28/03/2024

El último barco de Gaza

A los niños palestinos de Gaza

El pueblo siquiera tenía un nombre. O sí, pero nadie lo recordaba. Pueblo de Strupsk lo llamaban, porque Strupsk venía a ser la ciudad grande a la que pertenecía el pueblo. Casi todos judíos viviendo con tres o cuatro familias polacas que odiaban a los judíos. Polonia.

En esos días hermosos del invierno, Sarita veía al abuelo -zeide- preocupado. Ella no dejaba de ser feliz. Con sus doce años musicales, amaba la escuela precaria, los árboles con sus cuerpos impresionables a nuestros sentidos, la hierba que trepa por las paredes de los pozos a la que su abuela -bobe- usaba en infusión como medicamento cuando se acercaban los días de tos. Cantaba. Miraba a los jóvenes judíos con la inocencia útil de esas bolsas de cuero que se asían a las sillas de los caballos para meter el mástil de la bandera. Florecía. Para algo tenía doce años cautivos bajo el nombre de Sara.

Algo de pasacalle en su carita, como esas marchas de compás vivo que las bandas musicalizaban una vez al año por el centro de las ciudades que no eran el pueblo de Strupsk.

El zeide andaba de un lado a otro, adusto sin razón, detrás de un trámite desconocido, descuidando incluso el negocio. La bobe dejó de cocinar el borscht cuando rompieron a pedradas las vidrieras. Desde entonces, Sarita ya salía a la calle acompañada de su hermano de diez, porque los epítetos sobre muerte a los judíos corrían por las zanjas, se detenían a orinar junto a los árboles, caían bajo los caballos de tiro mancados, afloraban en la papa arrancada a la tierra. "¡Rata judía!" oyó ella que llamaban a alguien, pero no se dio vuelta porque Sarita no era una rata. Decidió no escuchar más porque no había nacido para el sentido trágico. Nadie nacía por otra parte para el sentido lógico.

Tampoco entendía qué estaba pasando con su zeide. El viejito tachaba con lápiz rojo cada día de este mes de marzo de 1938, al cerrar el negocio de vidrios y pasar al comedor. Sarita amaba los vidrios del viejo. Por ellos entraba el calor del sol y la luz del sol, sus dos personajes favoritos, a veces entraba el arco iris, tanto que había inventado una historia de títeres para la luz que era un niño grande, gordo y de apacible condición. Cálido.

En el diciembre pasado, una amiga la llevó a ver el Nacimiento de Navidad en un pesebre, allí estaba el malvado Herodes con barba. Los angelitos atestiguaban del alumbramiento del Niño y otros demonios negros con quipás en la cabeza que querían asesinar al chico. No entendía. Peor era con los entierros de las mascotas, canarios, perros, gatos de los propietarios niños de la escuela, si acaso ponían cruces judías en sus tumbas los otros niños las pisoteaban porque vivían en un país de adultos con sentido trágico y sin lógica. O desde otra lógica ensayada con autómatas y maniquíes. Las cruces cristianas no debían tocarse y -si acaso ocurría algo con ellas- la culpa del crimen tenía responsables trágicos concretos. La niña oía a la gente decir en esos días smutno, que era una palabra tan oscura y gris que significaba triste en polaco y triste en yidish, así que ella pensaba que era la misma palabra que estaba triste. De ahí que cantara a toda hora. Incluso antes de dormir. Su voz blanqueaba las paredes de la casa. Pensaba hacerle un espectáculo divertido de títeres a la palabra smutno. Polonia.

¿Zeide, que le pasa? "Nada, hija". No pasaba nada, entonces no hacía falta preocuparse. Cantaba ella en Polonia.

Porque el amor de los abuelos por los dos nietos era tan natural que Sarita ni siquiera notaba la ausencia del padre que partiera a la Argentina hacía nueve años y ya está, apenas alguna carta pero sin recordar ni su cara. Nada de él en un país que no debía ser con sentido trágico y sin lógica humana como Polonia, por eso el padre no volvía. El padre espolvoreaba recuerdos que Sara no tenía y que, sin embargo, cubrían los hombros de los dos viejos como caspa, como pelos enfermos, como una llovizna de pelusa defraudada.

La madre de Sarita seguía enferma, y la niña no entendía este tipo de enfermedad que no era tos ni fiebre, que no tenía nombre igual que el pueblo, y que provocaba en la madre vivir encerrada en la última pieza de la casa sin apenas mostrarse a sus hijos una o dos veces a la semana cuando la bobe la traía a bañar. Ella había puesto un nombre a esa enfermedad: smutno.

La noche del día que volvieron a romper los vidrios del negocio (de dos balazos porque se encontraron los proyectiles), estuvieron sentados como siempre los cuatro a la mesa, dos ancianos y dos niños. El viejito dejó la copa de agua y contó a su esposa haber conseguido por fin eso. Sarita, tan inteligente, no sabía de que "eso" hablaba el abuelo ni para quién. Pero "eso" era tan importante -por la cara de los viejos- como la tragedia, la lógica o Strupsk, el pueblo sin nombre que tomaba prestado uno a la ciudad grande. Sarita se enteró que "eso" era un viaje. Tal vez un fuese viaje a los familiares de Varsovia, de los que ahora había tan pocas noticias. O para llevar al médico a su hermanito de diez que jugaba solitario, durante horas, con los cubos de madera sin poder comer y era ella la encargada de dar cuchara a cuchara, entre cubo y cubo, la papa pisada sin que se le cayera de la boca. Se le caía. El niño tenía pesadillas con el Viejo de la Bolsa que llegaba siempre perdido entre una multitud nocturna vestida de pardo, mientras él se despertaba a los gritos, ¡papá! ¡papá!, vestido de azul.

La abuela lloró sobre la mesa al oír sobre los pasajes. El hermanito se levantó y la abrazó sin saber. La niña sonrió; no quería que se estropeara una cena por algo tan pequeño como unos pasajes desconocidos y sin destino. Tendría que existir una lógica para los pasajes. Ella dijo: "¡Al último que termine la cena cola de cerdo!" No le llevaron la atención. Se fue a dormir a su camita mientras la bobe alargaba el plato de comida a su hija enclaustrada.

Alguien la despertó. Sara abrió los ojos asustadísima sin divisar la sombra que tenía delante de la cama. "Soy yo, hija, tenemos que hablar".

El viejo preguntó lo que tenía que preguntar entre las sombras: "¿Hija, sabes lo que es un animal?". Sí, zeide, un animal. "Es un ser que vive, siente y se mueve por propio impulso". Sí, zeide. "Pero un animal humano vive, siente y se mueve por impulsos de otros. Por eso tira piedras a las vidrieras". Después cantó y Sarita ya no pudo dormir esa noche. Una mezcla súbita de golpes dados con la culata de un arma tuvo, con una explosión de alegría y caricias de la mano de un padre, todo junto con lo que el zeide cantó. Ella lloraba. Reía. Su alma entraba en el molino de aceite, bajo la piedra redonda en que la viga aprieta al esparto lleno de aceituna molida regada de agua hirviendo. El dichoso aceite.

Con la luz del sol recuperó su entusiasmo de hueso de guinda que recuerda a la carne de la fruta, y empezó a preparar sus cositas más las de su hermano. La poca ropa. El viaje sería largo y la despedida intolerante.

El zeide había comprado tres pasajes para el último barco que partía a América porque la guerra era de un día para el otro. Sara, hermanito y madre, se encontrarían con el padre en un país donde no hubiera seres trágicos y sin lógica. El padre ni siquiera lo sabía, pero el viejo tuvo una intuición: había que huir ya. Ahora mismo. Sin respirar. Abandonar los muertos y los vivos queridos. Desbandarse de las callecitas y el negocio de vidrios. Eludir cualquier recuerdo. No volver la cabeza por nada del mundo. Refluir como el agua que vuelve a un cauce que no tuvo. Escapar. Todo se animalizaba por segundos; los hombres se convertían, voluntarios, en animales para la nutrición de una fiera. Compró los pasajes el viejo vendiendo la vidriería por lo que le diesen. Faltaban los papeles. Los pasaportes. Faltaba todo.

Esa mañana, en la escuela, ella contó la noticia. El maestro le preguntó ¿qué te gustaría ser en Argentina cuando seas grande? Contestó: maga. Los compañeros se rieron, pero ella volvió a contestar: "Seguramente seré una buena madre, pero me preguntaron qué me gustaría ser".

No estaba en condiciones Sarita de explicar que el sueño es la dramatización infantil del poder, pero estuvo en condiciones, al otro día, de desarmar la valijita. Afloró su carácter en catarata. Le comunicó a la bobe que ella no se iba. No los abandonaba. Llegaron los vecinos a convencer a los gritos como siempre, que es una locura no irse, que la Argentina no es pobre como Polonia, que allí el dinero se recoge con palas y fortunas incalculables aguardan a los inmigrantes o sea ojalá pudiéramos ir nosotros porque la guerra va a comenzar pronto y será una guerra. Segura como un adulto de su decisión arrebatada, a Sara de inmediato la asaltó la niñez insegura, temerosa, la del dulce sometimiento. Descreía y odiaba. Tenía nostalgia de lo no vivido y, a renglón seguido, cantaba con una inusitada arrogancia, desconocida incluso para sí. Gozaba de una ilimitada fe en los seres humanos, o sea que Polonia era el lugar más maravilloso del mundo. Además estaba enamorada de un chico que la ignoraba por ignorar de qué se trata el amor todavía. Necesitaba un año más para educarlo en el amor. Estaba completamente segura que, en el verano, ella florecería completa. Para esto son los veranos. Nunca se vestiría de negro, aunque se muriera el mundo con los pájaros. (A propósito, ¿por qué ya no quedaban pajaritos en Strupsk?) Parecía como llamada a llenar el vacío con luz y graciosos abismos. Deseaba conocer Varsovia además, vivir unos años allí, contribuir a sacar a los niños judíos de esos patios y sótanos oscuros donde, le contaron, juegan a no ser perseguidos, y cantarles en polaco las mejores canciones yidishes. El gris del Vístula es luminoso comparado al gris del Támesis decían los pocos que vieron el Támesis, ninguno conocido, a decir verdad. Los capullos en flor del castaño son únicos si se vagabundea universitaria con un libro entre las calles viejas, delante de las hermosas casas de los médicos, y de las estatuas de mármol enrojecido, corpulentas, con esos largos abrigos de astracán de bronce y los sombreros adornados de pluma de avestruz, porque vuelan las palomas en Varsovia. Mirar las chimeneas sobre las que hierven los gansos gordos y el tradicional pescado del viernes. Ella tenía un plan para Varsovia: limpiar los asilos, poner sábanas de colores sobre esos colchones rotos de las camas, cantar para los ancianitos con las cabezas rapadas atestadas de costras y piojos.

Cuando llegaron noticias de que el barco no zarparía a fin de mes como estaba previsto, que no tenía fecha, que probablemente no lo hiciera, estuvo por fin feliz. El zeide iba y venía. Se retorcía como por un ataque al hígado cada vez que miraba a los dos niños. Como si la niñez fuese una enfermedad y Sarita trataba entonces de no estar donde él estuviera. Faltaban los papeles. No se encontraba la documentación del nacimiento de Sarita. Algo ocurrió en los archivos justo con su inscripción. Se necesitaron dos testigos ante un juez para salvar de una manera provisoria la falta. Pero el juez advirtió que en las oficinas de migración podían no dejarla partir. Además era judía. Sobre todo era judía. Y esto era Polonia. Un sobre todo, algo o nada.

El viejo habló a los cuatro en la cena, incluyéndose. Viene una época de asesinos completamente sanos y cuerdos -explicaba arqueado por un dolor insoportable-, de coroneles que odian y de tachos de basura, pero la gente está conforme con su papel de limpiadores de tachos mugrientos. La gente dice, es lógico, alguien debe limpiarlos. La gente entra a las iglesias como lugares de matanza, a los prostíbulos como asilos, a los segundos como eternidades, no va a haber dónde encontrar a Dios en Polonia. Si una niña lo halla en un nido, entregándolo a su padre, un coronel le dará recibimiento ostentoso, oficial y militar. Este es el momento en que Dios se disgrega en bolitas de vidrio para entrar al corazón de los cuarteles. Solamente los niños nos salvarán; tú, Sarita, y tu hermano son la pregunta más elemental que tenemos la bobe y yo.

Ella no entendía al zeide pero en la escuela aprendió que hay un gas más pesado que el aire, sin olor, sin color, que no se enciende y asfixia, que, combinado de carbono con oxígeno, provocado en las fermentaciones, se usa para preparar esas bebidas tan ricas por las burbujas dentro de las botellas.

El zeide se descompuso esa noche. El médico llegó. Ella corrió a traer el remedio y el viejo la llamó desde la cama: "Hija, si no te vas yo me muero". Sara volvió a juntar sus cositas del ropero porque sabía que el anciano no mentía jamás. Tal vez su padre mintiese, pero de él no se acordaba ni de la nariz. De él no tenía niñez.

Durante días las noticias del barco fueron tan cambiantes como la frecuencia de las pedradas e insultos. ¡Zarparía!, ¡no, ni hablar, ni había llegado siquiera!, ¡no dejarían embarcar a los judíos porque los necesitaban para la guerra!, ¿y la documentación? Los vecinos -esa familia grande- traían noticias terribles seguidas de otras alentadoras; la noche culminaba con nuevas más o menos espantosas. Todos querían ser optimistas, estaban acostumbrados a serlo. Hablaban del "último barco" en cuanto veían a Sarita en la calle, que casi no pisaba porque el zeide se lo tenía prohibido. La repugnancia lustraba las calzadas. Todo se llenaba de barro e impugnaciones, de ofensas antiguas, tan antiguas contra los habitantes judíos de Strupsk que no se recordaban los orígenes, nadie los reconocía, como si estuvieran estupendamente tallados en la imaginación polaca. El zeide repetía, ya no hay tiempo, no hay dónde comprarlo aunque uno venda los vidrios más claros que Dios. Si los papeles de su nieta eran un problema, ¿dejarían entrar a ese país a lo que quedaba de su hija?

Sarita le llevó un vaso de agua: "Zeide, no se preocupe, el barco estará, aunque no sé que voy a hacer lejos de sus anteojos". El viejo la besó en eso que llaman la tapa de la cabeza.

La sensación del tiempo agotado era tan húmeda, que resbalaba por las paredes, o hinchaba las puertas interiores, oxidaba los goznes de las ventanas.

Oía los comentarios en las casas ella, pero no los entendía del todo y le parecía que nadie los entendía del todo, tal vez el viejo, que se había vuelto más taciturno e insomne porque no llegaba el documento sellado desde Varsovia, entendiera algo. No había nada exacto como las matemáticas, lo correcto estaba en los pozos ciegos, lo categórico no era indispensable para vivir ni obligatorio ni urgente, o sea los vecinos se esforzaban para ser cada día menos pesimistas según fueran menos lógicos y más trágicos. El precipitado del odio, en vez de subir bajaba a las calles. En cuanto veían a Sarita, decían: ¡Sí, el barco va a zarpar, no tenemos dudas! Eran pronósticos de seres que se aferraban a horóscopos inexistentes clavados a conjeturas vacías, sobre paredes de suposiciones derrumbadas sosteniendo vigas con otros augurios, otros presentimientos, la predicción muerta ¡sí, el barco está ahí para llevarte, Sarita! Se clausuraron los templos gregorianos. El zeide lo escuchaba por la radio. La apagaba y decía: "Esto no es la locura, es la crueldad". Los italianos habían usado gases en Abisinia, y había cursos para los no judíos de cómo usar las máscaras con éxito. El viejo envolvió en trozo de papel mil zlotys y se los entregó a Sarita; que los guardara, que el viaje sería largo, que el barco tenía que zarpar, que lo que se venía nadie lo había visto. Ella encontró en sus ojos una desesperanza, "el viaje está muerto, hija".

La partida fue en carro hasta Strupsk y de allí en tren. ¡Por fin Sarita conocía la gran ciudad que daba nombre a todos los pueblos como el suyo que ella conocía! El zeide acompañó al grupo de viajeros; la bobe permaneció en el final de la calle sin nombre, del final del pueblo sin nombre doblada sobre sí.

El viejo les dijo a los tres, pero sobre todo a ella que conduciría el grupo con doce años, "Suban por la escalinata al barco que voy a comprarles pan y regreso a despedirme". Pero no regresó. El barco se alejaba de la costa sin que Sarita pudiese encontrar su sombra en el muelle. Había mentido. Ella lo supo durante la cena, porque había tanta comida y pan sobre la mesa como para llenar las panaderías y restaurantes de Varsovia. El zeide le mintió.

El barco resultó gigantesco y hermoso; la música de las orquestas se oía a toda hora, así que la gente bailaba y la madre de Sarita se encerró en el camarote durante los catorce días a interpelar las voces, las pesquisas, los valimientos en su cabeza. Pero la niña no se acostumbraba a vivir sola en el barco, a controlar al hermanito y la madre ella sola e hizo amistades que la ayudaran. Feliz, porque pronto vería a su padre, y porque se había llenado de colores mirando desde la borda el océano, desde la mesa del comedor el plato, y recordaba la olla de la bobe colocada sobre el brasero, el orden de las doctrinas en el comedor, el candelabro, los tíos con esas caras de cómicos, un aroma a almendras, la vecina gritando a su hijo judío rebelde ¡enemigo de Sión!, la despedida en la casa con la copa de vino que le dio a probar por única vez el zeide, ese pedazo de terciopelo de algún vestido materno cuando la madre era todavía mamá, un domingo siguiente al shabat nájamu donde el amanecer del mundo que sonríe y madura y crece y alegremente baja de los árboles hasta volver de color rosado al tiempo, hace que las peras enfermen de amor, y el violinista que huyó hacia la niebla, al carruaje llevando a los novios a la hora del gallo, al dolor de criar abuelos, las caderas hermosas de las jóvenes cuando, cargadas de savia, se deslizan por la única calle donde la mancha del sol en la pared de Sara crece un poquito y se escapa porque allí está el aprendizaje más elemental, hay que escapar y nadie pudo salvo ellos tres que ya están en el barco. Nadie más en este mundo de tragedia y lógica.

El aire tiene sobre las aguas el color del sueño. Y la bobe, que la noche antes de partir rezó a Cristo, se persignó en secreto porque para salvar a esas tres criaturas en viaje, el Dios de una sola religión no sería suficiente. Sarita la vio concluir con el amén besado con la punta de los dedos.

A ese hombre que era su padre parado en el muelle lo reconoció por las interrogaciones de la madre. Por un momento ésta compuso su rostro, hasta sus ojos y lo besó en la boca. Sara no se atrevió a besar a un desconocido. Alargó la mano, además el hombre hablaba raro. Ella necesitaba volver a Polonia pero no estuvo lo suficientemente preparada como para ver que había viajado el último barco del mundo.

En la oficina de inmigración ese señor, que era su padre, gritaba que no, que ellos no se volvían en el último barco, que es mi familia a los gritos. El último barco por favor. Su madre miraba anochecida. Miraba sin impertinencia, como preguntando sobre una respuesta conocida. El hermanito lloraba por los alaridos del desconocido. Sarita trataba de mantener la calma de los cuatro. Pasaba que no querían dejar entrar a la enferma al país y, por lo pronto, se volvía a Polonia con sus hijos, "los tres" se volvían con la enferma. Estos señores ignoraban de la palabra triste en yidish, no entendían polaco, exigían algo como una mujer sana y cómo explicarles lo que era Polonia con esa sentencia repetida, bienaventurado el piojo que no es hombre y no alcanzará a beberse toda la sangre. La orden lógica era condenarlos a regresar a la lógica y la tragedia.

Tampoco podía explicarles Sarita lo que aún no había ocurrido y tampoco ella sabía, porque faltaban dos años para el 14 de octubre de 1940, la orden alemana propalada por altoparlantes, publicada en los periódicos, anunciada por afiches en los muros, de que la vida de cualquier judío se traslade a un solo distrito de Varsovia amurallado, con un plazo de dos semanas, que se extendió con gracia de otras dos, al cabo de las cuales las puertas del ghetto fueron cerradas.

Los dejaron entrar con la madre que había dejado de serlo aventajada por otro ser delante. En los Estados Unidos no hubieran permitido a una enferma; el zeide no se había equivocado con este país de nombre tan femenino, que empieza y termina con la a que redondea a Sara en el medio y en el final. Después de una semana en Buenos Aires, donde le impresionaron los cajones de pan tirados en las veredas, viajaron a Salta para impresionarse con los indios, como judíos tirados en las veredas. El señor los trataba en el tren como a parientes lejanos. Dos o más días de viaje, no recordaba Sarita. Salta era una ciudad con indios tirados y clases altas como alemanes.

Ese hombre puso a Sarita en la escuela con los niños de cinco años para que aprendiera el idioma y, en un mes, ella les enseñaba divertida a los bebés el español. Este señor, que era el padre, ya tenía casa propia y un buen trabajo que permitía pagar una profesora particular por las tardes, enseñando la gramática española a Sarita. A los ocho meses hizo una composición de 59 palabras y ganó una medalla. Este era el país. Su historia la escribía Sarita. Al menos eso, la suerte de una "Polonia" sin historia. No había algo tan impregnado a la ropa y maloliente como la historia.

Pero un tiempo después, el señor que era su padre cayó enfermo y los tres recién llegados se enteraron que ya había estado internado antes, así que la policía rodeó la casa con una cuarentena, no podían salir y la gente tan cariñosa les acercaba comida hasta el umbral. Sarita no supo más. A los pocos días el señor murió. Recién cumplidos los catorce, ella quedó al frente de la casa.

Salió a la calle a conseguir ocupación mintiendo que tenía dieciséis. También el zeide había mentido una vez. El padre de ella también debió mentir a su madre que se mentía con verdades imaginadas a ella misma. Seguro que fue la frescura y belleza de Sara que alentó a alguien a darle trabajo. Mantener la familia a esa edad resultó oneroso a su infancia. Aprendió cosas violentas, de grandes rápido, con el cuerpo que le había florecido para cosas suaves, pero rápido y duro. En la iglesia judía no había vírgenes. Onerosa era la obligación de ser adulta tan indiscretamente. Conservaba la alegría intacta sin embargo, por eso de llamarse Sara.

Cocinaba borscht con crema por las noches. Sacaba a su madre después de la cena a la vereda y le cebaba mates. Se habían aficionado a la yerba; una desde la mudez intacta, la otra con el optimismo de la pava cuando silba a los pájaros. Pasaban indias con los párvulos hamacados a la espalda, escapando de algo. Ella envidiaba a esos niños enmantados por madres desde el comienzo de los tiempos carentes de historia.

A los 26 años se casó y tuvo hijos. Cuando después de la guerra debió tramitar la nacionalidad argentina, la certificación de nacimiento gestionada por su zeide ante el juez, estaría en el pueblo sin nombre. Pero del lugar no quedaba nada. No existía. Ni una butaca para entender el pasado de lo que no solicitaba lugar. Había desaparecido íntegro con los vidrios por donde entraba la luz y el color a la casa, ese calorcito también desaparecido con todas las cosas, las amígdalas de las calles y hasta los árboles que no eran muchos, y hasta los animales atados a los carros volaron y la escuela precaria, sus tíos cómicos, los libros de Sholem, las conjeturas divertidas sobre el porvenir, los niños, los niños, los niños sobre todo la conmiseración, los mandamientos y los niños, el cuarzo de la plancha, los pájaros, el zeide feliz de contemplar el barco tragado por el horizonte smutno desde atrás de una grúa, en el muelle, y la bobe doblada en el final del camino sobre todos los niños muertos tras los murallones de Gaza.

Como Sarita no pudo recuperar sus papeles de Polonia, la nacionalidad argentina la obtuvo por medio de dos testigos.


Basado en un testimonio oral tomado por el autor.

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