29/03/2024

Postales africanas de un mundo roto

1. Como si fuera un mundo iluminado

El hombre blanco quería apenas un trocito de tierra, una parcela del tamaño de la piel de un buey, donde pudiese cultivar verduras para la sopa. Luego….
(De la tradición oral de los Delaware sobre la llegada de los primeros holandeses a la isla de Manhatan, 1609).

Aquí, en esta ciudad casi negra del sur andaluz, los negros amanecidos que no consiguen trabajo en invernaderos, caminan un rato por las calles y luego se sientan en la arena, junto al mar.

Es verano y en la playa hay bañistas. Pero los negros, que han dejado tan otra vez y para siempre África, no se bañan en el mar; nunca los vi bañarse, miran nada más, vestidos, el agua. Cuando llegaron a América como esclavos de los esclavistas no podían volver. Cuando llegan ahora como esclavos de la exclusión, sin "papeles", tampoco pueden volver, porque en ese caso no podrían regresar a la Europa euro (como si la moneda fuese una cualidad) y para cuyo viaje inaugural hubo tanto tiempo comprimido, tanta pesadez de roca, tanto dolor al costado. "Sin papeles", son esclavos de la invisibilidad legal. Cierto que comen mejor que en África, comen incluso; que beben agua mejor que en África, beben incluso; que visten mejor que en África, visten incluso. Pero sin papeles no pueden volver, de manera que miran el mar, miran el horizonte del mar como si tuvieran esponjas en los ojos, la luz atardecida en los ojos; miran con las venas moradas hacia el mar detrás del cual está el África, a la que nadie que sea de allí y no tenga "papeles" aquí puede volver. Miran con una mano en la oreja, como oyendo por un caracol, sentados, vestidos en medio de los bañistas que gritan, ríen, ellos que parecen sentados ante un altar, adormecidos por el vaivén del oleaje y su ritmo que les murmura, tu esposa está al otro lado, la madre está al otro lado, tu hijo está al otro lado, la madre de tu madre está al otro lado, la misericordia no está en ningún lado, la economía en todos. Pero aquí, si trabajas mañana comes, bebes, vistes la luz granulada, la invitación, la señal del día en que se debe llorar escondido como un perro porque lo peor es que te tengan lástima. Este hombre vestido, rodeado de bañistas desnudas y rubias más desnudas todavía, llegadas desde la desnudez helada de Alemania. Este negro mira como miraban su antepasados esclavos en Jamaica, o Cuba, o El Salvador, el mar, con los ojos cubiertos de polvo, en todo caso, en barro, en arenas del camino, en agua salada del camino; y mira sin observar la turquesa en que se ha vuelto el mar sin que él jamás haya visto una diadema de turquesa, ni la vea nunca, porque se mira en un espejo negro en una fiesta oscura de una soledad opaca con una venda negra en la mano y una premonición negrísima en la cabeza: nunca tendrás los "papeles", y si los llegas a tener nunca podrás volver al otro lado del mar, y si acaso logras volver, nunca podrás regresar, porque tienes una deuda original con la euro justicia europea, como una deuda con Dios, que es todopoderoso y euro, el haber entrado sin "papeles", ilegalmente; así que toma asiento en la arena y el agua se abre ante su mirada como si Moisés estuviera obrando sobre el mar rojo sembrado de maíz rojo, de patatas rojas, de ají rojo, de camotes rojos, de aguas rojas. No hay cómo ir, ni cómo volver. Por eso él mira, sentado, vestido entre las risas marinas de las sirenas alrededor y los niños embistiendo las olas. Tiene la cabeza rapada el que mira el agua rapada. Tiene una cabeza india y una trompa simia, es el hombre original. Nuestro padre. El descendiente directo de Dios y la raíz maravillosa del homo sapiens. Pero no tiene dónde ir y dónde volver. El mar es un pavimento negro delante, con focos de luz eléctrica delante, con líneas blancas a los costados delante, y no hay cómo correr por esta carretera de gotas acumuladas de agua. Su cuerpo negro tiene sobre la arena una sombra blanca, por lo menos más clara que su cuerpo, pero él mira la oscuridad en el mar, abraza el pavimento caliente y se hunde. Es húmedo este hombre, y tiene olor a camino, olor penetrante, distinto al de las alemanas que toman luz desnudas como caimanes a seis metros de los suyos.

Ellas huelen. El suda pateras, algodón de azúcar, maní, plátanos, sábanas de hoteles mugrientos, ropa abochornada, zapatillas de segunda mano, palabras no dichas, mares exactos, sencilla ignorancia, lunas eclipsadas en betún; sin ofuscación suda cualquier cosa menos Chanel o gel de baño. Las alemanas, acostadas de espaldas al sol, le muestran el culo al sol con los ojos cerrados, plenas y descansadas, descansando. Son hermosas. El negro ni las vio y, si las vio, ellas no lo vieron, y si ellas lo ven es como si no lo hubieran visto nunca, por eso él mira la mar, donde al otro lado está también el mar, mira profundamente como si fuera por primera vez, como si fuera un mundo hecho a trasluz, así de barato.

2. "Sale"

Debe ser tan hermoso decir: Creo en las cosas que existen y en otras que acaso no existan, en todas las cosas que pueden salvarme, aunque ignore su nombre…
(José Hierro)

Almería, uno de los paraísos de la agricultura bajo cubiertas de invernadero, se parece a esos puertos africanos donde también se ven muchos blancos. Porque, volviéndose lugar de blancos ricos que exportan alimentos a Europa rica, y masas de negros subsaharianos sin nada pero con buena ropa de Caritas y teléfono móvil en la espera de la contrata de un día, tiene algo a un sur norteamericano de las novelas de Faulkner también. Más democrático sin duda, no tanto. Miles de seres llagados, llegados de cualquier forma, en pateras con otros que murieron ahogados o sedientos en navegaciones de tecnología inmemorial, o bajo el chasis de los autobuses, porque el asunto es entrar a Europa rica donde está España productora de alimentos y viviendas a pagar en cuarenta años para blancos jóvenes, en realidad productora de burbujas especulativas llamadas "vivienda" para padres blancos con invernaderos, y para ingleses y alemanes también blancos jubilados de sus países respectivos, y respetuosos por lo mismo de ello. En los nativos, la promesa de que el piso mañana va a valer el doble, y es así pero ya las grandes compañías vendedoras no pueden pinchar la burbuja con la que aún siguen ganando fortunas, y los alemanes ahorrativos empiezan a mirar hacia lugares más baratos, Turquía. Aunque los ingleses nada, porque nada puede ser tan hipocondríamente caro como una gran bragueta llamada antiguamente Bretaña.

Esto quiere ser una breve introducción a lo que yo nunca vi: un negro subsahariano mirando propiedades en algún comercio inmobiliario que tiene aquí la mayor proporción de locales y de ofertas por metro cuadrado de toda España. Tampoco vi al interior de los Bancos a algún negro sentado en el escritorio donde se solicitan créditos hipotecarios, teniendo en cuenta que en Almería está la mayor proporción de metros cuadrados bancarios por habitante de toda la península. No tienen documentos los negros, probablemente no los lleguen a tener, salvo que sean jugadores de fútbol geniales y, en tal caso, necesariamente nunca tendrán casa propia que es, con la Virgen del Rocío, parte del folklore espiritual en eso que se llama más o menos metafísicamente como "país profundo". Casa propia y Virgen guapa.

Pero en un año de estancia vi el primer negro, el único, el último seguramente parado en la acera observando contra la vidriera de la inmobiliaria los precios bajo las fotos de los apartamentos en venta. Me acerqué curioso y le hice una breve entrevista. Tenía estudios superiores en Senegal, no tenía documentos, no tenía familia, no tenía trabajo, salvo el cada vez más ocasional en los invernaderos en competencia con las muchachas campesinas rumanas que son disciplinadas, duras en el trabajo como negros, pero pueden dar sexo gratis a los propietarios y se van terminada la cosecha a reunirse con sus maridos desocupados, a los que aman en la romanía capitalista. ¿Entonces qué es lo que miras? pregunto. "No sé", contesta.

Entre su realidad y la burbuja inmobiliaria hay un abismo como entre la vida y la muerte. Miraba el negro la burbuja y lo hacía, voy a precisar, en el mes de agosto del año en que la burbuja inmobiliaria en los Estados Unidos arrastró, en el colapso del negocio de la vivienda en las zonas costeras turísticas de Florida y California, a una crisis bursátil mundial sin precedentes, "salpicando a los mercados" decía eufemísticamente la prensa especializada, y ennegreciendo la economía del mundo por ende, pero ante todo a los subsaharianos, y, en particular, a los que arriesgaron sus vidas para entrar a Europa tirando sus documentos al mar, creyendo evitar, así, la posibilidad de ser repatriados otra vez a cualquier rincón del África hambrienta.

Fuimos caminando hasta el mar. Nos sentamos en un banco a ver el horizonte detrás del cual está el continente del hambre pandémico. Se llama Jim ¿Jim de la selva?, sonreí. No entendió. Se debe llamar Jamb o Jamba o Jbamba, pero Jim tiene más opciones. Además habla inglés, me dice. Podrías ser un buen taxista universitario en mi país, lo aliento. Pasamos por una cantidad de letreros que dicen en los dos idiomas "Sale / Se vende", colgados de los pisos de los apartamentos desde hace un año, cuando llegué, inmóviles desde entonces.

-Te voy a explicar lo que está pasando con la vivienda que no puedes comprar metida en la burbuja hipotecaria mundial, que te ofrecen la compres ahora o nunca -le digo-. Hileras de casas con el cartel Sale en las carreteras de Cocoa Beach, en Florida, Estados Unidos para entendernos, un poco lejos para llegar en patera pero no desde Haití, que son repatriados todos, o de Cuba, que no son repatriados ninguno, porque está claro que la patria de un cubano son los Estados Unidos, la nación donde cada quien tiene un rating crediticio, una calificación de tu riesgo, como si fueras una empresa. Entonces miran el dato tuyo, te miran la cara y sabes si pueden escupirte en el medio de la nariz o llamar a una empleada para que te sirva whisky en las cantidades que tu quieras. Al "riesgo país" tercermundista se llegó desde el "riesgo empresa", y bajó al subsuelo del "riesgo personal". Eres, para el capitalismo, un sujeto peligroso o un duende y estrella, depende de la cifra del índice. Un sujeto económicamente peligroso se acerca bastante a un terrorista a los fines bancarios para un Banco. El sistema de puntuación va de 300 (la garantía de que devuelvas aquí el crédito es cero) hasta 850 puntos. Los créditos hipotecarios subprime o de alto riesgo, o hipotecas "basura", tal cual se conceden a peligrosos, infectos, posibles terroristas que suelen estar por debajo de los 620 puntos; es decir, personas de escasos recursos. Según los textos, inmigrantes, negros sin suerte, chicanos olvidados, yankis infelices, artistas desgraciados, en fin, todo un zoológico de perdedores en los Estados Unidos donde a mediados del siglo XXI -se calcula todavía no concluyó la primera década para afinar los datos- la mitad de la riqueza será de dos mil elegidos. En otras palabras, personas que ya han suspendido pagos antes, porque en los Estados Unidos, al ser la patria universal del endeudamiento, cualquiera puede declararse en suspensión de pagos, o "tirarse a muerto", en la jerga porteña que Roberto Arlt acuñó para uno de sus reventados protagonistas de los aguafuertes. Recordemos que estaban todos los de la mesa del café por pagar la cuenta, llaman al mozo y uno dice (y estas palabras son mágicas, abracadábricas, tanto que el grupo no puede hacer nada porque el tipo alcanzó a decir): "muchachos me tiro a muerto". Como en una ceremonia de paso, el que se tiró a muerto no paga por ser el enunciador alumbrado de las palabras, y los demás pasarán a pagarle lo que él no puede o no quiere, o no nada, porque sencillamente "se tiró a muerto".

Los Bancos empezaron a prestar a gente poco solvente, o sea, a bichos peligrosos, tirados a muerto, pobres diablos, miserables, fronterizos de los "trescientos millones", en el drama otra vez arlteano, derrotados absolutos mirando televisión y a los Chicago’s Bull con cara de seguir presentando batalla en el sistema, porque dicen confiar con él. Nadie les daría un crédito por la portación de cara después de haber hojeado el rating, pero de todas formas tienen que llenar una planilla que ellos van a mentir asquerosamente explicando que ahora sí están "de diez", okey, y los Bancos hacen como si esta declaración fuese veraz. ¿Veraz? ¡¿Acaso están locos?! Sí y no. Efectivamente, no comprueban los ingresos de Jim, suponiendo que tú estás ahora allí. Pero la hipoteca que te darán es, por ser de alto riesgo, de tipo variable. El cálculo de los intereses que pagarás se vuelve esotérico, aunque normalmente hay un período de gracia en que permanece constante, estás contento, eres propietario virtual; y a continuación se dispara el interés con fórmulas y cifras que lanzan los ordenadores y que sólo un doctorado en matemáticas podría resolver de dónde carajo sale el número, o la cifra que tienes que pagar. De 400 dólares se te va a 800, y en otros créditos el interés fluctúa mes a mes. Te envenenas mes a mes. Reniegas con tus hijos mes a mes por la cuota. Insultas a tu mujer mes a mes con el alza; le pegas, ella se separa de tu crédito y la odias a créditos, y los niños te odian como propietario antes que como padre. Eres un subprime. Tienes que dejar de pagar si deseas volver a tener familia y perder la basura propiedad.

La subprime media es de 50.000 mil dólares, pero si el crédito es mayor a 417.000 dólares se llama jumbo, sólo para comprar viviendas de lujo porque viajas en jumbo, de lo contrario en un autobús público sin frenos y con un chofer violador de menores. Jim, tu suscribes la hipoteca. ¿Qué hace el Banco con ese muerto? Lo convierte, lo reconvierte, con un arte de prestidigitador lo pasa a bonos, a títulos que se venden en el mercado de deuda. ¿Quién va a querer comprar esos muertos?, pregunta básica. Cuestión terrorista como de una película de terror, me refiero. Se sabe que las agencias de rating califican la solvencia de esos bonos, pero como sus clientes son los propios emisores de esa deuda, desde ya la están calificando no tan mala, incluso buena, excelente. Además, en los Estados Unidos hay dos gigantes privados que titulizan hipotecas siempre que no sean jumbo, y se llaman Fannie Mae y Freddie Mac, y sus operaciones están garantizadas por el Estado. Además, llegan los hedge funds que compran esos títulos hipotecarios con dinero que toman prestado de los mismos Bancos que lanzan los títulos, usando los hedge funds (una suerte de transformers nominales). Como garantía de pago otros títulos hipotecarios. Compran y venden, incluso sin llegar a tener esos títulos en sus manos nunca. El tuyo entre ellos. Compran y venden virtualidad burbujeante. Cinzano computado. Otras entidades empaquetan esos bonos en otros productos financieros, de manera que los funden en un paquete donde se pierde el valor propio de cambio del hipotecario tuyo.

Desde 2003, los Bancos de Wall Street contratan cada vez más matemáticos, físicos y licenciados en astronomía para crear y operar con esos productos financieros. No es una metáfora. Crean sistemas informáticos automatizados para decidir cantidad y precio de los activos que compran para deshacerse de ellos automáticamente. Pero las burbujas inmobiliarias -a diferencia de las bursátiles- estallan en forma lenta. De una casa no es tan fácil desprenderse como de una acción. La Reserva Federal subió los tipos de interés y con ello encareció el coste de las hipotecas. Los que habían comprado viviendas disparadas por su encarecimiento y las ganancias que darían, se dieron con la iliquidez y la sobreoferta, entonces obligaron a un descenso de los precios y, en un mes, la caída de la construcción de viviendas cayó un seis por ciento, millones dejaron de comprar y otros millones dejaron de pagar. Y Bush, en esos días les dijo a los veteranos de la guerra de Vietnam -que creíamos que estaban todos muertos y los vivos en el loquero (y hasta es posible que los haya sacado de allí para llevarlos a la Casa Blanca)- que no ocurrirá más lo que les pasó a ellos. De Irak "no nos iremos nunca", eso les dijo, cuando ya se había dejado de hablar definitivamente de la "reconstrucción de Irak", y de hacer allí apartamentos cómodos.

Jim me miró todo oídos preguntando: "¿Entonces lo que me conviene es llegar a los Estados Unidos y meterme en una hipoteca?". Y sí… -contesté sin ganas-, primero tendrías que tener un documento, lo cual puede llevarte aquí la vida, y para cuando lo obtengas, la mitad de los Estados Unidos será de dos mil personas y el resto tal vez haya dejado de existir.

3. El esclavo

Llegué al correo cinco minutos antes de que abriera. Aguardaban tres africanos negros hablando, animados, en su idioma gutural del Níger. Aguardaban dos españoles maduros hablando en su idioma ríspido en zetas desde el Quijote a Franco. Aguardaba otro negro, a un costado, silencioso, rapada la cabeza, que me sorprendió por estar desnudo desde la cintura para arriba. Me detuve con curiosidad a mirarlo porque ¿acaso se condecía con la España posmoderna un negro semidesnudo en la calle? Casi como salido de esas imágenes que los imperios coloniales destacaban en libros que hablaban de su producción en azúcar, tabaco y algodón. Acercándome disimulado, vi que llevaba una camisa del mismo color de la piel, tan pegada al cuerpo como que le quedaba pequeña, sin cuello, lo que acentuaba aún más la confusión. Se afirmaba en las dos piernas como un árbol oscuro en la tempranidad del Níger. En la mano izquierda llevaba una bolsa de supermercado con croisantes comprados para el desayuno. No miraba al grupo de los otros tres africanos, no me miraba y a nadie miraba, como si avanzara con los velámenes desplegados de una goleta, atendiendo una pipa en el palo mayor, arriba, en el carajo y hacia el horizonte, donde todo se ve más claro pero más lejos.

De un tórax ancho como de mulo, que así preferían de antiguo los señores modernos el tórax para el trabajo negro en las haciendas, en cuanto abrieron las puertas del correo se apresuró a entrar, y yo -que había llegado después- le cedí el paso. Sin embargo, se detuvo indeciso, y me dio lugar a que pasara. El acto me resultó extraño.

Por su aspecto no despertaba sentimientos de caridad, que de eso se encarga Caritas, porque en cuanto estos seres cruzan en balsas o barcos semihundidos el Estrecho de Gibraltar, o se estrellan en Canarias, deshidratados y sobrevivientes, náufragos y hambrientos del sueño occidental, los visten con ropa usada casi fosforescente y en buen estado.

Entré a la cabina telefónica del correo. Mientras marcaba, me detuve en un cartelito con los precios por minuto de la llamada a los Estados Unidos y Canadá, 0.03 euros, aunque curiosamente a Senegal, que está a mitad de distancia, es de 0.18. ¿Por qué la misma compañía cobra seis veces más la llamada a los definitivamente pobres y más cercanos? Y se repetía el precio con cada país africano. Desde la cabina que ocupo y los mostradores modernos, me separa un hall de unos cuatro metros de ancho. Marco. Hola, sí querida, son las nueve de la mañana acá en Roquetas de Mar y va a ser un hermoso día pero… ¡esperá! ¡están… están pateando enfrente mío…! "¡Qué pasa! ¡qué pasa! decime…" ¡Es que están agarrando entre tres tipos a un negro que yo vi… se resiste… la gente se aparta o se va… "¡Cuidate por favor! ¡decime qué está pasando!". (No puedo explicarle que el negro que yo viera en la entrada está forcejeando contra tres hombres blancos, y es como un baile, porque él los va arrastrando hasta la salida y los otros lo regresan al centro del hall y vuelven. Pero no hay gritos en la sala. No hay corridas tampoco. Hay un abrasador día afuera y refrigeración dentro. No hay tumulto. Como si todo fuera normal, así que los empleados del correo observan detrás de los mostradores y algún curioso se retira hacia un sector más lejano para permitirse ver la pelea en paz. El negro tampoco pide socorro, y yo no podría describir por teléfono todo lo que está ocurriendo).

"¡Qué pasa… decime querido!" ¡El negro se está cayendo…! "¿Cómo?". Sí… está caído y los tres tipos se le enciman, están sobre él forcejeando… (Lo tiran al negro, al que se le rompieron varios botones de la camisa que quedó abierta como una herida negra, y resopla ruidoso de encierro luchando contra el aire que aspira, en esfuerzo aturdido, buscando algo acongojado dentro de sí que no esté saturado ahora de mala suerte. Bufa a lo animal. Trata de desprenderse de los tres: un par delgados, y el tercero, grueso, que puede representar perfectamente a un padre de familia saliendo de tapas los domingos al mediodía para, el resto de la semana, llevar a sus niños a la escuela. El grueso tiene una campera color marrón, de alguna manera gastada. Pero se está agotando el negro, se ve que la fuerza que ejercita es superior y se estruja con algo de anguila escabullida en el agua. Ha dejado de ser un ébano, árbol tropical con la madera negra por el centro, para ser una anguila con el resoplo de fuelle agujereado, desmayo en la boca y adversidad en los ojos. La madera está deviniendo masa fofa de anguila muerta según la lucha desigual continúa. El cuerpo no le responde del todo a su resolución de arrastrarse por la puerta de entrada, tal que si potentes hilos invisibles lo envolvieran en una red de pescadores. Irreflexivos, los otros tres no le gritan, pero uno de los dos delgados le tuerce el brazo atrás cuando logran ponerle el pecho contra las cerámicas del piso, perfectamente limpias y brillantes y la cara aplastada al brillo. Es un tipo -el que le tuerce el brazo- con cara encerada de jovencito clase media europea, y una vitrina iluminada de móviles telefónicos reluce atrás. El tercero de los atacantes hace ya mucho que dejó de ser un muchacho, no obstante su físico es cuidado y lleva en la boca un gesto de alegría con una pizca de rabia. Los tres como tres chiquillos que saben lo que hacen, sin desordenar el plan por la borrachera salvaje de un negro al que no pueden terminar de cazarle el otro brazo, el derecho, que se retuerce como víbora a la que se captura por la cola. No esperaban un negro, tal vez un gitano o un "moro"). ¡Esperá…! Es que uno de los dos tipos está sacando esposas, se las intenta poner al brazo que el negro tiene doblado… "¡Cuidate, por favor, ¿pero por qué…?".

(Ahora, el negro lleva los ojos de animal enlazado, de vacuno a propósito recién volteado al que hay que herrar, y están maneándole los dos brazos tres hombres experimentados en la faena de la yerra. Como los vacunos, no profiere ningún sonido el negro, sólo resopla, muge boquiabierto, resignado, con furor irreflexivo de toro no resignado, de caballo, de otros animales como los esclavos cuando eran cazados. El ex brazo libre se agita, intentando todavía escapar, así que enardecido, uno de los cazadores lo toma con el antebrazo rodeando el cuello y aprieta, quiere dejarlo sin aire para que afloje. El más grueso, el padre de familia, lo hace arrodillado sobre la espalda capturada, para que quede achatada esa espalda bajo su voluminoso cuerpo de tapeos y cervezas y buena comida campestre. La frente se ve aplastada contra los mármoles brillantes del piso, aplastada la cabeza negra rapada y cubierta de transpiración). ¡Se zafó…! ¡no!, ahora lo volvieron a agarrar, no alcanzó a pararse…! "¡Hay no me cuentes más! ¡no puedo oír…!". (Se nota como el esclavo se resiste desde el corazón vaticinado. El esclavo está asustado, ahora se le ve la fragilidad en los ojos, el preámbulo de un mundo que naturalmente está fuera, indeciso el mundo, impávido el mundo, y me mira, alcanza un segundo a mirarme como diciendo sálvame, mira, soy un hombre, puedes hacerlo, arráncame a uno solo y el resto los puedo yo. Pero algo tibio rueda por la nariz del esclavo, es sangre, está sangrando por la nariz, tal vez por un codazo profundo dado por el padre de familia. Bufa el negro, en silencio absoluto, enroscado en el suelo, con las rodillas del padre de familia sobre su nuca y otro arrojado sobre sus nalgas, como si estuviera a violarlo. Sin pedir perdón el esclavo a nadie, que nadie lo tomaría; sin pedir un acuerdo con los cazadores que tampoco lo acordarían; sin pedir un favor a los que miramos, tampoco a mí, detrás del delgado vidrio de la cabina telefónica parado, observando la escena como un espectador privilegiado, mientras se ven movimientos de empleados del correo que abren una puerta al fondo, algo así como preparando una celda para el recién cazado, o una jaula). "¡Basta, no me cuentes más…!". (Salió de una aldea con algo de la estupidez y la tristeza de dejar el mundo querido y miserable, porque la aldea ahorró euro a euro y se lo entregó para que llegue al sueño, luego de cruzar el Sahara a pie. Y se salvó, uno de los pocos, para alcanzar Marruecos y acordar con los traficantes que le darán un día de partida entregando él lo que queda del dinero que cuidó como su vida estos meses; cuatro años, porque el promedio del viaje es de cinco años, y ahora resta lo último, después de salvarse, que lo maten en el camino los bandidos, suponiendo que un negro que viaja sólo por el África hacia el norte lleva euros de la aldea, o sea, falta ahora no morir de sed en el viaje del mar, ni naufragar, ni desaparecer de insolación, ni morirse hasta entrar al sueño al que lo trabajó cada día, porque se puede trabajar "sin papeles" en los invernaderos, aunque cada día hay menos trabajo para los "sin papeles", teniendo en cuenta que los empresarios empiezan a traer mujeres rumanas que los dejan sin trabajo a los competidores. Rumanas jóvenes, rumanas bonitas y dóciles, rumanas con los dientes sanos, rumanas apetecibles y buenas trabajadoras con contrato fijo en origen para terminar la cosecha en seis meses y que se vayan con sus problemas a otra parte y sus euros ganados. Entonces los negros vagan por la calle buscando el sueño que se va ensuciando según pasan los meses, porque para eso amplió la comunidad europea los países miembros, para tener fuerza de trabajo barata pero rubia, y se muere ahogado en las calles el sueño, porque ya se dejó de mandar dinero a la aldea donde empiezan a sospechar que el afortunado migrante es un fracaso, o un mentiroso, o un ladrón).

(Se lo están llevando, tres policías de uniforme, y él va erguido. No maldice. Está empapado nada más. Está atolondrado y adoquinado en el estómago, nada más. Da vuelta la cabeza y nos mira). "¡No querido! ¡Cómo me va a ver a mí si estoy detrás del teléfono y en la Argentina!". Te digo que te miró y me vio, chau, mañana te vuelvo a llamar.

Me acerco a los mostradores a preguntar. El movimiento es normal. Nada ocurrió en la oficina. Una empleada flaca, desabrigada, de esas esposas que ya tienen en claro en este mundo todo lo que pueden gastar y gastar, con proyectos para donde están las "rebajas", y de cómo manejar hasta el final la tarjeta y empezar a tomar créditos personales a largo plazo y relativamente bajo interés, me responde con un tono de voz normalizada, tal que se dijera aquí tiene su vuelto: "¿Ese negro? ¡Ah! Es por una encomienda con drogas. La policía estaba esperando al que viniera a recogerlo desde varios días atrás y cayó este". (Mañana debo contarle a mi esposa por teléfono, que en el mismo instante que capturaban al esclavo con el paquetito blanco, un barco esclavista desembarcaba en un puerto español y sin contratiempos el formidable cargamento blanco de cocaína).

Otra empleada levantó del medio del salón la bolsa de los croisantes que habían quedado tirados en el piso, con el desayuno muerto.


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