Feuerbach no ve que el propio “espíritu religioso” es un producto social y que el individuo abstracto que él analiza pertenece, en realidad, a una forma social determinada. K. Marx – Tesis VII sobre Feuerbach
A pesar de que se ha utilizado la tesis VII sobre Feuerbach como epígrafe, el espíritu de la XI en su totalidad atraviesa este trabajo. Esto equivale a decir que sujeto y objeto no existen independientemente de la actividad, toda vez que sólo por medio de ésta pueden ocurrir los procesos de subjetivación y objetivación. Así, sujeto y objeto no son dados a priori pero se construyen en la y por la relación social. Por consiguiente, son siempre y sin sombra de duda históricamente situados. En estos términos, la historia es el demiurgo del sujeto-objeto.
Se pasa, de aquí en adelante, siempre que sea posible, a emplear la expresión sujeto-objeto en una tentativa de apartar cualquier riesgo de ofrecer una lectura dicotomizada. Rigurosamente, subjetivación y objetivación no son sino dos fases de un mismo proceso, cuando el universo conceptual se construye en el seno de una sociología y de una psicología materialistas.
Las bases del psiquismo humano desarrollado son constituidas por el patrimonio histórico-social externo a los individuos y, como tal, no tiene la forma de lo psíquico, no son, en absoluto, psíquicas. Sólo hay algo del orden de lo psíquico en los individuos, pero este psíquico sólo se desenvuelve a través de la apropiación psíquica de un patrimonio social no psíquico. (...) Para comprender como éste se torna algo psíquico en los individuos, se necesita, precisamente, de una teoría materialista de la personalidad (Sève, 1983).
Ahora bien, la elaboración de tal teoría presupone una teoría materialista de la subjetividad.
Esto implica una rotación de 180º en el pensamiento, eliminándose el raciocinio vía categorías binarias, cuyo resultado no sería sino la oposición entre sujeto y objeto, lo que, en última instancia, significaría partir de dos a priori, separando lo individual de lo colectivo y lo psíquico de lo social: la estructura psíquica singular de cada uno y las condicionantes sociales de un momento histórico dado. O sea, lo interior y lo exterior no tienen, de acuerdo con la perspectiva aquí adoptada, existencia autónoma, ni siquiera en términos relativos. En esta línea de pensamiento, hombres y mujeres hacen la historia, produciendo objetivaciones a través de sus prácticas sociales y, simultáneamente, apropiándose de sus resultados, esto es, re-apropiándose subjetivamente de la historia que hacen (Doray, 1989). La terminología realidad externa y realidad interna presenta un “aroma” cartesiano, rechazado por la postura aquí adoptada. Obviamente, la existencia de la realidad objetiva es independiente de las subjetividades presentes en individuos singulares, realmente porque preexiste y sobrevive a ellas. Mientras, hay una dimensión fusional importante, que elimina el carácter dicotómico prestado al sujeto-objeto pensado cartesianamente. El sujeto integra permanentemente la realidad objetiva con la cual interactúa.
De este modo, sujeto-objeto no es dado, o sujeto y objeto no son dados, pero derivan de la actividad, o sea, del vivir la vida, del producir y reproducir la vida en todas sus dimensiones. Cuando los seres humanos, sea individualmente, sea colectivamente, se apropian del resultado de su praxis proceden a la subjetivación, tornándose sujetos que, a su vez. se objetivan por medio de su actividad. Recordando a Marx, “toda producción es apropiación de la naturaleza por el individuo en el seno de una forma de sociedad determinada y por intermedio de ella. (...) Una apropiación que no se apropia de nada es una contradictio in subjecto” (1957: 153). Y, conviene recordar, el movimiento de apropiación ocurre en la subjetivación o en la objetivación. De este modo, no se trata de pensar un conjunto de factores externos al sujeto como condicionantes de su construcción. La postura aquí asumida toma como verdadera la afirmación de Marx y Engels: “(...) las circunstancias tanto hacen a los hombres como los hombres hacen las circunstancias” (1953: 30). Y este hacerse es simultáneo: la subjetivación envuelve la objetivación y viceversa. Mutatis mutandis, incluso sonMarx y Engels quienes muestran este movimiento en el análisis de la producción material: “la toma de posición es, además de eso, condicionada por el objeto apropiado” (1953: 59).
El proceso de subjetivación-objetivación no se da siempre de la misma manera. Cuando las relaciones entre personas asumen la forma fantasmagórica de relaciones entre las cosas, el objeto a ser apropiado está reificado. A esto “corresponde una subjetivación alienada. Eso esclarece también que no hay una procedencia ni del sujeto ni del objeto, sino de la actividad, de la praxis, que es la condición y presupuesto de laviday de la historia humanas” (Silveira, 1989: 50, bastardillas en el original).
La ideología desempeña –a través de la inversión que promueve en los fenómenos sociales (Marx y Engels, 1953; Chauí, 1991; Saffioti, 1992)– un papel fundamental en el permanente proceso de constitución del sujeto-objeto. No se puede olvidar que esta realidad es móvil, pues la alienación presume la desalienación; la cosificación supone la humanización. Gracias a la naturaleza porosa de la ideología y a la emergencia y al desarrollo de contra-ideologías, las posibilidades de desalienación-humanización están siempre presentes.
Cabe llamar la atención sobre el hecho de que los procesos de subjetivación-objetivación están constantemente sujetos a la capacidad-incapacidad de apropiación de los frutos de la praxis humana por parte de sus sujetos, no solamente en virtud de ser la sociedad brasileña dividida en clases sociales, sino también por ser atravesada por las contradicciones de género y de raza/etnia. No se trata, sin embargo, de concebir tres diferentes ordenamientos de las relaciones sociales corriendo paralelamente. Al contrario, estos tres antagonismos fundamentales se entrelazan de modo que forman un nudo. Conviene alertar, además, sobre el hecho de que no se trata de una disolución de los tres ejes a lo largo de los cuales se estructuran las desigualdades, traducidas en jerarquías y diferentes tipos de conflicto entre los socii. Se trata de un entrecruzamiento, que no sólo pone en relieve las contradicciones propias de cada ordenamiento de las relaciones sociales sino que las potencializa. En otros términos, este nudo presenta una lógica contradictoria (Saffioti, 1988). No deseando tomar mucho espacio con este subtema, además tratado en otros trabajos (Saffioti, 1985; 1987; 1988), se ilustra la existencia delnudoa través de un ligero examen de la “vocación” del capital para la ecualización de todas las fuerzas de trabajo. Esto equivale a decir que el capital se comporta según una lógica inexorable, buscando siempre la mayor rentabilidad. Ahora bien, tomándose género y raza/etnia como relaciones diferenciadoras del mercado de trabajo, se puede afirmar, sin miedo de errar, que en todas las sociedades presididas por el referidonudo, formado por las tres contradicciones básicas, el capital no obedece a aquella lógica abstracta que, según Brisolla (1982), le permite prescindir del trabajo doméstico gratuito.
En efecto, por un lado, la proyección de que “la igualdad en la explotación de la fuerza de trabajo es el primero de los derechos del capital” (Marx, 1959: 232) no se realizó en ninguna sociedad, en vista de que la fuerza de trabajo es diferenciada en términos de género y raza/etnia. Siendo parte del nudo, el capital no tiene alcance suficiente para ecualizar todas las fuerzas de trabajo. Por otro lado, la historia no registra un solo caso de sociedad capitalista que haya organizado el trabajo doméstico en sus modelos específicos. Ni es preciso pensar en la organización capitalista de todos los trabajos destinados a la producción antroponómica (Bertaux, 1977); basta registrar que ninguna sociedad capitalista (y hasta socialista) consiguió satisfacer la demanda de guarderías infantiles, conditio sine qua non para una eventual ecualización de todas las fuerzas de trabajo. A título de ilustración, se recuerda que, de acuerdo con los datos de la PNAD 1990, el orden en el Brasil era el siguiente: hombre blanco, mujer blanca, hombre negro y, finalmente, mujer negra. En efecto, cruzándose rendimiento, sexo y color, se verificó que, siempre con relación al rendimiento medio del hombre blanco, la mujer blanca recibía en promedio, 55,3%, el hombre negro, 48,7% y la mujer negra, 27,6%.
Si “el campo de la subjetividad engloba el conjunto de los procesos por los cuales el individuo, en estrecho contacto con las estructuras simbólicas de la cultura, intenta asumir y abrir un acceso a la forma genérica de su ser” (Doray, 1989: 85), conviene retener dos puntos: a) Hay una dialéctica entre el ser singular y el ser genérico, uno realizándose solamente por medio del otro. Esta concepción, reteniendo la complejidad del proceso de constitución del sujeto-objeto, permite apartar cualquier a priori situado en el individuo, así como superar la “determinación social de los destinos personales” (Bertaux, 1977: 9); b) En las relaciones cosificadas, ocurre la alienación del sujeto, lo que puede ser concebido como ruptura entre el ser singular y el ser genérico.
En rigor, hay un movimiento permanente de encuentro y desencuentro entre el ser singular y el ser genérico. Esta oscilación propia de la dinámica contradictoria existente entre estas dos objetivaciones del ser humano constituye un serio indicador de que ni una ni otra pertenecen a la naturaleza del ser social. Dicho esto, la base ontológica de esta discusión no puede ser sino relacional (Saffioti, 1991). En esta línea de pensamiento, la historia de las personas consiste en la historia de sus relaciones sociales. La subjetivación, en tanto movimiento inseparable de la objetivación, gana nuevo estatuto en la historia biográfica y en la historia social.
Solamente la elaboración con el propio sujeto de los datos de su historia permite el adscribir a un trabajo al mismo tiempo indispensable, delicado y que siempre corre el riesgo de prestarse a la contestación: o de fijar, en su conjunto, las etapas de que es formado el ciclo de una existencia. Esa localización biográfica es fundamental para quien desee evitar separar a priorilas dos fases de la personalidad que son la identidad y las actividades en las cuales se desenvuelve. Pues tal vez sean sus relaciones dialécticas, de alguna manera, los ritmos de la historia personal. (Clot, 1989: 190 y 191)
No deja de ser interesante esta forma de pensar la identidad y las actividades por medio de las cuales ella se realiza como dos facetas de la personalidad. Mientras tanto, en esta formulación no queda claro el proceso de construcción de la identidad. Además, es frecuente en la literatura especializada el uso de términos comoego, yo, yo mismo, identidad, personalidad, sujeto, actor como sinónimos. Sin embargo, no se tiene la pretensión de resolver los complejos problemas presentes en esta problemática, se pretende abrir una grieta que tal vez pueda lanzar alguna luz sobre este fenómeno.
Retomando el nudo constituido por las contradicciones fundamentales de la sociedad brasileña, se puede afirmar la existencia de tres identidades sociales básicas: la de género, la de raza / etnia y la de clase social. No se trata, sin embargo, de tres identidades autónomas, en virtud, justamente, de estar atadas a los antagonismos que les dan origen. Cabe mencionar, a propósito, que las obreras acostumbran identificarse con “mujeres trabajadoras” (Souza-Lobo, 1991), explicitando dos dimensiones importantes de su identidad: a) el género, definidor de la heterogeneidad de la clase o fracción de la clase social a la que pertenecen, diferenciación interna fuertemente marcada por prácticas sociales y políticas de las mujeres, marcadamente distintas de las de los hombres; b) la ocupación que refleja el tipo de la inserción de las mujeres en la estructura de clases.
Las investigaciones indican la importancia de la calificación en la definición de las trayectorias profesionales femeninas. Por otro lado, la emergencia de una generación de mujeres con una práctica de trabajo regular, viviendo un proceso de integración a la (sic) cultura urbana y cambios en los patrones educacionales (mayor escolaridad) permite formular la hipótesis de metamorfosis en la subjetividad de las mujeres trabajadoras en el sentido de una integración al trabajo asalariado y también del trabajo fabril como elemento que define su identidad de mujeres (Souza-Lobo, 1991: 96).
En la revisión bibliográfica realizada por la autora en cuestión no apareció la dimensión raza/etnia. Esto no significa, no obstante, que ella no esté presente en la caracterización de la identidad de muchas mujeres. El fenómeno es todavía muy poco estudiado, pues los propios investigadores lo ignoran o no le atribuyen el merecido realce.
Se atribuye fundamental importancia a la dialéctica entre el ser singular y el ser genérico, en la medida en que, actualmente, muchas investigaciones feministas vienen intentando enfrentar el desafío de la aprehensión de la diversidad, sin correr muchos riesgos de perderse en la fragmentación (Hamilton & Barret, 1987). En esta línea de pensamiento, Castro (1991) muestra cómo lo público y lo privado adquieren significados distintos para diferentes subcategorías de mujeres. Comentando el análisis realizado por Sennett (1976) de las distintas significaciones de lo público y lo privado para hombres y mujeres en el siglo XIX, Castro afirma:
No es por casualidad que uno de los vectores de la esencialidad feminista fue la conquista de lo público e la desprivatización del hogar, buscando la fusión de los espacios sociales. Ya las trabajadoras domésticas organizadas, por otro lado, reivindican la separación de los espacios y su realización como miembros de la clase obrera pasa por privilegiar lo público como espacio político, y el derecho a lo privado, por la separación del lugar de residencia y el lugar de trabajo (Castro, 1991: 3 y 4).
El estudio de Castro revela las separaciones de género, raza/etnia y generación en el interior de la clase, pues la construcción de la identidad de trabajadora doméstica sindicalizada encuentra obstáculos en aquellos ejes de estructuración de las relaciones sociales. “En las relaciones sociales de clase, ser negro y ser pobre, pero ser mujer, puede también significar ser patrona, el otro polo de la oposición” (ídem: 11). Estos fragmentos de investigación de Souza-Lobo y Castro permiten situar concretamente el ser genérico, aunque se lo haga de forma ligera. Éste no se confunde, de manera alguna, con un ser universal, que es siempre una abstracción. Él representa la posibilidad de que el ser singular incorpore, en la praxis, la defensa de los intereses de su categoría. Se resalta que el interés es siempre singular, en la medida en que el interés común o general es una ficción en una sociedad plena de divisiones. Su carácter necesariamente particular no significa lo que él dice respecto al ser singular, pues él puede representar, y frecuentemente representa, el interés de un grupo, una categoría, una clase. Es preciso que se remarquen dos puntos fundamentales: a) No existe interés común en una sociedad atravesada por los ejes del género, de la raza/etnia y de las clases sociales, como estructuradores de desigualdades y, consecuentemente, de jerarquías; b) Aunque el interés sea siempre particular no se circunscribe, necesariamente, al ser singular, pudiendo representar, como lo hace con frecuencia, deseos de lo colectivo, cuya magnitud no importa. El carácter colectivo de la actividad y de la apropiación de sus resultados en la búsqueda de la realización de los intereses de un grupo constituido según los mencionados ejes marca cualitativamente la realización del ser genérico por el ser singular.
La idea de la metamorfosis de la subjetividad, expresada de diferentes modos en el presente texto –dinámica entre el ser singular y el ser genérico; movimiento de apropiación/alienación y de humanización/reificación– encontró una manifestación más feliz en la expresiónidentidad metamorfosis,considerada “como la unidad de la actividad, de la conciencia y de la identidad” (Ciampa, 1990: 146). Aunque se trate de “un ensayo de psicología social”, el autor tiene una postura materialista, lo que le permitió hacer incursiones interesantes en el terreno, por ejemplo, de la relevancia social y política de la cuestión de la identidad. Entendiendo a ésta como metamorfosis, tomada como vida. De este modo, el fenómeno de la subjetivación-objetivación concierne a las actividades humanas vitales, esto es, a las actividades necesarias a la producción y la reproducción de la vida. De esta forma, pues, no cabe duda sobre la unidad constituida por la actividad y la identidad. Los problemas comienzan con la inclusión, en esta unidad, de la conciencia. Vivir de acuerdo con una identidad social de género, de raza/etnia y de clase social no implica necesariamente tener conciencia de toda la complejidad presente en el nudo constituido por estos tres antagonismos. No se refuta la existencia, real o potencial, de conciencia de género, de raza/etnia y de clase social. Sólo no se consiente en la afirmación de que la conciencia integre siempre la unidad mencionada por Ciampa. Muchas mujeres se comportan como miembros de la categoría género femenino, según la ideología de género, independientemente de tener conciencia de este hecho, pues esta identidad integra inclusive los estratos inconscientes de su psiquis. Parafraseando a Zizek (1992), se podría afirmar que “ellas no saben lo que hacen”. El encuentro entre el ser singular y el ser genérico, sin embargo, exige algún grado de conciencia, a fin de que el primero pueda desenvolver actividades realizadoras del segundo. Es este movimiento el que caracteriza la constitución del sujeto colectivo. Este tipo de pensamiento parece eficaz para detectar ciertas unidades de sentido y, así, evitar los “extravíos” de la fragmentación.
Aunque puede no ser ideal, el camino encontrado por Silveira tiene la ventaja de tener en cuenta el inconsciente, campo en el cual están fuertemente inscriptas las identidades sociales básicas.
Pese a la posibilidad de que ciertos elementos, que apuntarían hacia la autonomía del sujeto, puedan tornarse conscientes, todavía así, no cabe duda, por referirse a las dimensiones recalcadas, reprimidas, que se tratan (sic) de elementos de origen inconsciente. Si es así, entonces, aquel conflicto interno, aquella oscilación (sic) entre la sujeción derivada del fetichismo y la tendencia contraria del individuo a determinarse como sujeto, sería situado al nivel del mismo inconsciente (1989: 75; bastardillas en el original).
El fragmento transcripto ofrece más de una lectura. Para que sea aceptable en el universo conceptual del presente trabajo es preciso que se entienda por conflicto interno la lucha de la persona que, participando de relaciones cosificadas, intenta, no obstante, apropiarse de su resultado. El peligro del texto reside en la interpretación de la “tendencia contraria del individuo a determinarse como sujeto” como un a priori. Como ya se afirmó, la reificación es impensable sin la humanización, así como la escisión representada por la alienación no puede ser admitida sin la posibilidad de unidad entre el ser singular y el ser genérico. En la misma medida, puede afirmarse que “la diferencia no constituye sino otra fase de la identidad” (Saffioti, 1991: 168).
Este texto no tiene por objetivo discutir la conciencia de género, de raza/etnia y de clase social. Sin embargo, es preciso dejar claro que las identidades sociales se construyen sobre todo en el plano inconsciente, pudiendo ser pequeña o grande su presencia en el nivel consciente. Esto en nada disminuye la importancia política de estas realidades, una vez que las actividades humanas son llevadas a cabo en la producción y en la reproducción de la vida, por portadores de inconsciente y de conciencia. Las identidades sociales fundamentales de las que se está hablando no se explican por la teoría del aprendizaje y desempeño de papeles. El movimiento de apropiación de los resultados de las relaciones sociales por parte de los sujetos humanos (subjetivación), así como su objetivación por medio de las actividades de producción y reproducción de la vida implican el retorno a estratos muy profundos de la psiquis (Chadorow, 1978).
Esto significa que, al hacerse la historia, se producen ciertos patrones de identidades sociales, los que, sin embargo sujetos a transformación, son más estables que los papeles sociales cuyo desempeño varía en función de circunstancias específicas.
Ciampa caracteriza a la identidad “como la articulación de varios personajes, articulación de igualdades y diferencias, constituyendo, y constituida por, una historia personal. Identidad es historia. Esto nos permite afirmar que no hay personajes fuera de una historia, así como no hay historia (al menos historia humana) sin personajes” (: 156 y 157). De hecho, la identidad, sea de género, de raza/etnia o de clase social, es “una categoría de la práctica” (Lavinas, 1989). Todo estaría perfecto si no fuera por el empleo del término personajes. Éstos exigen la mise en scène, en el cual cada actor representa su papel, como en el teatro. Ahora bien, la orientación dada a este texto conduce a la percepción de una diferencia entre el sujeto y el actor. Éste participa de un juego, representa al personaje que le cabe en la situación, pudiendo tener una conducta enteramente ritualista; aquél moviliza su psiquis buscando salir del extrañamiento y librarse de los fetiches, buscar la unidad entre el ser singular y el ser genérico. Trátase, pues, de dos niveles diferentes de la vida social y, principalmente, de dos niveles muy distintos de análisis. A pesar de la tentativa frustrada de mezclarlos, Ciampa parece realmente inclinarse hacia un análisis más materialista de la producción de la identidad en tanto historia, en tanto vida. Lo curioso es que no perciba la heteronomia entre subjetivación y objetivación, dando a ésta un tratamiento que la sitúa como exterior al sujeto. Discurriendo sobre la naturalización (supresión de la historicidad) de la identidad, afirma: “El carácter temporal de la identidad queda restringido a un momento originario –como si fuese la revelación de algo preexistente y permanente– cuando, de hecho, ya vimos, nos volvemos nuestras predicaciones; interiorizamos al personaje que nos es atribuido; nos identificamos con él” (: 163). Este fragmento es profundamente infeliz, en la medida que niega la tesis central del autor, o sea, la identidad metamorfosis. No se trata de la reducción del carácter temporal de la identidad, cuando el autor no tiene responsabilidad por este hecho social. Se trata de mostrar el realce dado por el autor a la interiorización del personaje, como si el ser humano no pasase de ser un mero receptáculo.
Lo que, sin duda, estimula en el libro en cuestión es pensar la identidad como articulación de igualdades y de diferencias. Efectivamente, si es verdad que “la diferencia no constituye sino otra fase de la identidad”, la primera integra a la segunda, por lo menos en la calidad de contornos. Pero, seguramente, de ella forma parte de un modo más incisivo. La articulación entre identidades y diferencias parece responder ampliamente por el encuentro entre el ser singular y el ser genérico. Así, la identidad de género ecualiza todas las mujeres de un lado, y todos los hombres, de otro. Sin embargo, ningún individuo es igual a otro, ni en el contingente femenino, ni en el masculino. Analogía y diferencia integran, por lo tanto, el sentimiento personal y el reconocimiento de la sociedad de pertenencia de alguien a una categoría social (género y raza/etnia) o a una clase social. Más que esto, analogía y diferencia se instauran en la propia psiquis.
El análisis realizado hasta aquí se distancia, y mucho, del efectuado por Freitas (1985), para quien los “actores sociales (individuos o grupos de individuos) construyen sus identidades y el orden social al que pertenecen en la medida en que negocian rutinas. Éstas, cuando son interrumpidas por desafíos a responsables por actos destructivos (sic), dan lugar a disputas por el control sobre la interacción, las cuales son la manifestación de un proceso subyacente de negociaciones de identidades, papeles, estatus, reglas de convivencia, jerarquías y sistemas de estratificación, y tiene el efecto de reafirmar o redefinir la rutina interrumpida. Una vez resuelta una disputa (independientemente del resultado), un proceso de negociación de rutinas se restablece y las identidades de los actores (...) se vuelven nuevamente dadas, hasta que un nuevo acto destructivo (sic) ponga en jaque su validez, y una nueva disputa se inicie” (págs. 22 y 23). Como se puede percibir con bastante claridad, Freitas trabaja con conceptos funcionalistas, colocando en el centro de su análisis la vieja noción de normal y patológico o, lo que es igual, la noción de equilibrio. Además, no establece ninguna distinción entre identidad y papel, identidad y estatus, etcétera. La idea de negociación no deja de ejercer su fascinación, pero acabó perdida gracias a la falta de precisión en la utilización de conceptos y de la propia indefinición de los instrumentos conceptuales usados. La negociación de papeles constituye un dato de la realidad absolutamente necesario a la producción y reproducción de la vida. De este modo, dentro de límites más o menos estrechos, cada actor escoge su personaje, desempeñando los papeles a él correspondientes. Para tomar un ejemplo límite, judíos confinados en campos de concentración entrarán en el juego de la negociación, desempeñando los papeles que ellos pudieran, ya sea economizando la vida, ya sea aminorando el sufrimiento. No negociarán, sin embargo, identidades; et pour cause serán llevados a las cámaras de gas. No se ignora la existencia de la figura del kapo, preso que pasaba a actuar, con relación a los demás judíos, exactamente de acuerdo con el orden nazista. Estadísticamente, a pesar de todo, este fenómeno no tuvo mayor significado. Tal vez sea más importante retener la idea de que, en cualquier situación social, no hay objetos puros; todos son sujetos (Gordon, 1988).
Mientras que los papeles sean meramente aprendidos y desempeñados, ningún personaje puede realizar la búsqueda de la identidad entre el ser singular y el ser genérico. Tan sólo en el nivel de la identidad se puede realizar este encuentro. Así, para centrar el análisis en la figura femenina, las mujeres viven (literalmente) negociando papeles, sin abdicar, sin embargo, de sus identidades. Teniendo en cuenta el alto grado de contradicción presente en la ideología dominante de género (así como en la de raza/etnia y en la de clase social), la negociación constituye conditio sine qua non para la propia supervivencia de las mujeres en sociedades falo-logo-céntricas. La reproducción prolongada de ciertos papeles puede redundar en transformaciones en la identidad. Mientras éstas no dependen sólo de la repetición continuada de determinados papeles. Las tres identidades sociales básicas se simbolizan, en la medida en que se construyen en el contexto histórico del nudo.
Esta discusión, al fin y al cabo, está revelando la multiplicidad del sujeto (Laurentis, 1987). No hay ninguna consecuencia negativa, por lo menos aparentemente, en que se acepte la multiplicidad también del actor. Se puede incluso pensar, en un cierto sentido, que éste es más diferenciado que el sujeto. Efectivamente, la constitución del sujeto es circunscripta por las imposiciones del carácter reificado o humano de sus relaciones sociales, pudiéndose afirmar lo mismo con relación a la construcción del objeto, ya que ambos no son sino dimensiones del mismo proceso. Tal vez se pueda afirmar, en carácter de hipótesis, que el sujeto negocia los papeles que cabe al actor desempeñar. De esta forma, inclusive en situaciones en las cuales aparentemente exista sólo el actor, es el sujeto que comanda el espectáculo.
En el caso específico de la violencia masculina contra la mujer, el agresor parte de la premisa de que la mujer es tan sólo el objeto de sus acciones. La corriente victimista del pensamiento tiende a pensar a la mujer como víctima pasiva. Mientras, las evidencias caminan en sentido opuesto; sin embargo, las quejas registran la “pasividad” de la mujer.
La queja es la narrativa en que la persona que es objeto de algún infortunio construye discursivamente su posición en tanto víctima. Narrativa peculiar: expone y, paradójicamente, alimenta/incita/reitera alguna de las condiciones que hacen operar la violencia (...) en la queja existe la fruición, el deseo de enlazar lo otro y auto-aprisionarse en un modelo en que nada se exige de sí mismo, pues es en el otro en quien pasará a residir el deber de la protección, del amparo y de la benevolencia (Gregori, 1989: 167 y 171).
Es preciso, incluso, esclarecer bien los límites dentro de los cuales se acepta la aserción de Gregori. En el momento de la queja, la actriz desempeña un papel que la victimiza. Victimizarse significa percibirse exclusivamente en tanto objeto de la acción, en el caso de violencia, del otro. Esto no quiere decir que la mujer, en tanto sujeto, sea pasiva o sea no-sujeto, expresiones usadas por Chauí (1985) y Gregori (1989). El no-sujeto es una contradictio in subjecto. El sujeto es sujeto porque es capaz de interactuar con otros seres humanos y de apropiarse de los frutos de esta praxis. Es este sujeto, siempre activo, que estudia la relación costo-beneficio y, cierta o erróneamente, decide por la representación de víctima pasiva. Probablemente, el sujeto maniobra el actor o la actriz, en una negociación permanente. Pero esto es muy diferente de afirmar que la víctima es pasiva o no-sujeto. Se puede afirmar, con certeza, que los hombres dispensan a las mujeres un tratamiento de no-sujetos y muchas veces las representaciones que las mujeres tienen de sí mismas van en esta dirección. Sin embargo, el mero hecho de que las mujeres sean autoras de representaciones constituye una traducción de su carácter de sujetos. Esta discusión, en tanto, no autoriza a nadie a concluir en la complicidad de la mujer con el hombre en la violencia de género. Dada la organización social de género, de acuerdo con el cual el hombre tiene poder prácticamente de vida o muerte sobre la mujer (la impunidad de golpeadores y homicidas revela esto), en el plano de hecho, la mujer, al fin y al cabo, es víctima, en la medida en que disfruta de parcelas de poder mucho menores para cambiar la situación.
En lo que concierne a la violencia de género, no es difícil observar que la mujer es considerada un mero objeto no sólo por su agresor, sino también por ella misma. Forma parte del discurso de la víctima considerarse solamente objeto, o sea, no-sujeto. No obstante, ella se pone como sujeto, tanto en la situación de violencia que vivencia –responde con una ofensa mayor a la agresión, insulta, mira como libertina, no reacciona, etcétera, ya sea como estrategia de defensa, ya sea como medio de obtener atención– como en lo que hace a la formación discursiva por ella construida, en la cual el hombre figura como verdugo y ella como santa. Aquí es interesante recordar que, por un lado, el discurso presenta un carácter normalizador, por otro, no llega a ser producido sin el sustrato material que el ser humano en su totalidad (cuerpo, psiquis, razón) ofrece a la actividad colectivamente desempeñada, o sea, la praxis. Se considera importante mostrar que las mujeres son víctimas de la violencia de género, lo que no significa tomarlas como pasivas. Y esto es distinto de asumir una postura victimista. Para poder ser cómplice del hombre, la mujer tendría que situarse en la misma plataforma que su compañero en la estructura de poder. Sólo este hecho la colocaría en condiciones de consentir en la violencia masculina (Mathieu, 1985).
Anyon (1990) se vale de un concepto de Genovese que, analizando la situación de los esclavos norteamericanos, afirmó: “Acomodación y resistencia se desarrollaban como dos lados de un mismo proceso, por el cual los esclavos aceptaban lo que no podía ser evitado y, simultáneamente, luchaban individual y colectivamente por la supervivencia física y moral” (1972: 659). La acomodación y la resistencia, tanto para Genovese como para Anyon, son procesos simultáneos. Es verdad, como resalta Anyon, que la ideología de género presenta contradicciones insuperables. A su modo, la imposibilidad de conciliar mensajes conflictivos llevaría a las mujeres que estudió a desarrollar procesos de acomodación y resistencia, a fin de saber cómo conducirse. En otros términos que no son los de Anyon, la identidad de género se construiría por medio de los mencionados procesos, pues son intransponibles las contradicciones entre feminidad y auto-estima.
La contradicción predominante enfrentada por muchas de las mujeres de la clase trabajadora y de la clase media baja consiste en que la carga de feminidad (ser sumisa, subordinada al hombre, dependiente y doméstica) está en franca desconexión con las necesidades cotidianas de sus vidas (la necesidad, por ejemplo, de lucha por la supervivencia diaria). Complementariamente, para muchas mujeres de la clase trabajadora, la contradicción se manifiesta en la ruptura entre la voluntad de sus maridos (de que permanezcan en casa y sean sumisas) y la necesidad de reconocimiento de su competencia y auto-estima (Anyon, 1990: 14 y 15).
No hay duda de que la socialización femenina es, ya sea en la forma, ya sea en el contenido, largamente ambigua. Tampoco se tienen dudas en cuanto al carácter conflictivo y hasta realmente contradictorio de las apelaciones contenidas en la ideología del género. Aunque la identidad de género femenino sea firme (Chadorow, 1978), la mujer es un ser ambiguo por excelencia, sin llegar, muchas veces, a alcanzar el nivel de la ambivalencia. De este modo, una misma mujer adopta conductas distintas para responder a un mismo “llamamiento” social, pudiendo este comportamiento representar una acomodación o una resistencia, de acuerdo con la peculiaridad de la situación.
No obstante el hecho de ser el universo conceptual de Anyon bastante diferente de lo aquí expuesto, permite “traer a cuento” la ambigüedad femenina, cuestión de las más relevantes, en la medida en que roza, seguramente, todos los niveles de la psiquis de la mujer. Más que esto: Anyon busca ilustrar su trabajo con ejemplos de mujeres que asumen, ya sea la misma actitud para enfrentar situaciones distintas, ya sea comportamientos diferentes para encarar situaciones similares, en su tránsito por los dominios de la público y de lo privado.
Para la autora en cuestión, la acomodación/resistencia acaba por amarrar a la mujer en las contradicciones contra las cuales ella se debate. Se trata, pues, desde su punto de vista, de una verdadera trampa, dado que no ataca las estructuras responsables por las contradicciones sociales, sólo pasibles de destrucción por la acción colectiva. Anyon preserva la constitución del sujeto, aún cuando las apariencias son de no-sujeto. Además de esto, reconoce que, en el proceso de acomodación/resistencia, en el fondo, la mujer busca protección masculina.
En el contexto histórico de este trabajo, el sujeto no oscila entre una estructura individual y otra colectiva. En la medida en que las relaciones sociales son, en gran parte reificadas, y el sujeto no logra, en buena parte de los casos, humanizarlas, se da no sólo el extrañamiento, sino también la atomización de los socii. Y no se trata de buscar, por medio de las relaciones sociales, la eliminación del aislamiento a través de cualquier tipo de agregado colectivo. En rigor, lo efímero de ciertos colectivos, derivado de la naturaleza episódica del vínculo entre sus miembros, no rompe con la atomización de los individuos. Si, además, la argamasa de la constitución del agrupamiento tuviere raíces en las contradicciones sociales básicas, el sujeto colectivo estará construido en el sentido para sí, o sea, tendrá condiciones para oponerse a aquellos antagonismos. Para recordar una vez más a Marx y Engels, “los individuos aislados no forman una clase sino en la medida en que se imponen la tarea de llevar adelante la lucha común contra otra clase...” (1953: 47). Incorporando como verdadera esta aserción, se tiene un panorama que acrecienta la mayor complejidad de la situación sobre todo cuando se lidia con el nudo de tres contradicciones sociales y no sólo con una de ellas, sobre todo en virtud de las separaciones que este nudo produce en las clases y en las categorías de género raza/etnia. Es preciso esclarecer, por otra parte, que el sujeto colectivo no aglutinará jamás ni todos los miembros de género o de raza/etnia, ni de una clase social. Lo que importa no es la magnitud estadística del agrupamiento humano sino su naturaleza de sujeto colectivo. Desde este ángulo, se consideran insuficientes la conceptualización y el análisis de Anyon. La constitución del sujeto colectivo se vincula estrechamente a las posibilidades de encuentro entre el sujeto singular y el sujeto genérico, lo que significa afirmar su ligazón con el movimiento permanente de alienación/desalienación; reificación/humanización.
Se considera razonablemente claro el universo conceptual en el seno del cual se podrá refutar el concepto de violencia formulado por Chauí (1984). Rigurosamente, el concepto comporta un elemento plenamente aceptable, o sea, el de que en la relación de violencia las diferencias son convertidas en desigualdades “con fines de dominación, de explotación y de opresión” (1984: 35). Aunque no exista una teoría consistente de la opresión, siendo el concepto extremadamente polisémico, se puede trabajar con conceptos bastante precisos de dominación y explotación. El segundo elemento del concepto de Chauí consiste en considerar violenta
la acción que trata a un ser humano no como sujeto, sino como una cosa. Ésta se caracteriza por la inercia, por la pasividad y por el silencio, de modo que, cuando la actividad y el habla de otro son impedidas o anuladas, hay violencia. (...) La violencia desea la sujeción consentida o la supresión mediatizada por la voluntad del otro que consiente en ser suprimido en su diferencia. Así, la violencia perfecta es aquella que obtiene la interiorización de la voluntad y de la acción ajenas por la voluntad y por la acción de la parte dominada, de modo tal que la pérdida de la autonomía no sea percibida ni reconocida, sino sumergida en una heteronimia (sic) –ciertamente un error de impresión de la palabra heteronomia– que no se percibe como tal. En otros términos, la violencia perfecta es aquella que resulta en la alienación, identificación de la voluntad y de la acción de alguien con la voluntad y la acción contraria que la domina. (...) El poder no excluye la lucha. La violencia, sí (ídem: 35).
Ahora bien, en el contexto teórico aquí expuesto, no se puede admitir que una persona se convierta en objeto, aunque ella pueda ser tratada como tal. La relación social ocurre, necesariamente, entre sujetos.
Sin entrar en su concepto de poder, que se considera discutible, se enuncia la fuerza, aquí interpretada como fragmentada, pero pudiendo ser útil: “Entenderemos por fuerza, por lo tanto, las relaciones de explotación económica, de dominación política, de exclusión cultural, de sujeción ideológica y de coacción física y psíquica” (ídem: 34). La enunciación de este concepto fue necesaria en la medida en que la autora considera la violencia “una realización particular” de la relación de fuerza. Para evitar el abuso de trascripciones, se señalan las contraposiciones hechas por Chauí entre la relación de fuerza y la violencia. Cabría preguntar, si se fuese a hacer la exégesis del texto, el porqué de la compartimentalización, situando la explotación en lo económico, la dominación en lo político, la exclusión en la cultura, etcétera. Como si la vida social se constituyese de esferas.
Por lo menos aparentemente, la relación de fuerza no excluye la lucha, visto que no se enunció en el concepto la pasividad del polo víctima de explotación, dominación, exclusión, sujeción y coacción. Ahora bien, en tanto que existan diferencias entre la relación de fuerza y la violencia, ésta es una forma de manifestación de aquélla. Así, la manera en la cual está formulado el concepto de relación de fuerza comunica cambio, lucha. ¿Por qué hablaría la autora derelación de fuerza y no de acción de fuerza si no estuviese también presente la acción de la víctima, ya que, con referencia a la violencia, utiliza el concepto de acción, sin excluir su acepción unilateral?
Se considera pertinente afirmar que “la violencia (...) apunta a mantener la relación manteniendo las partes presentes una para la otra” (Chauí: 35), puesto que son fortuitas las acciones violentas y presentan regularidad y continuidad las relaciones de violencia. Ahora bien, para que la relación violenta tenga futuro, el agresor no puede aniquilar a la víctima. En otros términos, es esta última quien alimenta al primero. A fin de poder nutrirlo, la víctima no puede, de manera alguna, ser pasiva, totalmente heterónima e identificarse con la voluntad de su verdugo. Además, en el contexto teórico de este texto, no cabe mencionar autonomía y heteronomía en términos absolutos. Si hay lugar para estos conceptos ellos deben, necesariamente, ser relativizados. Así, tanto la identidad masculina como la femenina representarían puntos variables en este continuum autonomía-heteronomía, según las posibilidades de reificación/humanización de las relaciones sociales contenidas en las circunstancias históricas, sin olvidarse de que éstas son, simultáneamente, condiciones y resultados de la actividad humana. Hay, para usar el lenguaje de Doray (: 99) hablando del ser humano, una “contradicción entre suforma natural (su propio cuerpo, con los programas biológicos que en él se realizan, sus capacidades concretas, la duración de la propia vida, etc.) y suforma genérica esencial, aquella que resulta del hecho de que su existencia realiza relaciones sociales” (ídem: 99). En estos términos, llámese fenómeno de sujeto, identidad, yo, sí mismo, etcétera, el hecho importante para retener consiste en la dinámica contradictoria que anima a la relación ser singular/ser genérico. De este modo, no hay quien participe de relaciones sociales sin ser sujeto, sin tener identidades sociales, sin distinguir a su yo del yo del otro, hasta en situaciones en que es considerado un no-sujeto o encarne el personaje del no-sujeto. De esta forma, no trata de negarse que en muchas ocasiones, independientemente de la práctica de la violencia física y de la sexual, son personas tratadas como cosa. Se tratade mostrar que el grado de reificación/alienación de las personas nunca es total o, si lo es, esto sólo ocurre en situaciones límite. Explicitando: hay una rutinización de la violencia en las (perdónese la redundancia) relaciones violentas. Si, efectivamente, un polo de la relación fuera reducido a cosa, la propia relación se extinguiría en términos de praxis, no pudiendo continuar su existencia sino en el imaginario y de modo efímero. Ahora bien, el centro de la cuestión aquí expuesta consiste en la praxis, pues en ella y por medio de ella es que se forjan las identidades. Por consiguiente, no hay un polo pasivo y un polo activo, sino dos polos activos en una correlación de fuerzas en permanente lucha por la hegemonía. Esto no significa que la reificación de las relaciones sociales sea fácilmente perceptible. Al contrario, tiene razón Guattari cuando afirma que “la alteridad tiende a perder toda aspereza” (1989: 8). En esta línea de pensamiento, se puede decir que la identidad está permanentemente amenazada, necesitando desarrollar ingentes esfuerzos para no sucumbir a la alteridad. Al mismo tiempo, si ella se forja en las y a través de las relaciones sociales, la alteridad le es absolutamente indispensable. Esto equivale a decir lo que ya se afirmó anteriormente, o sea, que la praxis es responsable por la construcción de la identidad.
Por falta de espacio, se deja de discutir el concepto de poder formulado por Chauí. Dados los propósitos de este trabajo, él no presenta mayor interés. Se prefiere utilizar la concepción foucaultiana, porque ella: a) capta el fenómeno en sus manifestaciones capilares; b) permite detectar la constitución de sujetos como resultado del fenómeno; c) repele la idea del fenómeno como apropiación de una cosa. Será mejor dar la palabra al propio Foucault:
El poder debe ser analizado como algo que circula, o mejor, como algo que sólo funciona en cadena. Nunca está localizado aquí o allí, nunca está en las manos de algunos, nunca es apropiado como una riqueza o un bien. El poder funciona y se ejerce en red. En sus mallas los individuos no sólo circulan sino están siempre en posición de ejercer este poder y de sufrir su acción; nunca son el blanco inerte o consentido del poder, son siempre centros de transmisión (1981: 83).
Este concepto tiene relevancia por descentrar el poder de la figura del Estado y llamar la atención a la fina malla de relaciones sociales en la cual también se ejerce poder. Más que esto, la micropolítica y la macropolítica no están separadas en la sociedad. Al contrario, se interpretan, mostrando, cada una, fuerza para transformar a la otra. No obstante, este pensamiento sólo tiene sentido en un universo conceptual que atribuye a la estructura y a su capacidad de determinación un lugar importante. No se trata, obviamente, de defender un concepto de determinación ciega, sino de entenderla como límites y presiones (Thompson, 1981), dejando espacio, aunque exiguo, para lo imponderable. El trípode género-raza/etnia-clase ejerce presiones en una determinada dirección. El uso de concepto(s) inscripto(s) en este nivel asegura el alejamiento del relativismo absoluto, tan a gusto con los posestructuralistas. En efecto, esta instancia de lo particular (sentido usado por Marx), en la cual se hace historia, es imprescindible para que se eviten, simultáneamente, el relativismo irrestricto y la fragmentación como trazos del conocimiento. Ahora bien, Foucault repudia el concepto de estructura, donde es imposible, para la postura aquí adoptada, aceptar la totalidad de su obra. No obstante, fue relevante su contribución, así como la de Guattari, para que se incluyan los microprocesos en el horizonte de las ciencias sociales y mostrar así su importancia en las transformaciones sociales.
Las discusiones aquí expuestas constituyen una tentativa de sacar de la nebulosa la cuestión de una teoría materialista de la construcción de la subjetividad, tomándose como tema sustantivo la violencia de género. Sin embargo, no se tiene la pretensión de agotar el asunto, es preciso retomar la constitución del sujeto, de modo tal de explicar su dinámica. Se acuerda con la concepción de sujeto múltiple construida por Lauretis (1987). Constituido en clase, en raza/etnia y en género, el sujeto se metamorfosea dentro de estos límites. Se trata, en otros términos, de tres fases, de tres identidades sociales del sujeto, todas igualmente importantes para que él actúe en la construcción de una sociedad sin desigualdades, como las que separan pobres de ricos, mujeres de hombres, negros de blancos. Las tres identidades están siempre presentes, aunque no con el mismo vigor. Dependiendo de la situación histórica vivenciada, una de ellas puede presentar más relevancia, y frecuentemente lo hace. Hay circunstancias en que la identidad de género habla más alto, pero hay otras en que la de clase o la de raza/etnia está en esta situación. Concebir al sujeto como múltiple permite la aprehensión de, por lo menos, gran parte de su riqueza. Hay, sin embargo, una señal en el ensayo de Lauretis, en el cual ella afirma la posibilidad de que las mujeres estén simultáneamente dentro y fuera del género. Su premisa no-explícita es el género como sinónimo de contrato social heterosexual y el afuera del género como el espacio del contrato social homosexual. Parece partir del mismo presupuesto Butler, cuando piensa en una matriz de inteligibilidad cultural de género (aquí tratada como hegemónica) y en matrices rivales y subversivas de “desorden de género” (1970: 17). Evidentemente, los términos en que esta autora pone la cuestión no son aceptables, pero su idea de diferentes matrices de género compitiendo entre sí, al tiempo que son rivales, y luchando por destronar la matriz hegemónica, en la medida en que son subversivas, es interesante y, conjugada con el pensamiento de Lauretis, se puede tornar instigante.
En efecto, está abierto el campo para que se piensen varias matrices de género. Una, obviamente detenta la hegemonía, y las otras luchan por imponerse. Lo importante es que este razonamiento/constatación puede prescindir por completo del recurso al contrato social homosexual. Se detectan, en el seno del contrato social heterosexual, múltiples matrices de género, inclusive conflictivas, pudiendo las mujeres situarse, simultáneamente, en más de una. El estar al mismo tiempo dentro y fuera del género, de Lauretis, en verdad se trasmuta en actuar simultáneamente en varias matrices de inteligibilidad cultural de género. Es exactamente gracias a esta posibilidad que las mujeres pueden criticar la matriz hegemónica de género. Ellas lo hacen a partir de una matriz alternativa o, al decir de Butler, subversiva. Visto de esta forma, el sujeto se enriquece todavía más, ampliando su capacidad de negociación, para que el actor desempeñe, cuando lo juzgue necesario, un papel social que no llega a integrar lo íntimo de sus identidades sociales fundamentales. Y este papel de negociador es frecuentemente desempeñado por la mujer en tanto sujeto-víctima preferencial de la violencia de género.
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Resumen
La subjetividad es construida por medio de las relaciones sociales. Sujeto y objeto experimentan dos momentos: el de la fusión y el de la autonomía. El sujeto es constituido en género, clase y raza/etnia: es, por lo tanto, múltiple.
Se niega la existencia del no-sujeto en cualquier hipótesis, inclusive para designar la víctima, así como se niega la dicotomía víctima-victimario. Lo que hay son relaciones sociales violentas.