En la Voluntad de saber, Michel Foucault muestra que la aparición de los modernos dispositivos disciplinarios presupone una modificación sensible, o mayúscula, de las relaciones patriarcales caracterizadas, entre otras cosas, por el derecho del padre de familia sobre la vida y la muerte de los hijos, las mujeres y los esclavos. Este derecho, en principio absoluto, es reemplazado lentamente, en el transcurso de procesos históricos complejos, por un derecho ampliamente despersonalizado y ejercido por mecanismos de poder para controlar la vida. El poder ya no funciona para cobrar tributos o para apoderarse de las riquezas de otros, sino para que la vida de los individuos esté al servicio del incremento de bienes y riquezas. Se trata de controlar la vida y el cuerpo, su utilización y su reproducción, con el fin de tenerlos disponibles para la producción y no para la destrucción. No desaparece el derecho a dar muerte, pero está sin embargo relacionado a condiciones muy precisas de ejercicio y se lo interpreta como un medio de proteger la vida. El poder de dominar ya no se manifiesta esencialmente por ritos y rituales de sumisión a autoridades sacralizadas por la tradición, sino más bien en la captación, gracias a dispositivos disciplinarios, del poder de acción de los individuos. El poder dominar se dispersa y difunde en el espacio social como un bio-poder, es decir, como un poder que disciplina el cuerpo y sanciona las transgresiones a las reglas disciplinarias instauradas para asegurar la buena gestión de las vidas humanas.
Estos análisis de Foucault, así como los de Vigilar y Castigar sobre la microfísica del poder, tienen mucha importancia, porque permiten comprender que los fenómenos del poder no se reducen a lo estatal, sino que están presentes en todos los intersticios de la sociedad y regimentan las conductas más cotidianas. Esta consideración vale en particular para las relaciones y prácticas económicas que Marx trató de desmontar en su crítica de la economía política. Marx no ignora que hay poder en las relaciones económicas y en las relaciones de trabajo, como demuestran los análisis que consagra a las condiciones de la venta de la fuerza de trabajo y al despotismo de la empresa, pero no ubica las relaciones de poder en el centro de su concepción de la valorización. A primera vista, el reproche puede parecer injustificado, en la medida que los análisis sobre la sumisión formal y real de los trabajadores a los designios del Capital tienen que ver con el proceso de creación de valores.
El trabajo abstracto y su temporalidad
Hay que ver, empero, que Marx no busca explícitamente precisar el rol de los fenómenos del poder en las operaciones sociales que dan la forma valor a los productos del trabajo. Y sin embargo, para que el trabajo humano produzca valor, es necesario que una gran parte del hacer de los hombres sea cautivo, que escape de quienes actúen. El trabajo productor de valor es efectivamente trabajo cautivo gracias a múltiples efectos de poder: está condicionado para ser una actividad dependiente tanto en sus finalidades como en sus modalidades de ejercicio. No se trata, por cierto, de una actividad servil, en la medida que el prestador del trabajo no consiente el uso de su fuerza de trabajo más que por un tiempo limitado del día y puede romper su atadura con la empresa que lo emplea. Pero esta libertad relativa (para vivir es necesario trabajar) está acompañada de pesados condicionamientos en la vida de todos los que son trabajadores dependientes. Al ceder su fuerza de trabajo, el asalariado abandona en los hechos el control de una parte esencial de su tiempo, lo que repercute sobre el tiempo que le queda, ya sea tiempo para recuperar fuerzas o para entretenerse. La temporalidad social está, de hecho, dominada por la determinación abstracta del tiempo de trabajo, es decir, por el trabajo socialmente necesario como actividad directriz de las otras actividades. Los individuos, lo quieran o no, están obligados a hacer encajar sus propios ritmos vitales -violentándolos si es preciso- en los dispositivos temporales que acompasan los procesos del devenir abstracto del trabajo (los horarios del trabajo, del transporte, la fijación de la duración de la jornada laboral, la cronometrización, la duración del sueño, la duración de los francos, etc.).
Esta dominación del trabajo abstracto y su temporalidad lineal abstracta vuelve a encontrarse en dispositivos disciplinarios tan esenciales como la escuela, en tanto preparación para el trabajo, y la prisión (para los que rechazan las obligaciones del trabajo). Se hace sentir también en la familia, en donde la actividad de la madre, centrada en la educación y la reproducción de la fuerza de trabajo, se presenta como un trabajo doméstico agobiante que deja poco espacio para las iniciativas personales, sobre todo cuando esa madre además trabaja profesionalmente. En otros términos, una parte capital de la sociedad, desfavorecida desde el comienzo por las relaciones sociales entre sexos todavía marcadas por el patriarcado, está condenada a un trabajo negado como tal y que la despoja de todo reconocimiento social verdadero. Las mujeres, encerradas en el dispositivo material y simbólico del hogar, aportan en los hechos una triple contribución a la producción del trabajo abstracto: procrean y educan la futura fuerza de trabajo, descargan a los hombres de muchas tareas –lo que los deja más disponibles para el trabajo asalariado–, y ocupan los empleos más subalternos y peor remunerados en las fábricas, las oficinas y los empleos públicos. La abstracción social del trabajo cae con todo su peso sobre ellas.
Este acompasamiento lineal abstracto del tiempo produce evidentemente muchos efectos por fuera del dominio estricto de la temporalidad. El espacio, en particular, en muchos aspectos está estructurado por la producción de valor y por tanto por el trabajo abstracto. Los flujos de valor se imprimen en el espacio como zonas de habitación, zonas de producción y lugares de esparcimiento, pero también como circulación de mercancías, de hombres y de informaciones. De cierta manera el espacio deviene él mismo abstracto y cautivo de la producción de valor, y esto incluso cuando es espacio de diversión o de reposo (los entretenimientos frecuentemente no son gratuitos). Está jalonado de señales y de signos que orientan, invitan a hacer o a no hacer, afirman la potencia del Capital sobre el trabajo, proveen de puntos de referencia para adaptarse a los flujos de valor. La utilización del espacio es en gran medida la utilización de un espacio muerto, reservado a actividades codificadas y estampilladas. Está tabicado, fragmentado, plagado de barreras y de impedimentos para la mayoría de los hombres. Es también un espacio de riesgos: accidentes de trabajo, accidentes de circulación, expulsiones del espacio habitado, degradación del ambiente, polución, etc. El espacio en ese sentido no es solamente despliegue, en numerosas circunstancias es encierro vital.
Bio-poderes y Subjetividad
Esos dispositivos espacio-temporales de la producción de valor que -retomando la terminología de Foucault- podríamos llamar los bio-poderes, sólo alcanzan su plena eficacia gracias a los procesos y relaciones del poder que se cristalizan en los procesos tecnológicos. La tecnología, en efecto, no debe ser considerada como pura instrumentalidad o como simple multiplicación productiva de los esfuerzos humanos; es sobre todo actividad multiforme de trabajo muerto para captar el trabajo vivo o negarlo en su concreción. Es una especie de movimiento permanente, de transformación en proceso que desplaza, hace y rehace el trabajo humano como trabajo abstracto, al mismo tiempo que desplaza sus propias fronteras. Es poder abstracto del Capital sobre los hombres y la naturaleza y se constituye en universo o medio técnico con el que la objetividad social extiende su influencia sobre la objetividad material, transformándola. Puebla el mundo y la sociedad de objetos animados, de sistemas de máquinas dinámicas que penetran lo cotidiano y el mundo vivido, y ejercen una verdadera fascinación sobre los individuos. Como dice Adorno, un velo tecnológico parece enmascarar los mecanismos sociales y los mecanismos de poder. Los seres tecnológicos que sirven a la producción y al consumo, funcionan frecuentemente como sustitutos de acciones libres, no capturadas. Su eficiencia para suprimir parcialmente lo penoso del trabajo para satisfacer ciertas necesidades, les permite jugar un papel de compensación en relación a la relativa impotencia del trabajo vivo capturado.
El trabajador encerrado en estos dispositivos y comportamientos está, por supuesto, sometido a presiones constantes para conducir su vida según la racionalidad de la valorización. Necesita desarrollar y vender su fuerza de trabajo en las mejores condiciones posibles, si quiere obtener el derecho de consumir los bienes y servicios producidos en la sociedad y gozar de un mínimo de reconocimiento social (y por lo mismo, de un mínimo de protección social). Debe, por lo tanto, ejercer sobre sí mismo imposiciones permanentes, oponerse muy frecuentemente a sus propias pulsiones y reducir progresivamente las expectativas que puede tener en relación a la vida y la participación en la sociedad. Necesita, en especial, domesticar sus propios sufrimientos, haciendo pasar su autoafirmación por sucesivas series de auto-limitaciones y de auto-negaciones en sus relaciones con el prójimo y en su búsqueda de sentido. El trabajador se convierte así en un dispositivo de poder sobre sí mismo, un dispositivo que estrecha la visión del mundo y de la sociedad, produce y reproduce orientaciones unilaterales en muchísimos dominios. En ese marco, hay una obligada restricción de la experiencia, como justamente advirtieron Walter Benjamin y Theodor Adorno. La capacidad para superar lo repetitivo, para distinguir lo novedoso por detrás del acontecimiento, a formularse preguntas, sólo puede marchitarse bajo los golpes que los individuos se infligen a si mismos, a causa también de una ceguera impuesta para adaptarse a la dominación del trabajo abstracto. La experiencia así reducida no es más que una sucesión de momentos vividos que no permite una reorganización de los saberes y de los “hábitos”. El individuo trabajador puede, por supuesto, buscar nuevas sensaciones, distracciones que alejan la monotonía cotidiana, pero hay pocos medios para sustraerse a la conducta racional-obsesiva de la vida.
La victoria del trabajo abstracto sobre la actividad capturada sin embargo nunca es completa, porque la captación no puede ser nunca anulación total de la pluridimensionalidad de la actividad humana. El trabajo abstracto es una instrumentación del valor que absorbe de la fuerza de trabajo, pero esta última no es pura instrumentación que se agota en el gasto de las energías físicas y nerviosas. Sin duda, el trabajador aliena por un tiempo sus capacidades de actuar, pero no se separa verdaderamente de ellas y nunca logra ajustarlas totalmente a las necesidades del trabajo abstracto y del Capital. En el proceso de producción está implicado en su totalidad, porque no puede actuar sin poner una dimensión expresiva en lo que hace, porque debe mantener un diálogo con su propia actividad y la actividad de los otros, porque su confrontación con los objetos y los instrumentos de trabajo tiene aspectos cognitivos y afectos que superan los límites de la situación inmediata de trabajo. Las imposiciones que pesan sobre la actividad del trabajo no pueden impedir que ésta sea objeto de múltiples estímulos y contraestímulos contradictorios. Esto no debe asombrar, porque la actividad del trabajo relega a otras formas de actividad al dominio de lo secundario o contingente.
Compromiso y Crísis
Inevitablemente pues hay subjetividad en el trabajo, y la dominación del trabajo abstracto debe encontrar formas de acomodarse a ella o formas de contenerla. En la fase del maquinismo y de la gran industria, y sobre todo en el período del apogeo taylorista, la subjetividad aparentemente es negada o neutralizada. En realidad, la subjetividad es tolerada e integrada bajo una doble forma: bajo la forma de procesos de identificación individual en los puestos de trabajo (para no desvalorizarse a sí mismo) y bajo la forma de procesos de identificación colectiva con el trabajo como productor de riquezas de la sociedad. Allí hay una paradoja; los procesos subjetivos que operan en la actividad del trabajo desembocan en una especie de sacralización del trabajo asalariado dependiente, es decir, en un blanqueo del trabajo abstracto. El movimiento obrero bajo su forma clásica (sindicatos, partidos socialistas, partidos comunistas) se metió por sí mismo en la trampa. Con sus luchas, ciertamente, impuso el compromiso fordista y el Estado Providencia (el de la protección social), pero prácticamente no se ocupó de las operaciones de dominio desplegadas en el proceso de trabajo. Tampoco se preocupó de los efectos de duplicación de los bio-poderes que podían tener sus propias estructuras organizativas y las concepciones de transformación social centradas en la promoción del trabajo asalariado dependiente y no en la des-abstracción y la liberación de las actividades cautivas.
El despertar hoy es doloroso. La crisis del movimiento obrero, de sus medios de organización y de encuadramiento es profunda e irreversible. El Capital como revolución permanente está conmoviendo las relaciones de trabajo y las relaciones sociales rompiendo los equilibrios establecidos. Desde hace más de una década, las relaciones salariales protegidas en el marco del Estado Providencia se derriten y ceden lugar a una relación salarial marcada por la intermitencia y la precariedad, la relación salarial flexible. Sin embargo, hay que cuidarse de ver sólo los efectos destructivos de esta ofensiva: la actividad captada y absorbida bajo la forma de trabajo abstracto está en vías de sufrir una profunda mutación, al igual que los dispositivos y procedimientos de poder que contribuyen a su captación. Si intentamos dilucidar qué es lo nuevo, nos vemos en la necesidad de preguntarnos acerca de las relaciones que se establecen entre la subjetividad de los trabajadores y sus actividades en la producción. Para los que trabajan en sectores post-tayrloristas se impone una primera constatación: se les exige más iniciativa y se les otorga más autonomía en la organización del trabajo y la producción (participación en las micro-decisiones). En otros términos, se trata menos de capturar actividades (cadenas de acciones reguladas, regimentadas y homogeneizadas), que de actuar sobre actividades móviles, frecuentemente heterogéneas en el tiempo y en el espacio, pero interdependientes y complementarias.
En un contexto de veloz progreso tecnológico, también se modifican profundamente las relaciones con la tecnología . Los sistemas de producción automatizados están hechos de trabajo muerto cada vez más complejo y controlan cada vez más operaciones y cadenas de operaciones. No son sólo conjuntos de máquinas, sino también sistemas evolutivos, perfectibles en función de transformaciones de la demanda y de innovaciones programadas. Los sistemas de producción flotan de hecho en el mundo de la tecno-ciencia en el que la producción de conocimientos deviene elemento esencial de la producción de bienes y servicios. Por eso necesitan personas con calificaciones evolutivas, con calificaciones que cambian rápidamente. Las capacidades de los trabajadores para ampliar sus conocimientos -ya sea adquiridos en el terreno o en los sistemas de formación- se convierten en una característica decisiva de la capacidad de trabajo en general. No es exagerado afirmar que la fuerza de trabajo se presenta cada vez más como fuerza inteligente de reacción a situaciones de producción cambiantes y al surgimiento de problemas imprevistos. ¿Se podría concluir que la autonomía de los hombres en el trabajo en relación a los procesos tecnológicos es mucho mayor? Esto sería apurarse y quemar etapas, por varios motivos. En los sectores de punta la tecnología sin duda es menos prescriptiva para los trabajadores (gestos, ritmos), pero predetermina ampliamente cómo se debe trabajar, creando coyunturas de trabajo en las que se infiltran al mismo tiempo consideraciones de mercado y de rentabilidad financiera. Produce, por lo tanto, efectos de dominación sobre los individuos en el trabajo que extienden los procesos disciplinarios que no han desaparecido de las empresas y de los sitios de producción. No hay que olvidar, además, que siempre existe una muy neta división de tareas en la producción (de bienes y servicios), una división entre tareas de elaboración de estrategias, de concepción de los programas de producción por un lado, y por el otro las tareas de ejecución de las orientaciones (patrimonio siempre de los “directivos”). Esta división está garantizada, además, por dispositivos de dominación específicos, monopolización de ciertos flujos informativos, control de ciertos canales de comunicación, tabicamiento de las relaciones entre los trabajadores, etc., que constituyen una verdadera nueva técnica cognitiva-comunicacional del poder.
Por lo tanto, actualmente es imposible hablar de una emancipación siquiera mínima de la actividad captada con respecto a la abstracción del trabajo. Tenemos aún menos el derecho de hacerlo si consideramos que la flexibilización actual del trabajo representa una extraordinaria operatoria de dominación que continuamente arrastra a las actividades de producción hacia acuerdos de dependencia y subordinación. Hay, por supuesto, una flexibilización que podríamos calificar ascendente, la que actúa sobre la formación y recalifica los asalariados para enviarlos a nuevas ocupaciones. Pero en la mayoría de los países occidentales esta movilidad ascendente del trabajo toca a una fracción minoritaria de los asalariados y la flexibilización más común es la precarización del empleo, los despidos y el desempleo. El Capital apoyado en la tecno-ciencia destruye más empleos de los que crea, expulsa de la producción y de los sectores de servicio capas cada vez más numerosas. Ningún sector está protegido de la amenaza del desempleo, incluso cuadros medios y superiores llegan a ser afectados. La desocupación y el empleo precario tienden a inscribirse en las relaciones sociales a igual título que el trabajo: los períodos de prosperidad económica disminuyen muy poco la cantidad de desocupados, mientras que las fases de recesión la hacen crecer muy rápidamente.
El Desafío
Dicho esto, las consecuencias de esta constitución de una sociedad de asalariados y una sociedad de reserva, no son en su totalidad favorables al Capital. Haciendo del no-empleo una cierta forma de normalidad, destruye muchos de los anteriores equilibrios sociales sin que aparezcan al mismo tiempo nuevos equilibrios. La desocupación masiva de hombres de edad madura quiebra seriamente los dispositivos de autoridad en la familia (relación entre sexos, relación entre generaciones) porque los desocupados difícilmente pueden asumir los roles masculinos tradicionales (padre de familia, orientador) Esto significa que ciertas conductas femeninas autónomas y no tradicionales pueden actuar más fácilmente tanto sobre los hombres como sobre los niños. La familia nuclear sigue siendo, sin duda, un refugio, pero es cada vez menos un factor de estabilidad y de cristalización de roles bien determinados. En su seno, la socialización primaria se desordena y ya no dispone de modelos estables. Las relaciones interindividuales e intersubjetivas se hacen inestables y desorientadoras para muchos individuos en este clima de incertidumbre
En muchos sectores sociales el mundo vivido -retomando el término de la sociología fenomenológica (Alfred Schutz)- se está fisurando. Las evidencias cotidianas, el mundo familiar de conductas establecidas, las conductas esperadas, los saberes tranquilizadores, la sabiduría que orienta acerca de lo que conviene hacer ante cada circunstancia, están cuestionados. Los puntos de referencia pierden su aparente solidez y muchos se preguntan si pueden seguir confiando en lo que consideraban referencias inquebrantables. El mundo vivido se vuelve amenazador y se carga de desconfianza. Se fragmenta, desestructura las temporalidades cotidianas y oscurece el porvenir. Se desprende, por consiguiente, que no hay un plan previsto y tranquilizador para los individuos que desean realizarse. Por el contrario, se puede pensar que lo fisura y las dudas que vehiculiza hacen problemática la idea misma de realización. Para muchos jóvenes, para los desocupados, para los trabajadores intermitentes, no hay ninguna posibilidad de ver en el trabajo un lugar de realización personal. Pero, al mismo tiempo, les resulta muy difícil encontrar una esfera de realización en la expresividad y en las relaciones intersubjetivas en la medida que no tienen a su disposición los medios culturales y los recursos subjetivos para articular proyectos de vida.
Fracciones importantes de la sociedad se encuentran por ello expulsadas de las formas dominantes de conducta y las formas de vida legítimas (someterse al mundo maravilloso de la mercancía). Puede por lo tanto haber fisuras en el "cierre" ideológico-cultural del mundo del trabajo abstracto. La sociedad capitalista no es más ese mundo bien aceitado que parecía capaz de integrar todo y de absorberlo al punto de transformar a los hombres en puros soportes del trabajo y la mercancía. Rechaza, expulsa más que nunca. En este sentido, no es impensable que capas nada despreciables pudieran ser empujadas a cuestionar las abstracciones reales que dominan la sociedad tratando de explorar y experimentar en forma diferente a la sociedad. Sin embargo, no se puede ignorar que una esfera auténtica de experiencias y experimentaciones sociales no puede construirse sólo con lo negativo. Es necesario que lo negativo pueda articularse con lo positivo, con prácticas de autonomía en el trabajo, con relaciones solidarias en las relaciones interindividuales y de grupos, lo cual no está dado de antemano.
Es necesario, más precisamente, que momentos de la actividad y secuencias de la acción escapen al menos parcialmente de los dispositivos de la abstracción y permitan oponer a la actividad captada otras actividades, situadas en temporalidades diferentes. En el trabajo es necesario recuperar todo lo que puede haber de actividades contrastantes, de multidimensionalidad actuando detrás de la actividad aparentemente plena y firme que se transforme en trabajo abstracto. En síntesis, es necesario actuar sobre las discontinuidades de la actividad, sobre todo lo que no se deja atrapar en los límites de la relación de trabajo y su dinámica monológica. Esto implica que la esfera del trabajo se relacione con la esfera del no-trabajo en una perspectiva de reapropiación de la acción y de construcción de lazos sociales nuevos. La jerarquización rígida de las actividades a partir del trabajo hecho abstracto debe revertirse para dejar lugar a prioridades abiertas a nuevas ponderaciones. Sobre todo es preciso que el no-trabajo en su diversidad deje de estar subordinado al trabajo. Es necesario ir hacia un horizonte en el que el trabajo y el no-trabajo se fecundarán recíprocamente y producirán una nueva noción de riqueza social (riqueza y complejidad de los intercambios humanos) en lugar de la acumulación de valores.
Si se quiere avanzar en ese sentido, habrá que producir una inversión copernicana en el terreno de la acción colectiva. Esta ya no puede estar dirigida por grandes maquinarias burocráticas que impongan consignas desde arriba que unifican nivelando la diversidad y alineando las acciones comunes casi exclusivamente sobre la defensa de la mercancía fuerza de trabajo (su valorización contra la valorización del Capital). La acción colectiva debe ser síntesis de lo múltiple, integrar las numerosas determinaciones de la acción que no están contenidas en las reivindicaciones puramente materiales. La acción colectiva no puede ignorar, en efecto, las relaciones que los individuos mantienen con su entorno, las redes de interacción en las que están insertados, los medios y las formas de vida en las que desarrollan sus actividades. La misma formulación de los objetivos colectivos debe ser motivo de elaboraciones complejas, de intercambios interindividuales y de intercambios entre grupos, para permitir que la mayor cantidad se reconozca en las movilizaciones. Sin perder el sentido de la proporción es necesario que las inquietudes, los bloqueos, así como también los impulsos de la acción de unos y de otros puedan expresarse y traducirse en términos de transformación de la actividad y de desprenderse de la valorización y sus fetiches.
Muchas cosas dependerán, por supuesto, de los efectos de las acciones colectivas sobre los operadores de dominación, de la capacidad para crear espacios en los que se establezcan nuevas conexiones con el mundo y la sociedad, en los que se construyan nuevos mundos vividos. La reflexión del último Foucault va en este sentido: postula que los procedimientos y dispositivos disciplinarios de sujeción podrían perder su eficacia, dejando así la puerta abierta a procesos de subjetivación y formación de individuos menos dominados. Es necesario, sin embargo, advertir que los procesos actuales de individuación son profundamente ambivalentes y están marcados particularmente por lo que podríamos llamar operadores de aislamiento, el principal de los cuales, el de la valorización individual, empuja a formas monádicas y paranoicas de autorrealización. En su búsqueda de sentido y de identidad el individuo fascinado por los fetiches del valor, rechaza reconocer que el sentido y la identidad no son puros productos subjetivos, sino que son relaciones y resultados de intercambios complejos (intersubjetivos y sociales). Por esto, es imposible acordar con Alain Touraine cuando señala en los actuales procesos de subjetivación un verdadero movimiento social. Por el contrario, diríamos que las ambigüedades de la subjetivación pueden ser superadas sólo por movimientos sociales eficaces contra los operadores de aislamiento y contra las “abstracciones reales”.
En efecto, las condiciones en las que se ubican los individuos y las condiciones en las que pueden manifestar sus subjetividades no son en absoluto propicias para afirmaciones unívocas de subjetivación. Para retomar un tema de Leo Löventhal, hay muchos mecanismos que producen el análisis contrapuesto (en el sentido psicoanalítico, por ejemplo, protegerse bajo el manto de la autoridad, identificarse con los jefes, autoagredirse porque uno se siente agredido, evitar enfrentar los problemas esenciales). La ampliación del campo de acción de los individuos, su creciente autonomía, trastornan muchos dispositivos de poder, pero las rebeliones espontáneas y los cuestionamientos no pueden tener efectos relativamente duraderos sin que los mecanismos regresivos sean contrarrestados por la dinámica misma de la acción de los movimientos sociales. En otros términos, los movimientos sociales, así como las organizaciones que participan en ellos, deben romper con las formas patológico-paternalistas de alineamiento. Los individuos pueden liberar su accionar sólo si se transforman en y por la acción, sólo si amplían su horizonte de vida y desmercantilizan sus intercambios.
Estas reflexiones buscan establecer hasta qué punto la flexibilidad actual del trabajo es un atentado contra la plasticidad humana y el polimorfismo de la acción, al mismo tiempo que es la manifestación de un capitalismo que ya no tiene paragolpes y se desprende de sus propios presupuestos. El Capital produce destruyendo cada vez más, y el momento de su triunfo sobre el “socialismo real” está seguido, ahora, por el momento en el que se ven todas las pulsiones de muerte que actúan en su interior.