en las causas seguidas a los dirigentes de la Coordinadora de Desocupados de Neuquén, Panario, Christiansen y Estrada; al secretario de la UOM de Río Grande, Oscar “Lobo” Martínez; a los piqueteros de Comodoro Rivadavia Nattera y Gatti; a Raúl Castells, del Movimiento Independiente de Jubilados; a Ricardo Berrozpe, del Movimiento de Trabajadores Desocupados Teresa Rodríguez y actualmente a Emilio Alí, de la Unión de Vecinos Organizados de Mar del Plata (todavía preso).
Las legislaturas nacional y locales han acomodado sus normas para dar mejor cabida legal a las conductas que el Estado quiere tipificar como delictivas porque lo ponen en potencial riesgo. Desde los proyectos de leyes antiterroristas, luego derivados en hijos putativos como la ley del arrepentido, pasando por el decreto 150 del Poder Ejecutivo Nacional que penaliza los “escraches”, llegamos al establecimiento del discurso de la “inseguridad” como prioridad máxima, óptima y efectiva herramienta para endurecer –tratando de obtener consenso de las capas medias– aún más el sistema penal, dificultando las excarcelaciones durante el proceso y elevando las penas para los delitos contra la propiedad, además de incluir nuevas figuras que permitan reprimir prolija y legalmente a los que protestan.
En la ciudad de Buenos Aires, cuyas autoridades intentan presentar el relativamente reciente código de contravenciones (mal llamado de convivencia) como un avance democrático respecto de los célebres edictos policiales antes vigentes, existe en trámite legislativo un proyecto de reforma al mencionado código, reglamentando el Derecho de Reunión, reconocido desde 1853/60 en la Constitución Nacional.[7]
El espíritu represivo de este proyecto de ley significará, una vez sancionado, un toque de queda en el centro de la ciudad, área en la que tradicionalmente se realizan las manifestaciones populares, reclamos de trabajadores, de jubilados, de estudiantes, de desocupados, de familiares de víctimas de la represión, etcétera. El autoritarismo de la norma se sintetiza en su último artículo, que textualmente dice: “Derógase toda disposición que se oponga a la presente”.
 
La apropiación del discurso y la legitimación del sistema
En el nuevo escenario político en el que se desarrolla la lucha de clases también son diferentes los dispositivos de control social más y menos violentos a que apela el poder, y la articulación de los mismos entre sí. El fenómeno del “gatillo fácil” –como el saldo más “negro” de una política de control y disciplinamiento violento de las masas marginadas y excluidas, diseñada desde el poder y ejecutada por las policías– mal puede ser caracterizado como “una simple herencia del pasado dictatorial que la democracia aún no resolvió” como pretenden aviesamente notables políticos y comunicadores. Muy por el contrario, y así como la exclusión es componente esencial del “modelo neoliberal”, esta policía asesina es funcional a la democracia “tutelada” que nos toca padecer.
La lucha contra la represión policial “no política”, entendiendo por tal aquella no dirigida hacia sectores políticos y encarnada en los edictos, el “gatillo fácil”, etcétera, atravesó diferentes momentos y dificultades. Tuvimos que bregar para denunciar la existencia misma de la “pena de muerte extralegal”, tuvimos que luchar para demostrar que no eran “manzanas podridas” o “loquitos sueltos” sino una metodología política generalizada. Ingresamos recientemente en una nueva fase: la de una justificación abierta, explícita del atropello, el tormento o la muerte en nombre de la –nunca tan sacralizada– seguridad.
A fines de 1997 emergió esta nueva etapa de la estrategia del régimen orientada a dispersar y debilitar las fuerzas de resistencia y de oposición dificultosamente construidas en los últimos años. El peligro de la delincuencia fue introducido como cuña para debilitar los procesos incipientes de oposición o en todo caso para forzarlos al interior de un más restringido encapsulamiento. El argumento del crecimiento de los delitos y la amenaza que se agita en torno a ese crecimiento tiene su punto de localización estratégico en el momento de configuración y de comienzo de reconstitución de relaciones sociales que cuestionan dos ejes esenciales: la pelea contra el sistema político-económico y la lucha antirrepresiva. La operación política de la “inseguridad” provoca el efecto de escindir estos dos términos: aunque el origen de muchos delitos es correctamente atribuido por buena parte de la sociedad a la pobreza, la desocupación, la marginalidad y la exclusión, se reclama más seguridad, más policía, más “prevención-(represión)”.
La complicidad manifiesta de sectores del periodismo –sobre todo televisivo– aumentó los caudales informativos sobre hechos delictivos y sobre supuestas ejecuciones de funcionarios policiales a manos de delincuentes (la efímera campaña “No se olviden del cabo Ayala” se desvaneció cuando se determinó que su homicida era otro policía). Incluso periodistas considerados “democráticos” han hecho propia parte de la campaña, sea por confusión o –más probablemente– como muestra concreta de esta dualidad represiva: mientras se muestran accesibles a ciertos reclamos de derechos humanos o a la lucha contra la corrupción logrando mayor credibilidad entre las capas democráticas, imponen por decisión propia o de los grupos económicos de los que dependen las mismas consignas sobre inseguridad, que penetran con mayor efectividad que las provenientes de autoritarios reconocidos.
Sin solución de continuidad, la enardecida y excitada sensación de falta de seguridad encarnada desde el autoritarismo y traducida a un lenguaje “políticamente correcto” por los autodenominados “garantistas” desató una suerte de terror social en las clases medias con el pretexto de un auge de los delitos contra la propiedad, obteniendo consenso para facilitar el control social y la represión. Esta intención, dirigida a lograr la convicción de las clases medias de que cualquiera proveniente de sectores sociales bajos es un enemigo y merece ser eliminado, también está encaminada a los pobres para lograr imponer la desconfianza entre pares.
Esta generación de la impresión de mayor delito, además de un claro fin represivo, tiende a acallar las voces discordantes de los que buscan las causas sistémicas. Seguridad es confianza, tranquilidad, y seguro es lo que está firme, lo que está exento de riesgo o daño o lo que funciona adecuadamente. Hace no muchos años también el lenguaje político daba a la palabra “seguridad” ese sentido. Al asimilar la “seguridad” de la población al problema del “delito”, se perpetra un doble fraude político-ideológico. Por un lado se pretende secundarizar y relativizar un conjunto de demandas populares –trabajo, vivienda, salud, educación– que los planes económicos ejecutados desde hace décadas impiden satisfacer. Al mismo tiempo, al manipular la opinión de millones para que pongamos en el centro de nuestras preocupaciones y demandas el “problema de la delincuencia”, se orienta el reclamo popular hacia cuestiones en las que los gerentes de la Argentina globalizada son expertos en “solucionar”: más cárceles, menos derechos humanos, más pena de muerte, menos garantías constitucionales, millones de pobres bajo sospecha.
En las villas miseria y los barrios humildes de las grandes concentraciones urbanas no hay otro contacto de las masas juveniles con el Estado que no sea el padecimiento de la violencia y la planificada brutalidad policial. La escuela expulsa al que no tiene para comer o para pagar el boleto y a la salud pública no se accede porque cerraron la salita de primeros auxilios del barrio. Como si esto fuera poco, el violento discurso dominante ubica a los marginados y explotados ya no en la categoría de víctimas sino en la de “perdedores” en el juego del libre mercado. Ya no interesa si existen crisis económicas por la reconversión del globalizado capitalismo, si hay cierre de fuentes de trabajo y, por tanto, desempleo y falta de futuro para los jóvenes, sino que el único problema social en la Argentina se reduce a los hurtos y robos en sus distintas especies, y los homicidios vinculados a estos desapoderamientos.
Son estas figuras delictivas las que prevalecen al momento de hablar de “falta de seguridad”, sin siquiera analizar la posibilidad de encuadrar en esta categoría ficticia a la enorme cantidad de exacciones, cohechos, prevaricatos, defraudaciones o contrabandos que producen un enorme daño a toda la sociedad. Tampoco se analiza la fuerte presunción –reiteradamente comprobada– de que en muchos casos son elementos policiales quienes favorecen la comisión de delitos mediante la “liberación” de zonas, la provisión de armamento o de información, el control de banditas marginales que funcionan como su mano de obra, o protagonizando directamente los mismos hechos que dicen “prevenir” deteniendo prostitutas, jóvenes pelilargos o presuntos merodeadores.
El objetivo de la ingeniería represiva de los sucesivos gobiernos es mostrar a las asustadas clases medias que el gobierno se “ocupa de sus preocupaciones”, pero –fundamentalmente– al llenar la ciudad de policías logran el efecto acostumbramiento frente a los desproporcionados dispositivos policiales que acechan las manifestaciones. Ya pocos se sorprenden de ver tanta policía disciplinando la protesta social, pues se ha convertido en normal su exhibición constante.
Pero estos gendarmes también pretenden legitimar a la policía en su función de “dura”: al ser dura frente al delito, también puede ser dura frente a los opositores, estableciendo en el imaginario social que delincuente es igual a opositor político. Detener a un manifestante y pegarle es combatir a unos exaltados que cometen delitos. La “falta de seguridad” es una cuestión social, pero también es política.
Todo ello nos coloca en una situación de retroceso en la vigencia de los derechos humanos en la Argentina. Si hace pocos años se había logrado cambiar la percepción social acerca del “gatillo fácil” y la represión, hoy la conjunción de los sectores autoritarios con quienes legitiman las mismas políticas desde posiciones formalmente garantistas y con un lenguaje sólo en apariencia más democrático ha logrado que el primero cuente con cierta aquiescencia social y que la represión política sea vista con indiferencia.
La necesidad de nuevos ajustes ante los tembladerales del capitalismo mundial requiere un estado represivo sin ningún tipo de cuestionamiento. Si oportunamente los planes de diseño económicos y sociales fueron volcados sobre el convencimiento popular y fueron sufragados, hoy las nuevas prescripciones ante la inestabilidad capitalista, que necesariamente implicarán mayores sufrimientos para la población, requieren un enorme aparato de represión frente a las renovadas luchas. El aparato de seguridad, previa legitimación con el pretexto del combate al delito, necesita estar mejor equipado, mejor entrenado y, por sobre todas las cosas, tener asegurada su intangibilidad.
Es obvio entonces que necesiten legislación más represiva, jueces más cómplices y medios que inculquen que hay ladrones y que hay que matarlos; que los “escarches” son subversivos y hay que castigarlos y que la policía es una institución que nos protege de los delincuentes y exaltados. El opositor de la década del 70 era el enemigo real, mientras que el marginal/excluido del presente es utilizado para manipular hábilmente la opinión pública antes que se constituya un polo contrahegemónico al sistema. De allí la equivalencia instrumental notoria entre “erradicar el delito” y “aniquilar la subversión”.
Analizando este mismo tema en el mes de septiembre de 1998 dijimos: “Con el ‘gatillo fácil’ fomentado públicamente (...) y teniendo en cuenta que caracterizamos a esta avanzada represiva con un objetivo eminentemente político, no sólo tendremos muchas más víctimas de la policía, sino que habrá –sobre todo– más Víctor Choque y Teresa Rodríguez.”[8]Menos de tres años después habían sido asesinados Mauro Ojeda y Francisco Escobar en la toma del puente de Corrientes y Aníbal Verón en un corte de ruta en Salta.
Apuntes diversos dan cuenta de cómo el discurso oficial recurre a inversiones y desplazamientos de conceptos, a apropiaciones y usos de elementos de “su” enemigo, es decir nuestros. En este caso, no tratan de quemar las banderas del enemigo, sino de disolverlas, destruirlas por asimilación, por incorporación. No enmudecen las palabras pronunciadas contra ellos, sino que las hacen suyas, como el genocida Videla invoca ilegítimamente los derechos humanos en su defensa. La burguesía lanza la estrategia de mostrarse inofensiva vistiendo las ropas de su presa.
Así, no sorprende que el mismo ministro del Interior responsable por los asesinatos de la Gendarmería y la Policía Federal se defina como “el último progresista”, o que el gobernador de la provincia de Buenos Aires, quien en el pasado firmara el decreto de aniquilamiento que abrió las puertas al genocidio y hoy es el principal referente del autoritarismo, apoye la candidatura al premio Nóbel de la Paz de la presidenta de un organismo de derechos humanos que no se caracteriza por confrontar el sistema.
La coherencia interna del sistema es la mejor prueba de que la represión es una función propia del Estado y no el resultado de excesos o abusos de malos funcionarios que no saben cumplir adecuadamente con su deber. Una función del Estado que hace a su subsistencia y a la reproducción del sistema imperante. Una función que se adapta constantemente a la realidad social, porque el sistema sabe qué clase de perro de presa debe usar en cada etapa.
Porque así como la miseria y la desocupación son la única consecuencia posible de la violencia económica del sistema, la represión es la única consecuencia posible de su violencia social. Por eso creemos que la lucha antirrepresiva no puede concebirse como un mero reclamo sectorial de víctimas o familiares de víctimas, o como una pelea desideologizada, sino como parte de una lucha frontalmente dirigida a la transformación social, con una clara caracterización anticapitalista y conciencia de clase [9].
Quizás el símbolo de la época, el mejor exponente de la perversa manera en que se declaman los derechos humanos al mismo tiempo que se diseña una sociedad que sólo puede garantizar su sistemática violación, sea la publicidad institucional del Defensor del Pueblo, que llama a los ciudadanos a formular sus denuncias con el slogan “Hagamos CREÍBLES todos los Derechos Humanos”. A ellos les basta con que sean creíbles. Realizarlos efectivamente es la tarea que tenemos pendiente los oprimidos.
 
 
[1] Más cerca del continuismo que de la esperanza popular argentina actuaban entre bambalinas, pero no tan ocultos, quienes, desde las metrópolis dominantes y después de haber llevado a cabo los golpes de Estado más sangrientos de la región, se lanzaron a utilizar las banderas democráticas como instrumentos de las nuevas ofensivas a los explotados y saqueos a las naciones latinoamericanas. La democracia parlamentaria de los poderosos se convertía así en factor preponderante de presión ideológica sobre formaciones políticas, revolucionarias o progresistas, que quedaban a la deriva tras el dogma único del respeto a las instituciones.
[2] En el argot policial, “perros”.
[3] Archivo de Casos de Personas Muertas por las Fuerzas de Seguridad en Argentina 1983/2000, actualizado al 01/12/00, publicado y disponible para descargar en el portal de noticias www.informativos.net (textos on line).
[4] Casos totales por distrito: provincia de Buenos Aires: 43%, provincia de Santa Fe: 13%, provincia de Córdoba: 12%, ciudad de Buenos Aires: 8%, provincia de Mendoza: 4%, provincia de Corrientes: 3%, resto del país: 17%. Si comparamos el número de casos por provincia por millón de habitantes, los porcentajes con relación a la población dan una imagen bien distinta: provincia de Santa Fe: 19%, provincia de Córdoba: 18%, provincia de Buenos Aires: 16%, provincia de Corrientes: 15%, ciudad de Buenos Aires: 12%, provincia de Mendoza: 12%, Resto del país: 8%.
[5] Fuente: Fiscalía de la Cámara Nacional en lo Criminal y Correccional.
[6] Conclusiones del Segundo Encuentro Nacional contra la Represión, Facultad de Filosofía y Letras, Bs. As., 20/03/95.
[7] El proyecto, del legislador aliancista Enríquez, propone sustituir el actual sistema, conforme el cual, quienes deseen manifestarse en la vía pública en defensa de un derecho constitucional sólo deben dar aviso a las autoridades, cuyo silencio se interpreta como consentimiento, por el siguiente: Toda manifestación no expresamente autorizada por las autoridades es considerada prohibida, y por tanto, ilegal. Quedan totalmente prohibidas las reuniones, encuentros, manifestaciones o marchas de lunes a viernes en todo el ámbito del micro y macro centro. Quedan totalmente prohibidas las reuniones, encuentros, manifestaciones o marchas los días patrios, sus vísperas y el 1º de mayo, salvo cuando su objeto fuere conmemorar el día feriado. La autorización para realizar cualquier tipo de manifestación en la vía pública debe ser solicitada por escrito con 10 días de anticipación. El pedido de autorización debe ser suscripto, con todos los datos personales, por quien asuma el carácter de “responsable” del acto, indicando fecha, horario de inicio y finalización, lugares de concentración, objeto y recorrido. El “responsable”, en caso de que el convocante sea una organización, debe acreditar documentalmente ser su representante legal. El “responsable” debe asegurar el perfecto orden y el respeto por los tiempos y recorrido indicados. En caso de producirse daños materiales, el “responsable” responde civilmente si no puede demostrar que obró con absoluta diligencia para evitarlos. Asimismo, responde en los términos del código contravencional si se produce interrupción del tránsito de peatones o vehículos, si se ocupan lugares en forma prolongada, si se afectan caminos, canteros, plantaciones u obras de arte de paseos públicos, si se colocan artefactos, si se realizan pintadas o graffiti, etcétera.
[8] Seguridad Ciudadana o (In)Seguridad del Régimen, CORREPI, septiembre de 1998.
[9] Esta afirmación no tiene carácter simbólico sino instrumental para intelectuales críticos y luchadores. Colocarse detrás de postulaciones tales como “democratizar el Parlamento” o “profundizar la democracia actual” puede llevar a un peligroso equívoco y frustración, como sucedió con las esperanzas de mejoramiento democrático creadas por el Frepaso y la Alianza, ilusiones que terminaron en lo que se observa a diario en la Argentina. La marcha hacia el “aterrizaje” de las economías del mundo más importantes (los Estados Unidos, el Japón y Europa) presagian golpes duros sobre las periferias y contra el trabajo, que arrastrarán al ascenso del autoritarismo, achicamiento de libertades democráticas, parlamentos corruptos y represión en toda la extensión continental, lideradas por el agresivo Plan Colombia en marcha.

 

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