23/11/2024
La mundialización capitalista apunta esencialmente a la constitución de un mercado mundial y a poner a los trabajadores en competencia directa. La tendencia es al establecimiento de normas universales que actúen a la vez sobre los salarios y la rentabilidad. Poner en competencia a los trabajadores ejerce una presión para igualar a la baja sus condiciones de existencia. Los proyectos de inversión sólo son realizados si la rentabilidad a ellos asociada se encuadra también en las normas establecidas en el nivel mundial.
Esta igualación a la baja de los salarios y al alza de las tasas de ganancia conduce a fenómenos de expulsión de los asalariados más costosos y de los capitales insuficientemente rentables. Es la circulación de los capitales la que conduce a este doble movimiento de igualación: los capitales son atraídos por las zonas de fuerte rentabilidad y huyen de aquellas en las que el costo del trabajo es demasiado alto. Estas tendencias se desarrollan de manera muy poderosa hoy, como lo muestra, por ejemplo, el chantaje de las deslocalizaciones. Es necesario, sin embargo, insistir en el carácter contradictorio de este proceso, que permite comprender por qué no podría conducir a una configuración estable de la economía mundial.
En efecto, choca con una doble limitación.
La primera limitación resulta de las muy importantes diferencias de productividad que existen entre las zonas de la economía mundial. La formación de un mercado mundial podría llevar a una relativa homogeneización si estas diferencias iniciales no fueran tan profundas. A partir de ellas, la mundialización funciona como un proceso excluyente, que selecciona constantemente los sectores considerados "dignos" de insertarse en el mercado mundial. Nunca la ley del desarrollo desigual y combinado se ha aplicado con tanta fuerza: el capitalismo contemporáneo polariza todas las sociedades, separando la parte que puede incorporarse a la mundialización y la que es excluida de ella. Con muy pocas excepciones, el capitalismo engendra en todas partes un crecimiento de las desigualdades, proporcional al grado de avance de las políticas neoliberales. No se trata de un factor autónomo, sino de una consecuencia inevitable de la sumisión del mercado mundial a los criterios de hiperrentabilidad. Es por eso que el proyecto socialdemócrata, o más bien social-liberal, que busca compatibilizar las exigencias del capitalismo mundializado con los objetivos de "cohesión social", es un engaño cuyo espacio político se reduce constantemente.
La segunda limitación al proceso de mundialización reside en la localización de los destinos de la producción. Los mercados más importantes se encuentran, en efecto, allí donde los salarios son más altos. La búsqueda de bajos salarios tiende a reducir el volumen total de las ventas y desplaza a escala mundial esta contradicción clásica del capitalismo, dotándola de una dimensión geográfica inédita. Esta sólo es superada al precio de dos distorsiones. En el seno de cada país, el consumo de los asalariados es bloqueado y son los ingresos financieros de capas sociales pequeñas los que deben servir de reemplazo: por lo tanto, el capitalismo contemporáneo está caracterizado por un agravamiento de las desigualdades y sufre un déficit permanente de legitimidad. En el nivel de la economía mundial, el imperialismo contemporáneo busca producir en los países con bajos salarios y a vender en otro lado. El mapa de los capitales se corresponde cada vez menos con el de los territorios nacionales.
Se pueden dar dos ejemplos recientes de tales tendencias. En Alemania, las políticas restrictivas aplicadas desde la reactivación coyuntural a comienzos de los años 2000, han conducido a un estancamiento del mercado interno; en cambio, las exportaciones han registrado un avance espectacular. Pero esto no ha compensado, desde el punto de vista del empleo, al bloqueo del mercado interno, y la tasa de desocupación no ha dejado de aumentar durante estos últimos años. En Francia, los economistas de todos los sectores están intrigados por la coyuntura reciente: las grandes empresas obtienen ganancias récord, pero invierten poco. Destinan sus ganancias a distribuir dividendos e invierten sobre todo en el extranjero.
La historia del capitalismo no es, por lo tanto, lineal: la fase actual de mundialización corresponde a un retorno a una suerte de estado salvaje. No es sorprendente comprobar que todas las contradicciones más clásicas del capitalismo están ahora reactivadas y desplazadas a la escala mundial. Es a estos desequilibrios nuevos que está dedicada esta contribución.
La economía mundial: una configuración inestable
El capitalismo necesita una estructuración de la economía mundial adecuada a su modo de funcionamiento. La mundialización plantea esta exigencia en términos relativamente nuevos y tal vez no sea inútil retomar la tipología propuesta, hace aproximadamente treinta años, por Ernest Mandel [1]. La misma distinguía tres configuraciones posibles: ultraimperialismo, superimperialismo y continuación de la competencia interimperialista.
La primera hipótesis, la del ultraimperialismo, debe ser claramente rechazada. Un escenario semejante, ya encarado en su época por Kautsky, correspondería a una configuración en la que, para retomar las palabras de Mandel, "la interpenetración internacional de los capitales ha avanzado hasta un punto en el que las divergencias de intereses decisivas, de naturaleza económica, entre los propietarios de capitales de diversas nacionalidades, han desaparecido por completo". Estamos notoriamente lejos de tal caso, y ha desaparecido hace mucho tiempo la ilusión de un condominio equilibrado entre los tres polos de la "Triada" (Estados Unidos, Europa y Japón).
Esta es también la noción de "Imperio", expuesta por Michael Hardt y Antonio Negri [2], que está sufriendo una enorme desmentida práctica. Para convencerse de ello, alcanza con recordar el núcleo de su tesis, resumido así por Negri: "En la actual fase imperial, ya no hay imperialismo o, cuando éste subsiste, es un fenómeno de transición hacia una circulación de los valores y de los poderes a escala del Imperio. De la misma manera, ya no hay Estado-nación: le faltan las tres características sustanciales de la soberanía -militar, política, cultural- absorbidas o reemplazadas por los poderes centrales del Imperio. De este modo, la subordinación de los antiguos países coloniales a los Estados-nación imperialistas, así como la jerarquía imperialista de los continentes y de las naciones, desaparecen o se debilitan: todo se reorganiza en función del nuevo horizonte unitario del Imperio". [3]
La supremacía absoluta que parece mostrar el unilateralismo de Estados Unidos merece que se examine también el escenario del superimperialismo. En esta configuración, siempre siguiendo la definición de Mandel, "una gran potencia imperialista única detenta una hegemonía tal que los otros Estados imperialistas pierden toda autonomía real frente a ella y quedan reducidas al estatus de potencias semicoloniales menores". Incluso si la Unión Europea no puede ser, evidentemente, caracterizada como "potencia semicolonial menor", este esquema parece corresponder bien a la jerarquía establecida entre las potencias imperialistas, que consagra el papel dominante de Estados Unidos en todos los sectores: económico, tecnológico, diplomático y militar.
Pero esta definición no da cuenta de dos características sobresalientes de la economía mundial contemporánea. La primera es la fragilidad de la dominación norteamericana, que puede sintetizarse así: de manera completamente inédita, el imperialismo dominante no es exportador de capitales y su supremacía se asienta, por el contrario, en su capacidad de absorber un flujo permanente de capitales que llegan para financiar su acumulación y reproducir las bases tecnológicas de su dominación. Se trata, por lo tanto, de un imperialismo depredador, más que parásito, cuya gran debilidad es no poder proponer a sus vasallos un régimen estable.
La segunda novedad se desprende del grado de integración transcontinental de los capitales que se ha alcanzado hoy. Esta haría necesaria la constitución de un condominio Estados Unidos-Europa, un G2, para retomar la fórmula propuesta por el secretario de Finanzas alemán, Caio Koch-Wesser.[4] Para regular un espacio económico integrado de esta manera, se vuelve efectivamente una necesidad objetiva una instancia política de coordinación, desde el mismo punto de vista de los intereses colectivos de la burguesía. Pero, parafraseando a Jaurès, el capitalismo lleva dentro de sí la competencia como la nube lleva la tormenta, y la cooperación interimperialista mundializada es un espejismo.
A falta de un superimperialismo dotado de una supremacía suficiente para imponerse, el mundo se inclina hacia la tercera configuración: la de la competencia interimperialista. La definición que ha dado Mandel de esta configuración se adapta bien a la situación actual: "La interpenetración internacional de los capitales está suficientemente avanzada como para que un número mayor de grandes potencias imperialistas independientes sea reemplazado por un número menor de superpotencias imperialistas, pero está tan fuertemente trabada por el desarrollo desigual del capital que no se realiza la constitución de una comunidad global de intereses del capital". Las contradicciones no resueltas entre Europa y Estados Unidos continuarán, por lo tanto, pesando sobre una economía mundial duraderamente desequilibrada.
Las debilidades de la economía dominante
Contrariamente a las esperanzas que había suscitado, la "nueva economía" ha hecho bajar la tasa de ganancia en Estados Unidos desde 1997. Las nuevas tecnologías sin duda han permitido aumentos de productividad, pero estos no han sido suficientes para compensar un aumento espectacular de la tasa de acumulación. La "nueva economía", por lo tanto, ha sido costosa en inversiones y, a pesar de una baja de sus precios relativos, esto ha terminado pesando sobre la composición orgánica del capital. Este aspecto es decisivo, pues pone fin a las ilusiones del capitalismo de liberarse de sus leyes fundamentales. Las nuevas tecnologías no son el instrumento mágico que permitiría acumular capital gratuitamente.
La recesión que siguió a 2001 tuvo, por lo tanto, una doble función. En primer lugar, permitió restablecer la rentabilidad del capital por medio de una gestión muy limitativa del empleo. Se ha podido hablar de una recuperación sin empleos (jobless recovery) en la medida en que ésta ha sido la oportunidad de almacenar las ganancias de productividad potenciales. Pero tampoco se ha dejado de lado a los medios más clásicos de recuperación de la tasa de plusvalía, como la prolongación de los tiempos de trabajo o la congelación de los salarios, facilitada por el escaso dinamismo del mercado de trabajo. Este período también ha sido utilizado para adaptar la tasa de acumulación a un nivel más compatible con el de la rentabilidad.
Sin embargo, este ajuste no se hizo al precio de un estancamiento duradero y profundo de la economía, por causa de la política económica llevada a cabo por Bush después del 11 de setiembre. Esta implica tres aperturas que van en dirección a sostener la actividad. La primera es una suerte de "keynesianismo militar", que consiste en aumentar los gastos militares. La segunda ha sido una baja espectacular de los impuestos, que permitió estimular el consumo de los ricos. Finalmente, las tasas de interés fueron mantenidas en un nivel muy bajo, de manera de sostener al mercado interno, especialmente el inmobiliario. El dinamismo del consumo interno pudo así ser mantenido y se limitó la amplitud de la recesión. No obstante, esta política ha agravado una serie de contradicciones, que son la otra cara de sus ventajas. Las principales son las siguientes:
1) la rebaja de impuestos, combinada con los gastos militares, ha hecho que el presupuesto pasara de un excedente a un déficit importante;
2) el mantenimiento de la demanda de los hogares mediante la baja de las tasas de interés ha conducido su endeudamiento a un nivel sin precedentes y ha producido el comienzo de una burbuja en el mercado hipotecario;
3) la desigualdad de los ingresos se ha profundizado aún más, hasta la caricatura;
4) el déficit comercial con respecto al resto del mundo ha seguido profundizándose y representa hoy el 6% del PIB (producto interno bruto) de Estados Unidos, es decir, más de un punto del PIB mundial.
La cuestión de la productividad
Esta cuestión absolutamente decisiva está en el centro del debate sobre la salud de la economía de Estados Unidos, y Alan Greenspan, como presidente de la Reserva Federal, no ha dejado pasar ninguna ocasión para referirse a ella. A partir de mediados de los años noventa, la aceleración de la productividad en Estados Unidos parece confirmar las esperanzas puestas en la "nueva economía" y justificar la explosión bursátil. Esta no haría más que anticipar las ganancias que habrían de venir por los aumentos de productividad que resultarían de la introducción de nuevas tecnologías. Los capitales tendrían motivo entonces para afluir a Estados Unidos, incluso si esto tuviera como contrapartida una profundización del déficit comercial.
Los escépticos pensaban que se trataba de un ciclo "high tech" y que la productividad retornaría a la tendencia anterior cuando el esfuerzo de inversión se relajara. La evolución reciente parece más bien dar la razón a los teóricos de un nuevo crecimiento durable, puesto que la productividad no se ha hecho más lenta, a pesar de un retroceso de la tasa de inversión. Sin embargo, este debate no está resuelto, pues las salidas de la recesión en Estados Unidos han estado acompañadas tradicionalmente por picos significativos de productividad, aun si esta recuperación se realiza con muy escasa creación de empleos. El retroceso marcado de la ganancia ha incitado a las empresas a una política muy rigurosa de reestructuraciones y de intensificación del trabajo. Puede decirse que se embolsan así los beneficios de las nuevas tecnologías, pero sería azaroso prever que este movimiento pueda continuar al mismo ritmo.
La observación de los hechos está oscurecida por fenómenos parasitarios, como la prolongación de la jornada de trabajo, la extensión del trabajo no declarado o de los empleos múltiples, por no hablar de la fluctuación de los datos estadísticos. [5] Si se corrige este sesgo, así como el efecto de la duración del trabajo, se comprueba que la diferencia entre Estados Unidos y Europa se reduce. Julian Callow, economista del Crédit Suisse First Boston, ha realizado estos cálculos para el período 1996-2001. Muestra que la productividad por hora aumentó 1,8% en Estados Unidos, contra 1,4% en Europa: tal diferencia puede muy bien explicarse por el más rápido crecimiento en Estados Unidos.
La baja imperial del dólar
El desequilibrio entre los grandes polos de la economía mundial está bien sintetizado por las relaciones entre sus monedas. La baja del dólar en relación con el euro, iniciada en 2001, equivale ya a una devaluación considerable, del orden de 40%. Si se va más allá en el tiempo, resalta que el tipo de cambio del dólar en relación con el euro ha tenido fluctuaciones muy importantes. Para mejor apreciar su amplitud, hay que tener en cuenta la inflación respectiva en Europa y en Estados Unidos: se calcula así un tipo de cambio "real" que se compara con el tipo de cambio efectivo para marcar las fases de "subvaluación" y de "sobrevaluación".
En 1971, el dólar deja de definirse en relación con el oro y comienza a bajar hasta el shock financiero de 1979 que, marcado por un muy fuerte aumento de las tasas de interés norteamericanas, lo hace volver a subir. En cinco años, el curso real del dólar se recupera y vuelve casi a su nivel de 1971. Pero esta apreciación del dólar degrada la competitividad y Estados Unidos decide ponerle fin, imponiendo a sus socios europeos y japonés los Acuerdos del Plaza, de 1985, que hacen bajar brutalmente al dólar. La baja continúa durante una decena de años y luego el dólar vuelve a la suba, a partir de 1996-97, hasta la recesión de 2000. Entonces se abre un nuevo cambio, que abre la fase actual, marcada por una baja continua del dólar y, por lo tanto, por un alza simétrica del euro. Hoy, el tipo de cambio real del dólar está en el punto más bajo registrado desde hace por lo menos medio siglo, a pesar de su reciente recuperación.
La amplitud de estas fluctuaciones va más allá de los determinantes estrictamente económicos. Se los puede interpretar como el resultado de una contradicción en las modalidades de la dominación de Estados Unidos: necesita un dólar fuerte, en su carácter de potencia financiera y monetaria dominante, pero sobre todo necesita un dólar débil, en tanto potencia económica y comercial. Las alzas y bajas sucesivas del dólar pueden entonces explicarse por la prioridad relativa acordada a estas dos maneras de afirmar su supremacía. Las fases de alza corresponden a la voluntad de restaurarla cuando es amenazada en el plano financiero y las fases de baja permiten restablecer su competitividad y consolidar las posiciones adquiridas.
Las paradojas del euro
Toda la concepción de la construcción europea reposó, sin embargo, sobre un postulado, según el cual la moneda única sólo podía nacer como moneda fuerte. Pero lo que se produjo fue la inversa, y la baja del euro contribuyó a la recuperación de 1997-2001. Después de haber perdido hasta un 30% de su valor en relación con el dólar, el euro recuperó progresivamente su nivel inicial. Pero este ascenso del euro va hoy de la mano con una duradera desaceleración de la economía europea. En efecto, la integración creciente de la economía mundial ha tenido como consecuencia una sensibilidad creciente del crecimiento europeo al tipo de cambio del euro respecto del dólar. En el último decenio se observa una correlación estrecha (que no existía antes) entre el diferencial de crecimiento Europa/Estados Unidos y el tipo de cambio del euro respecto del dólar. Cuando el dólar baja, crece la separación entre el crecimiento de Europa y el de Estados Unidos, en beneficio de este último país.
Frente a esta ofensiva que representa la baja del dólar, se abre un vacío en la construcción europea: hay una moneda única, ¿pero dónde se sitúa el nivel deseable del euro respecto del dólar? El Banco Central vigila atentamente la línea del 2% de inflación, pero, por increíble que pueda parecer, nadie sabe cual es su objetivo sobre el tipo de cambio. Para que el euro se convierta en una verdadera moneda internacional, capaz de competir con el dólar, haría falta una política más coherente en materia de tipo de cambio y de tasa de interés, que afirmara la autonomía de Europa en relación con las imposiciones monetarias (y de otro tipo) de Estados Unidos.
Dentro mismo de Europa, la desaceleración actual hace aparecer una segunda paradoja, pues es el estancamiento de la economía alemana el que contribuye en gran parte a hundir a la coyuntura de toda Europa. En los años previos al establecimiento del euro, una parte de las burguesías financieras temían el ingreso al mismo de monedas que debilitaran su credibilidad. Los países del sur (España, Italia, Portugal y Grecia), designados despectivamente con la expresión "Club Méditerranée" ** debían, según algunos, ser mantenidos al margen de la zona euro, que era preferible construir en un primer momento alrededor del núcleo duro franco-marco. Esta opción fue muy seriamente considerada antes del avance del dólar, cuando la coyuntura europea estaba todavía dominada por la lentitud. Los críticos soberanistas del euro lo denunciaban como una simple extensión del marco. El futuro Banco Central Europeo era visto como un calco europeo del Bundesbank, que impondría a Francia las mismas absurdas disciplinas que ella misma se infligía para defender la paridad del franco frente al marco.
En realidad, el retroceso de la hegemonía alemana fue en gran medida impulsado a partir de la reunificación. Esta llevó a la economía alemana a concentrarse en el mercado interno, de manera que los enormes excedentes industriales tendieron a caer y, con ellos, el fundamento de la supremacía de la economía alemana. Fue justamente ese debilitamiento relativo lo que permitió al "Club Méditerranée" integrar la zona euro desde su inicio. Y hoy Alemania es la principal atrapada en la lógica monetarista que contribuyó a imponer a sus vecinos. La forma en que se congelaron los tipos de cambio en el seno del euro puede así leerse como una fábula amoral, en todo caso si se toma al monetarismo como criterio de virtud. A grandes rasgos, los malos alumnos, como España e Italia, entraron al euro con un tipo de cambio más ventajoso, mientras que Alemania y, en menor medida, Francia sufren un tipo de cambio sobrevaluado. Y, como la posición relativa de Alemania se deteriora continuamente, desde el doble punto de vista del crecimiento y de los superavits, la tensión producida por un tipo de cambio demasiado alto se hace sentir cada vez más. En otro tiempo, hubiera sido sensato devaluar el marco, aun cuando el costo simbólico hubiera sido especialmente fuerte. En todo caso, con el euro, esa vía de ajuste está descartada. Es necesario, por lo tanto, frenar el crecimiento relativo de la economía alemana, ya mediocre, o restablecer su competitividad mediante una baja importante del costo salarial. Este es exactamente el sentido de la Agenda 2010 ***, que representa un profundo deterioro del modelo alemán.
Se observa así, a todo lo largo de los años noventa, la profundización de una doble divergencia. Por una parte, el crecimiento en Estados Unidos se vuelve netamente superior (en más de un punto porcentual) al de Europa, mientras que la tasa de crecimiento era similar en la década de los ochenta (cuadro 1). Por otra parte, se opera una segunda diferenciación dentro de Europa. En la última década, el crecimiento promedio ha sido de 2% para el conjunto de los países europeos. Pero fue claramente menor (1,6%) para la "zona franco-marco" (Francia, Alemania, Bélgica, Luxemburgo) que para el resto de la Unión Europea (2,3%) y, en especial, para un grupo de países (España, Gran Bretaña, Irlanda y Finlandia) que ha tenido un crecimiento medio de 2,8%, cercano al de Estados Unidos. Es, por lo tanto, como si la divergencia Estados Unidos/Europa funcionara como una palanca que viene a polarizar un crecimiento europeo que, hasta entonces, era relativamente homogéneo.
Cuadro 1. Veinte años de PIB: 1981-1991/ 1991-2002
Estados Unidos: 2,9/ 3,2
Unión Europea: 2,8/ 2,0
Francia, Alemania, Bélgica, Luxemburgo: 2,7/ 1,6
Resto de la Unión Europea: 2,9/ 2,3
Japón: 4,1/ 0,9
Tasa de crecimiento anual promedio - Fuente: OCDE
La trayectoria de Japón obedece a una cronología similar. Hasta el comienzo de los años noventa, su tasa de crecimiento es claramente superior al de los otros dos polos de la economía mundial. A partir de entonces, la economía japonesa se instala en una década de cuasi estancamiento y se desengancha completamente del avance promedio de la economía mundial. El comienzo de los años noventa presenta pues un giro de gran amplitud: con anterioridad, el crecimiento era mucho más homogéneo entre Estados Unidos y Europa, así como dentro de ésta.
Este contraste entre la coyuntura de Estados Unidos y la de Europa subraya la débil integración del capitalismo europeo. Cada uno de los países de la Unión Europea se posiciona de manera distinta en relación con la configuración del conjunto, y se observa un comienzo de brusca separación de sus trayectorias, que constituye un obstáculo suplementario a la coordinación de sus políticas económicas. También se ve aparecer una divergencia creciente entre las economías nacionales y los grupos mundiales, especialmente en materia de acumulación de capital. Los grandes grupos son hasta cierto punto indiferentes a la lentitud del mercado europeo, en la medida en que invierten y venden en otros mercados. Sus intereses tienden disociarse cada vez más de la salud relativa de la economía europea, y es así que se puede comprender como pueden escapar a las contradicciones de la política económica europea. Esto puede parecer suicida, pues reduce sistemáticamente la demanda al bloquear los salarios, pero es el mercado mundial el que sirve aquí de escapatoria.
La desestabilización del Pacto de Estabilidad
Frente a esta separación creciente en el seno de la Unión Europea, los intereses específicos de cada Estado, con sus particulares relaciones de clase, tienden a predominar sobre sus intereses colectivos, cuya gestión queda delegada a la Comisión.**** Esta es la clave de la actual crisis de Europa. Su punto de partida es la incapacidad (económica y política) de Francia y Alemania, de respetar la regla según la cual el déficit presupuestario no debería en ningún caso superar el 3% del PIB. Estos dos países, que representan casi 40% del PIB europeo, han obtenido así de los otros gobiernos que no se les apliquen las sanciones que, sin embargo, están expresamente previstas por el Pacto. Esta decisión, evidentemente, ha provocado la furia de la Comisión, cuya legitimidad y autonomía se derivan en gran medida de su función de guardiana del Pacto de Estabilidad.
Esta crisis es tanto más aguda porque las contradicciones no son estrictamente económicas: ya sea a propósito de la intervención en Irak o de la arquitectura institucional, el dúo franco-alemán tiende a oponerse al resto de la Unión. Los globos de ensayo sobre una "Unión" entre los dos países van en ese sentido y continúan los anteriores proyectos de una Europa de dos velocidades, con un núcleo duro y una periferia de países asociados. Sin embargo, es necesario insistir, esta separación no se refiere a la defensa de modelos sociales diferentes: los gobiernos francés y alemán practican, por el contrario, una política de contrarreforma muy sistemática, que apunta a un alineamiento acelerado (pero nunca demasiado rápido, según su punto de vista) con un modelo neoliberal estándar. Se trata, ante todo, de un repliegue sobre los intereses nacionales o, más bien, de una gestión nacional de los intereses de clase, que abre una crisis a la que la victoria del No en Francia y Holanda confiere una dimensión política explícita. La cohesión de la burguesía europea está hoy ampliamente disminuida.
Esta constatación lleva a replantear la lógica de la construcción europea. A diferencia, por ejemplo, del modelo alemán del siglo XIX, no se trata de la formación de una nueva economía nacional, operada por adición. Una de las razones para esto es que, cada uno por su lado y con su propia especialización, los países europeos ya han accedido al mercado mundial. La fase de internacionalización comenzó a finales de los años sesenta y la constitución del mercado único (y posteriormente de la moneda única) no pueden ser analizados como condiciones previas de tal movimiento. Existe entonces un desfasaje entre la estructura europea y el horizonte estratégico mundial de los grandes grupos económicos. El mercado único no es la salida principal obligada, sino la retaguardia de un proyecto más amplio.
En algunas ramas, la construcción europea obedece sin embargo a una lógica "acumulativa" de constitución de "paladines" europeos, según un esquema que, en cierto sentido, extiende a la escala europea la estrategia gaullo-pompidoliste ***** de los "paladines" nacionales. Pero esta orientación, característica sobre todo de sectores financieros, como los bancos y los seguros, está lejos de representar la estrategia dominante, que consiste en anudar alianzas transcontinentales que permitan acceder directamente a todos los compartimientos del mercado mundial. La interpenetración de los capitales conduce a la formación de una "economía transatlántica", para retomar el título de un estudio de referencia [6]; ya ha alcanzado un nivel que hace difícil hablar de Estados Unidos y la Unión Europea como dos entidades separadas y en competencia.
El mercado único es pues un mercado abierto a todos los vientos, porque los grandes grupos que dirigen la construcción europea miran prioritariamente al mercado mundial. Este punto es por completo importante, pues permite comprender mejor el carácter subordinado de la "cobertura social", en la medida en que el proyecto de los sectores más poderosos de la burguesía no es la construcción de un conjunto realmente estructurado e integrado. Se puede incluso ir más lejos y replantear dudas sistemáticas sobre la real necesidad de una moneda única. Si se hubiera tratado de construir el mercado europeo como una entidad integrada, la moneda única hubiera sido absolutamente necesaria para administrar la conexión entre una zona europea compacta y el mercado mundial. Pero, desde que el mercado único en cuestión es concebido como obligatoriamente abierto, la necesidad de una moneda única es mucho menos evidente.
La principal virtud del paso a la moneda única no residió, sin duda, en su función de instrumento monetario, sino más bien en la de instrumento disciplinario. Es en nombre de la imperiosa necesidad de una moneda única que hubo que contener el gasto público y "moderar" los salarios. En resumen, poner en marcha un programa típicamente neoliberal. Esto coincidía precisamente con la intención de cada uno de los gobiernos.. Este proyecto permitía unificar los programas neoliberales y dotarlos de una doble legitimidad, invocando simultáneamente las exigencias de la economía y el ideal europeo.
"La economía mundial vuela con un solo motor"
Esta expresión es de Lawrewnce Summers, que fue ministro de Presupuesto de Clinton, y ha servido de título a un importante dossier aparecido en The Economist. [7] Una cifra resume bien el funcionamiento asimétrico de la economía mundial: desde 1995, casi el 60% del crecimiento mundial corresponde a Estados Unidos, que sin embargo "sólo" representa el 30% de la economía mundial. La tesis general de The Economist es que "el mundo no puede continuar reposando sobre el gasto de Estados Unidos".
Se puede entonces imaginar dos escenarios opuestos para los próximos años. El primero es la prolongación de la situación actual, en que las ganancias de productividad más rápidas y la rentabilidad superior continuaran atrayendo los capitales necesarios para el financiamiento del déficit comercial de Estados Unidos. Sin embargo, esta configuración es difícilmente sostenible: implica el mantenimiento de un diferencial de crecimiento entre Estados Unidos y el conjunto Europa-Japón, es decir, un desequilibrio permanente de la economía mundial. El mediocre crecimiento impuesto a Europa y a Japón tendría, como contrapartida, la reconstitución de su competitividad, a partir de la congelación salarial más que de la productividad, con los riesgos de tensiones sociales crecientes que resultarían de ello.
Casi todos los economistas que se plantean la cuestión consideran que esta configuración no es sostenible. Wynne Godley [8] muestra que, si nada cambia, el déficit comercial de Estados Unidos continuará aumentando. Si se agregan los intereses que Estados Unidos (¡nada menos!) debe pagar por su deuda externa, el déficit corriente alcanzará 8,5% del PIB en 2008. Sólo para estabilizar el déficit comercial, sería necesario reproducir constantemente el atractivo de Estados Unidos para los capitales extranjeros. Ahora bien, la inestabilidad de la situación global amenaza con desalentarlos. Su atracción tenía una base objetiva, que era la dinámica de la productividad del trabajo y los buenos niveles de rentabilidad que parecía poder garantizar de modo duradero, pero esas perspectivas favorables están hoy cuestionadas. Estados Unidos ya no domina en función de los resultados intrínsecos de su economía, sino gracias a su capacidad de "determinar" la acumulación del capital en la escala mundial, lo que depende en última instancia de relaciones de fuerzas de naturaleza política. No siendo ilimitada esta afirmación hegemónica, se debe considerar un segundo escenario, en el que la competitividad y el equilibrio comercial se restablecerían mediante una baja del dólar en relación con las otras divisas, especialmente el euro.
Pero este camino está sembrado de asechanzas y es dable preguntarse si todavía es posible un "aterrizaje suave" de ese tipo, que evite un episodio recesivo importante. Para reducir significativamente el déficit, según los especialistas, se necesitaría una devaluación considerable, del orden de 40%. Pero esta baja reduciría el valor en euros de los títulos nominados en dólares, y se corre el riesgo de alcanzar "el punto en que [los inversionistas] no quieran aumentar más la participación de activos norteamericanos en sus carteras". [9] Sólo un fuerte aumento de las tasas de interés podría convencerlos, pero ésta vendría entonces a pesar sobre el crecimiento. Una devaluación agresiva del dólar equivaldría a desencadenar una guerra comercial abierta con la Unión Europea y Japón. En tal caso, Estados Unidos exportaría su recesión, que le podría volver como un bumerán si fuera lo suficientemente fuerte como para quebrar la dinámica de la economía mundial o si desencadenara medidas defensivas por parte de los otros imperialismos. Esta es, pues, la base económica de las tensiones futuras.
En este contexto, el escenario de un ajuste brutal de la economía de Estados Unidos gana verosimilitud. Se pondría en marcha si los capitales del resto del mundo se negaran a financiar el déficit comercial o si (lo que es prácticamente lo mismo) los bancos centrales de los otros países dejaran de aceptar la acumulación de reservas crecientes en dólares y procedieran a venderlos, haciendo bajar aún más la cotización del dólar. Haría falta entonces aumentar las tasas de interés para retener los capitales extranjeros y/o frenar el crecimiento del mercado interno, para prescindir del financiamiento que los capitales ya no asegurarían en las cantidades requeridas. Esta marcha atrás no controlada conduciría entonces a una implosión bursátil e hipotecaria y a una crisis social que golpearía no solamente a los asalariados, sino también a las capas sociales cuya riqueza e ingresos dependen del valor de sus activos financieros.
No es un recorrido catastrofista el que conduce a encarar este escenario, pues la no sostenibilidad del régimen actual prácticamente reúne un consenso. Para no tomar más que un ejemplo, un reciente informe de la OCDE consagra todo un capítulo a la reducción del déficit externo de Estados Unidos, tratando de calcular su impacto sobre la economía mundial.[10] Lo importante no es formular profecías, sino identificar bien a los dos factores esenciales de los que depende la trayectoria de la economía de Estados Unidos en los años próximos, a saber: su articulación con las otras zonas de la economía mundial y su capacidad para desenganchar los aumentos de productividad.
El efecto bumerán de la mundialización
El ascenso del poderío de China es otro tema de inquietud que domina el debate económico en Estados Unidos. Ese país representa hoy casi la mitad del déficit comercial norteamericano, y su participación no deja de aumentar. Entre 1970 y 2002, las exportaciones chinas se multiplicaron por 140 y su competitividad está asegurada por el anclaje del yuan al dólar [11], que es una de las obsesiones del gobierno norteamericano, con mayor motivo porque la competencia china comienza a tocar, además, a los sectores de alta tecnología. Se discute mucho sobre deslocalizaciones y sobre desindustrialización, incluso si lo esencial de las pérdidas de empleos industriales se explica por los aumentos de productividad y por las reestructuraciones.
El escepticismo respecto de los beneficios de la mundialización está ganando las altas esferas de la economía dominante. Paul Samuelson, Premio Nobel y teórico del enriquecimiento mutuo de las naciones gracias al comercio internacional, acaba de publicar un artículo en que se expresan bien estas dudas[12]. El autor parte de la constatación de la baja tendencial de la participación de Estados Unidos en la producción mundial: cercana a 50% inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, se sitúa hoy entre 20 y 25%. La inquietud del Premio Nobel proviene de que el progreso técnico en China afecta ahora a los sectores para los cuales Estados Unidos disponía de las más claras ventajas comparativas. Esto dice mucho sobre el absurdo de la teoría liberal, que negaba la posibilidad de colmar la brecha tecnológica, y sobre los lazos estrechos que esa teoría tiene con los intereses de la potencia dominante. Ciertamente, el artículo de Samuelson ha provocado enérgicas protestas por parte de los doctrinarios del libre cambio, pero es revelador de una naciente toma de conciencia sobre los efectos de retrogradación de esta mundialización sobre la economía norteamericana.
Todo esto conduce a concluir que la configuración actual de la economía mundial está acompañada de una profundización de las contradicciones ligadas al proceso de mundialización capitalista. El "Imperio" está en realidad profundamente dividido y se puede ver en esto la expresión moderna de la ley del desarrollo desigual y combinado. En efecto, se ve aparecer una doble línea de fractura en el seno de las zonas de esta economía mundial: entre Estados Unidos y las otras economías dominantes, alrededor de la baja del dólar; y entre las economías dominantes y los "países emergentes". Estos últimos amenazan a la estabilidad del conjunto de la economía mundial, ganando partes del mercado y logrando aumentar el precio de las materias primas, especialmente el del petróleo.
Es verdad que el capitalismo se ha liberado hoy de sus "trabas": la circulación de los capitales es casi libre y las conquistas sociales han retrocedido ampliamente en todo el mundo. Desde este punto de vista, el predominio de las finanzas no debe entenderse como una forma de parasitismo, que impediría al capitalismo funcionar correctamente. Se trata, por el contrario, de un dispositivo que permite el establecimiento tendencial de un mercado mundial en el que los asalariados son puestos directamente en competencia entre ellos y sometidos a exigencias de rentabilidad que se oponen a la satisfacción de las necesidades sociales no rentables. Es gracias a la financiarización que el capitalismo contemporáneo se acerca a un funcionamiento "puro", desembarazándose progresivamente de todo lo que podría encuadrarlo o regularlo. Este movimiento no podría autorreformarse e implica una redistribución regresiva de las riquezas. Es por eso que las elucubraciones que apuntan a separar el buen grano de la paja -por ejemplo, el "buen" capitalismo productivo del "mal" capitalismo financiero- o a imaginar a un capitalismo que sea a la vez hipercompetitivo y más igualitario, se relacionan con una utopía reformista que no se corresponde con su curso actual.
La paradoja de la mundialización podría entonces enunciarse así: cuanto más el capitalismo logra modelar la economía mundial a su conveniencia, más crecen las contradicciones interimperialistas. El capitalismo mundial está instalado pues en una fase de inestabilidad duradera. Y la cuestión fundamental es saber si esta inestabilidad va a resolverse sobre el eje de los conflictos intercapitalistas o sobre el de las luchas sociales.
El artículo fue enviado por el autor para su publicación en Herramienta. Traducción del francés: Andrés Méndez.
[1] Ernest Mandel, El capitalismo tardío, Era, México, 1979.
[2] Michael Hardt y Antonio Negri, Empire, Exils, 2000, http://www.rebelion.org/libros/imperio.pdf.
[3] Toni Negri, "L’Empire, stade suprême de l’impérialisme", Le Monde Diplomatique, enero de 2001, http://www.espaimarx.org/3_14.htm.
[4] C. Fred Bergsten y Caio Koch-Wesser, "Restoring the Transatlantic Alliance", Financial Times, 6/10/2003, http://guesde.free.fr/bergsten3.pdf.
[5] En Estados Unidos, un ordenador se computa como bien de capital; en Europa, como un consumo intermedio. Las estadísticas de Estados Unidos tienen entonces una tendencia a sobreestimar el PIB (y, por lo tanto, la productividad) en comparación con las estadísticas europeas, puesto que éstas incluyen la depreciación del capital. El PIB crece más rápidamente que el producto interno neto, que descuenta esta depreciación. En términos marxistas, el hecho de razonar "en bruto" conduce a incluir (erróneamente) el capital constante consumido en la definición del nuevo valor creado.
** La expresión alude a la organización turística de ese nombre, así como al hecho de que los países aludidos se encuentran sobre el mar Mediterráneo (N. del T.).
*** Programa de reformas regresivas del mercado laboral alemán, lanzado en 2003 (N. del T.).
**** Organo ejecutivo de la Unión Europea (N. de T.).
***** Se refiere a los presidentes franceses Charles De Gaulle y Georges Pompidou, que gobernaron en las décadas de los sesenta y setenta (N. del T.).
[6] Joseph P. Quinlan, Drifting Apart or Growing Together? The Primacy of the Transatlantic Economy, Center for Transatlantic Relations, 2003, http://guesde.free.fr/quinlan.pdf.
[7] "Flying on one engine", The Economist, 18 de setiembre de 2003, http://guesde.free.fr/1engine.pdf.
[8] Wynne Godley, The US Economy. A Changing Strategic Predicament, Levy Economics Institue, February 2003, http://guesde.free.fr/godley3.pdf.
[9] Catherine L. Mann, "Perspectives on the U.S. Current Account Deficit and Sustainability", Journal of Economic Perspectives, summer 2002, http://guesde.free.fr/mannrep.pdf.
[10] "Les enjeux de la réduction du déficit de la balance courante des Etats-Unis", Perspectives économiques de l’OCDE Nº 75, cap. 5, http://guesde.free.fr/ozusbal.pdf.
[11] La reciente revaluación del yuan es demasiado pequeña para modificar esta situación.
[12] Las partes principales de este dossier están disponibles en el sitio Marchandise: http://hussonet.free.fr/mondiali.htm.