La situación sigue siendo muy fluida y no es nada simple en cuanto a las perspectivas inmediatas. Creo que aún perdura el estado de sorpresa que (nos) causó descubrir la capacidad de producir efectos políticos de otra forma que no sea el acto electoral. Quizá, precisamente, porque el acto electoral había demostrado su agotamiento. La sorpresa de la propia capacidad entusiasma, el asunto es conocer el límite de las capacidades. Capacidad es potencia, poder. Se trataría, entonces, de tener el conocimiento más aproximado posible de la relación de poder, es decir, de la coyuntura. Esto deja de tener, entonces, el tufo de los libros apolillados. Aparece la necesidad imperiosa de inspirar en toda su intensidad los perfumes vivificantes junto al olor a sudor y mierda, para olfatear el rumbo que por lo menos, si no llega a una victoria clamorosa, evite una frustración.
Creo que de eso se trata, de la utopía concreta de Bloch, donde la utopía no es el horizonte inmediato, sino el rumbo, el oriente, pero que sólo se puede soñar con los ojos abiertos.
Para tener los ojos abiertos vamos a empezar por tratar de ordenar sólo algunos asuntos frente a los que nos encontramos en la coyuntura.
Coyuntura, literalmente, como lugar de articulación, sólo que en vez de huesos, de momentos. Lo inédito del momento han sido los resultados, la forzada renuncia de dos presidentes constitucionales (uno electo por voto, otro electo por la alquimia parlamentaria), dos mascaritas del poder. La pueblada también es inédita, pero se venía gestando aunque no de la manera clamorosa que tuvo. El voto “bronca” y el voto de la iniciativa popular del Frenapo también son antecedentes inéditos.
Pero de todo ello no se derivaba necesariamente tal magnitud de la crisis de legitimación, de fe en la legitimidad del gobierno. Crisis que aparejó la más profunda de la representación (o de su forma) y, en consecuencia de la clase (social) política y de la legitimidad de las formas de apropiación, es decir, de la propiedad. El descubrimiento de la propia capacidad política puesta en acción ha colocado sobre la mesa de discusión al Estado y al capital (no a sus fundamentos). A la forma representativa de la democracia electoral y a la forma financiera del capital en sus tareas expropiatorias de la confianza y del trabajo. Quizá valga la pena recordar aquel lugar en que Gramsci decía que fenómenos de aparente psicología social son formas pudorosas de mentar la política. Para algunos politólogos debería ser claro ahora que política no es sólo lo que se refiere al Estado. Y también debería serlo para algunos compañeros. No es paradójico que la política se exprese como anti-política, ni es enervante que a algunos les molesten las banderas partidarias de aquéllos que siguen enclaustrando la política en el Estado. Más enervante es, en medio del despelote, querer andar clasificando lo heterogéneo, revisando el contenido de las cacerolas (como si fuera un delito tener en ellas “consumos futuros”) y no haber percibido a tiempo a los que ni siquiera tienen cacerolas. Más enervante es andar discutiendo el grado revolucionario en la escala del sismógrafo social, sin saborear lo lindo que es sentir colectivamente la desacralización del Estado y la puteada franca a sus sacerdotes. Más enervante es andar buscando los vericuetos semio-psicológicos del “Que se vayan todos” para esconder –en tanto, por ejemplo, se reivindican las estatizaciones– el deseo de “que se vayan todos... menos yo”.
Más valdría, me parece a mí, antes de andar descubriendo y poniéndole nombre a las subjetividades sociales, interrogarse seriamente por qué, hasta ahora, es muy poca la participación obrera en los sucesos. Los obreros empleados ni son excluidos que andan en los piquetes demandando un plan (o simplemente comida) ni tienen ahorros confiscados. Es decir, no pertenecen a la clase de los que nada tienen y para quienes cualquier cosa, si no es bastante, es algo, y se juntan para lograrlo; ni pertenecen a la clase de los que tenían algo y ya no lo tienen y se juntan para que se lo devuelvan. Es decir, los obreros no parecen pertenecer a las clases de personas que luchan por bienes que no tienen. ¿Será que en la historia las conmociones sociales comienzan con actos de los pobres o de los que así se sienten por la consecución de bienes? La revolución francesa no sólo tiene como antecedente el precio del trigo sino el impuesto al vino. Georges Rudé recordaba, a propósito de los disturbios populares, que, generalmente, comenzaban en las panaderías y uno de los primeros actos revolucionarios fue destruir las especies de aduanas que cobraban impuesto al vino bajo la consigna: “nous allons boire le vin à trois sous”.
Con esto quiero expresar dos cosas: una es que las coyunturas son complejas y, por lo tanto, hacen necesaria una lógica compleja, la otra es que los velos ideológicos no caen tanto por los sermones cuanto por la dinámica.
El discurso contra el modelo, por ejemplo, aunque de una manera ambigua e imprecisa, fue el discurso de Duhalde. Cuando éste asume declara el default, la suspensión del pago de los intereses de la deuda externa. Ambas trampas, por supuesto, pero que de alguna manera le sirvieron (aún le sirven) para crear la expectativa que suplía su falta de legitimidad, porque ambas cosas aparecen como hechos, no como promesa. Es decir, en la imagen, es posible dejar de pagar la deuda y es posible reactivar la producción. Se puede lo que parecía imposible. Por supuesto, esto ya se había dicho; por supuesto el “cambio de modelo” encubre la licuación de las deudas de Perez Companc & C°; por supuesto el default no era más que la necesaria imposibilidad de seguir pagando; por supuesto el hecho mismo de hacer aparecer ambas cosas como una decisión política soberana hará que ya se diga que no es posible cambiar el modelo y abrirse del Fondo. Pero desde el ángulo ideológico es probable que la idea de que se puede cambiar de modelo y no pagar la deuda sea para muchos algo irreversible. Ha sido la dinámica del proceso político la que ha puesto en marcha esa ruptura. La dinámica, no el discurso machacón, la dinámica: política. Porque lo determinante en la característica de todo el proceso no parece haber sido tanto el punto de partida económico como el desarrollo político. Desde el punto de vista económico (aun del “corralito”) las cosas están mucho peor que en diciembre, pero no es seguro (hasta hoy) que a Duhalde le cueste el cargo político.
Y esto mismo, me parece, nos muestra esa complejidad de la coyuntura: relaciones complejas entre los distintos momentos: económico, político, social, cultural. La explosión política ha puesto en discusión la forma de apropiación económica del capital financiero, es decir la propiedad, la forma jurídica de la expropiación. No en una forma de ideología discursiva, sistemática, elaborada, pero sí ha puesto en discusión la forma práctica de la propiedad dominante, la del capital financiero. Ha puesto en duda la lógica del capital, lo que es lo mismo que poner en duda la lógica del costo/beneficio, es decir la cultura de la razón instrumental. El proceso político ha convulsionado el papel de casi todos los sectores sociales, al punto que varios sociólogos se han convertido en stars para las entrevistas sobre el carácter de las asambleas populares. Por supuesto las cuestiones culturales y sociales tienen tiempos menos dinámicos que las políticas y económicas. De modo que estas últimas aparecen en primer plano, sin embargo el proceso mismo ha puesto en marcha otras relaciones que dejan bastante en descubierto una cuestión donde se articulan varios momentos: el carácter del Estado. No sus funciones, que analizaremos luego y tienen que ver con lo económico, sino su carácter como grupo social.
Dije antes, desacralización del Estado. Es más o menos lo mismo que decir des-teologización de la representación política electoral. La representación política se basa en la idea teológica de la trascendencia: el representante es la encarnación de la voluntad popular. No es él mismo como individuo sino que está en el lugar del Pueblo que lo trasciende, está más allá de él. Dios está en Cristo, Cristo es Dios en la tierra: sólo nos comunicamos con Dios a través de Cristo. El pueblo no delibera ni gobierna sino a través de sus representantes, ésta es la norma de la democracia representativa electoral. Pues bien, la gente no sólo ya no le cree a sus representantes (porque los ha votado) sino que ya no cree en la representación. Se han vuelto ateos, agnósticos políticos. Esto es una revolución cultural: laicismo político.
Pero no es sólo eso. Esa desacralización muestra a los políticos como un grupo social, como una clase social. Clase social que los expropia con impuestos, devaluaciones y corralitos. La misma política “neoliberal” del achicamiento del Estado y de los “gastos de la política” ha terminado desnudando el carácter de clase social del Estado. Los viejos liberales han triunfado en su prédica y su lucha pero, al mismo tiempo, han perdido la máscara de su garantía de dominación. Clase social porque, como cualquier otra, puede definirse por su lugar en la división social del trabajo, lugar que permite a un grupo de individuos poseedores del saber burocrático alimentarse del trabajo ajeno. En La ideología alemana los fundadores ya lo plantearon: propiedad privada y Estado no son otra cosa que división social del trabajo, es decir, dominación.
Esto no me parece irrelevante. Si desde una posición, que puede ser la de De Genaro o la de Carrió, se tiene la concepción del Estado como instrumento de soberanía (“soberanía insolvente”, dijo alguien), se entiende que se pretenda un gobierno suficientemente fuerte como para que, o descontando una buena intención del gobierno o pretendiendo lograrla con la presión popular, pueda hacer frente a los embates del Fondo, de los banqueros, las privatizadas, las empresas de deudas licuadas, etcétera. Si desde una posición como la de muchos compañeros de la izquierda política se participa de la misma concepción (Estado como instrumento de soberanía), se entiende que se pueda andar por andariveles de neokeynesianismo o “socialismo de Estado”, para lo cual es indispensable ser “alternativa de poder” del Estado, es decir por alguna vía más o menos febril tener poder suficiente de dictar normas legitimadas por algún tipo de representación, popular o de clase, pero representación. De esta manera, ambas posturas ( para no entrar en los argumentos, también representativos de la derecha declarada), pueden postular resoluciones inmediatas. Por eso ninguno de ellos puede adherir a “que se vayan todos”, o, quienes adhieren, están diciendo “todos... menos nosotros”. Y este es el tema de la representación, de la crisis de la representación que no es sino la crisis del Estado moderno.
¿Qué gano yo si pienso el Estado como una clase social? Que no me interesa su fortaleza sino su debilidad, lo que, paradójicamente, me permite alzar el nivel de mis demandas, tratando de forzar sus decisiones, es decir derrotándolo. Pero no para suplirlo sino, también paradójicamente, para que, yéndose todos, quede abierto el lugar de nuevas formas de organización social, no solamente las jurídico-institucionales. Seguramente el planteo pierde inmediatez, pero no llevará a la derrota, pues ¿alguien puede plantearse cuerdamente que la relación de fuerzas (cuando hablo de fuerza hablo de fuerza) no pase más allá del estado de resistencia, es decir todavía defensiva?
Hay alguna nota ya célebre de Gramsci sobre análisis de la coyuntura, en ella un papel importante lo tiene la relación de fuerzas internacional. No es para menos; el tema era ya por entonces, cuando el Imperio (del que se han acordado, en buena hora, algunos europeos antiglobalización), economía-mundo o no, era más chiquito y no tenía misiles, el de la revolución en un solo país. Digo esto porque me parece que no es malo recordar que de las palabras, a veces, dependen vidas.
Cuando pienso en nuevas formas de organización social pienso en otros subsistemas de relaciones sociales que también son políticas pero no reducidas a la normatividad jurídico-institucional-estatal; pienso, por ejemplo, en relaciones sociales co-operativas, es decir relaciones que superan la lógica instrumental individual del costo/beneficio. Esto es una lógica compleja, no reductiva, que es también un orden del subsistema cultural. Estas relaciones aparecen diariamente en los diversos movimientos solidarios y hasta de organización del consumo y la producción, es decir generando un universo distinto, paralelo, sobre la base de las condiciones de exclusión del sistema dominante. En mi opinión, es aquí donde quizá sea bueno invertir la experiencia organizativa.
Pero, entonces, ¿para qué sirve demandar al Estado? Las demandas al Estado, si éste consiste –como sospecho– en una clase social expropiadora, es una lucha similar a la de los obreros demandando por las condiciones de trabajo: lucha contra la expropiación. ¿Qué otra cosa son tanto los movimientos de los piqueteros como los de los ahorristas? Creo que es evidente, en ambos casos, que se trata de expropiación de las condiciones de vida que, si ya lo era en el caso de la degradación de los salarios de los obreros y de los desocupados crónicos o recientes y su prole, ahora lo es también en el caso de los nuevos pobres.
Las formas ideológicas se van desnudando. La forma expropiatoria estatal clásica es el impuesto, el sistema fiscal. El tributo es una máscara ideológica que funciona como la forma salario, ambas esconden una expropiación de la fuerza de trabajo. Esta modalidad que aparece tan simpática (que ha adoptado el yuppi revolucionario Laborde, en Avellaneda), por la que el vecino que no pueda pagar sus impuestos municipales entregue horas de trabajo al Municipio, lo está mostrando. Como en las relaciones personales feudales, donde el dinero aún no escondía la dominación personal exactiva, el trabajo forzado, iremos a dejar ahora el tributo personal. Por supuesto esto no es más que una forma simple, tangible, a mano, de mostrar la expropiación estatal del trabajo ajeno.
En otro nivel, algo que ha dejado bastante en claro la crisis política es que la cuestión se trata de expropiaciones por todos lados: de los bancos, de las privatizadas, de las multinacionales y, sobre todo, del capital financiero internacional, el Fondo. En suma, una gran expropiación, una macro-expropiación por diversas vías. Diversas vías de apropiación del trabajo ajeno, no solamente a través del salario.
En la Argentina “afloró la esencia del Estado tardío-moderno”. Ha coincidido en el tiempo con el asunto Enron que devela la esencia petrol-financiera del gobierno Busch. El negociado de su empresa es un eslabón de “su” guerra. Ha coincidido también con la arremetida negocial-fascista de Berlusconi aliada a Busch. Los ejemplos sufridos, de Aznar y Felipe González, corriendo por los cupones de Repsol y Telefónica, muestran no solamente la bancarrota del Estado comisionista argentino, sino la otra cara: el Estado recaudador español. Kissinger y Toodman no son los únicos agentes de cobranza.
Sin embargo, cuesta trabajo que los pensadores políticos norteamericanos y europeos acepten esta realidad. A lo sumo aceptan que deben buscarse otras formas de representación política, pues no pueden desconocer que las actuales están en crisis. Pocos se animan a reconocer que el Estado no es más que un negocio en la cadena de las formas de apropiación, expropiación y expoliación modernas. Los propios movimientos “anti-globalización” siguen apelando a la estatalidad o super-estatalidad como el lugar de resolución de la crisis planetaria: expoliación y agotamiento de los recursos y el ambiente, expropiación del trabajo social, físico e intelectual, genocidio por hambre a escala planetaria.
¿Qué Estado quebró en la Argentina? El mismo tipo de Estado que en cualquier lugar del mundo. Sólo que aquí se han puesto en evidencia sus causas. Aquí todas las funciones de mega-expropiación tardío-modernas coincidieron en el tiempo y el espacio. Las formas de apropiación a través de los medios de “manejo a distancia” de la moneda, de la apropiación del trabajo futuro de muchas generaciones a través de la deuda “pública” y el agotamiento de los recursos, de la apropiación del trabajo social pasado (incluido el trabajo científico) a través de las “privatizaciones”: todo este trabajo encomendado a los sucesivos gobiernos “nacionales” a cambio de “comisiones” hizo eclosión al mismo tiempo, cuando se acabó la posibilidad de “privatizar” y recaudar más. Pero la Argentina no es el primer caso y probablemente no será el último. Los problemas de déficit fiscal, de deuda pública y de manejo de la moneda también existen en los países “desarrollados”, aunque el Estado posea allí cierta “autonomía relativa”. Es decir, donde los grupos de la clase política aún pueden mantener cierto aire bonapartista ya que no más siquiera bismarkiano, y menos aún “benefactor”.
La disfuncionalidad de la abstracción ideológica que denomina Estado a los gobiernos ha quedado registrada en su inmovilidad frente a la crisis. Agotada su función recaudadora (por falta de fondos y por cierta “rebeldía fiscal”), sólo pudo mostrar su función de violencia aseguradora: la muerte a balazos de alrededor de 30 jóvenes a manos de la policía. Ni siquiera pudo acudir a las otras fuerzas represivas. La clase política ya no es más siquiera, como lo decía Hegel, una clase “para sí”.
Está claro en la Argentina que la crisis de representación no es solamente una crisis de los instrumentos electorales: la crisis de la representación electoral es la crisis del Estado-nación moderno. En la Argentina está claro que los mecanismos representativos agotaron sus medios, no otra cosa es la repulsa a todos los políticos. Está claro, también, que el pueblo (el pueblo grande de los excluidos y el pueblo más chico y menos pobre) no ha demandado ninguna dictadura, ni militar ni civil. Es decir, el pueblo está contra la dominación representativa pero no contra la democracia, más bien ha ejercido pequeños actos de democracia directa. Ni más que eso, pero no menos que eso. El pueblo parece haber descubierto que el Estado no es la representación de la voluntad general. El pueblo parece haber descubierto que el Estado no es sino el grupo gobernante cuyo objetivo no es precisamente el bien común. La práctica democrática parece enseñar más, a veces, que mil construcciones politológicas. El pueblo parece haber descubierto que el mentado consenso, tal como lo entiende la clase política, no es otra cosa que el pretendido arreglo en un juego suma-cero. Las grandes empresas privatizadas “nacionales” y transnacionales, los bancos, los importadores y exportadores, los enanos gobernantes de las provincias, han mostrado sus cartas ostentosamente, sin pudor. Los legisladores y el aparato judicial sólo atienden a su supervivencia: por lo menos a seguir siendo una “clase en sí”. No les es posible ahora legitimar un gobierno con la máscara teológico-trascendente de la representación del pueblo, sólo puede “legalizarlo”. La fuerza no les alcanzó ni para convocar a elecciones, probablemente el pueblo no hubiese cedido otra vez a la encrucijada de votar al menos malo. El presidente de –la hoy más que nunca– confederación, sólo hace pocos meses ganó las elecciones en su provincia, no en la nación, y perdió las elecciones frente al voto negativo (voto en blanco, anulado y abstención) de la mayor parte de la ciudadanía. La realidad del conflicto trituró la abstracción acrítica, el trueno de la crítica de la praxis “iluminó” las abstracciones iluministas de la racionalidad instrumental moderna.
Se equivocan, me parece, ciertos analistas políticos del exterior, cuando (con cierto terror) tildan al peronismo en el “poder” de populista, como se equivocaron antes cuando creyeron (con entusiasmo) que el gobierno de la Alianza era de “centro-izquierda”. El peronismo en el poder es tan “populista” como el de Busch o como el de Aznar (PP), como la Alianza UCR-Frepaso tan centro-izquierda como Felipillo y Tony Blair. Es lo mismo, sólo que del lado de los países perdedores.
Les cuesta mucho esfuerzo, a esos analistas, entender que el Estado de sus países no es tan distinto al de los bananeros.
Los países del “tercer mundo” tienen, muchas veces, una institucionalidad legal-estatal tan desarrollada y compleja como muchos del “primer mundo”. Muchas veces, por ejemplo, las Constituciones de los países latinoamericanos se han anticipado en mucho a las instituciones de las constituciones europeas. Ni que decir de la Constitución de América del Norte.
A la complejidad jurídico-institucional y al desarrollo de adecuación a los cambios del conjunto de un bloque histórico puede llegarse de diversos modos. Ya está claro que causas diversas pueden producir un mismo efecto, así como causas similares pueden producir efectos diversos.
Al desarrollo complejo de las instituciones puede llegarse por una vía innovadora original, una especie de clonación o trasplante en un organismo o ambiente nuevo, o por vía de la adaptación acumulativa. Viejas observaciones de Gramsci sobre la revolución pasiva y el americanismo pueden servir al respecto. La complejidad política de Italia es el resultado de estratos acumulados de muchas formas y ello, en definitiva, no fue mayor obstáculo para implantar el fordismo, es decir, la forma productiva de la racionalidad instrumental moderna. Las instituciones se fueron adecuando sobre la base de las existentes en cambios, también, moleculares.
La implantación de instituciones modernas en casi toda Latinoamérica (en realidad, Indoamérica) fue casi “directa”, sobre la base de débiles instituciones coloniales. Fueron clonadas, importadas e impostadas. La institucionalidad política, derivada de la Constitución de los Estados Unidos y, casi directamente, de la teoría política europea. En un cuerpo casi virgen de institucionalidad estatal-legal. He aquí un punto donde puede establecerse una diferencia ya no sólo de causas con un mismo efecto, sino resultado diverso con la misma causa. Instituciones modernas producidas por diversos desarrollos, resultados diversos de instituciones similares. Sin adentrarnos siquiera en la historia económico-social diversa (países colonizadores y colonias, países imperialistas y dependientes, etc.), en el propio terreno político la cultura (institucional) previa ha determinado un grado de consolidación distinto de las mismas instituciones en ambientes diversos.
Si es cierto aquello de Marx que desde la anatomía del hombre puede reconocerse más fácilmente la del mono, los pensadores políticos de los países desarrollados deberían reconocer más fácilmente la anatomía del Estado. De hecho parece que hasta Max Weber fue así. Sin embargo, ahora no parece serlo. Cuando uno plantea con alguna fuerza el carácter del Estado tardío-moderno tal como lo venimos haciendo, se gana fácilmente el anatema de anarquista o romántico. Es que, precisamente, para quienes acceden a la compleja institucionalidad moderna a través de las engorrosas acumulaciones de adecuaciones correctivas (que mucho se parece a la “revolución pasiva” y que muchas veces se expresa en la pasividad revolucionaria, y otras tantas en la pasividad reformista), las instituciones existentes se “naturalizan”. La concepción del Estado moderno deviene una abstracción, la abstracción de la empiria acrítica. Aun en cierto pensamiento crítico.
Por ello es, me parece, que no solamente los fenómenos son más crudos cuando la consistencia de las instituciones es más débil, sino que en el terreno del pensamiento las cosas se hacen más sencillas (para no caer en la soberbia de decir más lúcidas) para los que más sufren el carácter rastrero y rapaz de los gobiernos llamados Estado, de la decadente clase política. De las bandas mafiosas que se autoadjudican la representación trascendente y mitológica del pueblo.
Las nuevas formas productivas basadas en la comunicación y la información han determinado nuevas formas de apropiación del trabajo ajeno. La función del Estado no puede ser más la de contener un mercado en las fronteras de un territorio geográfico (con una aduana, una moneda, una bandera, un ejército, etc.), propio de la forma capitalista de producción asentada territorialmente apropiándose, fundamentalmente, del valor excedente de la fuerza de energía física del trabajador, materializada en productos también “físicos”. Si el carácter de los bienes cambió y la ciencia es también producción y producto, la forma de apropiación también. Y no sólo la forma jurídica (las nuevas formas jurídicas de los “derechos de propiedad intelectual”) sino la forma práctica: ya no se traslada físicamente no sólo el oro, sino tampoco sus signos. De modo que, coexistiendo con las viejas formas de apropiación del trabajo ajeno, existen nuevas formas subordinan a aquéllas. Si esto es así no sólo serán otras las funciones de la institucionalidad-estatal, sino que será otra su forma de legitimación. Por lo tanto, la misma máquina electoral ya es vieja, obsoleta. Al pueblo aun apenas le sirve, parecen más efectivos los piquetes y las cacerolas (con o sin plazos fijos). A la Enron, por lo visto, no le sirve de mucho y probablemente le interese más el Plan Colombia (que también probablemente le interese más a las fuerzas armadas argentinas). Al capital financiero internacional le interesa poco, por eso le soltó la mano al gobierno. De modo que da pena la ingenuidad infantil con que ciertos sectores de “izquierda” se ilusionaron con la nonata convocatoria electoral para marzo de la diputada Carrió (que poco dice de la deuda) de “elecciones ordenadas”. El “crecimiento electoral” de la “izquierda” llegó tarde y al lugar equivocado, el de Lilita, si llega, probablemente no sea más que para seguir negociando en el juego suma-cero.
Quizá sea más probable la tentación de una salida cuasi-bonapartista, apoyada en aparatos clientelísticos, policiales y para-policiales, sobre la base de una fragmentación entre excluidos y empobrecidos. Si esto es así, creo que deberíamos seguir reflexionando sobre el universo de la pobreza. No relegar ni regalar los pobres al Estado ni a Amartya Sen y, como decía Lenin, organizar políticamente la cooperación, otro universo de relaciones sociales, productivas, culturales, jurídicas.
Por ahora, gobierno débil y coordinación y fuerza en las demandas re-expropiatorias, con nuevas formas organizativas de lucha.
Febrero 27 de 2002.