03/12/2024
Por , , Katz Claudio
La lucha por reformas sociales ocupa el centro de la acción política de los movimientos populares en la mayor parte del mundo. La demanda de mejoras, la búsqueda de conquistas y la defensa de logros obtenidos en el pasado conforman la agenda inmediata de las organizaciones que actúan en el campo de los oprimidos.
Esta batalla presenta una dimensión tradicional y otra más novedosa. A escala nacional la vieja movilización por elevar el salario y mejorar las condiciones de trabajo coexiste con la nueva exigencia de un ingreso mínimo que garantice la cobertura de las necesidades básicas de la población. La masificación del desempleo explica la gran relevancia de esta demanda. El término redistribución del ingreso sintetiza en muchos países la vieja exigencia de impuestos progresivos a la riqueza para financiar las mejoras sociales.[1]
La formulación de exigencias populares a escala regional y global constituye otra peculiaridad de la etapa actual. Los movimientos sociales han comenzado a registrar que las reivindicaciones conquistadas a nivel nacional solo podrán perdurar con mejoras equivalentes en el plano regional y con transformaciones del mismo signo en el terreno mundial. Por eso muchas plataformas asocian en la periferia el incremento de los ingresos populares con propuestas de reordenamiento del orden financiero y comercial internacional. También proponen medidas para redistribuir la riqueza desde las economías centrales hacia las subdesarrolladas e iniciativas para proteger el medio ambiente y garantizar derechos laborales internacionales a los trabajadores. Este empalme de demandas nacionales, regionales y globales presenta una dimensión histórica inédita de la lucha por reformas.[2]
Pero estas acciones se desarrollan sin expectativas anticapitalistas. A diferencia de lo ocurrido en numerosos momentos del siglo XX la búsqueda de logros populares se encuentra divorciada del ideal socialista. La vieja conexión -que introdujo la influencia del marxismo- entre mejoras inmediatas y objetivos igualitarios de largo plazo ha perdido gravitación. La meta socialista no figura en el horizonte del grueso de los partidos, sindicatos u organizaciones sociales que participan en la acción reformista.
Este cambio presenta grandes implicancias estratégicas. En lugar de concebir la conquista de reformas como un eslabón del proyecto anticapitalista se lucha por metas redistributivos inmediatas sin ninguna pretensión ulterior. La discusión sobre cuáles son las mejoras posibles y cuáles resultan inalcanzables bajo el capitalismo no incluye políticas para traspasar a este sistema. La consolidación de las reformas es imaginada bajo alguna modalidad de capitalismo regulado.
Pero este cambio de perspectiva no modifica los dilemas que siempre enfrentaron las movilizaciones por reformas. Estas disyuntivas reiteran problemas que son muy familiares a todo el reformismo. El análisis de estas encrucijadas permite también clarificar qué perdura y qué debería renovarse en la crítica revolucionaria al reformismo.
Vertientes conservadoras
Del viejo tronco reformista han emergido varias tendencias contemporáneas. La derivación conservadora incluye tres vertientes: el abandono socio-liberal de cualquier reforma, la continuidad del gradualismo postulada por los herederos de la socialdemocracia o el eurocomunismo y las nuevas corrientes de liberalismo igualitario. Por otra parte, también han surgido diversas expresiones del reformismo radical.
El socio-liberalismo reúne a todos los ex reformistas que adoptaron el programa neoliberal. Este giro conservador ha caracterizado a varios gobiernos socialdemócratas de Europa (T. Blair, F. González, Schroeder) y de Latinoamérica (R. Lagos, F.H. Cardoso). Su amoldamiento al status quo es tan definitivo como su ruptura con cualquier tradición reformista. Aunque enarbolen un discurso político crítico del thatcherismo preservan la política económica desreguladora que introdujo la derecha.
El social-liberalismo abjura de proyectos populares colectivos, aprueba el individualismo extremo y promueve la competencia despiadada. Sus exponentes de la Tercera Vía afirman que las conquistas sociales están perimidas y aceptan el agravamiento de las desigualdades sociales como un hecho inexorable. Al igual que todo el espectro conservador presentan a las mejoras sociales como un efecto espontáneo de la expansión capitalista.
Sus principales teóricos proclaman el fin de la ideología, la extinción de la era industrial, la desaparición de la izquierda y la obsolescencia de la lucha de clases.[3] Repiten el discurso triunfalista del neoliberalismo, como si el progreso social fuera la tónica dominante de las últimas dos décadas. Ni siquiera registran la degradación social, los desequilibrios económicos o los desastres ecológicos que han provocado la desregulación y las privatizaciones. Simplemente propagan los mitos que difunde la derecha para encubrir los nefastos resultados de su gestión.
El antirreformismo social-liberal defiende el proyecto conservador por convicción y no por cálculos circunstanciales. Por eso enaltece el beneficio patronal (Prodi, Schoreder), asimila todos los hábitos de la corrupción (B. Craxi, F. González) y se ha comprometido abiertamente con las agresiones imperialistas (T. Blair). De una celebración retórica inicial del capitalismo neoliberal ha pasado a la justificación de las matanzas y las invasiones.[4]
La socialdemocracia tradicional y los sucesores del eurocomunismo se diferencian de esta regresión derechista, pero han moderado sus propuestas reformistas. Su máxima aspiración es reforzar la regulación del capitalismo contra los excesos privatistas (Jospin). Reivindican el modelo keynesiano porque consideran que su aplicación es naturalmente compatible con el progreso social. Algunos sectores concilian esta timidez reformista con cierta adhesión conmemorativa al socialismo. Pero mencionan este horizonte de manera borrosa, alusiva u ocasional, porque estiman que "para hablar de socialismo se debe primero resolver los problemas inmediatos".[5]
La tradicional justificación socialdemócrata de la lucha reformista -como una secuencia de logros populares tendientes a erradicar paulatinamente al capitalismo- ha desaparecido por completo. Ya no plantean el camino clásico de esta estrategia (ensanchar el espacio electoral fortaleciendo a las clases medias), ni tampoco la variante de posguerra (ampliar el estado de bienestar como alternativa al modelo soviético). Los últimos mensajes de esa orientación se diluyeron junto al ocaso del último progresismo socialdemócrata (Willy Brant, Olf Palme). Y este retroceso de proyectos reformistas asociados a alguna meta de socialismo futuro se acentuó con la declinación del eurocomunismo.
La tercera corriente de reformismo conservador actual presenta un perfil liberal-igualitarista. Propone mejoras sociales basadas en criterios éticos o reglas de justicia y promueve regular el capitalismo para garantizar su funcionamiento con normas equitativas. Postula reducir las desigualdades sociales para gestar "empresas justas" en un "mundo justo". Considera que el capitalismo con redistribución es preferible al socialismo y por eso rechaza explícitamente esta segunda perspectiva.[6]
Derechos y justicia
El igualitarismo liberal constituye el sector de reformismo conservador más influyente en la actualidad. Su gravitación ha crecido en desmedro de la tradición socialdemócrata y carece de cualquier vestigio de crítica al capitalismo. Sus teóricos consideran que las mejoras populares se introducirán crecientemente dentro de este sistema, ya que no observa ningún impedimento para erigir una sociedad justa dentro del capitalismo.
El liberalismo igualitario supone que junto a la ampliación de las reformas sociales se expandirá un nuevo sentido de solidaridad que permitirá atenuar los sufrimientos populares. Por eso concentra sus críticas en la antropología reaccionaria del neoliberalismo (reivindicación del egoísmo) y no en los atropellos de la burguesía. Promueve la cooperación contra la codicia, reivindica el acceso general a las necesidades básicas frente a la irrestricta defensa de los derechos de propiedad privada y en oposición al autoritarismo elitista propone democratizar la vida política.[7]
¿Pero es posible luchar por estos objetivos sin cuestionar al capitalismo? ¿Cómo se compatibiliza el logro de la equidad con la tendencia de este sistema a la polarización social? ¿De qué forma se armoniza la presión patronal por mayor rentabilidad con la atenuación de la explotación? El liberalismo igualitario elude estos interrogantes. Evita analizar cómo la dinámica intrínseca de la acumulación contemporánea socava las metas de equidad. Desconoce que este proceso no solo amplía las desigualdades entre países avanzados y periféricos, sino que profundiza también la segmentación social al interior de todas las naciones.
El liberalismo igualitarista concibe un porvenir de justicia ignorando que el capitalismo es un régimen estructuralmente inequitativo. Busca compatibilizar lo inconciliable, ya que por un lado realza la justicia social y por otra parte rechaza un horizonte anticapitalista. Esta contradicción -que la socialdemocracia atenuaba auspiciando alguna forma de lejanía socialista- ha sido reflotada por la visión liberal.
Este enfoque propone una justificación exclusivamente ética del programa reformista. La relativa importancia que la socialdemocracia clásica le asignaba a esta argumentación se ha tornado completamente dominante. El igualitarismo liberal resalta la consistencia jurídica de cada demanda y deduce su legitimidad de esos fundamentos. Por eso denuncia los atropellos neoliberales como crímenes contra la humanidad, jerarquiza el basamento legal de los reclamos populares y subraya su compatibilidad con las reglas del derecho.
El aspecto positivo de este abordaje es la justificación que aporta a las batallas por distintos reclamos sociales. Demuestra como estas reivindicaciones se apoyan en derechos universales de los individuos a compartir los recursos de la sociedad. Este enfoque apunta a empalmar la lucha por reformas con valores comunitarios y aspiraciones democráticas, mediante una dinámica interactiva que estimule a ambos procesos a rebasarse recíprocamente.
Pero el liberalismo igualitarista ignora que el capitalismo frustra estos objetivos al oponer rigurosos límites a las reformas. Su visión desconoce estas fronteras e incluye más anhelos que metas realizables, porque identifica al capitalismo con un universo irrestricto de posibilidades.
Mercado y democracia
La predominante dimensión ética que el liberalismo igualitarista le asigna a las demandas sociales sintoniza con la creciente crítica popular a la criminalidad y la corrupción. También sus cuestionamientos contra la aterradora ampliación de las desigualdades sociales convergen con la sensibilidad popular contemporánea.
Pero al situar primordialmente estas objeciones en el terreno moral, el igualitarismo liberal elude el basamento capitalista de la degradación social que rechaza. No observa que las normas, valores y conductas de cada sociedad siempre están condicionados por la estructura clasista del régimen social. Al omitir ese cimiento tiende a visualizar a las normas éticas como un reino autónomo. Presupone que gobiernan el devenir de los seres humanos más allá de cualquier contingencia material. A diferencia de la crítica marxista de la opresión -que también se apoya en principios de justicia- recurre a conceptos exclusivamente normativos y omite la gravitación dominante del contexto capitalista.[8]
El liberalismo igualitarista considera que el capitalismo es afín -o por lo menos ampliamente compatible- con un proceso creciente de redistribución del ingreso.[9] Pero con esta evaluación desconoce que las conquistas sociales chocan con la acumulación y afectan al beneficio patronal. No observa que los derechos obtenidos por los asalariados obstaculizan el manejo empresario de los recursos económicos.
La omisión de esta contradicción proviene de una idealización del mercado muy afín al pensamiento económico neoclásico. El liberalismo igualitarista considera que la competencia y la escasez constituyen datos inamovibles y plenamente compatibles con las reformas sociales. No registra cómo estas conquistas chocan con la dinámica mercantil, cuándo despiertan entre los explotados la conciencia de su condición oprimida. La acción popular solidaria y cooperativa se contrapone con la rivalidad mercantil, en la misma medida que competencia por el beneficio choca con la ampliación de los derechos sociales.
El igualitarismo liberal ubica en la esfera política todos los obstáculos para el logro de mejoras sociales. Supone que extendiendo la igualdad ciudadana a otros planos de la sociedad se podrá alcanzar la equidad social plena.
¿Pero cómo podría introducirse esta dinámica igualitarista en la órbita económica del capitalismo? Los avances de la ciudadanía política sólo pueden incidir limitadamente en una esfera integralmente gobernada por la propiedad privada de los medios de producción y la tiranía patronal del mercado de trabajo.
El liberalismo igualitario también desvaloriza la tensión que opone al mercado con la democracia. Desconoce que el afán de justicia que anima a este segundo mecanismo choca con el objetivo del lucro que guía al primer procedimiento. La expectativa liberal de amalgamar ambas instituciones bajo un nuevo contrato instituyente olvida que la desigualdad es la característica del capitalismo. Esta inequidad impide a los individuos definir libremente (y en común) cuáles son las normas rectoras de su vida social. En un sistema dominado por la explotación, no hay forma de compatibilizar los derechos de los desposeídos con los privilegios de los opresores.[10]
Fragilidad y límites de las mejoras
El reformismo conservador renueva las viejas propuestas de transformación gradual del sistema. No toma en cuenta los límites estructurales que el capitalismo impone a la concreción de mejoras. Olvida que las mejoras son posibles, pero no emergen naturalmente del régimen social vigente. Estos logros chocan con las tendencias intrínsecas de un modo de producción adverso al bienestar de los asalariados y los desempleados. Las conquistas populares dependen de circunstancias económicas y políticas que maduran en ciertas coyunturas y países.
Las reformas no son irreversibles. Si no se profundizan quedan neutralizadas por la presión competitiva que impone el mercado. Tampoco se acumulan y su mantenimiento exige confrontar con la tendencia patronal a eliminarlas o recortarlas. La creencia que una reforma conduce a otra mayor ha sido desmentida por los grandes cataclismos del siglo XX. Ignorar esta lección es el principal defecto del reformismo socialdemócrata y liberal.
Ambas corrientes resaltan los evidentes beneficios que generan las mejoras. Pero desconocen que el capitalismo sólo tolera logros populares dentro de ciertas franjas. Traspasada esa frontera -que difiere en cada época y no puede anticiparse con precisión- las conquistas sociales afectan la ganancia y las clases dominantes se oponen brutalmente a su materialización. Para los capitalistas las reformas constituyen un mal menor que aceptan en los períodos adversos a su dominación, con la mira siempre puesta en anular estos avances.
Lo sucedido con el neoliberalismo ilustra este carácter frágil, mutante y transitorio de las reformas. Lo que el capitalismo aceptó durante la bonanza económica de posguerra -en condiciones de palpable temor a la expansión del socialismo- se tornó inaceptable en una etapa ulterior de globalización competitiva y mayor confianza de la burguesía en su sistema.
Estos antecedentes deberían reducir la expectativa en una próxima etapa posliberal de mejoras sociales. Esta esperanza subestima los desequilibrios del capitalismo mundializado y observa el retorno del estado de bienestar como un efecto cíclico del desenvolvimiento social. Olvida que el capitalismo no está sujeto a un devenir pendular, sino al efecto de contradicciones crecientes. Actualmente la mundialización acentúa estos desequilibrios al erosionar las regulaciones estatales que introdujo el keynesianismo.
Al aislar las contradicciones del neoliberalismo de su raíz capitalista, el reformismo conservador desconoce el carácter convulsivo de las crisis. Esta misma omisión le impidió a la socialdemocracia presagiar primero los horrores de la depresión, las guerras mundiales y el fascismo y anticipar posteriormente el derechismo neoliberal de las últimas dos décadas. Al suponer que las reformas logradas eran definitivas y estables, esta corriente ignoró las tendencias regresivas del capitalismo.[11]
El liberalismo igualitario contemporáneo soslaya este precedente y al objetar explícitamente al socialismo, acepta al capitalismo como el único sistema posible. Aunque rechaza las tesis socio-liberales (obsolescencia de antagonismos entre derecha e izquierda, inutilidad de las confrontaciones de clases) avala la proclamada inexistencia de alternativas a este régimen opresivo. Pero estas opciones sólo habrían perdido sentido si el capitalismo fuera capaz de absorber una sucesión de reformas sociales crecientes. Y esta perspectiva que perpetuaría el sistema actual no se apoya en evidencia comprobables, ni en razonamientos lógicos consistentes.
Expectativas y realidades
Algunos analistas consideran que el giro socio-liberal le ha quitado relevancia a la discusión sobre el reformismo, sin tomar en cuenta como los propios mecanismos de reproducción ideológicos, políticos y culturales del capitalismo tienden a renovar las expectativas de mejoras.
Estas creencias habitualmente acompañan cualquier lucha inicial de un grupo oprimido. Como la población ha sido educada en las normas de la sociedad existente plantea normalmente sus demandas en términos de continuidad y no de ruptura con el orden vigente. No conciben a primera vista la posibilidad de un sistema diferente.
Si la conciencia popular anticapitalista no progresa, las ideas reformistas se reciclan a pesar de las palpables dificultades que existen para conseguir mejoras. Esta adversidad incluso puede resucitar las variantes más moderadas del reformismo. Por otra parte, no hay que olvidar que la posibilidad de logros sociales nunca queda clausurada, porque estas mejoras constituyen un recurso de las clases dominantes para disolver las amenazas revolucionarias.[12]
Las expectativas reformistas que tradicionalmente propagó la socialdemocracia se basaban en la impresión que las crisis capitalistas tenderían a moderarse. De este diagnóstico surgió la esperanza de transformar paulatinamente al sistema, desmantelando gradualmente el poder de los opresores. Pero esta caracterización olvida que el modo de producción prevaleciente no genera solo desajustes periódicos, sino también etapas de abrupta y caótica depresión. Estas conmociones tornan inviable una captura popular progresiva del Estado, mediante la paulatina sustracción de porciones de control estatal a las clases dominantes.
Los reformistas conservadores continúan apostando a la preeminencia de conductas contemporizadoras de los capitalistas. Esperan mayor conciliación patronal frente a las demandas populares, sin registrar que el neoliberalismo ha ilustrado cuán estructural es la resistencia de la burguesía a convivir con los explotados concediendo a sus reclamos. La competencia por el beneficio recrea permanentemente las tendencias regresivas de este sistema.
Los reformistas consideran que las mejoras sociales debilitan a los patrones. Pero no toman en cuenta que estos logros también permiten a los capitalistas afrontar situaciones adversas y preparar una reacción defensiva. Los empresarios siempre tienden a restaurar los privilegios retaceados por las conquistas sociales. Lo que imposibilita la paulatina abolición de la dominación que ejercen los explotadores es esta compulsión al atropello social que permanentemente renueva la propia acumulación.
La versión eurocomunista
La vertiente eurocomunista del reformismo postuló suavizar las normas coercitivas del Estado y la preeminencia mercantil en la sociedad a través de dos vías: el consenso de largo plazo con la burguesía y una hegemonía cultural creciente de los trabajadores.
Pero el primer tipo de alianza nunca funcionó porque las clases dominantes no comparten el poder. Sólo asimilan a su régimen a ciertas capas privilegiadas de origen popular. Esta cooptación alimenta burocracias integradas por funcionarios que dependen de las prebendas estatales. El punto culminante de esta absorción ha sido la consolidación de grupos políticos y sindicales provenientes de la izquierda, que son directamente financiados por grandes industriales y banqueros.
Ningún gobierno de coalición con la burguesía prepara un salto hacia el socialismo. Al contrario cumplen la función opuesta de consolidar el statu quo. Refuerzan el poder de los capitalistas sin atenuar su rechazo a las conquistas sociales. Estas experiencias anulan el ímpetu transformador de los reformistas, que al amoldarse al sistema tienden a renunciar a las mejoras sociales. La búsqueda de consensos con la burguesía provoca, además, fuertes divisiones en el campo popular, ya que afianza el bloque de los opresores y fractura el bando de los oprimidos.
La experiencia también ha demostrado que la política de expansión de espacios culturales gestionados por los trabajadores no reemplaza la conquista del poder. A diferencia de la burguesía, los asalariados no pueden obtener una capacidad transformadora sin contar con los recursos económicos que brinda el manejo del Estado. La idea de repetir el paulatino ascenso que realizaron los capitalistas bajo el feudalismo choca con la ausencia de poder efectivo por parte de los asalariados bajo el sistema actual. Los trabajadores no acumulan riquezas, no controlan empresas, ni administran bancos. Por eso no pueden convertir a estas entidades en un poder paralelo que desplace a su adversario burgués. Los asalariados no repiten el camino de los capitalistas que desarrollaron una acumulación primitiva, se convirtieron en acreedores de los gobernantes y en dueños efectivos de la sociedad antes de asumir el control del Estado.[13]
Todas las justificaciones eurocomunistas basadas en el pensamiento de Gramsci eludieron estos problemas. Desvirtuaron las categorías del revolucionario italiano de su sentido original, omitiendo que Gramsci buscaba diseñar una estrategia socialista que permitiera adaptar el éxito del precedente soviético a las condiciones de Europa Occidental. Con esa finalidad habló de Oriente y Occidente, reintrodujo la contraposición entre sociedad civil y Estado y con ese objetivo distinguió la toma del poder por parte de los trabajadores ("guerra de movimientos") de la conquista previa de su hegemonía política, mediante una alianza con toda la población oprimida ("guerra de posición").
Al soslayar estas finalidades, el eurocomunismo difundió una interpretación inofensiva del pensamiento de Gramsci. Ignoró especialmente los cinco propósitos centrales de su elaboración: la meta estratégica comunista, el proyecto anticapitalista previo, la preparación de la toma del poder, la necesidad de forjar una alianza de trabajadores y el pueblo y la distinción entre países centrales y periféricos.[14]
La concepción de Gramsci se sitúa en las antípodas de la visión reformista en la medida que convoca a los oprimidos a construir su propio poder, mediante una ruptura radical con el sistema burgués. Este corte es incompatible con la ilusión de sustraer paulatinamente el poder a las clases dominantes.
Estrategias socialistas
Para superar los defectos de la estrategia socialdemócrata y liberal-igualitarista hay que promover la lucha por reformas junto al proyecto de erigir una sociedad poscapitalista. Solo este horizonte garantiza la consistencia de estos avances. Mientras prevalezcan los principios del beneficio, la competencia y la explotación no habrá conquistas sólidas y perdurables para los trabajadores. Por eso la batalla por reivindicaciones mínimas debe enlazar con el programa de construir el socialismo. Mejorar la situación inmediata de los oprimidos y difundir los pilares de un programa emancipatorio constituyen dos caras de un mismo proceso de lucha popular. Y encontrar las mediaciones entre ambas metas es la clave de una estrategia socialista.
Esta política incluye una dimensión pedagógica tendiente a esclarecer por qué el capitalismo es un obstáculo estructural para el logro de reformas sociales consistentes. Las reivindicaciones no deben concebirse solo como demandas en sí mismas, sino como instrumentos de crítica al sistema vigente y puntos de partida de lo que podría obtenerse en una sociedad liberada de la opresión burguesa.
Las reformas constituyen un pilar del proyecto anticapitalista en la medida que su logro contribuiría a consolidar la confianza de los oprimidos en su rol protagónico de la transformación social. Por eso las mejoras deben conquistarse desde abajo y no obtenerse como concesiones administradas desde arriba. A través del primer camino cumplen una función impulsora de nuevas luchas, pero mediante la segunda modalidad los avances pueden ser utilizados para descomprimir la protesta y reforzar la autoridad de los opresores.
Las clases dominantes otorgan concesiones para recuperar la iniciativa política y preparar nuevos atropellos. Esta acción no es patrimonio de los gobiernos progresistas. Puede ser también implementada por el establishment para anticiparse a la acción popular y disciplinar a los movimientos de protesta.
Las reformas pueden conquistarse en secuencias temporales muy variadas. Pero nunca siguen las etapas rigurosamente preestablecidas que imaginan los reformistas conservadores. Es particularmente erróneo promoverlas como peldaños de períodos disociados: primero derrotar al neoliberalismo, luego afianzar un modelo keynesiano, posteriormente introducir cambios redistributivos y finalmente iniciar el rumbo hacia la nueva sociedad.
Este cronograma de compartimentos estancos no se amolda a la realidad del capitalismo. La competencia por la ganancia impide esta evolución porque el pasaje de una etapa a otra tiende a frustrarse con los atropellos patronales a las conquistas sociales. Además, las crisis irrumpen imprevistamente y rompen todos los equilibrios alcanzados en cada fase. La dinámica del capital siempre vulnera las pautas del desarrollo conciliado, que imaginan los reformistas.
Por eso la perspectiva socialista debe permanecer siempre abierta. Las reformas y el socialismo conforman dos universos mutuamente conectados e interdependientes. Para que las reformas sean significativas su concreción debe enlazarse con el debut de una transición anticapitalista. De lo contrario se frustran conjuntamente el proyecto de una sociedad igualitaria y la vigencia o extensión de las reformas.
Las tesis revolucionarias
Durante el siglo XX se desarrollaron numerosos enfoques de crítica al reformismo. Estos cuestionamientos signaron debates entre los socialistas que florecieron especialmente en tres momentos: durante la revolución rusa, en el cenit del estado de bienestar y con el auge de la izquierda radical (1960-80).
Aunque en los últimos años esta discusión ha decaído, las viejas polémicas vuelven a cobrar fuerza cuándo el movimiento social coloca sus demandas de reformas en el centro de la vida política de un país o región. En América Latina, por ejemplo, este debate ha resucitado al calor de las sublevaciones populares que pusieron en jaque al neoliberalismo.
El eje del cuestionamiento de los socialistas revolucionarios al reformismo siempre ha girado en torno a la valoración de las crisis capitalistas. En oposición a las visiones armonicistas destaca la gravitación de estos episodios para consumar una ruptura con el sistema de opresión. Las crisis constituyen momentos excepcionalmente favorables para producir ese giro. Son oportunidades únicas cuyo desaprovechamiento en una dirección emancipatoria conduce a la reconstitución del poder burgués. En estos casos los mecanismos de opresión vuelven a funcionar de manera estable por un largo período. Para alumbrar una salida socialista hay que preparar la intervención popular para esas circunstancias.
Esta orientación no implica promover la conspiración, la violencia o el autoritarismo. Estas tres acusaciones constituyen caricaturas del programa revolucionario que desconocen los principios de cualquier cambio social progresista. Esta transformación se apoya en la aprobación mayoritaria y en el ejercicio de una autoridad legitimada por la población. Y por eso las drásticas medidas que se deben adoptar para superar la resistencia de los dominadores tienen que ser compatibilizadas con el sostén popular del proyecto revolucionario.
Este planteo tampoco propone consumar transformaciones sociales en cualquier coyuntura, país o período. Sólo en ciertas circunstancias -que irrumpen al cabo de una dramática acumulación de contradicciones capitalistas- puede procesarse un cambio de este tipo. Las revoluciones no son actos irracionales. Afloran en ciertas condiciones históricas al cabo de complejos procesos de maduración subterránea. Su aparición sintetiza un estado de ánimo popular que es difícil de predecir.
Lo que distingue a un revolucionario es su disposición a desenvolver las fuerzas transformadoras de esa irrupción. No comparte el susto que exhiben los reformistas conservadores frente a las manifestaciones genuinas de rebeldía popular. Este contraste de conductas salta a la vista cuando estallan los levantamientos sociales. La actitud que separó a Rosa Luxemburgo de Carlos Kautsky frente al estallido de la revolución rusa constituye un ejemplo de esta diferenciación. Celebró con entusiasmo este levantamiento en oposición a la condena socialdemócrata de los bolcheviques y refutó un argumento muy difundido para justificar la rendición pasiva ("la correlación de fuerzas es desfavorable").[15]
La actitud de Luxemburgo es muy aleccionadora. Valoró la revolución como acontecimiento emancipador y sobre todo aplaudió el coraje de los bolcheviques para tomar el poder. A pesar de sus reservas frente a varias políticas adoptadas en la naciente URSS, no dudó en apoyar la gesta de octubre. Luxemburgo comprendió que las revoluciones son procesos colectivos de maduración política. No responden a la decisión adoptada por un grupo minoritario, ni constituyen actos de obediencia a un líder.
Estos antecedentes permiten concebir el perfil de la revolución como un momento clave de la acción popular que desembocaría en el socialismo. Se puede imaginar a este curso con distintos ritmos: eslabones ascendentes de una dinámica secuencial o períodos de conquistas cronológica y geográficamente más separados. Pero sin una ruptura con el capitalismo este desenvolvimiento nunca podrá despegar. Esta conclusión continúa singularizando al enfoque revolucionario.
El sesgo de un proceso anticapitalista presentaría en la actualidad formas mucho más variadas. Hay que tomar en cuenta que las nuevas generaciones no acceden a la acción política bajo el impacto de grandes revoluciones triunfantes (rusa, china, yugoslava, vietnamita, cubana), ni frustraciones equivalentes (Chile, Portugal, Nicaragua). La resonancia épica de estas experiencias ha perdido el eco que tuvo durante el siglo XX. Sólo nuevos episodios de esta envergadura recrearían el impacto que tuvieron esas epopeyas. Pero esta pérdida de nitidez del escenario revolucionario no anula los impulsos hacia la emancipación. En la búsqueda de metas igualitarias aflora la revolución como perspectiva para erradicar la opresión.
La revolución puede ser actualmente interpretada como el episodio central de una ruptura anticapitalista. Constituye el momento clave del conflicto entre la lógica opresiva del capitalismo y la dinámica liberadora de la acción popular. Conforma un punto de giro en el antagonismo que opone a la explotación con la igualdad y al beneficio con la satisfacción de las necesidades sociales.
En esta perspectiva deben encuadrarse los viejos debates sobre la revolución. No existe un modelo de validez general para el acceso al poder (guerra de posición o de movimiento), ni métodos invariablemente superiores para derrotar al enemigo (huelga, insurrección, guerra popular prolongada, dualidad de poderes). Estas modalidades solo tienen relevancia específica en cada coyuntura, en función de la historia política y el grado de organización popular prevaleciente en cada país.
El reformismo radical
En la actualidad muy pocos reformistas logran reformas. Sin embargo, la crítica del socialismo revolucionario tampoco mantiene los adeptos del pasado. La crisis de la socialdemocracia y la fragilidad del liberalismo igualitarista coexisten con el debilitamiento de la prédica izquierda socialista. Por eso han surgido distintas tendencias reformistas radicales que rechazan la adaptación al statu quo sin adoptar un horizonte anticapitalista. Esta nueva variedad de reformismo no tiene exponentes teóricos definidos, pero aglutina a los defensores de proyectos redistributivos diferenciados del keynesianismo y críticos de la regulación capitalista favorable a las clases dominantes. Estas corrientes ejercen gran influencia en los movimientos sociales y en los foros alterglobalistas.
El principal problema político que enfrentan estas tendencias contrarias al reformismo conservador es el dilema de la consecuencia. En los momentos de crisis, movilización social o resistencia patronal aparecen las disyuntivas que obligan al reformismo radical a sincerar sus alineamientos. En esas circunstancias se transparenta la verdadera disposición que tiene cada reformista para afrontar la batalla por las reformas.
Cuando el margen para conciliar las exigencias populares con las tendencias regresivas del sistema se estrecha abruptamente, los reformistas enfrentan dos opciones: confrontar con los capitalistas o renunciar a las demandas. El verdadero cariz conservador o radical de cada corriente se clarifica en estas disyuntivas. Mientras que la primera tendencia busca el compromiso a costa de los reclamos sociales, la segunda sostiene la acción popular. Los reformistas conciliadores se adaptan a los atropellos reaccionarios y los reformistas consecuentes mantienen su decisión de luchar por las conquistas.
Lo que diferencia ambas actitudes no es sólo la evaluación de lo que puede o no conquistarse en cada circunstancia, sino también el método utilizado para alcanzar esos objetivos. Los reformistas conservadores jerarquizan la negociación y los consecuentes privilegian la acción directa. Los primeros eligen la presión por arriba y los segundos la movilización por abajo. Son dos formas distintas de enfrentar la movilización por mejoras y aunque a veces ambas modalidades tienden a combinarse, un método siempre prevalece sobre el otro.
La aversión por la movilización empuja al reformismo conciliador a ubicarse en el campo de los opresores. Al condenar las sublevaciones populares que cruzan cierta frontera de radicalidad, estrechan relaciones con las clases dominantes. Habitualmente justifican su rechazo de la lucha con argumentos favorables al logro gradual de las demandas. Pero esta opción no es una elección libre de condicionamientos. Lo que no se conquista en el momento propicio se pierde definitivamente o es concedido por las clases opresoras, cuando pueden encarrilar el movimiento social hacia la aceptación del orden capitalista.
Lo que diferencia a los reformistas consecuentes de los inconsecuentes es lo que se postula en cada plataforma y sobre todo la disposición real hacia la lucha. Esta divergencia se localiza en el terreno de las conductas. Mientras que los radicales se solidarizan instantáneamente con todas las sublevaciones populares, los conservadores seleccionan cuál merece su aprobación, cuál será tratada con indiferencia y cuál requiere su explícito repudio.
Los reformistas conservadores siempre advierten contra la utilización derechista de una protesta popular. Nunca registran el potencial transformador de esa acción porque temen el veto de las clases dominantes. Esta censura es la referencia de su comportamiento y por eso invariablemente encuentran desaciertos en cualquier forma de la lucha social. O es muy violenta, o es muy desprolija o es muy inoportuna. Siempre alertan contra el inexorable fracaso de una movilización, huelga o sublevación y anticipan que sus efectos serán regresivos. Presagian que la extensión de un levantamiento desembocará en el caos, la anomia o la despolitización.
El reformismo radical tiende, por el contrario, a ubicarse en el campo de los oprimidos y a adoptar posiciones favorables a su movilización contra las clases dominantes. Cuando esta postura se afianza también emergen las implicancias anticapitalistas de esta actitud, porque sostener la lucha popular conduce en última instancia a desbordar al propio sistema. Los reformistas consecuentes que no aceptan la deserción socialdemócrata, ni las vacilaciones del liberalismo igualitarista tienden a converger con los socialistas revolucionarios.
Reforma y revolución
Un empalme entre corrientes radicales y socialistas podría contribuir a dilucidar la relación contemporánea que existe entre la reforma y la revolución. Ambos caminos forman parte de un mismo proceso de lucha contra la opresión capitalista. No son senderos completamente ajenos, ni totalmente divergentes. Lo importante es saber distinguir los momentos de primacía de cada metodología. Este predominio depende de condiciones históricas que no pueden elegirse a voluntad, porque el logro de reformas y el éxito de la revolución corresponden a circunstancias diferentes. Lo que puede conciliarse en ciertas coyunturas económicas, etapas políticas y niveles de conciencia popular se torna excluyente en otros momentos. Pero esta combinación exige no despreciar las reformas, ni descartar las rupturas revolucionarias.
Los reformistas que abjuran de la revolución y revolucionarios que objetan las reformas frecuentemente equivocan las áreas de oposición y convergencia de ambos cursos en el escenario contemporáneo. Las políticas de reforma y revolución constituyen respuestas a la obstrucción estructural que impone el capitalismo al bienestar popular. Este sistema tiende a atropellar los derechos conquistados y a crear situaciones insoportables para la mayoría popular. Según la forma que asume esta agresión y el nivel de la resistencia popular se crean períodos más propicios para la reforma o la revolución. Captar esta diversidad exige evitar una oposición abstracta o maniquea entre ambos cursos.[16]
La síntesis que propuso Rosa Luxembrgo hace un siglo constituye un buen ejemplo de este ensamble. Polemizó con el reformismo aburguesado de la socialdemocracia, objetando el abandono de la perspectiva revolucionaria y demostrando que la lucha consecuente por mejoras exige tener presente ese horizonte. Luxemburgo no planteó una dicotomía entre ambos rumbos, sino ligazones entre la batalla por mejoras sociales con el desemboque revolucionario.
Luxemburgo resaltó cómo ambos procedimientos están indisociablemente vinculados ("la reforma es el medio, la revolución es el fin") a través de mutuos condicionamientos y complementaciones. Demostró que la ambición anticapitalista se alimenta de la voluntad por conquistar reformas. Por eso la opción revolucionaria permite el acceso a estos logros, mientras se concibe simultáneamente su superación mediante un proyecto socialista.[17]
En toda la historia contemporánea la reforma y la revolución estuvieron directamente conectadas. Todas las mejoras fueron conquistadas bajo el impacto de turbulentas conmociones. Algunas revoluciones fracasadas indujeron a los capitalistas a otorgar concesiones (Europa a fines del siglo XIX) y otras exitosas (URSS, China, Yugoslavia) empujaron a las clases dominantes a extender el estado de bienestar. La toma del poder por los socialistas revolucionarios eliminó a su vez en varios países, los impedimentos para implementar reformas significativas.
En todos los casos la revolución sobrevoló a las reformas. Creó las condiciones políticas para su concreción, generalizó la conciencia de su necesidad o asustó a los dominadores. Las reformas siempre fueron consecuencia directa o indirecta de un gran levantamiento popular previo, interior o exterior al propio país. Esta conexión entre reforma y revolución no desaparecerá en el futuro.
Radicalización, mediaciones y conquistas
El contenido de las reformas y el método requerido para alcanzarlas constituyen los puntos de encuentro entre el reformismo radical y el socialismo revolucionario. Es más importante la decisión de luchar por un programa de mejoras que la predicción abstracta sobre el grado de factibilidad que presenta la obtención de cada logro. Como lo prueba lo ocurrido con el estado de bienestar -que se desenvolvió sin que nadie pronosticara su aparición- estos avances dependen de circunstancias poco previsibles.
Lo que el capitalismo puede conceder en cada coyuntura difiere en cada país en función de condicionamientos económicos (coyuntura, nivel de productividad, lugar en la división internacional del trabajo), político-sociales de las clases dominantes (experiencia, tradición y conducta de las clases dominantes) y de las clases populares (intensidad de la lucha, grado de conciencia y organización de los oprimidos). Dentro de este marco rigen ciertos límites infranqueables y un margen incierto de posibilidades reformistas.
Lo que sí puede anticiparse es que la lógica del capitalismo tenderá a revertir o neutralizar todo lo que se ha logrado. Y por eso se necesita aunar la lucha inmediata con una estrategia de transformación socialista, combinando la crítica a las ilusiones reformistas con la acción consecuente por el logro de mejoras. Si se mantiene este horizonte, la propia experiencia permitirá dilucidar cuáles son las reformas compatibles e incompatibles con el capitalismo contemporáneo en cada situación nacional.
¿Pero cómo se podría combinar concretamente la lucha por reivindicaciones inmediatas con proyectos emancipatorios? El Programa de Transición que Trotsky planteó en la entreguerra aporta cierto modelo para reflexionar sobre esta conjunción. Es una plataforma muy útil si se recoge su metodología y se adapta su contenido a las circunstancias actuales, que son sustancialmente diferentes a las vigentes cuándo se elaboró esa plataforma. Lo sustancial es registrar cómo ese planteo sintetiza demandas básicas y aspiraciones máximas con ideas, propuestas y consignas tendientes a facilitar la maduración política socialista de los oprimidos.[18]
Pero esta articulación exige valorar las conquistas mínimas. Este tipo de logros es indispensable para preparar un salto anticapitalista porque permite afirmar la confianza popular en la construcción de una opción socialista. Por eso es vital reconocer la legitimidad y conveniencia de esas conquistas. Cuando los oprimidos mejoran su situación a costa de los beneficios, los movimientos sociales ganan cohesión, conciencia y capacidad de lucha para afrontar desafíos más ambiciosos.
Es muy pernicioso descalificar estas mejoras presentándolas como dádivas que convalidan la explotación. Este cuestionamiento desconoce que las demandas mínimas concentran la expectativa popular e impulsan la lucha social. Pero, además, ignora la función primordial que tienen las victorias populares en los procesos de radicalización que preceden a una transformación anticapitalista.
Para aplicar adecuadamente programas de transición hay que registrar también la gran variedad de situaciones objetivas y subjetivas que prevalecen en cada caso nacional. Este reconocimiento es clave porque las crisis económicas contemporáneas han producido efectos muy desiguales en los países centrales y periféricos, creando marcos de inestabilidad política y resistencia popular muy diferenciados. Si no se reconoce, por ejemplo, que el colapso observado en Latinoamérica difiere de las recesiones cíclicas registradas en Europa o Estados Unidos, no hay forma de plantear una estrategia socialista acertada. Y el problema es mucho mayor si no se distingue el tipo de resistencias sociales que predominan en una u otra región.[19]
Errores del catastrofismo
Algunos críticos del reformismo desechan por completo la posibilidad de obtener mejoras sustanciales bajo el capitalismo. Estiman que estos logros son incompatibles con el carácter catastrófico de la época actual. Por eso presentan al "derrumbe del capitalismo" como el dato dominante del siglo XXI. Identifican cualquier desequilibrio con la implosión del sistema y recurren a un abuso de exageraciones y adjetivos que les impide mensurar la dimensión de cada crisis. Al observar cualquier recesión, desplome bursátil o quiebra bancaria como un síntoma del colapso inminente, no pueden explicar porqué el capitalismo se mantiene en pie. Repiten indefinidamente este error al reiterar el mismo diagnóstico sin ningún balance de los desaciertos precedentes.[20]
El catastrofismo extrapola al capitalismo del siglo XXI los rasgos de la crisis específica de la entreguerra. No toma en cuenta que la etapa inaugurada con la mundialización neoliberal de los ‘90 recrea solo algunos aspectos de esa conmoción en un nuevo marco de polarización geográfica y mixtura de crecimiento con depresión. Al suponer que "las fuerzas productivas han cesado de crecer" olvidan que el punto crítico del capitalismo no radica en el inmovilismo de este sistema, sino en el descontrol de la acumulación.[21]
Pero lo más problemático no es el diagnóstico sino la conclusión implícita. Quiénes observan un estado de agonía terminal en el capitalismo actual tienden lógicamente a suponer que este sistema no puede otorgar concesiones significativas. Por eso suelen identificar la desigualdad social creciente con el empobrecimiento absoluto y continuo de todos los explotados a escala mundial.[22]
Pero esta caracterización -que no se verifica en ningún país desarrollado- contradice la estrategia de asignar a los trabajadores un rol dirigente en la transformación social. Es evidente que los asalariados nunca podrían protagonizar un cambio revolucionario si padecieran los efectos de una degradación ilimitada. Lo cierto es que el desempleo y la polarización social no destruyen a la clase trabajadora, ni reducen su gravitación social. Solo acentúan la segmentación interior de este sector. Esta diversificación crea nuevos desafíos para agrupar a todos los oprimidos en un terreno opuesto a los opresores. Pero para encarar esta batalla resulta decisivo reconocer la centralidad del programa de reformas mínimas.
La convicción socialista
Para renovar una estrategia anticapitalista resulta indispensable hablar del socialismo. Hay que poner fin a la proscripción que se han auto-impuesto muchos izquierdistas. Al ocultar su fisonomía socialista abandonan el campo de batalla antes del combate y su timidez, inhibición y autocensura los condena a perder la partida de antemano.
Mientras que los neoliberales reivindican a sus antecesores neoclásicos y los heterodoxos rescatan su trayectoria keynesiana, muchos socialistas han renunciado a su propia herencia. Archivan el lenguaje, las consignas y los ideales para disimular sus convicciones. Esta actitud les impide transmitir un programa socialista y defenderlo con énfasis y coraje.
Por supuesto que es legítimo dudar de la conveniencia o viabilidad del socialismo. Estos interrogantes permiten revisar el sentido de un proyecto. Pero actualmente no faltan las preguntas, sino las respuestas positivas a estos cuestionamientos, porque los defensores del socialismo han optado por el silencio. Esta conducta permite que el centro de la escena política sea ocupado por las diversas vertientes del reformismo, el antiliberalismo burgués y los escépticos de cualquier proyecto.
El socialismo debe ser renovado como alternativa emancipatoria. Este replanteo permitirá superar el legado de tiranías burocráticas que gobernaron en su nombre durante el siglo XX. El socialismo es inconcebible al margen de la construcción de una genuina democracia. Pero sobre todo representa un planteo de oposición sin concesiones al capitalismo.
Aunque este sistema presenta varios rostros se rige por invariables mecanismos de opresión. Es un régimen de miseria, humillación y sufrimientos, que se desenvuelve atormentando a los pueblos para asegurar los privilegios de los explotadores. No puede ser regulado porque la competencia corroe este control, no puede ser humanizado porque se fundamenta en la sujeción de los asalariados, no puede ser pacificado porque se reproduce con guerras y conquistas. El socialismo es necesario para que otro mundo sea posible.
[1] Hemos desarrollado nuestro enfoque sobre este tema en: Katz Claudio. Tres concepciones sobre el ingreso básico. www.rebelión, 22-9-05.
[2] Hemos expuesto nuestra visión en: Katz Claudio. "Programas Alterglobales". www.netforsys.com/claudiokatz, noviembre 2005.
[3] Giddens Anthony. La tercera vía, Taurus, Buenos Aires, 2000 (caps. 2,3,4).
[4] Una descripción de esta involución presentan: Denitch Bogdan, "Alternativas a la tercera vía", Faux Jeff, "La Tercera vía hacia ninguna parte" y Monereo Manuel. "Neoliberalismo y tercera vía" en: Saxe Fernandez John. Tercera vía y neoliberalismo, Siglo XXI, México, 2004.
[5] Un análisis de la evolución de la Socialdemocracia aparece en Przeworski Adam, Capitalismo y socialdemocracia, Alianza, Madrid, 1988. Una acertada crítica a su a involución presenta: Petras James, "The third way" en Monthly Review, vol 51, n 10, March 2000.
[6] Una defensa de este enfoque postula: Van Parijis Philippe. "Qué es una nación justa, un mundo justo, una empresa justa?", en Contrastes sobre lo justo, IPC, Medellín, 2003.
[7] Un detallado enfoque de esta tesis y de sus problemas expone: Gargarella Roberto, Ovejero Félix, "El socialismo todavía", en Razones para el socialismo, Paidós, Barcelona, 2002. (Introducción) Gargarella Roberto, "Liberalismo frente a socialismo", en Boron, Atilio, Teoría y filosofía política. La recuperación de los clásicos en el debate latinoamericano, CLACSO, Buenos Aires, marzo de 2002.
[8] Estas observaciones plantean: Callinicos Alex, Igualdad, Siglo XXI, Madrid, 2003 (cap 2) y Brandist Craig, "El marxismo y el nuevo giro ético", en Herramienta N° 14, primavera-verano 2000.
[9] Van der Veen Robert, Van Parijs Phipippe, "A capitalist road to communism", en Theory and Society, vol . 15, N° 5, 1987.
[10] La idea de un contrato instituyente que guía el pensamiento liberal remite a un momento utópico inicial de libre definición de las normas de convivencia social que jamás existió. El bautismo del capitalismo bajo las normas del pillaje y la expropiación que signó a la acumulación primitiva desmienten esta leyenda. Este problema analiza: Boron Atilio, "Justicia sin capitalismo, capitalismo sin justicia", en Teoría y filosofía política. La recuperación de los clásicos en el debate latinoamericano. CLACSO, Buenos Aires, marzo de 2002.
[11] Esta crítica planteó a principio del siglo XX: Luxemburgo Rosa, "Reforma o revolución", en Obras escogidas, tomo 1, Ed. Pluma, Buenos Aires, 1976.
[12] Esta caracterización desarrolla: Harman Chris, "Reformismo sin reformas", en Desde los Cuatro P, N° 53, 2003, México.
[13] Estas caracterizaciones desarrolló: Mandel Ernest. Crítica al Eurocomunismo, Fontamara, Madrid 1978. Mandel Ernest. "La social-démocratie désemparée", en Inprecor, N° 507-508, juillet-aout 2005, Paris.
[14] Anderson describe ese proyecto y Boron critica la distorsión eurocomunista. Anderson Perry, Las antinomias de Antonio Gramsci, Fontamara, Barcelona, 1981. Boron Atilio, Cuellar Oscar, "Apuntes críticos sobre la concepción idealista de la hegemonía", en Revista Mexicana de Sociología, México, Año XLV, Vol. XLV. N° 4.
[15] Luxemburgo Rosa, "La revolución rusa", en Obras escogidas, tomo 2, Ediciones Pluma, Buenos Aires, 1976.
[16] Este enfoque desarrolla: Samary Catherine, "De la citoyenneté au dépérissement de l´etat", en Contretemps, N° 3, février 2002.
[17]Luxemburgo Rosa, "Reforma o revolución", en Obras escogidas, tomo 1, Ed. Pluma, Buenos Aires, 1976.
[18] Trotsky León, El programa de transición, Ed. El Yunque, Buenos Aires, 1973.
[19] Quiénes hablan de la "argentinización" de la economía alemana o norteamericana e interpretan que el combate por demandas inmediatas plantea en la mayor parte de los países la cuestión del poder incurren en ambos errores.
[20] Este error comete: Altamira Jorge, "La cuestión del poder, los luchadores y la izquierda", Prensa Obrera N° 865, agosto 2004.
[21] El catastrofismo constituye también un legado de la entreguerra por su afinidad con las expectativas mesiánicas que afloraron en ese período. Su gusto por las profecías lo sitúa más cerca de los mitos milenaristas que de la herencia científica del marxismo. Hemos sintetizado nuestra visión en Katz Claudio, "Capitalismo contemporáneo: etapa, fase y crisis", en Ensayos de Economía, Medellín, septiembre 2003.
[22] Oviedo Luis, "La crisis capitalista y la política social de la burguesía", En defensa del marxismo, N° 20, mayo 1998, Buenos Aires.