03/12/2024
Por Chesnais François , ,
Desde el verano [boreal], acompañando a Wall Street y al Nasdaq [1] , se mantiene la caída de las principales bolsas del mundo. El valor nominal total de las acciones (la capitalización bursátil) cayó un 30%. Esta especie de crash en crecimiento es el marco de la guerra que se prepara contra el Iraq y, más en general, de las relaciones políticas entre las clases sociales y entre los estados.
Puede comprenderse intuitivamente que la caída de las cotizaciones en todas las plazas bursátiles importantes guarda relación con el surgimiento de determinadas dificultades del funcionamiento del capitalismo mundial, que se traduce no sólo en el agravamiento de sus contradicciones inherentes, sino también en amenazas a la configuración capitalista dominada por las finanzas. Así se comprenden las graves inquietudes expresadas por los medios económicos y los dirigentes políticos. El ahorro de centenares de miles de pequeños accionistas se esfumó. Para millares y muy pronto tal vez para decenas de miles de trabajadores las “malas noticias” de la bolsa anuncian algo concreto y mucho más grave: despidos y aumento de la desocupación. Paralelamente a la caída de las cotizaciones, las convocatorias de acreedores se multiplican y los grupos industriales anuncian casi diariamente el cierre de fábricas y despidos frecuentemente masivos.
Sin embargo, la relación entre la caída de las cotizaciones y el agravamiento de lo que sin mucha precisión se denomina “la crisis”, no es simple. ¿De qué manera el hundimiento de las acciones en los mercados de títulos “virtuales” puede anunciar o comenzar a reflejar ya una caída de la producción, un retroceso del comercio y el aumento de la desocupación? ¿Mediante qué mecanismos la caída de las bolsas puede a su vez agravarlas? ¿El crash bursátil ascendiente podría marcar los límites del capitalismo dominado por los fondos de pensión e inversión financiera (el denominado capitalismo patrimonial)? Para contestar esto, es indispensable hacer ciertas consideraciones teóricas, sobre todo en lo referido al capital ficticio. Hay que explicar luego las causas del ascenso astronómico de las cotizaciones de las acciones (la “burbuja bursátil”), relacionándola con la acumulación de capital de inversiones financieras que pretenden valorizarse a través de la tenencia de acciones, obligaciones y otras operaciones en los mercados financieros. Veremos por último algunos rasgos específicos del boom bursátil de los años 1998-2001, que otorgan una especial gravedad a la caída de las cotizaciones.
Mercado bursátil, capital ficticio y estallido de las burbujas
“¡Más de 8 billones de dólares se hicieron humo en Wall Street desde mediados de 2000!”, se lee en Le Monde del 22 de octubre. En cualquier diario de esas semanas se encontrarán expresiones similares. Pero si el valor de las acciones pudo evaporarse, es porque sólo existía de manera virtual, y porque los mercados bursátiles están en el centro del vasto “comercio de promesas” generado por las finanzas [2] . Efectivamente, las transacciones bursátiles se refieren a títulos, vale decir a lo hipotético, lo potencial y frecuentemente lisa y llanamente fantasmagórico. Las acciones son “derechos acumulados, títulos jurídicos sobre la producción futura” según palabras de Marx (1973, libro III, capítulo XXIX, pág. 441), que fue el primero y en muchos aspectos el único teórico del capitalismo que desentrañó plenamente su carácter de capital ficticio. Una acción representa una cuota parte de la propiedad de una empresa o, más precisamente de un gran grupo industrial o de servicios surgido de un largo proceso de concentración y centralización del capital. Cada cuota parte es ínfima, de manera que se deben poseer muchas acciones de una empresa para que esa propiedad otorgue algún poder de control.
Estrictamente, la acción sólo da derecho a la percepción de dividendos, o sea a una participación, proporcional al número de acciones que se tenga, en la repartición de los beneficios no reinvertidos del grupo en cuestión. Todos o casi todos los poseedores de títulos dirán, sin embargo, que “poseen un capital”. Semejante ilusión está creada y reforzada por el movimiento alcista de los títulos en el mercado bursátil. Los títulos se transforman en “mercancías cuyo precio adquiere un movimiento propio y una plasmación particular”. La bolsa imprime a las acciones “la apariencia de que constituyen un verdadero capital, además del capital o del derecho del que pueden ser títulos representativos” (Marx, ibíd., pág. 442). La formación de plusvalía bursátil cuando las acciones se venden a un precio más elevado que su precio de compra hace nacer en los tenedores de títulos la idea de que ese “capital” tendría un doble rendimiento: como fuente de dividendos y además como un “activo” negociable con ganancia.
Los apologistas del capitalismo de todos los tiempos –y últimamente los medios informativos– han hecho de todo para reforzar esta convicción puramente ilusoria. En períodos de prosperidad son como máximo “duplicados de papel del capital real, lo mismo que si a una carta de valores declarados se le adjudicase un valor propio además del declarado, en forma simultánea” (Marx, ibíd., pág. 449). Cuando las cosas marchan mal, las acciones ya no son más que “pedazos de papel”. Estamos saliendo de un período en que estas ilusiones fueron especialmente fuertes. Es una experiencia completamente nueva para quienes la sufren, porque el caso anterior de una burbuja bursátil que terminó estallando se produjo a comienzos del decenio de 1930, y la inmensa mayoría de los nuevos accionistas jamás escucharon hablar de 1929. Los artículos referidos a la crisis bursátil, con expresiones que traducen aunque sea inconscientemente la naturaleza ficticia del “capital bursátil” y lo ilusorio del pequeño patrimonio en acciones, alimenta su inquietud: sólo un patrimonio de existencia apenas virtual y cuyo “valor” era ilusorio a pesar de alcanzar niveles astronómicos en los mercados bursátiles, pudo “evaporarse”, “borrarse” o “desaparecer” a la escala en que esto ocurrió durantes los últimos meses.
Establecido el carácter ficticio de los activos financieros, llegamos a otros interrogantes. ¿De qué manera todo esto tiene impacto económico? ¿Cómo y por qué vías se manifiesta este impacto? Marx había advertido que aquí estaban los interrogantes difíciles. Señaló que “la nación no se empobreció ni un céntimo al estallar esta pompa de jabón de un capital-dinero puramente nominal” (ibíd., pág. 441). Pero tiene, sin embargo, este efecto, porque el estallido traduce “la paralización real de la producción y del tráfico en ferrocarriles y canales o la paralización de obras o el lanzamiento de capital a empresas carentes positivamente de valor” cuyas repercusiones y consecuencias serán más o menos fuertes según el contexto económico y social y, por supuesto, la fase del capitalismo en la que se producen los crash bursátiles. Uno de los canales de propagación de los efectos de los crash bursátiles en la actualidad es la desaparición del ahorro-jubilación. En los Estados Unidos hay 40 millones de asalariados que tienen un plan de ahorro (denominado “401k”) y cuyas jubilaciones están parcialmente amenazadas. Una fracción no despreciable de ellos, entre los cuales una parte del personal de las compañías aéreas golpeadas por la recesión y las amenazas de atentados, además de los asalariados de los grupos llevados a la quiebra fraudulenta como Enron, ya vieron desaparecer sus ahorros. Creían poseer “derechos”, pero descubren que sólo eran promesas. Fueron obligados a “renunciar a su jubilación”, según el eufemismo utilizado en los medios de comunicación. Así, los mercados lograron la prolongación de la vida laboral, reclamada [en Francia] por el Medef [3] . Este ejemplo muestra que el análisis de la formación y estallido de las burbujas bursátiles debe ser situado históricamente. Esto implica hoy, en primer lugar, tener presente los rasgos peculiares de la configuración contemporánea del capitalismo, y luego considerar las crisis bursátiles en el marco de las sucesivas crisis financieras que sacudieron la economía mundial desde 1995.
En el corazón del capitalismo contemporáneo, los fondos de pensión y de inversión
La probabilidad de las crisis financieras, lo que se llama fragilidad financiera sistémica, está en el corazón de los mecanismos característicos del “capitalismo de los fondos de inversión”. Es indisociable de un régimen de acumulación con predominio financiero en el que la captación y centralización de riquezas se efectúan en gran medida mediante compra de títulos de la deuda pública y préstamos bancarios y por la apropiación de dividendos y de plusvalía bursátil con tasas que todos los economistas medianamente serios han terminado por considerar insostenibles (los famosos 15%). Nace simultáneamente del monto extraordinariamente elevado de acreencias sobre la producción futura (varias veces el monto del producto bruto interior en algunos países) sobre la que se sienten con derechos los poseedores de activos financieros, y de la “imposición de inversiones rentables” a la que están sometidos los administradores de los fondos. El corazón del problema está en la acumulación financiera en cuanto tal, en la concentración de capital que imperativamente debe valorizarse en inversiones financieras y bursátiles.
Fue entre 1979-1980, después de un largo eclipse de casi 50 años, cuando si no se produjo la reaparición de este tipo de capital, en todo caso se verificó el refuerzo rápido de sus medios y de su fuerza social. Orléan escribió que “las economías contemporáneas tienen como características centrales el haber llevado al poder financiero a un nivel jamás alcanzado, colocándolo en el centro mismo de su régimen de acumulación” (1999, pág. 214). En la primera fila de los núcleos de centralización financiera que prepararon este resurgimiento, se encuentran los “fondos de pensión”, es decir, los sistemas de jubilación privados mediante capitalización financiera. Su desarrollo en los países anglosajones y en el Japón se remonta a finales de la segunda guerra mundial. Su expansión se basó en el “golpe de Estado” de la liberalización y de la desreglamentación financiera que permitieron, hacia 1981-1982, instaurar la denominada “dictadura de los acreedores”. Esto ha implicado también el rápido ascenso de los fondos de inversión colectivos (los mutual funds de los países anglosajones) creados por los grandes bancos.
Se pueden distinguir dos fases en la formación y expansión del capital de inversiones financieras. Entre 1982 y 1984, se asistió a la transformación de la deuda pública en una máquina de creación de acreencias y al servicio de intereses de la deuda en un mecanismo de transferencia en gran escala de ingresos en beneficio de la renta. La transferencia ha sido mayor porque las tasas de interés real positivas pagadas por los títulos de la deuda publica fueron altas. El “poder de las finanzas” se ha levantado sobre el endeudamiento de los estados, uno de cuyos principales fundamentos es la subimposición al capital y las grandes ganancias. Con tasas de interés superiores o muy superiores a la inflación y al crecimiento del PBI, la deuda pública se convirtió en una “bola de nieve”. Su ascenso se acompaña casi mecánicamente de la divergencia de ingresos entre los que tienen “ahorros” (un excedente de ingresos en relación con sus necesidades de consumo) y pueden comprar obligaciones, y los que tienen un nivel de ingresos que impide tales compras. Genera presiones fiscales fuertes sobre los ingresos más débiles y menos móviles, austeridad presupuestaria y parálisis de los gastos públicos. La deuda publica fue la que, en definitiva, abrió durante los últimos 15 años el camino a las privatizaciones.
Los recursos financieros centralizados por los mecanismos de la deuda y la desigualdad de ingresos quedaron en gran medida cautivos de la esfera financiera. Ellos permitieron a los fondos de inversión reconstruir plenamente la fuerza de los mercados de títulos de empresas (las bolsas), con el desarrollo de un “mercado para el control de empresas” en Nueva York y Londres, donde grupos puramente financieros se lanzaron a OPA [4] hostiles y tomaron el control del capital de empresas industriales.
Hacia 1993-1994 en los Estados Unidos, y poco después en Europa, comenzó la segunda etapa del régimen de acumulación financiera, donde los dividendos se convierten en un mecanismo determinante de apropiación del valor y plusvalor, y los mercados bursátiles en la institución más activa para la transferencia de ingresos rentistas. Las bolsas han comenzado a atraer una fracción cada vez mayor de capitales de inversión rentista y a retenerlos ofreciendo tasas de rendimiento superiores y luego muy superiores a los de los títulos de la deuda, aun sin poseer su mismo grado de seguridad. En esta nueva fase se produjo un salto en las remuneraciones de los dirigentes de empresa, los stock options y primas en base a la cotización de la acción, buscando acercar los puntos de vista de los dirigentes industriales y de los gestores financieros y sellar una estrecha alianza entre ellos. Porque simultáneamente, la “industria” ligada a los sectores financieros (bancos de inversiones, analistas financieros, agencias de calificación de países y grupos industriales) se concentró considerablemente, marcada también por una fuerte alza de las remuneraciones de algunas categorías de asalariados (traders, analistas, gestores de carteras). A su vez, ha contribuido a exigir niveles muy elevados de rentabilidad a las inversiones en acciones, convirtiéndolas en normas. Estas normas han generado presiones cada vez más fuertes sobre las empresas, en términos de economías en la utilización del capital constante (capital fijo y capital circulante excluyendo salarios), así como del alza de las tasas de plusvalía, cuya medida es la productividad del trabajo. Las exigencias de los inversores-accionistas no podían ser satisfechas sin un salto en la intensidad del trabajo y un fuerte agravamiento de las formas de explotación. Este es el segundo mecanismo que produjo una considerable transferencia de riquezas hacia los fondos de inversión, basado en un doble cambio de reparto: el primero, entre salarios e ingresos del capital (a expensas de los trabajadores); el segundo, entre ganancias reinvertidas y ganancias distribuidas a los accionistas bajo la forma de altos dividendos o por otros medios (entre ellos, las empresas que compran sus mismas acciones a precios más altos).
Pretensiones financieras, barreras inmanentes del capital y fuga hacia delante
Aprovechando esos dos grandes mecanismos de transferencia, los gobiernos del G7 y de la Organización de Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) permitieron reconstituirse como “fuerza autónoma” a las finanzas. Desde que hay acumulación financiera, como dice Marx (1973, capítulo XXIII, pág. 361):
[...] una parte de la ganancia bruta se cristaliza y se autonomiza bajo la forma de interés, [y cuando se produce esto] el capitalista industrial […] tiene enfrente a la clase de los capitalistas en dinero como una categoría especial de capitalistas y al capital-dinero como una categoría independiente de capital, y al interés como la forma independiente de plusvalía correspondiente a este capital específico.
Este capital financiero se levanta con mayor motivo y con más fuerza contra los trabajadores y el conjunto de quienes son expropiados del trabajo y de las riquezas con el objetivo de centralizarlas y hacerlas “trabajar” en los mercados financieros. Su carácter rentista reside en que está basado en instituciones a partir de las cuales “el dinero tiene la virtud de crear valor, de arrojar interés, lo mismo que el peral tiene la virtud de dar peras” (Marx, 1973, capítulo XXIV, pág. 374). El yuppy neoyorquino o londinense, trabajando en un fondo o en un banco de inversiones tiene esta visión, similar a la del personaje de la novela de Balzac. Pero dispone de medios infinitamente más poderosos para imponerla.
La “autonomía” de las finanzas se apoya en la liberalización financiera que permite a los capitales de inversión ponerle mala cara a los empréstitos públicos o salir de un país si consideran que la política del gobierno no les conviene o el “clima social” es amenazante. Se basa también en la existencia de mercados financieros y bursátiles que tienen la función de permitir que cualquier inversor financiero encuentre un tomador, siempre que por una u otra razón quiera vender sus títulos. La “autonomía” de las finanzas es una construcción institucional fuerte en el sentido de que dispone de todo lo que en la sociedad capitalista constituyen fuerzas simbólicas (la fascinación del dinero) y materiales (apoyo incondicional de los bancos centrales, en primer lugar, la Reserva Federal (Federal Reserve Bank) de los Estados Unidos (FED), así como también del Pentágono y del propio Estado norteamericano). Pero es también un espejismo: primordialmente, porque a pesar de los medios utilizados para asegurar su perennidad, la dominación de los mercados financieros no puede ir más allá de las imposiciones y contradicciones que operan en la esfera “real”, choca con las “barreras inmanentes” del sistema basado en la propiedad privada de los medios de producción; y en segundo lugar, porque la voluntad del capital de inversión de mantenerse “por fuera del proceso de producción”, de valorizarse manteniéndose como “capital al margen del proceso de creación de valor y plusvalor en la producción” (Marx, 1973, capítulo XXIII, pág. 359), lo lleva a adoptar formas de intervención y sostén institucional muy particular (el mercado de títulos) caracterizado por una extrema inestabilidad y volatilidad.
La “autonomía” permite el capital de inversión financiero rentista erigirse frente al capital comprometido en la producción y también frente al trabajo, para exigir e imponer una participación en la repartición que está legitimada únicamente en la posesión patrimonial. La renta es una extracción sobre las ganancias, cuya fuente es a su vez una tasa de plusvalía mayor, una tasa de acumulación suficiente y una composición sectorial que realmente sostenga la reproducción ampliada del capital. Para que exista apropiación del valor y plusvalor es necesario que previamente sean creados a escala suficiente, lo que exige dos condiciones. La primera es que los múltiples capitales confrontados al imperativo de la rentabilidad puedan completar el ciclo del capital, lo que implica que se haya creado plusvalor en la explotación del trabajo vivo, que las mercancías hayan sido comercializadas, y que la ganancia haya sido efectivizada no virtual sino realmente. Este es el primer gran límite de la “autonomía”: el consumo rentista de los beneficiarios de dividendos e intereses nunca podrá compensar la parte de la demanda efectiva destruida por el despido masivo de asalariados urbanos o la pauperización absoluta impuesta a comunidades campesinas que anteriormente podían asegurar su reproducción y mantener cierta demanda solvente en el mercado. La segunda condición a satisfacer está relacionada con la calidad de la inversión. Desde finales de los años noventa, las políticas de liberalización y desregulación, sobre todo las que posibilitaron la flexibilización del trabajo, permitieron una notable recuperación de la tasa de ganancia de los grupos capitalistas. Pero desde el punto de vista de la reproducción ampliada del capital, la tasa de acumulación fue baja o muy baja. Y éste es un componente esencial y de gran importancia en la actual situación económica. La masa total de valor creada no se basa solamente en el nivel de explotación de la fuerza de trabajo (la tasa de plusvalía), sino también e incluso más aún en el monto total de capital movilizado para la producción de valor y plusvalía. Y este monto ha sido tendencialmente declinante. La superproducción creciente que se transforma en superproducción abierta ante cada falla del sistema no es más que una de las manifestaciones de un régimen de acumulación muy lento, donde el sistema capitalista en su conjunto no produce suficiente valor y, por lo tanto, tampoco suficiente plusvalor, y esto a pesar de haberse renovado la explotación infantil en gran escala e intensificado en todas partes la tasa de explotación de los trabajadores empleados.
En este contexto de crecimiento mundial lento o muy lento (desde 1980 se reiteraron períodos en los que el crecimiento mundial no sobrepasó el 2% anual) se sitúa el encarnizado esfuerzo de los países capitalistas centrales para generalizar la liberalización del comercio, junto con el desmantelamiento de las ayudas a la industria y, excepto en los países centrales, también de las ayudas a la agricultura, y también para imponer la privatización y venta de los servicios públicos. Cuando los ingresos, la demanda y, por lo tanto, el mercado se estanca o crece muy débilmente, la extensión internacional de la competencia entre empresas de dimensión y productividad desiguales (como consecuencia de la liberalización del comercio) es el medio por excelencia –en realidad, el único– que permite a las empresas más fuertes incrementar su parte del mercado acaparando la de los competidores que empuja a la quiebra. Esto puede llevar a la destrucción de industrias enteras en países subordinados como la Argentina. Entre las empresas de los países avanzados en los que la eliminación de los competidores más débiles se hace generalmente a través de fusiones, el principal propósito es la adquisición de sectores específicos del mercado de la firma absorbida (que se materializan sobre todo en las marcas propiedad de la firma). Tanto en los países centrales como en los subordinados, las estrategias capitalistas no apuntan a extender la producción mediante la creación de nuevas capacidades, sino a su reestructuración con reducción de efectivos. El otro gran eje de las políticas de liberalización es la privatización de los servicios públicos para convertirlos en fuentes de ingresos puramente rentistas. Desde el punto de vista del capital financiero, los hogares habituados a utilizar gas, electricidad o teléfono en el marco de los servicios públicos, son “consumidores cautivos”, y estas industrias de servicio son “vacas lecheras” fáciles de explotar porque la colectividad hizo –a través del Estado– importantes inversiones que permiten vivir varios años al capital rentista. Para las instituciones que consideran que las inversiones deben rendir con la misma regularidad con que “el peral da peras”, los servicios públicos son el súmmum.
Las primeras “verdaderas crisis del siglo xxi”: México y Asia
Las crisis financieras, una de cuyas formas es el estallido de la burbuja bursátil, resultan pues del agravamiento de contradicciones enraizadas en las bases mismas de la producción capitalista y que las políticas de liberalización y de desregulación no hacen más que acentuar, a causa de la captación financiera y la extracción rentista. Estas extracciones siguen a las inversiones financieras y toman la forma de flujo de ingresos a través de los mercados financieros y de títulos. Por eso las crisis financieras se manifiestan primero como crisis de la moneda (crisis cambiaria), crash de los mercados bursátiles y quiebra de bancos. Adoptan forma de crisis financieras inicialmente, pero se transforman en crisis económicas. La rapidez de este “contagio” depende de muchos factores, en el centro de los cuales está la potencia económica intrínseca de los países, su margen de libertad crediticia y la capacidad de sus gobiernos y clases dominantes para trasladar o no el peso de las contradicciones sobre otros países y sobre las clases obreras y populares.
En los países “emergentes” (como se llama a los países en los que el mercado financiero fue liberalizado tardíamente, a finales de los años ochenta o comienzos de los noventa) se produjeron las primeras “verdaderas crisis del siglo xxi”, como dijo el ex director general del Fondo Monetario Internacional (FMI) Camdessus para caracterizar la crisis mexicana de 1995. Y la definición vale, porque fue en México donde una crisis financiera nacida como crisis de las tasas de cambio y mercado bursátil, en pocos días se convirtió en una completa crisis económica. Desde finales del 2000, con el crash del Nasdaq, el epicentro de las crisis financieras de desplazó para alcanzar a Wall Street. Aunque sigue siendo necesario hablar de las dimensiones específicas de la vulnerabilidad sistémica de los países periféricos, pues seguirán siendo escenario de crisis más o menos graves, con repercusiones mundiales más o menos marcadas.
La arquitectura de la globalización financiera responde a las necesidades de inversión de los fondos de pensión y a la necesaria diversificación de los riesgos financieros. En los países emergentes, la liberalización y la desreglamentación financiera a marcha forzada se hizo bajo la instigación y supervisión del FMI, el Banco Mundial y frecuentemente del Tesoro norteamericano. Se debía permitir que el capital de inversiones se apropiara, en las condiciones más regulares y seguras posibles, y en cuanto lugar pudiera hacerse, de los intereses por los préstamos y de los dividendos sobre las ganancias de las empresas locales que cotizan en los pequeños mercados bursátiles nacionales. Esto exige la sumisión de esos países a otros objetivos de la agenda neoliberal (lo que fue logrado con desigualdades, en Chile, México y la Argentina, superando a los países asiáticos y al Brasil) así como el anclaje de la moneda local al dólar (la Argentina fue la que más avanzó por esta senda, con las consecuencias conocidas).
La incorporación a marcha forzada de los “países emergentes” introdujo importantes factores de riesgo financiero sistémico en la mundialización financiera. La liberalización y desregulación financieras permitió que los capitales de inversión entraran y salieran libremente. Los países integrados fueron sometidos sucesivamente a “sobreinversiones financieras” y luego a la fuga de capitales súbita y masiva. Durante la crisis asiática de 1997/1998, se escuchó decir a los expertos que ésta se debía a que los países (vale decir, los gobiernos, grupos industriales y bancos) habían disfrutado de “demasiados capitales”. Los países del sudeste asiático en su conjunto habrían vivido “una era de dinero demasiado fácil”, de manera que la “asignación” de estos capitales había sido “mala”. El desenfrenado crecimiento de instituciones financieras ya hipertrofiadas, las desmesuradas inversiones inmobiliarias, los proyectos de infraestructura con inversiones gigantescas, destructores tanto de las condiciones de existencia del campesinado como del medio ambiente, proyectos industriales sin estudiar su viabilidad, no eran un secreto para nadie. Pero, en tanto pareciera asegurada la exportación de los intereses de los préstamos y los dividendos de las acciones de las empresas locales, sin riesgo de caída de valores ni cambios en las tasas de cambio, los inversores financieros no se preocupaban. Solamente cuando comenzaron a degradarse las balanzas comerciales, anunciando el fin del anclaje al dólar y comenzaron a caer las ganancias de las empresas locales y con ello las cotizaciones bursátiles, los capitales comenzaron a emigrar, tan rápidamente como pudieron, dejando atrás (en países como Tailandia, Filipinas e Indonesia) un sistema financiero y una economía en ruinas y poderosos mecanismos de propagación hacia países vecinos como Malasia, Singapur, Hong Kong, Corea e incluso el Japón.
Es totalmente inadecuado llamar “especulación” a operaciones que buscan beneficiarse, mediante inversiones seguras en acciones y títulos de la deuda pública negociados localmente, con el producto de una desvergonzada explotación de los trabajadores de un determinado país por el capitalismo nacional. Por su mismo métier, los fondos de inversión extranjeros son siempre los primeros en advertir cuándo tal o cuál país de Asia o América Latina quedará incapacitado para conservar el anclaje al dólar. Actúan entonces para preservar el valor de los capitales que gestionan para asegurar sus ganancias y recoger los beneficios financieros asociados con la previsión de la evolución del precio de los activos financieros. Este comportamiento es inherente a las finanzas de mercado y sólo desaparecerá con su desmantelamiento. El proceso a la “especulación” no puede limitarse al mercado cambiario, pues los procesos de apropiación del valor y plusvalor no serán eliminados ni aún “regulados” con medidas que se limiten a atacar la acumulación financiera.
Considerando que una devaluación se torna inevitable y abandonando una economía, los capitales de inversión precipitan la decisión y desencadenan la crisis. Es un ejemplo de lo que los economistas financieros denominan “previsiones auto-realizadoras” de los inversores, que son una de las expresiones de la anarquía de la competencia capitalista propia de la esfera financiera. Aquí también nos encontramos con un comportamiento inherente a las finanzas de mercado que sólo puede desaparecer con su desmantelamiento. El retiro de los capitales precipita el hundimiento de la bolsa local y el inmediato agotamiento del crédito internacional, tanto a las empresas como a los bancos. El impacto económico es inmediato y brutal. La repentina y total pérdida de liquidez de los bancos luego del hundimiento de las tasas de cambio y los mercados de títulos en las plazas financieras nacionales desata muy rápidamente la propagación de la crisis financiera hacia los sectores manufactureros y primarios, y a las industrias de servicios. Esto significa recesión y, en el caso de países cuyas estructuras políticas y sociales son muy frágiles (por ejemplo, Indonesia), es sinónimo de su hundimiento en la depresión.
Contradicciones largamente contenidas convergen en Wall Street
Desde finales de 2000, con el crash del Nasdaq, el epicentro de la fragilidad financiara se desplazó hacia los Estados Unidos. Los efectos altamente desestabilizadores y socialmente debilitantes nacidos de la captación y centralización de las riquezas a favor de las formas contemporáneas del capital rentista se hacen sentir ahora en el corazón del sistema. En Wall Street se manifiesta el choque entre las pretensiones de este capital y los límites inherentes al proceso de producción y realización del valor y el plusvalor. Luego de seis o siete años de aplicación, la “norma” de un rendimiento del capital de 15%, erigida como una imposición “inevitable” por los inversores financieros y los consultores de estrategia chocó con estas barreras, lo que terminó verificándose como una fuerte incitación a la falsificación en gran escala de las cuentas de las empresas.
Un porcentaje muy grande de todas las transacciones mundiales referidas a los títulos de la deuda pública, las obligaciones emitidas por los estados, empresas y bancos, o los prestamos bancarios, convergen directa o indirectamente hacia los mercados financieros de Nueva York y otros centros norteamericanos. Era pues previsible que tarde o temprano los alcanzaría el efecto de las contradicciones antes analizadas. El momento fue precipitado por el flujo de capitales de inversión que volvían de Asia y América Latina hacia Nueva York, convertida tras las crisis financieras y recensiones en la plaza segura por excelencia para los capitales de inversión de todos los poseedores del mundo. Al aprovechar este retorno, Nueva York concentró también las operaciones relacionadas con el capital ficticio.
Debido a su lugar hegemónico mundial, los Estados Unidos pudieron postergar mucho tiempo el momento en que los efectos de la gangrena rentista afectara su economía. El “milagro” del crecimiento del PBI y la capitalización bursátil en el Nasdaq y en Wall Street que se produjo en los años noventa y se bautizó nueva economía, tuvo que ver con la máxima adecuación de su sistema político y sus relaciones de clase internas al capitalismo salvaje que pasó al frente con el neoliberalismo y, sobre todo, con el lugar exclusivo que ocupa en el sistema mundial. Los Estados Unidos son el único país imperialista que puede financiar sus gastos estatales (militares) y privados, atrayendo lo esencial de la liquidez financiera disponible mundialmente. Fortalecidos por estos flujos, los Estados Unidos pudieron aplicar repetidamente una política que está completamente fuera del alcance de cualquier otro país: suministrar al sistema bancario créditos con tasas de interés muy bajas sin preocuparse por la tasa de cambios. Lo hicieron primero tras la crisis inmobiliaria y bancaria de 1990 y la recesión de 1990-1991; lo repitieron por segunda vez luego del estallido de la crisis mexicana y una tercera vez en 1998, tras la crisis asiática y la crisis rusa y luego de evitar por muy poco la quiebra del mayor fondo de inversiones financieras de alto riesgo (el grupo Long Term Capital Management).
El rendimiento normal de una acción es el dividendo al que da derecho. El lento crecimiento de la economía mundial en su conjunto, los sacudones de la crisis asiática y las dificultades para llevar la explotación de los trabajadores más allá de ciertos límites, incluso con la ayuda de nuevas tecnologías, provocaron que hacia 1998 la exigencia de rentabilidad financiera (los famosos 15% de retorno) comenzara a superar las posibilidades de los grupos. Para cumplir de todos modos con la norma de rentabilidad financiera, se impuso pasar a lo que los gestores financieros llamaron total return, es decir, la incorporación al flujo de ganancias obtenidos de la producción del resultado de las plusvalías ligadas a la dinámica de las cotizaciones de los activos. Fréderic Lordon fue el primero que, en Francia, reconoció la importancia de esta mutación, señalando que, dando este paso
[...] la dinámica bursátil, agregando su propia perfomance a los dividendos generados en la economía real, es la que permite satisfacer una norma de rentabilidad financiera de otra manera inalcanzable. La burbuja expresa entonces la contradicción entre valorización financiera exigida y valorización económica posible, cubriendo con el sobrecrecimiento financiero la brecha entre la rentabilidad accionaria exigida y las capacidades objetivas de rendimiento de los activos financieros subyacentes. [asimismo, destaca que] esta necesidad, respaldada por la posición de poder de los fondos, es tan fuerte porque implica a la colectividad de los inversores, acordes en exigir esos niveles de rentabilidad [...] aunque la economía real sea incapaz de sostenerla efectivamente; y la burbuja sigue inflándose a pesar de todas las advertencias, siguiendo irresistiblemente su curso a través de todos los obstáculos. (2000, pág. 80)
Para que esto pudiera materializarse y durar como mínimo un año y medio, era preciso que el mercado de Nueva York tuviera un continuo flujo de dinero fresco.
Aquí se ubica la explicación de los déficit norteamericanos. El milagro del mercado bursátil alcista durante un tiempo mucho más prolongado que cualquier otra burbuja bursátil (incluso que la que precedió al crash de 1929) es indisociable de tres déficit o desequilibrios estrechamente relacionados: a) déficit de la cuenta exterior corriente de flujos de capital (la que registra las transacciones financieras) que colmó lo que los economistas llaman “tasa de ahorro negativa”; b) un endeudamiento privado muy alto permitido por los mecanismos crediticios a las empresas y los hogares, y finalmente c) un déficit de la balanza exterior corriente que aumentó año tras año hasta alcanzar niveles que ningún país industrial conoció durante tanto tiempo. La tasa de ahorro negativa y el muy alto endeudamiento privado permitieron la extensión artificial de la demanda interna. Son indisociables del déficit externo, que es una medida de la contribución “externa”, es decir, del resto del mundo, a la formación de la burbuja bursátil que durante mucho tiempo pareció que podía ser “permanente”. El área geopolítica-económica que sustentó los milagrosos resultados financieros de los grupos que cotizan en Wall Street, independientemente de los trucos contables, es mundial. La formación y consolidación de la burbuja bursátil fueron contemporáneas del salto en la balanza de pagos que pasó del 1,7% del PBI en 1997 al 4,5% en el 2000, y que fue financiada por una muy particular forma de endeudamiento externo. A través de pasos sucesivos, desde 1980 los Estados Unidos pasaron a ser el lugar preferencial donde fructificaban los “patrimonios”, resultantes de la explotación legal de obreros y campesinos o del blanqueo de dinero sucio en las plazas off shore y otros paraísos fiscales situados en la periferia de los grandes mercados financieros internacionales. Alimentando el mercado bursátil, estos capitales no sólo sostuvieron el movimiento alcista alentando la euforia de los operadores de Wall Street y el Nasdaq, sino que aportaron al mercado una sustancia “real” cuyo origen es la plusvalía extraída de la explotación de los asalariados y los campesinos pobres en los países que son la fuente de los flujos del capital-dinero. Ésta es la explicación –que nada tiene que ver con la magia– de que los administradores de los fondos de inversión tuvieran la posibilidad de cumplir los compromisos de valorización de las inversiones, beneficiándose no solamente con los dividendos sino también con las plusvalías bursátiles, es decir, las ganancias cosechadas con las operaciones en el mercado bursátil.
El Nasdaq y la especulación con las empresas virtuales
Al “volver a casa” buscando seguridad, los fondos de inversión llevaron con ellos la inestabilidad, volatilidad y el carácter destructor de los sacudones de las crisis financieras. No son más sólo los países de mercado financiero “emergente” los que se vieron envueltos en esta experiencia. Volviendo hacia Nueva York, los fondos de inversión colocaron estos elementos en el seno mismo de la economía y la sociedad norteamericana. Esto tiene implicaciones que van mucho más allá de la esfera económica. En lo sucesivo, si los Estados Unidos quieren descargar las consecuencias de su propia crisis bursátil sobre otros países y así limitar el juego de los mecanismos de contagio sobre su economía, no será suficiente el procedimiento de recurrir a la política privilegiada de creación de crédito utilizado durante más de un decenio por el FED. Sólo la guerra puede eventualmente permitirles lograr este objetivo, tal cual lo ha analizado también Claude Serfati. Éste es el camino que el gobierno y una fracción de la burguesía de los Estados Unidos tienen la tentación de recorrer. La fuga hacia delante que ha caracterizado al conjunto de la “experiencia neoliberal” adquiere así una nueva dimensión, señalando el comienzo de un período que debe necesariamente diferenciarse de los años de “implementación pacífica” de las políticas conservadoras.
Los fondos de pensión y inversión financiera (muchos de los cuales son filiales de grandes bancos) que se retiraron exitosamente del Asia, sin pérdidas y habiendo cosechado sustanciales ganancias financieras, enfrentaron una cuestión crucial: en qué mercado colocarse, y con qué operaciones valorizar el capital. Se orientaron al Nasdaq, el mercado neoyorquino especializado en el lanzamiento y comercialización bursátil de títulos de empresas. Algunos los llaman “títulos de alta tecnología”, pero es más acertado caracterizarlos como títulos de empresas en riesgo o muy alto riesgo. En la esfera de las acciones, frecuentemente debió lidiarse con el vaivén de las “obligaciones de pacotilla” (los junk bonds). Volcándose masivamente al Nasdaq, los capitales de inversión disminuyeron ciertamente el riesgo político de sus operaciones, pero aumentaron cualitativamente el riesgo económico: porque incrementaron considerablemente las posibilidades de sobreinversión y porque duplicaron la actividad sobre lo virtual o hipotético, sumando al carácter virtual de los títulos el carácter virtual de las mismas empresas.
Aunque las fronteras sean móviles, es posible distinguir dos grandes tipos de empresas cotizantes en el Nasdaq: por un lado, las grandes empresas ya establecidas ligadas a la informática y las telecomunicaciones, y por el otro las start-up, o sea las empresas muy pequeñas lanzadas al mercado teniendo como capital sólo una patente u otras formas de derechos de propiedad intelectual y un empresario audaz. Comenzando por estas últimas, digamos que son las únicas en beneficiarse con el aporte de capital “fresco” suministrado por la bolsa. Las otras empresas debieron comprar sus propias acciones para reducir la oferta y mantener todo lo posible el nivel artificialmente elevado de sus precios. Pero en las start-up el carácter virtual de sus títulos viene acompañado por el carácter virtual de las mismas empresas. El fetichismo inherente a los mercados financieros se convirtió desde enero de 1999 en delirio. En el Nasdaq, ya no se trataba de total return. Se dependía exclusivamente de los plusvalores bursátiles, con la esperanza de que tales apuestas se materializarían (porque aquí se trata puramente de apuestas) en la viabilidad de la cartera de start-up que cada gestor hubiera elegido. Empresas que no produjeron ni producirían nada durante largos meses o incluso años, fueron cotizadas a precios altos y sus acciones muy bien comercializadas. Incluso en el caso de las que producían algo, hubo un número tan grande de ingresos en la bolsa, y cotizaciones tan elevadas, que tarde o temprano la crisis bursátil iba a ser inevitable. Estos procesos fueron facilitados porque la corrida hacia el Nasdaq recibió poderosos respaldos ideológicos en la estela de las teorías sobre “el fin de la historia” o al menos “el insuperable horizonte del capitalismo”. El fundamento estructural de estas inversiones masivas fue la acumulación financiera en cuanto tal, la obligación absoluta de que los capitales se invirtieran y la competencia por los resultados entre las empresas administradoras de fondos colectivos de inversión. Pero los inversores también fueron sostenidos por la idea difundida en los medios masivos de comunicación y defendida algún tiempo por el presidente del FED en persona, según la cual los límites del movimiento alcista habían sido desplazados por las nuevas tecnologías, que las reglas del juego habían sido transformadas por la “nueva economía” y por internet.
Aunque la anarquía sea un rasgo inherente de la producción capitalista, no se manifiesta en todo momento ni con la misma intensidad. En la “vieja economía”, en el contexto de crecimiento lento, los grupos oligopólicos trataron de ponerle límites, organizando formas muy particulares de “rivalidad” entre ellas, evitando las guerras de precios y con un implícito reparto de mercados. La “nueva economía”, en cambio, es un terreno en que la anarquía de la competencia pudo desarrollarse con total libertad, empujada por liquideces financieras muy altas, antes de provocar repercusiones negativas. La abundancia de liquidez financiera que los gestores de fondos debían valorizar a toda costa, dio paso a una competencia desenfrenada. Michel Husson (2000) subraya con razón que
[...] la muy particular racionalidad que se pone en juego en este tipo de situación expresa la esencia misma de la competencia entre capitales: si yo no me arriesgo, algún otro lo hará en mi lugar, llevándose todo. Los millones de dólares volcados ciegamente en el financiamiento de los start-up eran desde este punto de vista necesarios para ocupar el terreno, aunque muchos fueran a fondo perdido. A pesar de la vacuidad de proyectos muchas veces desprovistos de toda lógica económica, había que invertir, tratando de anticiparse a las nuevas reglas de juego y discernir entre los “jóvenes retoños” los que pudieran instalarse durablemente. Esta muy particular forma de eficacia implica despilfarros masivos, que serían considerados escandalosos en cualquier otro terreno.
Este modelo sólo puede ser circunstancial. Fatalmente debía llegar el momento en que los administradores de los fondos se pondrían nerviosos, reclamando resultados tangibles de producción y ganancias y, en ausencia de éstos, considerarían que las plusvalías seguras eran cosa del pasado y que había llegado la hora de retirarse. Es lo que hicieron, menos brutalmente que en México o Manila, pero en cantidad suficiente para que en mayo del 2000 el Nasdaq comenzara un declive que luego se convertiría en caída libre.
La burbuja estimulada por las privatizaciones
Otro sector decisivo para la formación de la burbuja, tanto en Nasdaq y Wall Street como en las plazas europeas, ha sido el de los grandes grupos y empresas que gravitan en torno a ellos en las industrias informáticas, las telecomunicaciones y los medios de información capaces de fusionarse con la informática. Aquí la burbuja nació de la interacción entre fenómenos idénticos a los que acabamos de describir y dos procesos concretos enraizados, uno en la producción y el otro en las políticas de liberalización. El primero ha sido un momentáneo repunte de inversiones en equipos informáticos, para talleres y para oficinas. El segundo ha sido la liberalización y desregulación de las empresas de telecomunicaciones, y la privatización de los grandes grupos estatales del sector en Europa, el Japón y varios países importantes de América Latina.
El boom de inversiones en las tecnologías de información y de control (TIC) se produjo sobre todo en los Estados Unidos, mas logró empero estimular durante un año o más una expansión productiva, y alentó nuevas inversiones en las industrias productivas por parte de los grandes grupos transnacionales (Alcatel es el más conocido en Francia ya que la ex CGE ha sido uno de los grupos originarios de su formación). Este boom de inversiones ha sido muy circunscrito. Dado que se produjo sobre un telón de fondo de lenta o muy lenta acumulación de capital (entendida aquí en el sentido de reproducción ampliada) y fue tomado por los fondos de inversión financiera que buscaban plusvalías bursátiles, se alimentó con la euforia bursátil y rápidamente se ha transformado en una sobreinversión notable. La barrera con la que chocó la expansión en las capacidades de un sólo sector de bienes de capital en el marco de una lenta acumulación ha sido la causa inmediata de la recesión norteamericana del 2001, a la que ahora es posible considerar como el primer momento de una recesión en dos tiempos (la duble dip recession según el lenguaje de las publicaciones económicas anglosajonas). En efecto, lenta pero firmemente, la caída bursátil arrastra la del consumo hogareño, al tiempo que el muy alto endeudamiento de las empresas y la sobrecapacidad del sector de bienes de equipo informatizados impiden cualquier relanzamiento de las inversiones.
La burbuja bursátil no hubiera alcanzado la misma dimensión sin la liberalización, la desregulación y la privatización de las telecomunicaciones. Desprotegiendo los entes monópolicos públicos, se ha abierto la vía a una embestida de adquisiciones y fusiones, que se vio fortalecida por la coincidencia con cambios tecnológicos que, para los grupos y sus nuevos accionistas tenían la doble ventaja de crear nuevos mercados momentáneos y apoyarse en inversiones muy importantes financiadas por los estados y consumidores en el marco de los antiguos monopolios. El mítico El Dorado nacido con las privatizaciones ha llevado la euforia bursátil a su culminación, creando el terreno que posibilitó a muchos aventureros llegar a un primer plano. En los tiempos de las políticas públicas industrialistas se ironizaba sobre los “mecanos industriales” montados por tal o cual ministro, pero ante las reestructuraciones bursátiles, los especialistas fueron obligados a reconocer que las mismas son dirigidas en casi todos los casos por lógicas puramente financieras, ajenas a toda coherencia industrial, de modo que su viabilidad es menor incluso que las anteriormente tan criticadas. Frecuentemente nos encontramos con un amontonamiento de activos financieros sin coherencia industrial destinados a crear “valor bursátil” para los accionistas. Ante la menor inflexión de las cotizaciones bursátiles, la vulnerabilidad de estas construcciones sale a la luz, como ocurrió con Vivendi Universal, y viene el fin de fiesta con la secuela de consecuencias para los asalariados y los consumidores que fueron quienes aseguraron las primeras fases de crecimiento financiero del grupo y ahora ven que los servicios públicos de los que dependen (por ejemplo el agua) están amenazados.
Capital ficticio, extrema vulnerabilidad financiera y la adulteración de cuentas
El hundimiento de valores fue especialmente brutal por el juego doble del modo de fijación de los precios de los títulos y las formas de financiamiento de las reestructuraciones bursátiles. Hasta el ascenso que convirtió a la bolsa en una institución capitalista dominante, el precio de los títulos se basaba en una evaluación, tan detallada como fuera posible, del valor del equipamiento y las carteras de patentes, marcas y redes de comercialización. Durante los últimos años fue el curso de la bolsa (vale decir, algo evanescente que no es más que el resultado de la euforia bursátil), que pasó a ser un factor determinante del precio. Además, están las formas de financiamiento. Después de la venta inicial de las sociedades privatizadas, no hubo ningún financiamiento por medio de retiros de capitales de la bolsa. La “norma” del retorno del 15% de los fondos propios ha forzado a los grupos industriales y de servicio a darles a sus accionistas más de lo que sacaban como recursos en los mercados bursátiles. Las empresas han debido entonces encontrar otras fuentes de financiamiento que alimentaron la burbuja antes de transformarse en factores de su rápido desinfle.
El primer medio fue el comercio de títulos o el pago en acciones a los accionistas de las empresas adquiridas. También aquí es imprescindible la teoría del capital ficticio para una buena comprensión. Son los duplicados de capital real, como los denominaba Marx, los que sirvieron para financiar la forma particular de “inversión” que constituye la adquisición-fusión. Transformando las acciones en moneda privada de cambio para las “operaciones públicas de intercambio” el ritmo de las fusiones-adquisiciones y la apariencia de viabilidad de las nuevas configuraciones industriales fueron determinados en gran medida por los valores bursátiles. El caso de WorldCom es un buen ejemplo. En la fase formativa de la burbuja bursátil, la cotización de las acciones del grupo americano de telecomunicaciones le permitió financiar durante cuatro o cinco años un programa de fusiones-adquisiciones cuya racionabilidad parecía confirmada a posteriori por nuevas alzas en la cotización de las acciones. La validación por las cotizaciones bursátiles parecía haber reemplazado milagrosamente la validación por la venta efectiva de bienes y servicios en el mercado final. Por supuesto, nada de esto era cierto, pues para mantener el alza de las cotizaciones, era preciso falsificar o “disfrazar” significativamente las cuentas... para ocultar un endeudamiento demasiado alto que motivara la sanción de las agencias especializadas, con una previsible repercusión negativa sobre los resultados y cotizaciones bursátiles. Así, los grupos se endeudaron gravemente para concretar las nuevas inversiones u operaciones de adquisición-fusión que los “mercados” esperaban. Hicieron emisiones de obligaciones privadas a gran escala y tomando créditos bancarios. Lo hicieron en condiciones muy desventajosas para ellas y de alto riesgo para los bancos. También aquí fue la cotización de los títulos la que dictó las condiciones del lanzamiento de obligaciones y las negociaciones con los bancos. Los mercados obligatorios sólo reciben los títulos de los grupos cuyas acciones son altas. Por su lado, los bancos trataron de cubrirse exigiendo cláusulas de reembolso automático en cuanto las acciones cayeran bajo determinado nivel. Estos son los elementos que explican la rapidez con la que grandes grupos, cuyas estrategias en otras circunstancias no hubieran sido muy costosas, se encontraron en cesación de pagos, incapaces de refinanciar sus emisiones o empréstitos.
En este contexto deben ser considerados los escándalos financieros, que son el fruto de la privatización simultánea de los servicios públicos, de la desreglamentación financiera y de las exigencias de la actividad bursátil más allá de los resultados reales. Sobre estos elementos se afirmaron las prácticas fraudulentas. La liberalización y la desregulación hicieron nacer un poder gerencial de nuevo tipo que nada tiene que ver con la fábula teórica de la corporate governance que supuestamente aseguraría el control de los dirigentes por los accionistas. Es un poder muy distinto al de los ex managers industriales, porque los principales beneficiarios del mismo son los managers poseedores de stock options que detentan la posición de “iniciados” en las empresas cuyas acciones tienen. La liberalización financiera ofreció a estos nuevos managers un campo de maniobra inmenso, casi incontrolado. Así, el apogeo y luego la quiebra de Enron se basaron en la evolución de actividades financieras basadas en la posibilidad de crear vastas redes de “sociedades pantalla” en los paraísos fiscales. La historia de la firma tejana es ejemplar en cuanto está también estrechamente ligada a la desregulación del servicio público de electricidad (Sauviat, 2001). Antes de engañar a sus accionistas y desposeer a sus asalariados (en cuanto vendedores de fuerza de trabajo y como “beneficiarios” de los planes de ahorro salarial en acciones de la empresa), Enron había asaltado a los consumidores de electricidad de California organizando deliberadamente cortes de energía en el estado más rico de los Estados Unidos. Prácticamente Enron ya no tenía actividad industrial y se había transformado en trader de gas y electricidad. Especulaba con la escasez de dos elementos cruciales de la vida social y dejó en ridículo a la agencia de “regulación” que supuestamente cuidaba los intereses de los consumidores. Por eso el caso Enron es también una lección sobre el sentido de la privatización de los servicios públicos.
Recapitulación y conclusiones
El origen inmediato de las crisis bursátiles y las demás crisis financieras “modernas” es el ingreso y posterior retiro masivo del capital de inversión en los diversos tipos de mercados de títulos financieros. Su fundamento es la acumulación financiera en cuanto tal y sólo desmantelándola se le podrá poner término.
La fuente más profunda de las crisis financieras y de la aceleración de sus apariciones es la lentitud de la acumulación entendida como la extensión de la base sobre la que muchos capitales pueden cerrar el ciclo de valorización del capital. Antes de ser captadas por los mercados financieros con las extracciones antes analizadas, es preciso que el valor y el plusvalor hayan sido creados en una magnitud suficiente. Esto no sólo exige una elevada tasa de plusvalía, sino también una tasa de acumulación de un nivel adecuado y una composición sectorial que sostenga la reproducción ampliada del capital. A pesar de la dura dominación imperialista sobre los países y las regiones satélites de los polos dominantes del sistema mundial y de una creciente explotación de la fuerza de trabajo en todas partes (comenzando por los mismos Estados Unidos), la cantidad de valor necesaria para la acumulación y para alimentar los flujos de ingresos indispensables para el buen funcionamiento de los mercados, disminuye. Éstas son las causas de la aceleración de las crisis financieras.
Entiéndase que la reproducción ampliada del capital y la acumulación se hacen más lentamente, pero no el movimiento de centralización y concentración del capital. Favorecidos por las políticas de liberalización, de desregulación y de privatizaciones, los grandes grupos industriales han podido retrasar el momento en el que los efectos de la baja tasa de acumulación se hagan sentir. Las quiebras espectaculares que se suceden en los Estados Unidos deben ser consideradas a la luz de este hecho. También se originan en los rasgos específicos de la burbuja bursátil. Para estimular la cotización bursátil de sus empresas, los dirigentes de los grandes grupos norteamericanos no han vacilado en endeudarse y ocultar la magnitud del endeudamiento para inflar sus ganancias trimestrales. Lo hicieron con la activa complicidad de banqueros, analistas financieros y auditores de cuentas y con la complicidad pasiva de los organismos reguladores. Una especie de gangrena relacionada con el carácter rentista de las finanzas corroe a los Estados Unidos.
Debido a estos procesos, durante mucho tiempo enmascarados por la suba espectacular de las cotizaciones de las acciones, pueden producirse sorpresivos saltos y aceleraciones en el desarrollo del crash bursátil. En esta etapa las víctimas directas del crash en crecimiento fueron sobre todo los asalariados poseedores de planes de ahorro-jubilación. El mito de una asociación estable entre el capital y una parte de la clase obrera en torno a la bolsa bajo la forma del “ahorro salarial” queda desenmascarado. Habrá todavía dirigentes sindicales para defenderlo, pero los asalariados podrán comprender más fácilmente que les proponen un mercado de engaños.
A causa del inmenso poder social y político de las finanzas y a la importancia de las ramificaciones económicas de los mercados bursátiles, los bancos centrales, comenzando por el FED, utilizarán todo su poder para contener la caída de las cotizaciones e impedir que los efectos de la crisis bursátil se propaguen al resto de la economía. Cuando se producen choques financieros, se crean urgentes necesidades de liquidez por parte de determinadas instituciones, garantes del funcionamiento de los mercados de títulos o proveedoras de créditos a las empresas. El FED hizo y hará todo lo que esté a su alcance para dar liquidez, especialmente para permitir que los bancos resistan la presión de la contracción del crédito (el credit crunch). Pero no puede impedir que las dificultades de la economía norteamericana tengan fuertes repercusiones en otros países. Incluso en la hipótesis más prudente, de un crash financiero limitado y una crisis mundial que pueda ser contenido por las potencias capitalistas, la “tasa de crecimiento” de los países de la OCDE no pasará del 1 o el 2% en 2003. Esto fija el marco económico general de las políticas gubernamentales, así como también de los próximos enfrentamientos entre el capital y el trabajo.
Dijimos que concentrándose totalmente en Nueva York tras la crisis asiática, los fondos han instalado la inestabilidad y los efectos destructivos de los sacudones financieros en el seno de la economía y sociedad norteamericana. A partir de ahora, si los Estados Unidos quieren hacer caer las consecuencias de su propia crisis bursátil sobre otros países y limitar el juego de los mecanismos de contagio en su economía, las políticas de creación de crédito utilizada preferencialmente por el FED durante más de un decenio, ya no serán suficientes. Por eso, comienza una nueva etapa en la fuga hacia delante, característica del conjunto de la “experiencia neoliberal”. Se tratará de un período necesariamente diferente al de la “aplicación pacífica” de las políticas conservadoras. La guerra contra el Iraq se sitúa en este contexto.
Bibliografía citada
Giraud, Pierre-Noel (2001), Le commerce des promesses, Seuil,.
Husson, Michel (2002), “Apres la ‘nouvelle économie’”, en Variations, nº 3, otoño.
Lordon, Fréderic (2000), Fonds de pension, piège a cons? Mirage de la démocratie actionnnariale, París, Raison d’Agir.
Marx, Carlos (1973), El capital, México, Fondo de Cultura Económica.
Orléan, A. (1999), Le pouvoir de la Finance, Odile Jacob, París.
Sauviat, Catherine (2001), “Enron, les failles du nouveau capitaslisme”, Carré rouge, nº 20, París, invierno 2001-2002.
* Primera parte de un artículo publicado en la revista trimestral Carré rouge. Traducción del francés de Aldo Andrés Romero y revisión de Carlos Cuéllar.
[2] El término es de Pierre-Noel Giraud y sirve de título a su libro sobre las finanzas, Le commerce des promesses, Seuil, 2001. Aunque rechaza la teoría del “capitalismo patrimonial”, Giraud exagera la importancia de las funciones de las finanzas en el ciclo de la producción y circulación de mercancías. Borra completamente las dimensiones de apropiación de valor y plusvalor y punción rentista. Pero analiza muy claramente los muchos mecanismos que conducen a las finanzas a crear permanentemente un excedente cada mas fuerte de acreencias sobre la producción futura (demasiadas “promesas”) que no pueden ser ni serán honradas. El mayor interés del libro es que demuestra analizando las crisis financieras desde 1990, que las relaciones políticas son las que determinan sobre quien caerán las perdidas y los rebotes en términos de producción y empleo.
[3] Mouvement des Enterprises de France: entidad que reagrupa al empresariado de ese país. [NdE]
[4] La Oferta Pública de Adquisición (OPA) es una operación bursátil consistente en que un ente público o jurídico hace una notificación pública a los accionistas de una sociedad que cotiza en bolsa, manifestándole estar dispuesta a adquirir los títulos que se les ofrezcan a un precio superior a la cotización actual para, de esta manera, conseguir la parte necesaria del capital suscrito que le permita alcanzar o reforzar su dominio dentro la sociedad de que se trate. Hay dos tipos de OPA: una, denominada amistosa, parte de un acuerdo con la dirección de la sociedad interesada; la otra, en oposición es la OPA hostil y tiene como objetivo conseguir sectores del mercado, la eliminación de la competencia. Cada país tiene sus leyes relacionadas con el mercado bursátil para el lanzamiento de una OPA, pero estas operaciones se manejan no sólo a escala nacional sino también internacional. Pueden haber varias OPA lanzadas contemporáneamente. Para defenderse, la sociedad interesada puede elegir una firma que, a su vez, presente otra OPA, recurso que se denomina del “caballero blanco”. [NdE]