19/04/2024

Realismo e utopía

In memoria di Lukács e Bloch[1]

A modo de preámbulo

La crisis del marxismo y las respuestas desoídas

Dos grandes autores del siglo XX, me parece, culposamente olvidados. Dos autores marxistas entre los más originales e innovadores, que no supieron entenderse entre sí y más bien se opusieron en el terreno filosófico. Dos autores entre los cuales, sin embargo, es hoy posible descubrir una profunda concordia en la declarada discordia. El título de mi libro, Realismo y Utopía, querría resumir en términos elementales la divergencia y, conjuntamente, la complementariedad de los dos itinerarios y de los dos puertos de llegada filosóficos. Si el parangón es lícito, Lukács y, contrapuesto, Bloch, me hacen pensar en las dos actitudes emblemáticas atribuidas por Rafael a Aristóteles y a Platón, respectivamente, en el fresco de la Escuela de Atenas. Uno está, en el gesto, tendido hacia la realidad terrena, el otro señala la bóveda del cielo. Pero ya el subtítulo, En memoria de Lukács y Bloch, traiciona una voluntad, querría decir labriolana, de relectura de los dos grandes autores en un tiempo, y según las problemáticas de un tiempo, que no es más aquél en el que vieron y nutrieron su pensamiento. Otros autores, antes vistos y llegados luego, nos obligan a hacer las cuentas con otros problemas, ignotos o casi ignotos o menos advertidos en Lukács y Bloch. También, debo confesarlo, en algunas páginas mías los dos pensadores pueden haber sido tratados como un ilustre pretexto para intentar una síntesis, que no fuese ya solamente una interpretación comparativa de su pensamiento, sino que se aventurase en una nueva propuesta teórica integradora.

Tanto la interpretación, como la propuesta teórica consiguiente, están escandidas en dos partes distintas que, en el orden de sucesiones visiblemente invierten el título del libro. La parte Primera, en efecto, traduce el concepto de utopía en el de ética (el título de la primera parte es "La ética del proyecto"), mientras la Segunda traduce realismo en ontología ("Ontología del ser-en-comunidad"). Problemas económicos, sociales y políticos están afrontados sobre todo en la primera parte, en la que no faltan tomas de posición polémicas bastante vivaces, enlazadas con la confrontación crítica, en especial, entre Jürgen Habermas y John Rawls, entre cristianismo histórico paradigmático, liberalismo y marxismo, entre teoría del Estado en Marx (hecha objeto de rápidas anotaciones filológicas) y su malentendido en el marxismo posterior.

El fracaso de la tentativa soviética ofrece materia para nuevas reflexiones post-lukacsianas y post-blochianas sobre la disociación y conformidad entre medios y fines en el hacer político. Mira, con mayor preocupación algunos aspectos del actual desagio de la civilidad, este Preámbulo en el que (sugiriendo un posible significado alegórico del Macbeth sheakespiriano impulsado a correr hacia la propia ruina por la pre-ciencia orgullosamente interrogada y traducida en voluntad de potencia) se intentan algunas observaciones críticas sobre la nueva -y no virtuosa- simbiosis ciencia-empresa o, recíprocamente, empresa-ciencia. Más manifiestamente filosófico-ontológica, y por eso menos "vivaz", es la Segunda Parte, en la que se intenta la revalorización actualizada de grandes problemáticas hoy caídas en desgracia aun entre la gran parte de los filósofos de profesión. Los autores principalmente interpelados son de nuevo Lukács y Bloch, pero alguna vez es invocada la autoridad de Aristóteles o de Kant y de otros pensadores llegados después, entre los cuales me ha parecido particularmente rico en estímulos, precisamente sobre un tema exquisitamente filosófico, el Gramsci de los Cuadernos. En el Apéndice se articula una reconstrucción filológica-histórica del fatigoso camino que, en tiempos despiadados y sanguinarios, ha conducido a Lukács a su -indudablemente unilateral y superada- concepción del realismo en el arte.

Después de la mitad de los años setenta contribuyeron a la crisis del marxismo, por un lado, la estagnación económica, social y cultural que en los países del "socialismo realizado" se acompañaba al entumecimiento burocrático del régimen político, ya entonces privado de prestigio internacional, y la imprevista capacidad expansiva, del otro lado, del capitalismo neoliberal, capacidad manifestada en la innovación tecnológica, en las consiguientes modificaciones del trabajo y de la configuración social, en el consolidarse de los regímenes democráticos occidentales -no obstante los primeros fenómenos involutivos- y en la caída de las dictaduras militares en algunas áreas de subdesarrollo, en especial, en América latina. La funcionalidad de la empresa privada capitalista no amenguó cuando, completada la formación de los mercados nacionales, al enfrentarse sobre la arena mundial afloraba una acentuada integración supranacional que, dilatando las dimensiones de las empresas, exasperaba los imperativos de la competitividad.

Por otro lado, los límites que -antes o después- deberían ser impuestos al crecimiento y a las ganancias metropolitanas, por el impacto ambiental y por las presiones de los países periféricos, no estaban aun dramáticamente vistos por las multitudes y por la cultura política difundida. Ciertamente se podían advertir, a mitad de los años setenta, los bordes más oscuros del nuevo capitalismo en expansión: la creciente contaminación ambiental, la intensificada carrera de armamentos, la irritante fiebre consumista, la marginación y el empobrecimiento de vastas regiones del globo, la difundida desocupación femenina y juvenil. Por lo demás, fenómenos similares, exceptuada la desocupación, afloraba también en los países del socialismo real, aunque en forma y proporciones distintas. Pero los nuevos movimientos por la paz y contra el hambre en el mundo, las reivindicaciones del feminismo y de las masas juveniles, la primera protesta ecologista y anticonsumista, se desarrollan casi siempre fuera de la tradición revolucionaria del movimiento obrero y lejos de las fuentes teóricas que lo habían inspirado.

El amenguar de la fecundidad teórica del marxismo sobre el terreno económico-social, o sobre el de las dinámicas político-institucionales, y el restringirse de la acción o de la iniciativa comunista, favorecieron dos opuestas conversiones, que a su vez acecharon la ya precaria hegemonía del marxismo militante: de un lado, la cesión al moderantismo o al liberal-socialismo de muchos intelectuales de izquierda, del otro, el abroquelamiento de algunas minorías en posiciones extremistas hasta contiguas al terrorismo. Sin embargo, ya desde la mitad de los años sesenta, entre los más avisados continuadores del marxismo teórico, se presentaba la convicción de poder promover su "renacimiento" sólo recuperando los "grandes problemas", reproponiendo los interrogantes fundamentales sobre la constitución o sobre el destino de las sociedades humanas: un relativo distanciamiento de las urgencias de lo inmediato o de las dificultades contingentes habrían podido preparar, operando con bases más sólidas, una nueva temporada de intervenciones eficaces de la teoría sobre el movimiento real. Por lo demás, también una parte de la cultura "burguesa" se empeñaría, pocos años después, en demandar repuestas sobre los problemas del presente en la tradición ontológica o axiológica inaugurada por el pensamiento antiguo, invocando sin embargo, aquellos intérpretes privilegiados del augurado retorno, Nietzsche y, sobre todo, Heidegger.

Advirtieron fuertemente esa exigencia de refundación radical y de reencuentro con las grandes preguntas de la cultura filosófica mundial -"¿de dónde venimos?", "¿hacia donde vamos?"- juzgándola un precondición necesaria para recuperar también el terreno del análisis concreto y de la acción inmediata, el viejo György Lukács (1885-1971) y su coetáneo Ernst Bloch (1885-1977). Ambos se empeñaron, en los últimos años de su vida, sobre una problemática ontológico-ética que se configuró, para Lukács, como principalmente ontológica y, para Bloch, como preliminarmente ética. Eran ambos demasiado viejos para que su palabra pudiese llegar persuasiva, deslumbrante y, al mismo tiempo apremiante, a los lectores de las generaciones más jóvenes. Estaban ambos demasiado aislados en su patria o en los países que hubieran debido acordar la primera y más atenta audiencia a sus meditaciones sub specie aeternitatis: Hungría signada por el drama de 1956 y custodiada por el breshnevismo, la República Democrática Alemana todavía más cuidadosa en defender la ortodoxia y en proscribir el disenso. Lukács, en particular, fue mirado con una mezcla de respeto e intolerancia hasta por sus propios discípulos, demasiado tentados por el rechazo radical de todo experimento político-social de matriz leninista para querer conceder crédito a los fundamentos ontológicos de un posible "renacimiento del marxismo".

Aislados en los países del Este, las reflexiones ontológicas de Lukács y de Bloch se volvieron extrañas a los intereses prevalecientes en el marxismo occidental, que en Francia y en Italia alternaban, sobre todo, metodología de la ciencia (histórico-social) con elaboraciones estratégico-políticas, a la par sostenidas por investigaciones filológico-exegéticas sobre textos marxianos, mientras en Alemania se privilegiaba el análisis sociológico o sociológico-político en el surco de la tradición frankfurtiana. Única excepción, en Italia, fue el ensayo "Fundamentos de una ética humanista" de Mario Rossi (1916-1978), aparecido por primera vez en 1966 en Homo homini Homo Festschrift J. E. Drexel zum 70. Geburtstag (Monaco, C. H. Beck´sche Verlagsbuchhandlung) y reimpreso en Napoli en la revista Logos (en el Nº 2, de 1969). Distante en el tiempo querría llamar a la memoria algunos datos sucesivos: las primeras anticipaciones de la ontología de Lukács fueron publicadas en 1968-1969 y Experimentum mundis de Bloch apareció en 1971; en los años 1971-1972 aparecieron tomados por el editor Luchterhand tres capítulos centrales del Zur Ontologie des gersellschaftlichen Seins de Lukács (la traducción italiana de la obra completa, a excepción de los posteriores Prolegomeni, apareció a partir de 1976) y en 1974 M. Rossi reeditó , con algunas modificaciones, su ensayo en Cultura e rivoluziones. Funzionallismo storico e umanismo operativo. En él el auspicio de un primado de la razón ética (humanista) aportaba al balance trágico de la irrupción tecnocrática en lo político, observada en los lugares-símbolos de Auschwitz y de Hiroshima. El establecimiento decididamente ontológico de aquél ensayo fue considerado una regresión anómala, apenas tolerable en un estudioso ya distinguido por sus rigurosas investigaciones históricas sobre la génesis del pensamiento marxista, reconstruida en las vicisitudes de la izquierda hegeliana. Fue así regularmente ignorado.

No pretendo aquí arrimar siquiera, en el reconocimiento de los méritos, una figura quizá menor del marxismo italiano, a los nombres tan ilustres del húngaro y del alemán. Busco sólo entender cuales fueron las ocasiones perdidas, en el Este y en el Oeste, en los años en que hubiéramos podido remontar la pendiente, profundizando no tanto en los orígenes de nuestras vicisitudes históricas -con un acrítico retorno a Marx- cuanto en la indagación sobre lo real abrazado en toda su amplitud (bien más allá, entonces, de los triunfos contingentes del mercado) y en sus proyecciones sobre lo ideal, o sobre el hacer teleológico elevado a clarividencia de la especie (esto es, bien más allá de los fracasos contingentes de las políticas de plan). La reflexión marxista arriba desprovista a las citas de los años ochenta. Además, la euforia del neoliberalismo o la prognósis optimista sobre la potencialidad expansiva y autocorrectiva del mercado, encontró su contrapeso cultural o ideológico en el pesimismo heideggeriano, en vez que en el realismo lukácsiano o en la utópica "esperanza" blochiana.

El revés del saber absoluto y la crisis del partido ideológico

El haber demolido la pretendida verdad eterna de las reglas económicas capitalistas constituyó, para Marx, un logro preliminar fundativo. El expresa alguna reserva, en los esbozos de cartas a Vera Zasulich, también sobre aquello que una parte de la tradición posterior habría tenido mucho tiempo por verdadero: sobre la presunta necesidad histórica de deber atravesar el capitalismo más avanzado, como estadio incondicionadamente presupuesto para una edificación no ilusoria del socialismo. Pero ¿hasta qué punto, un todavía generalizado "agnosticismo" teórico, habría podido continuar - especialmente en fases de reflujo o bajo el peso de una derrota - contaminando la praxis política, sin debilitar la confiada tensión hacia la meta anhelada? Es un interrogante muy presente en Gramsci. La crítica del "saber absoluto" es una necesidad a la cual la teoría y la praxis revolucionarias no pueden sustraerse, pero un propósito tal puede y debe ser afrontado sin recaer en una extrema lasitud epistemológica que, en vez, daría una buena mano precisamente al (modo actual del) saber absoluto. Este último, en efecto, triunfa en el recíproco desconocimiento practicado por cada especialidad frente a todas las demás. Se refleja sobre la producción de ignorancia pertinente al más enflaquecido saber especializado. Gramsci podía aun ilusionarse con que las operaciones parcializadas de la fábrica taylorista-fordista restituirían, en el operario parcelado -en su mente exonerada de pensar en su trabajo, porque había devenido repetitivo-, alguna libertad de alcanzar pensamientos y actos de liberación; el técnico de nuestros días está en vez condenado a pensar siempre y solamente un fragmento del saber hecho trabajo y a ignorar los otros espacios (de pensamiento) que atraviesan ese fragmento, para ocultar los horizontes que deberían abrirse a una más vasta proyectualidad ético-política.

Se suele afirmar no solamente que el mercado provee información mucho mayor de cuanta pueda recibir una dirección planificada de la economía, mortífera para el mercado (Hayek) y, más en general, que las actuales sociedades complejas, en rápida transformación, consienten sólo gobiernos débiles o intervenciones correctivas a breve plazo y vuelven, en vez, inesperadas las previsiones o las proyecciones orientadas hacia metas más ambiciosas y más lejanas. Pero, si las previsiones o proyecciones, renunciando a cualquier apodicticidad, se ofrecieran en vez como hipótesis validables o falsificables, o sea disponibles a sustanciales rectificaciones, al enfrentarse con las nuevas interdependencias reales, de vez en cuando acertadas, la "utopía" conservaría no solamente su plena legitimidad epistémica sino también una propia finalidad práctica al orientar la acción reformadora parcial y al incitar hacia resultados menos indeseados, los mismos procesos espontáneos de la transformación social. Como el educador puede y "debe ser educado", así deberíamos saber o poder transformar la transformación. Por lo demás, si también en el estudio de los fenómenos físicos los hombres de ciencia se hacen más concientes que el realismo ingenuo es, precisamente, ingenuo o que para poder producir ciencia y aplicarla prácticamente en los resultados, hace bien haber cultivado "sueños" -haber confiado en una preliminar "metafísica influyente"-, no se comprende por que motivo plausible los políticos puedan entenderse vinculados solamente a una presunta conducción "realista" de su menester, desdeñando la compañía de los filósofos "morales" en cuanto funcionarios de la utopía o, si se prefiere, "funcionarios de la humanidad" (la fórmula nos vienes del insospechable Husserl, no de Platón ni de Marx).

Que el partido político no tenga ya caracteres ideológicos marcados, como los distinguían en el pasado, y tienda a caracterizarse, en vez, como partido-programa no es un gran mal, cuando, entre una y otra forma-partido, no se vislumbre una suerte de interludio de tonos apagados, como en el teatro se cambia de escena, o (peor) no se atasque en un penoso afanarse, como el de un nadador inexperto "en medio del vado" entre dos riveras. El sujeto político debería, en vez, dotarse de una doble armadura, encarnando, por así decir, el programa del "ser" (para lo inmediato) en el proyecto del "deber-ser" (para el porvenir) canalizando la propuesta de contratar, y adaptar hic et nunc, en el modelo previsional e intencional al que se quiere tender, en la larga duración, si pudiesen darse todas las condiciones necesarias y/o suficientes. Si, con Lukács más que con Lenin, traducimos la relación entre aquellas dos dimensiones en el binomio "táctica" y "estrategia", la estrategia no puede estar subordinada a la táctica. En el proyecto para la larga duración convendría meter tanta "utopía" cuanta realista sagacidad fuese empleada al aprontar el programa de corto plazo.

Es bueno que una política laica tenga una no preconcebida disponibilidad para aprehender todas las hipótesis científicas -y filosóficas- a favor de los principios pluralistas de democracias crecidas en el weberiano "politeísmo de los valores". Pero, en el loable intento de no interferir sobre el fructífero enfrentamiento entre diversas teorías, podría insinuarse una clásica paradoja bien conocida en las escuelas filosóficas, desde Platón hasta Russell. Tratar como equivalentes todas las teorías -en cuanto a sus valores funcionales de verdad-falsedad- significaría privilegiar subrepticiamente la verdad de una única teoría: de aquélla que niega la posibilidad de teorías verdaderas en nombre de un relativismo absoluto, no menos absoluto, aunque más abiertamente contradictorio, del "sueño dogmático". Por ello, sea en el programa, sea, con mayor razón en el proyecto, convendría, con circunspección, graduar la aprehensión de las diversas teorías (o de las diversas "doctrinas comprensivas", en la terminología de Rawls) para poder acordar una confianza, relativamente mayor, a las premisas teórico-científicas -y filosóficas- entendidas, relativamente, más "confiables" o menos dudosas, poniendo límites así a las dos aparentemente contrarias pretensiones del extremo relativismo cultural y del saber absoluto.

El lasismo epistemológico ("todo vale") en su relativismo de pequeño cabotaje, aconseja rendirse frente a la complejidad ingobernable. Pero, si "todo vale" en materia de creencias y opiniones, como enseñan los teóricos de la crisis y los críticos de las teorías ¿porqué sorprenderse de que -en una época de ciencias exactísimas y de tecnologías sofisticadamente divulgadas por, tecnológicamente revolucionadísimas comunicaciones de masa- creencias y opiniones místicas, misteriosas, teosóficas o tradiciones fideístas, que reúnen muchedumbres confesionales tantas veces recuperan su ventaja entre las masas? Un sujeto político que, aunque abriéndose a las especialidades del saber -ya irrenunciable en el conocimiento del ser- apunte sobre todo a la universalidad del deber ser, sabrá, en vez, tener afirmada la conquistada conciencia occidental de la historicidad de las teorías y de las filosofías, en cuanto radicadas en un dado tiempo epocal. Pero un tal historicismo solamente es "relativismo" in grande, el único que Gramsci defendiese con convicción profunda.

Utopía y ciencia: la condena de Macbeth

Arrigo Colombo considera la utopía "proyecto de época", o modelo de perfección ideal, que cada época construye como una imagen de sí que es conciencia de sí y, al mismo tiempo, como tensión finalista-operativa: eutopía. Por mi parte querría precisar: imagen de sí que, conjuntamente, impulsa por sí a otro proyecto de una época nueva que podrá, no deberá, sobrevenir en un futuro, aunque remoto. Pero utopía, en Tomás Moro, es la instancia (religiosa) de una espera terrenal que, aquí y ahora, se conforma en la agostiniana "Ciudad de Dios", o en cualquier otra parte. En efecto, en una acepción más históricamente delimitada, podremos llamar utopía al sueño, sobre todo latente en la sociedad de dominio, de recuperar una perfección absoluta que es, o que fue, en un lugar más noble situado más en alto: por ello la utopía es un ideal platónico o platónico-agostiniano (Campanella, Tomás Moro). Cuando Marx y Engels definieron "utopista" al socialismo de Fourier, Saint-Simon y Owen, entendieron designar el carácter de sueño platonizante pre-científico en cuanto pre-moderno. Cuando Marcuse revaloriza la utopía considerando la perfección del trabajo-ocio o su gratuidad lúdica, en el ideal de un mundo futuro, se insinúa todavía, quizá, la inconciente idealización de un real visto en épocas transcurridas: cuando se formaba un estrato social de dominadores exonerados del trabajo privilegiado en el poder gozar de ocios no "vulgares". En fin, cuando Bloch escribe sobre la utopía que es esperanza, considera en cierto modo también él una vocación originaria del cristianismo, aunque entienda poner el acento sobre el novum, sobre lo ignoto soñado con los ojos abiertos, ramas o raíces casi llegando a fruto o solamente gérmenes escondidos o sepultos en las vísceras del pasado.

En efecto, en el cristianismo de la Patrística, por ejemplo, no encontramos solamente motivos heredados de los Cínicos griegos ( los que, por otro lado, apuntaban a exaltar una suerte de autocomplacencia por la liberación de la necesidad de riquezas, juzgada como una "servidumbre", y por la victoria así conseguida sobre los propios apetitos: Aristóteles, Ret., 1361 a23/4); ni solamente elogios de la pobreza como "terapia de los afectos" (Patrologia Greca del Migne, 49,140), tendiente hacia un ideal fraternal; ni solamente la revalorización del trabajo y de su dignidad (ibid., 49, 7l; 50,491; 49, 129 etcétera y S. Pablo 51, 193/5), contra la concepción clásica del trabajo como dura y humillante necesidad (Jenofonte, Memor., 4, 2, 37 y Cirop, 8, 3, 37; Aristófanes, Pace, 632). Reencontramos, sobre todo en Juan Crisóstomo (IV-V sig. de C.) también un concepto sorprendentemente

"actual": existen bienes para su destino común, entre ellos el aire o el agua. En una homilía de aquélla época, atribuida a él, aunque quizá espúrea si se consideran algunos datos estilísticos (Patrol., 55 260), se lee: "Nuestra tierra, para el futuro, no está en condiciones de soportar estos males: el aire es ensuciado francamente hasta en sus parte altas. A causa de los beneficios financieros la vida ha devenido invivible; por dinero (por ganancias) hemos vendido los libres elementos naturales, los caminos recaudan impuestos, la tierra es asignada por sorteo, el agua tiene un patrón, el aire está sujeto a conquista y venta".

Pero, al respecto, además de Basilio (íbid., 31, 276) también Aristófanes (en Eccl., 590/4) había postulado una "originaria comunidad generalizada de los bienes naturales fundamentales para la existencia de los hombres", así traduce Giovanni Viansino en un ensayo suyo de próxima publicación, de quién recojo estas noticias. Viansino recurre al término Urkommunismus que, en aquél contexto, no significa solamente comunismo primitivo, sino quizá también carácter común de los bienes, precisamente, "fundamentales". Quizá también a San Agustín se puede atribuir la noción de una prioridad de los bienes naturales (como bienes comunes).

No existe utopía como eutopía, o modelo de sociedad justa, sin distopía, o "modelo" de sociedad injusta. Para un observador que confronte, con una hipotética perfección utópica, todas las sociedades históricas, hasta la actual, son en igual medida distópicas: entiendo decir que no pueden ser consideradas como aproximaciones sucesivas hacia una sociedad justa en una suerte de secuencia lineal. En particular, no puede ser saludada como la menos imperfecta de las sociedades imperfectas aquélla en la cual vivimos y en la cual se celebra el primado de un (creciente) saber que es también un hacer, un tener y un poder (crecientes). Los iniciadores del marxismo celebraban como una virtud de la burguesía la (primera) unificación del planeta y, por lo tanto, del género humano. Pero ¿de cual unificación es hoy capaz la ciencia que mueve el capital, sus mercados y sus Estados? Antes de intentar una respuesta, debemos reintentar una crítica de la sociedad fundada sobre el "saber absoluto". El vértice supremo del ser conciente está en su ser sapiente. El homo sapiense sapiens es, al fin, el hombre cuya vida es el producto de su ciencia. Hoy, en efecto, la ciencia es capaz de hacer salir de su laboratorio también la vida, otra vida de nuestras vidas.

La idea de una sociedad justa, en vez, no podrá jamás apoyarse enteramente sobre la ciencia (en cuanto pre-ciencia): o bien, de lo contrario, no podrá presuponer la plena cognición de un presunto curso necesario de las cosas y, por lo tanto, de un ordenamiento según justicia que no pueda no tener su advenimiento. La idea de una sociedad justa presupone ciertamente una ciencia del pasado y del presente, presupone también una conciencia de los límites entre los cuales algunas cosas serán posibles en el futuro (ahí donde otras serán imposibles), pero como idea de una perfectibilidad posible perteneciente a la razón ética más que a la razón teórica o teórico práctica.

La utopía cultivada hasta ayer se colocaba a menudo en contraste con el individualismo moderno. El modelo del individuo, o sujeto, incondicionado, que domina todas las cosas, "desde que las reina por sí", recorre la modernidad de varios modos, desde Pico della Mirandola a Descartes, a Kant y al idealismo alemán. El materialismo moderno no escapa al reclamo de la subjetividad dominadora. El materialismo histórico no es excepción. En efecto, mientras el historicismo proto-idealista (en Vicco) exalta al hombre que conoce la propia historia porque la hace, el materialismo histórico (especialmente después de la muerte de Marx) oculta la idea, en apariencia opuesta, de un sujeto humano o de una elite intelectual que hace la historia porque conoce sus leyes infalibles. El materialismo histórico reivindica así un lazo de continuidad con el precepto baconiano (el poder descubrir las leyes de la naturaleza nos habilita también a re-hacer, o sea a dominar, la naturaleza). Cuando la inteligencia haya sabido arrancar su secreto a la historia - el secreto de sus impulsos y de sus movimientos - bastará esperar (o, según los casos, será posible apresurar ) el curso de los eventos: porque los eventos son ineluctables en su ser predeterminado. Pero, si el curso de los eventos futuros (no solamente de los eventos pasados) es unívoco, si el multiverso de las posibilidades se agazapara sobre el universo de la necesidad, entonces el primado pertenecerá a aquéllos que saben (que prevén el futuro necesario), no aquellos que con Ernst Bloch "esperan" y, utópicamente, proyectan uno entre los futuros posibles. La desventura que, al final, corre el "saber absoluto" está admirablemente representada en el Macbeth de Shakespeare. El confiar orgullosamente en la ciencia y, en especial, en la pre-ciencia -nos advierte la fábula trágica de Macbeth- se choca ferozmente con los valores de la razón ética y conduce al hombre a la ruina. Con el Siglo XX, la doctrina de la "predestinación" se representa, no ya en los horizontes de las vidas (y de las empresas económicas) individuales, como en los inicios del moderno capitalismo según el diagnóstico weberiano, sino en el más vasto radio de una presunta necesidad histórica que constrinja la sociedad moderna burguesa para apurar su transformación en una sociedad socialista. Es verdad que ya el iluminismo, y por último el positivismo, habían propuesto una versión burguesa de la necesidad histórico-social en la idea de un (irresistible) progreso lineal de la ciencia y, por tanto, de sus efectos en el campo económico, social y político, entendidos siempre como beneficiosos para la civilización. Pero las corrientes antipositivistas, y también el pragmatismo o el convencionalismo de los primeros decenios del siglo veinte, habían redimensionado aquélla pretensión. Debe ser atribuido, por lo tanto, al marxismo de la Segunda Internacional, y al "diamat" arribado en auge después de la revolución de octubre, el demérito de haber rehabilitado aquélla ilusión burguesa, en la semblanza de un determinismo histórico que, amamantándose de una presunta dialéctica materialista, habría debido escandir el progreso según fases o estadios sucesivos y someter también el futuro a escansiones predeterminadas. El cientificismo "proletario", todavía más que el "burgués", al poner en práctica la presunción del "saber absoluto", subvertía la razón ética -por lo tanto, el comunismo - que bien había animado la revolución e iba al encuentro, como Macbeth, de la ruina de la obra emprendida.

En la vicisitud histórica de los decenios pasados, las multitudes eran, a decir verdad, exhortadas a movilizarse y a luchar por objetivos más elementales y más urgentes, y quién guiaba, con animosidad y con personal sacrificio, aquellas luchas, confiaba ganar tanto crédito para poder conducir, diestramente, hacia resultados superadores las espectativas más inmediatas. Confiaba siempre en la heterogénesis de los fines y en la "astucia de la razón". El núcleo teórico que sustentaba esa confianza era siempre un viejo módulo de derivación hegeliana: las luchas o las contradicciones, agudizándose, habrían liberado la verdadera, históricamente necesaria, resolución en la victoria final y total de la "negación". Hoy, el juego de los intereses económico-corporativos que, organizados para poder ser agudizados, deberían lograr aquel presunto fin último objetivamente inevitable es un juego en el cual no se vence más. Aunque no sirve refugiarse en una vana profesión de anhelos ("ideales") in toto separados de los intereses ("materiales"), mañana podrá descubrirse, nuevamente, la "prédica" de la sociedad justa como valor que reclama un empeño casi "desinteresado", pero privado de certeza.

Es verdad que conjurar la muerte individual ha sido el estímulo dominante por siglos y es siempre "interés" supremo para la mayoría. En las sociedades arcaicas y, en sus extremos, entre las civilizaciones campesinas, la prolongación de la existencia de los padres ha sido buscada en el vigor de los hijos y en los frutos de los árboles plantados para la generación siguiente. Una nueva idea del alma instalada en la persona singular había inducido ya a los primeros cristianos a anhelar una sobrevivencia celeste superior a todo otro bien terreno esperado. El más avisado individualismo laico de la modernidad descubría la mayor duración de la laboriosidad mundana, pero tendía a hacerla una suerte de "alma" perpetuándose en este mundo, especialmente cuando el pensador o el artista, escribía Nietzsche, "han puesto al seguro su mejor yo, poniendo a prueba una joya casi maligna al ver como lentamente su cuerpo y su espíritu se dañan y destruyen por el tiempo, casi como si de un ángulo viesen un ladrón trabajar sobre su caja fuerte y supiesen que ella está vacía y que todos los valores fueron puestos a salvo".

Bloch tenía una idea ilusoriamente optimista del nuevo hombre socialista. Sería, a su parecer, un héroe o un mártir, no como aquéllos cristianos, "con una plegaria en los labios" y con la fe de poder subir al cielo, o de poder gozar de una pascua después de un viernes santo, pero inmolados al haber subsumido la conciencia personal en la conciencia de clase como "alma de la futura pre-figurada humanidad". Así se expresaba Bloch y por ello despreciaba a los "renegados" como el autor de la novela Sànin, en la que el protagonista "desdeña hacerse ahorcar para que a los operarios del siglo XXXII no le falten los alimentos y los placeres del sexo". A un tal cinismo Bloch oponía, es verdad, un exceso de optimismo. Sin embargo no es imposible, decía yo, que en el futuro próximo aparezca un empeño cuasi "desinteresado" en pueblos, como esperaba Brecht, exonerados de la necesidad de confiarse todavía a los "héroes". El político, también y sobre todo, al hacer evidentes sus (ideales) cartas secretas (si ellas existieran) puede aun hacerse un político-pedagogo, un experto en la "mayeutica" socrática, tendiente a liberar de las mentes, no ya solamente proletarias, la necesidad ética de la "ciudad futura". Si este fuera finalmente un resultado tangible, entonces la "negación" de la "antítesis", celebrada su victoria, no será el desierto de una nada desgarrada de la ilusoria disolución total de la "tesis", sino que será - con Gramsci - ella misma la "síntesis" o la superación como conservación de la (parcial verdad de la ) tesis.

El rechazo de la razón represiva

La contestación juvenil y estudiantil, que tuvo su epicentro en el ‘68, intentó revalorizar las razones de la utopía. En sus orígenes y también en sus sucesivos desarrollos, emparentados en sentido lato con el feminismo y con el ecologismo, fue sobre todo una revuelta anti-intelectualista y, por lo tanto, antideterminista: excluye que la historia pudiera dar a luz logros ciertos porque científicamente previsibles. Fue, como afirma Arrigo Colombo, una revuelta "contra la sociedad tecno-económica", fue el rechazo "de la razón represiva (razón económica, tecnológica, burocrática)" ya a partir del fenómeno beat de los años cincuenta. Fue tal también porque acoge, al menos en parte, la crítica anti-iluminista de la Escuela de Frankfurt, especialmente en la variante propuesta por el pensamiento utópico de Marcuse. Denunció la mortificación de los individuos y de su visión teorizada y practicada por el socialismo de forma soviética. Pero la contestación, en su tendencial anarquismo individualista o individualismo anárquico, aparece indirectamente como partícipe del tardío subjetivismo moderno-bugués. El espíritu de la anarquía, por otra parte, reflorecía en la izquierda precisamente cuando ya se entreveían los pródromos de una inédita anarquía del saber, del poder, del trabajo y del mercado capitalista globalmente "liberalizados". Sobre la entera superficie del mundo sobrevendría bien pronto la llamada espontaneidad del mercado, que se hace ley a sí misma con su regular desregulación, o insociable sociabilidad, como Kant y el pensamiento liberal habían soñado. El antiestatalismo de izquierda contribuía, quizá, de tal modo, a allanar el terreno a aquéllos que, en el signo de la próxima anarquía global, se proponían cancelar las trazas residuales de una, aunque sea imperfecta, disciplina normativa de forma estatal-nacional (del Welfare State, etcétera).

Para aquel involuntario logro suyo entre las mallas del aborrecido "sistema", los movimientos de 1968, no supieron imprimir un cambio duradero en las vicisitudes sucesivas del mundo contemporáneo. Se colocaron a mitad del camino, inciertos entre una inactual recuperación sectaria de la lucha de clases en su modelo canonizado de más de un siglo, pero nunca sujeto a rápidas mutaciones, y una percepción nueva -vista, por lo demás, en forma negativa o en actitudes "ludistas" contra el creciente poder de los saberes- de la posibilidad de reivindicar una individualidad-socialidad libre y armoniosa y, por lo tanto, de dilatar la misma lucha de clases en una general revuelta contra el extrañamiento. La segunda intención, verosímilmente, prevalece sobre la primera, pero aparece bien pronto desleída por un individualismo replegado en lo cotidiano y, por lo tanto, inconcientemente tributario de la atomización incipiente en la tardía modernidad. Se rescataba, mientras tanto, un "privado" que en el sentido común, progresivamente inducido por las nuevas media, se comenzaba a entretejer con la especie humana, una relación de signo negativo y, por ello, a debilitar toda tensión ética y utópica hacia los semejantes o hacia la posteridad. El espíritu románticamente anti-institucional de 1968, por su parte, se compuso como si, en una época de secularización febrilmente apremiante, la nueva ética laica pudiese sin embargo -insertándose espontáneamente en la "conciencia" social y/o individual- casi tomar prestado, o como modelo, la forma de los deberes que en el pasado la conciencia religiosa había interiorizado en las personas (precisamente por la centralidad, en aquél pasado, de las relaciones sociales de dependencia personal). Era necesario, en cambio, solicitar una directa asunción de las tareas normativas no "autoritarias" por parte de instituciones públicas reformadas - en especial, supranacionales - en campos (piénsese en la bioética, en la ética ambiental, en la ética de la información y en la renegociación de reglas adecuadas de la moralidad política) desconocidos en el pasado o únicamente confiados a la costumbre social religiosamente confortada o a la buena voluntad individual racionalmente fundada. La coerción, aunque sea tendencialmente declinante, habría conservado su eficacia y sostén de un consenso, a su vez, en ascenso. Hegel había elogiado en la lectura del diario la nueva plegaria laica matutina. Si refutáramos totalmente la instancia hegeliana de una eticidad propia de las instituciones - verdad, no ya entendida en su augusto significado nacional, o "prusiano" - temo que la única plegaria matutina será la fetichista lectura de la página deportiva.

Algunos movimientos juveniles contribuyeron indirectamente, decía, a poner entre paréntesis la centralidad del conflicto de clases, anticipando por intuición el incipiente dilatarse suyo y diversificarse en los contornos de otras "subjetividades" antagónicas, pero quizá al mismo tiempo subestimando una nueva capacidad del capital global, que no se limita a enmascarar la incompatibilidad objetiva, con el mismo capital global, de los pueblos periféricos, de otras culturas, del sexo femenino, de la edad juvenil, de la "condición humana" en general, de enmascarar una tal diversificada pero mancomunada incompatibilidad, sino que la neutraliza privándola de toda convergente carga eversiva y, trasmutándola en guerra, a veces feroz, entre "razas superiores" y "razas inferiores", entre etnias devenidas sangrientamente rivales, entre grupos locales y tribales, entre confesiones religiosas, entre los sexos, entre las generaciones, en suma, entre las diversas condiciones deshumanizadas armadas una contra otra.

¿Una gran declinación espera, quizá, al gran protagonista de los movimientos de liberación modernos, el proletariado "clásico" si el trabajo físico es potencialmente sustituido por el saber, por un saber impersonal materializado en máquinas pensantes y por saberes personalizados pero auxiliares, porqué serán aptos para las máquinas pensantes? Que el saber de la edad moderna se hace poder sobre las cosas y sobre los hombres mediante la activación de un mundo de máquinas -en consonancia con la concepción de una máquina del mundo- lo habían intuido Bacon y Descartes con los materialistas de su escuela. Lo habría "gnoseológicamente" demostrado, trasmutando la apologética en crítica despiadada, el antihumanista Foucault. Antes, el poder sobre los hombres lo ha comandado un trabajo físico parcelado, casi como entre engranajes combinados de una máquina. Hoy el dominio del saber sobre toda cosa hace, sin embargo, del mismo saber un saber parcelado (especializado) que vuelve siempre inactual la pretensión -de los grandes intelectuales formados en la primera modernidad- de abrazar un visión comprensiva, sea como síntesis teórica, sea como conciencia crítica de lo existente y también como conciencia revolucionaria. Los intelectuales de hoy, si distraemos por un instante la mirada de la gran masa de los integrados, son integradores pero en campos separados y recíprocamente excluyentes: es "integrador", en especial, el staff dirigente u ordenador de una (singular, aunque gran) empresa, al exterior de la cual reina solamente el inmenso desorden de un vasto mundo que solamente en ese desorden aparece unificado. En la fascinación de un tal modelo de intelectualidad occidental miraban, quizá, aun más que a la libertad de opinión a ellos negada, los hombres de cultura que han contribuido a hacer caer como ya agotado, junto con la escoria del "socialismo real", también las espectativas originarias de una revolución liberadora.

La intelectualidad integradora no está del todo al reparo de toda "conciencia infeliz". Pero la integrada está compuesta, siempre más, de las partes de un gigantesco engranaje; no controla el saber: está sometida al saber. Deviene todavía, en casos excepcionales, intelectualidad crítica, volviendo a mirarse sin embargo siempre en el espejo deformante de su frustración. Si, en efecto, la intelectualidad crítica de los decenios pasados, en su diálogo con el movimiento obrero, actuaba incitando a las confiadas aperturas políticas y sociales, en el signo de una gramsciana hegemonía capaz de no esperar la conquista del poder para manifestarse, la intelectualidad crítica actual actúa a veces proponiendo "sectarismos" o clausuras, en sintonía con el "sectorialismo" del que ella misma está afectada. ¿Se puede discurrir hoy del extremismo como enfermedad senil del intelectualismo anti-sistema? Se debe sin embargo admitir que la incontrastada supremacía del capital global -de su "pensamiento único"- justifica y vuelve casi obligada, por el contrario, una (más que en el pasado) intransigente radicalización de la crítica, y también del rechazo.

La intelectualidad integradora y la integrada actúan, generalmente, como conviene a su rol: por ejemplo, adaptándose a dar vuelta la óptica tradicional de los trabajadores dependientes que dirigen o controlan. En efecto, si hasta ayer los trabajadores, en especial los reunidos en una fábrica localizada, se ponían en conflicto con un "patrón", bien visible en su imperio -oponiéndose, más allá del poder de aquel "patrón", al poder abstracto y abstrayente del capital en general- y volvían en vez una atención solidaria a los otros trabajadores dislocados por doquier, hoy ocurre demasiado al contrario: los nuevos asalariados, en especial los dispersos en pequeños grupos, y los nuevos subalternos -prisioneros de un renovado vínculo corporativo que, precisamente, desciende del staff empresarial dirigente- son prevalecientemente inducidos a considerarse solidarios con la empresa que los organiza, bien visible en su imaginario rostro más acogedor, pero remota e inaccesible en la dureza impersonal de los vínculos impuestos al trabajo "flexible"; son inducidos a creer ser amenazados por un mercado externo precario o aleatorio, hecho de consumidores volubles y, más aun, de otros trabajadores ocupados o desocupados, de inmigrantes miserables y hambreados. El saber logra, sobre todo en su aspecto mediático o de información difusa, simular y disimular: disimular la arrogancia del mismo saber y de su hacer-poder-tener; simular pluralismo, interacción, circularidad, proximidad, allí donde reinan el conformismo, la pasividad, el verticalismo y la exclusión.

Los saberes como empresas y el Estado nuevo "guardián nocturno"

Ya Schumpeter consideraba la empresa como, esencialmente, un centro de actividad innovadora (y por lo tanto de saberes seleccionados y conforme a fines). La Grassa agrega que la inteligencia selectiva de la empresa, no limitándose a promover la innovación tecnológica y organizativa en la célula productiva singular, propiamente dicha, opera ahora también en tareas estratégicas que se invisten u operan directamente el mercado, en cuanto forma específicamente capitalista de relaciones de sociedad, e invaden directamente las instituciones político-estatales. Pero, mientras toda innovación tecnológica se orienta a ordenar el funcionamiento interno de cada una de las células productivas coordinando sus componentes, el plano estratégico superior está predispuesto para poder confrontar con otras, concurrentes, estrategias en las relaciones de mercado y en las relaciones entre los Estados: o sea, repito, para poder conseguir ventajas por y en el desorden mundial. La empresa en su conjunto es entonces el ámbito "dentro del cual se persigue el fin de la máxima organización de determinados factores [productivos] en función de la lucha por el poder, que se desenvuelve en el plano del mercado".

La empresa -como saber innovador organizado- actúa, estratégicamente, sobre el Estado y sobre el terreno de las relaciones entre los Estados. Es necesario tener siempre presente que el Estado contemporáneo se articula según los dos diferentes niveles de una "sociedad civil" (Gramsci) político-partidista y de una configuración estatal en sentido estricto, así como la sociedad contemporánea -sociedad de mercado- se articula a su vez según los dos diferentes niveles de una sociedad en sentido estricto, basada sobre "contratos" individuales y de una sociedad semi-politizada, en la cual operan contratos y organismos sindicales. También es necesario advertir que aquéllos (cuatro) niveles diferentes, también el estatal en sentido estricto, operan en el mundo moderno bajo la presión hegemónica del saber, en su forma antes aclarada de estrategias de las empresas, pero al mismo tiempo retroactúan, en la tentativa de poner límites a las estrategias de empresa, en la tentativa de conciliar y coordinar, sobre todo mediante decisiones institucionales, las arremetidas agresivas y conflictuales que caracterizan la "política" de las empresas.

Un caso extremo, y por ello fallido, estaría representado por un aparato estatal -o más bien político-partidario- que pretendiese no tanto disciplinar, redimensionar, circunscribir y sobre todo subordinar al sector público, como abolir totalmente toda suerte de empresa capitalista y las relativas estrategias. He buscado demostrar, en otros escritos míos, y repetiré al término de éste, que una tentativa similar estaría contrastando con toda sensata dialéctica histórica en su acepción marxiana y gramsciana. Sin embargo ese vano intento, en el cual fue ilusorio poder operar el llamado "socialismo real", bien que no llevado a buen fin, ha suscitado no menos grandes temores en el campo opuesto de los saberes-poderes de forma moderno-capitalista, las que han respondido, en su tiempo, moderando su conflictividad interna, adaptándose a una mayor coordinación de las economías y de los programas de investigación científico-tecnológica -o sea confiriendo a la economía, a la política y a los armamentos estadounidenses un indiscutido primado sobre otras economías y sobre otras políticas- y aceptando también el compromiso del Estado social.

El Estado social potenciaba el Estado en los límites de la supremacía de los saberes-poderes de empresa. Cuando el "estatalismo" ilusorio del socialismo real fue sometido -en la carrera hacia las innovaciones y en la conjunta derrota de la "guerra fría"- entonces la supremacía de los saberes-poderes de empresa ha podido liberarse gradualmente del Estado social y, con la excepción estadounidense, poner en causa al Estado tout court haciéndose fuerte desde la propia globalización. Las empresas no se confían más, ahora, a la expansión imperial de más estados, ni a la división del mundo en esferas de influencia de los mismos pactos, sino que gestionan directamente un espacio mundial unificado por el mismo capital como espacio social de una desunión: o bien de la ilimitada competencia entre capitales. En el actual mercado vuelto global sin excepciones (mejor, re-globalizado con inusitada osadía sobre las ruinas del "socialismo real" y después de los inciertos logros de la descolonización) acampan diversas centrales regionales del saber-poder capitalista, no ya bajo una única guía, como en el período de la "guerra fría". En efecto, en aquel período, emerge una única gran potencia económica en el campo capitalista -actuante sobre un mercado-mundo, sin embargo, no enteramente capitalista- y ella fue, en ese campo, también la sola potencia militar. Hoy ella se hace valer y se refuerza solamente como potencia militar: pero, en compensación, como potencia militar única en absoluto y "en todo el terreno", porque -caído su antagonista en la "guerra fría"- no hay hoy otros rivales en la contienda por el poder armado. Ella asume, por lo tanto, las tareas de un nuevo "guardián nocturno" al defender y conservar el gran desorden reprimiendo o penalizando los pequeños desordenes y conjuntamente -por la contradicción que resurge con el renacido "pluralismo" económico endocapitalista- enviando señales o poniendo condiciones a los nuevos, consistentes poderes económicos plurales concurrentes (pero desarmados). Hasta 1989 existían en el mundo dos o más imperialismos versados, sobre todo, en el dominio económico-social y político-militar. Después de 1989 se pefilaría un solo Imperio, pero (objetaría a la conocida tesis de Michel Hardt y Antonio Negri) como -solamente- político-militar: el concepto de imperio se hace realidad cuando todas las gentes están sometidos a un único poder de forma, al menos tendencialmente, absolutista. Pero restan los imperialismos económicos y su rivalidad actual o virtual.

Entre los dos fuegos de la re-globalización anárquica de los mercados o de los centros económicos plurales y rivales, de un lado, y de la función imperial-militar asignada al Estado-guía norteamericano, del otro lado, no solamente el Estado-nación en general quiebra si intenta planificar o solamente programar; el Estado-nación es, por el saber depositado en las empresas, mantenido a raya y también inhibido de modo que hasta el saber encarnado en el mismo aparato estatal no pueda jamás reunir el grado de eficiencia del saber de empresa. Unica excepción, no por casualidad consentida, es la eficiencia del aparato militar, cuya meta es precisamente el (potencial) conflicto entre Estados, posiblemente como "continuación con otros medios" del conflicto entre empresas. Para la de mayor gran potencia militar, cual es la estadounidense, existe el único Estado que no está aun disminuido en sus poderes decisionales. Para ilustrar cuyo retardo, en el resto del mundo, parece condenada la forma-Estado, respecto al anhelo de los saberes financieros o de las modernas empresas científicas en general, valga el ejemplo (en apariencia solamente marginal) de la confrontación entre direcciones oligárquicas y direcciones monocráticas. El perfeccionarse del trabajo científico o, más especialmente, de la innovación tecnológica y estratégica vehiculizada por la empresa comporta la superación del rol atribuido en el pasado al individuo genial o, en particular, al empresario-propietario singular (al capital "familiar", etcétera) y el avenimiento de los équipes de vanguardia en el campo científico como, en el caso en tratamiento, de las direcciones colegiadas en el campo empresarial y gerencial. La estructuración jerárquica pone a la cabeza, en efecto, un vértice oligárquico. Muy diversamente proceden las cosas en el campo político-estatal. Cómplices las comunicaciones de masa y la telecracia, parece que la residual "gobernabilidad" de los actuales sistemas político-sociales complejos deba confiarse a reformas de tipo monocrático (presidencialismo, mandato plebiscitario en un individuo salvador, colegios electorales mayoritariamente uninominales, etcétera). en realidad, se quiere sancionar un constitutivo retardo de lo estatal respecto al estadio logrado por la hegemonía cultural y, por lo tanto, empresarial. Se quiere, no una mayor fuerza, sino una más confiable debilidad de la iniciativa pública: baste pensar en la vulnerabilidad de un Clinton agarrado en sus desventuras eróticas o de un Yeltsin debilitado por sus enfermedades. Sobre todo se quiere que el prestigio de una dada dirección política sea efímera como, paradigmáticamente, deviene efímera y voluble, en actuales consumos televisivos, la popularidad de los personajes reales-virtuales de cuando en cuando en boga.

Para volver a los nudos cruciales, es necesario reconocer que el desorden mundial se acerca ya a límites inatravesables cuando la ciencia y el capital obedecen ciegamente a la propia intrínseca e irrenunciable vocación: o sea, persiguen un inexhausto crecimiento de presunta riqueza general que es, en vez, ya un seguro empobrecimiento de recursos humanos y ambientales. Las últimas señales nos dice que también el capital comienza a vacilar precisamente cuando ha llevado a término la propia globalización, exportando a todos lados pobreza y calamidades ambientales. Vacila porque, aun por su vocación, es "anti-global" en su raíz, porque la suya es una congénita inidoneidad al proponerse como "regla universal" o como "imperativo" kantiano válido para todos los hombres (y para todas las gentes). El marxismo había considerado el crecimiento capitalista como una saludable premisa del comunismo -que, por ello, habría podido no perseguir un crecimiento ulterior de la riqueza ya socializada- pero en el optimismo de impronta científica no había valorado suficientemente los posibles daños de la desregulada acumulación cuantitativa de los productos-mercaderías, sobre todo en ausencia de los poderes sociales en cuanto políticos llamados a decidir que producir y como producir. También hoy algunos movimientos en Occidente, que deberían custodiar las tradiciones y las aspiraciones socialistas, aceptan supinamente los criterios del PBI conforme al principio de acumulación capitalista, indiferente al qué y el cómo producir. Si los males antiguos y nuevos de la civilización culminan ahora en las supremas atrocidades de la guerra y en la otra guerra con la cual el hombre destruye la naturaleza y a sí mismo, entonces nuestra civilización distópica no solamente no se afana por aproximarse a un modelo semi-ideal o quasi-utópico, sino que se distancia pavorosamente de la idea de una sociedad justa más de cuanto lejos no fuesen todas las civilizaciones que precedieron a la nuestra.

He tenido ocasión de decir, repensando el Macbeth, que el confiar orgullosamente solamente en la ciencia, o en la pre-ciencia, abre un oscuro conflicto con la razón ética y arrastra al abismo. Adviértase que la ruina, en tal caso, no es una sentencia pronunciada por la razón ética (o por una mítica divinidad vengadora del hombre desafiada en vano sobre el terreno prometeico de la omnisciencia). La ruina está insita en la misma ciencia en cuanto ignorante de sus propios límites. La ruina está en la posibilidad de exorcizar el error, cuyas dimensiones se hacen tanto más grandes e indivisibles cuanto mayores son las conquistas del saber parcelado en investigaciones mínimas, para poder así dominar mejor cada isla del ignoto archipiélago. Macbeth conoce anticipadamente los eventos que le darán gloria, pero es llevado a engaño por algunos vaticinios oscuros, en apariencia insignificantes, pronunciados por las hechiceras que él interroga. Son los detalles aparentemente desdeñables los que desvanecen también la posesión de las certezas más ambiciosas o de las previsiones más atendibles. Las consecuencias calamitosas de algunas manipulaciones genéticas o de todo otro saber aplicado que amenace contaminar irreversiblemente los ecosistemas parecen al comienzo "efectos colaterales" (casi irrelevantes, como en la "guerra humanitaria" balcánica) que cada especialidad científica pueda descargar de su propia deuda e imputarlas a las otras especialidades. La verdad es que todos seremos llamados a pagar y nuestros descendientes pagarán más que nosotros. Pero quede claro: nuestro "preámbulo" no quiere ni puede ser una crítica de la ciencia; quiere delinear solamente una crítica al poder de la ciencia aplicada, en la pretensión incondicionada de su imperio sobre las otras esferas.


[1] El artículo es el comentario del libro del mismo título, realizado por el propio autor. La traducción y revisión estuvo a cargo de E. Logiúdice. El libro en italiano fue publicado por Editori Riuniti, Roma, 2002, 551 págs.

 

 

 

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