22/11/2024
Por Bihr Alain
El vampiro es una figura mitológica antigua, común a numerosas culturas. En Europa se popularizó especialmente en la parte oriental y en los Balcanes 1/, donde las creencias en los vampiros y sus ritos particulares siguen muy vivas en la actualidad, sobre todo en determinadas regiones de Rumanía 2/.
La figura del vampiro, tal como la conocemos hoy, se deriva de esas creencias y ritos, aunque no sin haber sido objeto de deformaciones y malinterpretaciones 3/. Una primera fuente sería la de los comerciantes sajones que se habían establecido en las poblaciones de Transilvania durante el siglo XII, donde habían obtenido privilegios comerciales, en especial la exención de impuestos. Estos privilegios fueron impugnados a mediados del siglo XV por el voivoda (príncipe) de Valaquia Vlad III Basarab, llamado Vlad Tepes (Vlad el Empalador), también llamado Draculea porque su padre Vlad II era apodado Vlad Dracul (Vlad el Diablo). El rigor de las sanciones infligidas por Vlad III a los comerciantes recalcitrantes, que podían llegar hasta la pena de muerte, le valdría muy pronto el calificativo de príncipe sanguinario en la correspondencia de estos comerciantes con sus colegas occidentales, dando así a luz la leyenda del Drácula vampiro 4/.
En el conjunto de la literatura europea del siglo XIX que se ocupa de él, el vampiro presenta una doble característica. Por un lado, es un muerto viviente, un muerto que para mantenerse en vida tiene que chupar la sangre de sus presas, que constituye para él una especie de elixir de larga vida, capaz no solo de mantenerle vivo, sino también de conferirle la eterna juventud; y su vitalidad aumenta con el número de sus víctimas. Por otro lado, no contento con nutrirse de su sustancia vital, tiene el poder de transformar a estas, a su vez, en vampiros, comunicándoles en cierto modo su propia naturaleza. El vampiro se dedica así a apropiarse de sus víctimas por partida doble: absorbe sus fuerzas al mismo tiempo que las habita y las metamorfosea.
No obstante, el vampiro no es todopoderoso. Carece de sombra y no se refleja en un espejo. La luz le indispone o incluso puede serle fatal, y tiene que pasar el día recluido en su tumba o su ataúd. El ajo le horroriza, del mismo modo que el crucifijo, el rosario o el agua bendita. Y es posible deshacerse de él atravesándole el corazón, decapitándole o quemándolo en una hoguera. ¡Y los espíritus fuertes añadirán que con toda seguridad no resiste la risa burlona de quien no cree en él!
Cómo el capital absorbe su energía vital de la clase trabajadora
Espíritu fuerte donde los haya, Karl Marx no dejó de recurrir a esta misma figura del vampiro en su obra mayor, El Capital 6/. Ahí se puede escuchar el eco de la gloria literaria de esta figura en su época, de la que sin duda tuvo conocimiento, al menos de oídas 7/, como prolongación de la tradición de la Ilustración, que también le era familiar. Pero ocurre asimismo, más en general, que Marx se inspira de forma abundante en la tradición literaria, desde los autores antiguos (Homero, Hesiodo, Jenofonte, Virgilio) hasta los contemporáneos (Eugène Sue, Heinrich Heine), sin olvidar a los grandes clásicos (sobre todo Dante y Shakespeare), que conocía bien; del mismo modo que no duda en recurrir a menudo al viejo fondo mitológico y a las tradiciones religiosas judía y cristiana, que ofrecen múltiples recursos retóricos cuando se utilizan en modo irónico o crítico. Y el uso por parte de Marx de la figura del vampiro para analizar esta relación social que es el capital nos proporciona un ejemplo convincente.
Es básicamente en la sección III del Tomo I de El Capital, en particular en su capítulo VIII, titulado “La jornada de trabajo” 8/, donde se concentran los pasajes en los que Marx desarrolla la metáfora del capital-vampiro 9/. En lo que precede a esta sección, Marx ha podido definir el capital con lo que él mismo denomina su fórmula general, D – M – D’ (siendo D’ > D), donde D representa el valor en forma de dinero y M el valor en forma de mercancía. El capital se define así como un valor en proceso, o sea, un valor que se conserva y se incrementa en un proceso de incesante circulación de mercancías y dinero. Puesto que Marx supone (en ese momento de su análisis) que las mercancías se intercambian estrictamente por su valor, esta fórmula general es una contradicción en sus términos, salvo que se suponga que existe una mercancía que se puede intercambiar por dinero al tiempo que se conserva y se valoriza, o dicho de otro modo, una mercancía capaz de conservar y de valorizar el dinero por el cual se intercambia.
El caso es que esa mercancía existe, efectivamente. Es la fuerza de trabajo, a condición de que se emplee (se active, se ponga a trabajar) de manera que aporte trabajo en una forma susceptible de generar valor, o sea, un trabajo socialmente necesario, un trabajo que responda a una necesidad social y cuyas condiciones de empleo se ajusten a la media de intensidad, productividad y calidad del ámbito social y de la época histórica en cuestión. La existencia de esta mercancía presupone a su vez la de aquel que Marx denomina irónicamente el “trabajador libre”, libre desde un doble punto de vista: libre (desposeído) de todo medio de producción propio, léase expropriado, que no posee más que su fuerza de trabajo (su potencial productivo), que sin embargo es incapaz de utilizar por sí mismo porque carece de los medios de producción; y libre de su persona, liberado de toda relación comunitaria y personal de dependencia, pero también de asistencia, pudiendo disponer libremente de sí mismo y de sus facultades, pero no pudiendo contar más que consigo mismo y estas sus facultades, siendo el único uso que puede hacer de ellas el ponerlas a disposición de otros, siempre y cuando estos últimos puedan utilizarlas (y dispongan a su vez de medios de producción) y les interese, puesto que este es su interés.
Partiendo de estas premisas, Marx se dispone, en la sección III, a explicar cómo el capital puede existir como valor en proceso realizando su fórmula general, convirtiendo así en capitalista al mero poseedor de dinero, digamos que de una cantidad D. Para ello, hace falta y basta con que el dinero D se cambie por dos categorías de mercancías M: medios de producción (materiales e instrumentos de trabajo) y fuerzas de trabajo, y que unas y otras se combinen de tal manera que produzcan una nueva mercancía M’, cuyo valor D’ realizado con su venta sea superior a D. Según Marx, esto es posible porque la fuerza de trabajo, sobre la que el capitalista ha adquirido un derecho de uso en el marco de una relación de fuerzas entre él y el trabajador asalariado, regulado jurídicamente o no, posee una doble propiedad: por un lado, la de conservar el valor de los medios de producción consumidos en el curso del proceso de producción, traspasándolo al nuevo producto-mercancía; por otro lado, la de crear un valor superior a su propio valor, el que el capitalista ha entregado al trabajador libre a cambio de su fuerza de trabajo en forma de un salario, constituyendo la diferencia entre ambos valores la famosa plusvalía o valor añadido (traducción del alemán Mehrwert). Al final del proceso de producción y de venta del producto-mercancía resultante, el capitalista recupera su inversión inicial incrementada con esta famosa plusvalía.
En estas condiciones, el capitalista tiene todo el interés del mundo en que el trabajador asalariado cree tanto valor como sea posible por encima del valor de la fuerza de trabajo, determinado, al igual que el de cualquier otra mercancía, por la cantidad de trabajo necesaria para producirla 10/. Suponiendo que el salario sea equivalente a este último (es decir, que la fuerza de trabajo se pague por su justo valor, regla que el desequilibrio entre capitalista y trabajador asalariado en el mercado de trabajo permite a menudo saltarse a la torera, fijando un precio de la fuerza de trabajo inferior a su valor), esto implica que se le haga rendir el máximo trabajo posible por encima del trabajo necesario para la producción de la fuerza de trabajo, es decir, el máximo se trabajo excedente. Con este fin, el capital puede recurrir a tres factores: el número de trabajadores, la duración del trabajo y la intensidad del trabajo. Dicho de otro modo, para el capital se trata de emplear el máximo de trabajadores, cualquiera que sea su edad o su sexo; de hacerles trabajar el mayor tiempo posible en la jornada, la semana, el año o la vida entera; y de exigir de ellos que rindan el máximo de trabajo por unidad de tiempo de trabajo, es decir, de densificar su esfuerzo productivo.
La exposición de las modalidades y formas de esta explotación extensiva de la fuerza de trabajo ofrece a Marx la ocasión de recurrir a la metáfora del capital-vampiro, explícita o implícitamente. En el proceso de producción, el capital se presenta ante el trabajador como cierta cantidad de trabajo muerto, pretérito, materializado en los medios de producción (materiales e instrumentos de trabajo), que busca extraer del trabajador el máximo de trabajo vivo por encima del trabajo necesario para su mantenimiento. Lo que es la sangre de sus víctimas para el vampiro, lo es para el capital el trabajo vivo, o sea, el uso de la fuerza de trabajo, su activación en el proceso de trabajo y por obra del mismo, la sustancia que el capital chupa, es decir, bombea y absorbe, con toda la avidez que implica el hecho de que se trate de este elixir de eterna juventud, el único que le permite existir y persistir en la existencia, aunque para ello tenga que llegar hasta el extremo del agotamiento total del trabajador:
Ahora bien, el capital tiene una única pulsión vital: valorizarse, crear sobrevalor, bombear con su parte constante, los medios de producción, la mayor cantidad posible de sobretrabajo. El capital es trabajo muerto, que no se anima más que chupando como un vampiro el trabajo vivo, y que está tanto más vivo cuanto más chupa (página 259).
Hay que reconocer que nuestro trabajador no sale del proceso de producción en el mismo estado en que entró. Se presentó en el mercado como poseedor de la mercancía fuerza de trabajo, frente a otros poseedores de mercancías, de igual a igual. El contrato por el que vendió su fuerza de trabajo al capitalista demostraba en cierto modo negro sobre blanco que disponía libremente de sí mismo. Sin embargo, una vez cerrado el trato, se descubre que no es un agente libre, que el tiempo por el que es libre de vender su fuerza de trabajo es el tiempo por el que está forzado a venderla, que en realidad el vampiro que le chupa no suelta a su presa “mientras le quede todavía un músculo, un nervio, una gota de sangre que explotar” (páginas 337-338).
Porque la sed de trabajo vivo, y sobre todo de su parte de sobretrabajo, que da vida al capital es tan grande que tiende a llevar la duración y la intensidad del trabajo más allá de todos los límites fisiológicos, por no decir físicos, hasta el agotamiento total de los trabajadores:
El capital constante, los medios de producción, vistos desde el punto de vista del proceso de valorización, no existen más que para absorber trabajo, y con cada gota de trabajo una cantidad proporcional de trabajo excedente. Mientras no lo hagan, su mera existencia constituye una pérdida negativa para el capitalista, pues representan, durante el tiempo en que están en barbecho, un adelanto de capital inútil, y esta pérdida se torna positiva tan pronto como la interrupción genera gastos suplementarios para la nueva puesta en marcha de la producción. La prolongación de la jornada de trabajo hasta la noche, más allá de los límites de la jornada natural, solo tiene un efecto paliativo, no sacia más que aproximadamente su sed vampírica de trabajo vivo. De ahí que la pulsión inmanente de la producción capitalista consista en apropiarse del trabajo durante cada una de las 24 horas del día. Pero dado que esto es físicamente imposible (las mismas fuerzas de trabajo serían succionadas entonces de forma continua, día y noche), es necesario, para superar este obstáculo físico, alternar las fuerzas de trabajo consumidas durante el día y la noche; esta alternancia autoriza diferentes métodos y puede, por ejemplo, organizarse de manera que una parte del personal obrero asegure una semana de servicio diurno y después un servicio nocturno la semana siguiente, etc. (páginas 286-287).
Para poder chupar de este modo la fuerza de trabajo, para poder absorber el máximo de trabajo vivo y trabajo excedente, el capital necesita instrumentos que sean el equivalente a los dientes caninos y las mandíbulas del vampiro. Materialización de un trabajo muerto, los medios de producción, que el trabajador activa y transforma, se lo facilitan y por lo demás no tienen ninguna otra función que permitir al capital absorber el trabajo vivo realizado durante el proceso de producción y absorber el máximo posible:
(…) los Sanderson tienen más cosas que hacer que fabricar acero. Si hacen acero, es un mero pretexto para tener más. Los hornos de fundición, las laminadoras, etc., los edificios, la maquinaria, el hierro, el carbón, etc. tienen más cosas que hacer que transformarse en acero. Están ahí para chupar trabajo excedente y, como es natural, absorben más en 24 horas que en 12. De hecho, conceden a los Sanderson, en nombre de Dios y del Derecho, una asignación por el tiempo de trabajo de cierto número de brazos durante todas las 24 horas de la jornada, y perderían su carácter de capital y no representarían más que una pérdida neta para los Sanderson tan pronto como se viera interrumpida su función de absorción de trabajo (páginas 293-294).
Y esta función de bomba extractora de trabajo excedente, de sanguijuela de trabajo excedente, de sanguijuela de la fuerza de trabajo, los medios de trabajo (herramientas, máquinas, locales industriales, etc.), al igual que los materiales de trabajo (materias primas, materiales auxiliares, fuentes de energía, etc.), la adquieren cuando operan en el marco de las relaciones capitalistas de producción, es decir, cuando se convierten en medios de explotación del trabajo asalariado:
Imaginemos, por ejemplo, a una parte de los campesinos de Westfalia bajo el reinado de Federico II, todos ellos tejedores, si no de seda, al menos de lino, expropiados a la fuerza y expulsados de su terruño, mientras que quienes se han quedado se convierten en jornaleros de los grandes propietarios (…). Los husillos y los telares, que antes estaban diseminados por todo el país, están ahora concentrados en algunos grandes cuarteles de trabajo, al igual que los obreros y la materia prima. De este modo, husillos, telares y materias primas han dejado de ser medios de existencia independientes para los hilanderos y tejedores para convertirse en medios para dirigirlos y chuparles trabajo no remunerado (página 839).
Cómo el capital penetra en el trabajador vaciándole de su sustancia
De todos modos, las anteriores formas de explotación del trabajo por el capital, y por tanto la valorización de este último en el marco de estas formas, presentan límites que se alcanzarán tarde o temprano. Límites físicos: los días no tienen más de 24 horas. Límites fisiológicos: el aumento continuo de la duración y la intensidad del trabajo debilita al trabajador hasta que este resulta incapaz de trabajar. Y sobre todo límites sociopolíticos: con sus luchas y su organización en asociaciones, sindicatos, partidos, la clase trabajadora consigue imponer limitaciones tanto de la duración del trabajo como de las condiciones laborales (en particular con respecto a las mujeres y las niñas y niños). Límites que el capital solo puede compensar parcialmente mediante el recurso a nuevas fuerzas de trabajo que le aportan los efectos continuos de la expropiación, bien sea de los trabajadores independientes (en particular los campesinos que alimentan el éxodo rural) arruinados por la competencia que les hace el capital en el interior de las formaciones centrales, bien sea de las poblaciones indígenas expropiadas por la fuerza en el marco de la conquista y la ocupación coloniales de las formaciones periféricas, generando así un flujo más o menos continuo de inmigraciones hacia el centro.
Para superar estos límites, el capital tiene que cambiar de objetivo, según Marx: dejar de valorizarse mediante la generación de una plusvalía absoluta, para hacerlo con la de una plusvalía relativa. La primera corresponde precisamente a las formas de explotación contempladas anteriormente, basadas en la prolongación y la intensificación del trabajo más allá del trabajo necesario, tal como viene determinado por las normas sociales que definen las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo y que rigen en la sociedad y la época en cuestión. Al aumentar la duración y la intensidad del trabajo se trata de extraer de la activación de la fuerza de trabajo el máximo de trabajo posible por encima del trabajo necesario, o dicho de otro modo, de generar el máximo valor por encima del valor de la propia fuerza de trabajo.
La plusvalía relativa, en cambio, no se obtiene aumentando tanto como sea posible la cantidad total de trabajo extraído de la activación de la fuerza de trabajo, sino reduciendo el trabajo necesario, o sea, la parte de este último en la cantidad de trabajo en cuestión, sin que esta tenga que aumentar. Se trata, por tanto, de reducir el valor de la fuerza de trabajo, no necesariamente mediante una revisión a la baja de las normas sociales que definen las condiciones de reproducción de esta última, sino logrando que se precise una menor cantidad de trabajo para satisfacer dichas normas. Y esto es posible incrementando simplemente la productividad del trabajo; lo que equivale a incrementar la cantidad de bienes o servicios que permite producir la misma cantidad de trabajo, y por tanto a reducir el valor unitario de estos bienes o también a dedicar menos trabajo para una cantidad determinada de tales bienes o servicios.
Sin embargo, aumentar la productividad del trabajo supone transformar el proceso de trabajo en todos sus aspectos, materiales (utilizar nuevos medios de producción: materiales e instrumentos de trabajo), organizativos (concebir nuevas formas de organización del proceso de trabajo, nuevas formas de combinación, de división y de jerarquización entre fuerzas de trabajo, nuevas formas que requiere el uso de aquellos nuevos medios de trabajo), ideológicos (elaborar nuevas formas de movilización subjetiva de las fuerzas de trabajo aptas para estas nuevas condiciones de producción), incluidas unas nuevas condiciones de la formación de la fuerzas de trabajo, etc. En otras palabras, al pasar de la generación de plusvalía absoluta a la de plusvalía relativa, el capital ya no puede contentarse con retomar como tales los procesos de trabajo heredados de las relaciones y las formas de producción precapitalistas; tiene que cambiarlos de pies a cabeza para adaptarlos a sus exigencias de valorización intensiva. En los mismos términos de Marx, tiene que pasar de una apropiación meramente formal del proceso de trabajo, en la que el capital se contenta con dar una forma capitalista a este proceso (o sea, insertarlo en sus relaciones de producción propias), a una apropiación real, consistente en apoderarse de su contenido (material, organizativo, ideológico, etc.) para imprimirle su marca propia 11/.
Marx procede en la sección IV del Tomo I de El Capital a un análisis metódico de los diferentes momentos (etapas, modalidades, resultados) de la apropiación real del proceso de trabajo por el capital, retomando cada uno, para profundizar en los avances del anterior, en este caso la cooperación simple, la manufactura con su característica división del trabajo y la gran industria mecánica 12/. Curiosamente, sin embargo, la metáfora del capital-vampiro, tan presente en la sección precedente, aquí prácticamente desaparece. Explícitamente, aunque de hecho en forma alusiva, solo se utiliza una vez:
Durante el proceso de trabajo mismo, el instrumento de trabajo, debido a su transformación en un autómata, aparece ante el trabajador como capital, como trabajo muerto que domina y aspira la fuerza viva del trabajo (página 475).
De todos modos, como veremos, esta metáfora sigue estando muy presente, aunque de modo implícito. Y sobre todo, cambia de sentido. El vampirismo del capital no consiste ya solamente en extraer del empleo productivo de la fuerza de trabajo el máximo de trabajo excedente como su sustancia nutritiva, sino, literalmente, en penetrar en esta fuerza remodelándola para adecuarla a la naturaleza del capital y a sus exigencias de valorización intensiva.
La apropiación real del proceso de trabajo por el capital entrelaza de hecho tres movimientos 13/. El primero de ellos, la socialización de este proceso, consiste en sustituir los trabajadores individuales por un trabajador colectivo como sujeto del proceso de trabajo. Este trabajador colectivo nace de una cooperación forzada entre múltiples trabajadores individuales reunidos por el capital en un mismo proceso de trabajo, cooperación basada en la división y la jerarquización de las tareas parcelarias más o menos simples o complejas que se asignan a estos últimos; es por tanto obra del capital que lo dirige, lo organiza y lo controla a modo de un ejército productivo, un ejército industrial que es en primer lugar un ejército industrioso. Con esta socialización del proceso de trabajo, el capital consigue homogeneizar el trabajo que emplea, engendrar este trabajo social medio que es la sustancia misma del valor y de la plusvalía; la socialización capitalista del proceso de trabajo convierte así la fuerza productiva total del trabajador colectivo en una fuerza social homogénea, indistinta, media, igual a cualquier otra fuerza colectiva que opera en las mismas condiciones de producción.
Además, la productividad (el esfuerzo productivo) de este trabajador colectivo es muy superior a la mera suma de los consumos de trabajo de sus miembros individuales: según la fórmula consagrada, el conjunto es más que la suma de sus partes. Y más que la de los trabajadores tomados de uno en uno, y de hecho es la fuerza productiva de este trabajador colectivo de la que se apropia el capital: es la que explota, es gracias a ella que se valoriza de manera intensiva. Es este un rasgo que diferencia totalmente el proceso de trabajo capitalista de los procesos de trabajo anteriores y que no deja de reforzarse a medida que se desarrolla la sumisión real del trabajo al capital, desde la simple cooperación hasta la automatización.
En la socialización del proceso de trabajo, y por obra de ella, se produce, en segundo lugar, la apropiación por el capital de las fuerzas del trabajador colectivo, de las fuerzas productivas resultantes de la socialización. El capital se apodera de estas fuerzas haciendo de ellas sus facultades propias, confiriéndoles al mismo tiempo, y de forma progresiva, una forma que le convenga, una forma cosificada, la de un proceso de producción enteramente dominado por un instrumental mecánico y automatizado que materializa el capital en el proceso de trabajo, que constituye, en suma, su cuerpo productivo. En este punto nos topamos de nuevo con la metáfora del capital-vampiro.
Para exponer este movimiento, Marx utiliza de hecho otra metáfora orgánica, que abre la vía a la recuperación de la anterior. Personificando al trabajador colectivo, comparándolo con una especie de trabajador gigante cuyos trabajadores individuales constituirían los distintos miembros, órganos o células, muestra cómo el capital se apropia paso a paso del conjunto de sus funciones vitales para objetivizarlas fuera de este trabajador en un organismo mecánico y automático de producción apropiado: propio y a la vez conforme a su naturaleza. Proceso que se desarrolla al ritmo de la socialización del proceso de trabajo y por tanto de la constitución del propio trabajador colectivo.
En la etapa de la simple cooperación, el capital todavía representa tan solo el cerebro del trabajador colectivo. Dirigiendo los diversos movimientos de sus múltiples miembros, constituye su unidad dinámica, la instancia que imprime el sello de una voluntad única y de un mismo propósito a unos miembros (los trabajadores individuales y sus operaciones productivas) que, sin embargo, siguen siendo en sí mismos externos y a los que el cerebro tiene que reunir, coordinar y controlar al máximo posible.
En la etapa de la manufactura, el capital comienza a tomar posesión realmente del cuerpo productivo del trabajador colectivo. Entonces ya no se contenta con dirigir un organismo de producción externo, sino que lo penetra determinando el plan de conjunto (en forma de la división manufacturera del trabajo), así como las proporciones entre sus distintas partes, controlando a partir de entonces, gracias a ello, el movimiento del conjunto así como los movimientos de cada uno de sus miembros. Porque entonces ya ni siquiera el órgano individual de este cuerpo productivo (el obrero parcelario) y su función especializada dejan de estar determinados por el capital a través de la división manufacturera del trabajo. Podemos decir que el capital ha pasado a ser la totalidad orgánica del cuerpo productivo, una especie de “Briareo cuyas mil manos blanden herramientas diversas” 14/, con respecto al cual el trabajador parcelario no es más que un simple órgano, léase una mera célula.
No obstante, la sustancia misma de este cuerpo todavía le es ajena y reacia, pues todavía no es sino la fuerza de trabajo en acción, el trabajo vivo de los obreros parcelarios. Marx mostró que esta dependencia del capital con respecto a la fuerza de trabajo: a su calidad, su celeridad, al saber hacer del obrero, a su conciencia profesional, etc., constituyó la gran limitación de la manufactura y permitió a los obreros del periodo manufacturero resistirse de múltiples maneras a su explotación y dominación. De ahí la necesidad del capital de dotarse de un cuerpo productivo propio, en el que objetivizara las fuerzas del trabajador colectivo del que se habrá apoderado y que podrá oponer a los trabajadores individuales.
Y esto es lo que se produce en la mecanización y a través de ella, y todavía más en la automatización del proceso de trabajo: “(…) en el sistema de máquinas, la gran industria posee un organismo de producción totalmente objetivo con el que el obrero se encuentra y que aparece como condición material de producción” (página 433). Contrariamente al cuerpo vivo del trabajador colectivo de la manufactura, este cuerpo mecánico o automático tiene la misma naturaleza que el capital; es trabajo muerto, pretérito, acumulado, que utilizará a partir de ahora el trabajo vivo para esclavizarlo y explotarlo. Gracias a él, el capital adquiere así un contenido material y operativo (de medios de trabajo) adaptado a su propia naturaleza de valor en proceso:
En la máquina, y más aún en la maquinaria como sistema automático de máquinas, el medio de trabajo se transforma, en cuanto a su valor de uso, es decir, en cuanto a su existencia material, en una existencia adecuada al capital fijo y al capital en general; en cuanto a la forma en la que se ha integrado como medio de trabajo inmediato en el proceso de producción del capital, es abolido en beneficio de una forma puesta por el capital mismo y que se adecúa a él 15/.
Por su mismo dispositivo técnico, el sistema de máquinas realiza esta apropiación del trabajo vivo (presente) por el trabajo muerto (pretérito, acumulado), que es la esencia misma del capital, de este valor en proceso que no puede existir más que incorporando permanentemente la fuente misma de todo valor, la fuerza de trabajo. El muerto atrapa al vivo y lo somete a sus exigencias: con el proceso de producción mecánico y automático, esta metáfora se materializa al pie de la letra, el vampirismo del capital adquiere así el medio físico, técnico-científico, de satisfacer su insaciable sed de trabajo vivo. En una palabra, en el sistema de máquinas y a través de él, las determinaciones formales del capital como valor en proceso: la subordinación del trabajo vivo (la fuerza de trabajo) al trabajo muerto (el valor), la autonomización del trabajo muerto con respecto al trabajo vivo, se materializan en un dispositivo técnico-científico en el interior del proceso de trabajo mismo, que exterioriza todas las facultades productivas del trabajador colectivo fijándolas en el cuerpo productivo del capital (en la ocurrencia del capital fijo), estas determinaciones formales del capital devienen la estructura material misma del proceso de trabajo:
En la producción mecanizada, la apropiación del trabajo vivo por el trabajo objetivizado –la apropiación de la fuerza o de la actividad valorizante por el valor para sí–, apropiación que remite al concepto mismo de capital, se plantea como carácter del proceso de producción mismo, incluso bajo la relación de sus elementos materiales y de su movimiento material 16/.
En suma, después de apoderarse del cuerpo del trabajador colectivo mediante la división/composición manufacturera del trabajo, después de apropiarse de su fuerza productiva combinada, el capital logra autonomizarla con respecto al trabajador colectivo fijándola en un cuerpo mecánico y automático, cuya sustancia y movimiento mismos se adecúen a su naturaleza cosificada de valor en proceso. Así, la fuerza productiva viva ya no es más que residual:
En la exacta medida en que el capital sitúa el tiempo de trabajo –la simple cantidad de trabajo– como el único elemento determinante, el trabajo inmediato y su cantidad desaparecen como principio determinante de la producción –de la creación de valores de uso– y se ven reducidos tanto cuantitativamente a una proporción menor como cualitativamente a un momento sin duda indispensable, pero subalterno con respecto al trabajo científico general, de la aplicación tecnológica de las ciencias físicas y matemáticas, esto por un lado, del mismo modo que [con respecto a la] fuerza productiva general que se desprende de la articulación social en la producción global, fuerza productiva que aparece por tanto como elemento natural del trabajo social (si bien siendo producto histórico). El capital obra así hacia su propia disolución como forma que domina la producción 17/.
En estas condiciones, el tercer movimiento que despliega la apropiación real del proceso de trabajo por el capital, la expropiación del trabajador en el interior del proceso de trabajo mismo, se comprende de inmediato. Si el trabajador colectivo todavía es el verdadero sujeto del proceso de trabajo en la manufactura, mientras que el trabajador individual sigue siendo el cerebro y el motor de la herramienta, el proceso mecánico y más aún el proceso automático de producción priva al primero de todo dominio sobre el proceso en su conjunto, mientras que reduce al segundo a no ser más que el dócil servidor, léase el mero supervisor de un sistema de máquinas que funciona independientemente de él y que le dicta totalmente la naturaleza y el ritmo de sus operaciones productivas. Al vampirizarlos, el capital tiende a convertir los trabajadores en zombis configurándolos a su imagen, reduciéndolos a meros “operadores de producción” dedicados a la valorización del capital, en “máquinas de producir plusvalía” (página 667), obligándoles a interiorizar su lógica en detrimento de su propia subjetividad; en una palabra: cosificándolos; al deterioro físico se añaden entonces, incluso sustituyéndolo, la degradación moral y la degeneración intelectual. Uno y otro, tanto el trabajador colectivo como el trabajador individual, se ven finalmente transformados por el vampirismo del capital en simples apéndices ectoplásmicos del “cuerpo productivo” de este último, en el que se exteriorizan entonces todas las facultades productivas que originalmente eran las del trabajo vivo.
04/05/2021
https://alencontre.org/ecologie/le-vampirisme-du-capital-i.html
Traducción: viento sur
1/ La palabra francesa vampire procede del alemán Vampir, derivado del serbocroata (vampir) a través del húngaro vámpir. Esta palabra designa originalmente, en la mayoría de lenguas eslavas, al murciélago, del que tres especies americanas (pero ninguna europea) son, en efecto, hematófagas (se alimentan de la sangre de sus presas).
2/ Véase Ioana Andreescu, Où sont passés les vampires?, París, Payot 1997; y Marianne Mesnil, “Le rêve oriental ou la place d’un manque” en Marianne Mesnil y Assia Popova, Les eaux au-delà du Danube, París, Editions Pétra, 2016.
3/ Por ejemplo, en el medio rural rumano, la aparición de un muerto viviente que acude a atormentar a sus parientes se considera a menudo legítima. Indica que quienes tenían el deber de practicar los rituales de apaciguamiento del difunto y conseguir que acepte dejar este mundo para ir al más allá, no lo han hecho. El vampiro, por tanto, es quien ha sido abandonado por los vivos. Por consiguiente, o bien se le da al vampiro lo que desea, lo que él indica a menudo a través de los sueños, o bien hay que matarlo mutilando su cadáver.
4/ Doy las gracias a Marianne Mesnil por haberme facilitado estas informaciones.
5/ Citado por Mark Neocleous, “The Political Economy of the Dead: Marx’s Vampires”, History of Political Thought, Vol. XXXIV, n°4, invierno de 2003, página 673.
6/ Neocleous (páginas 669-671) proporciona un somero resumen de la amplitud y la frecuencia del uso de la metáfora del vampiro en el conjunto de la obra de Marx (y también de Engels), no solo en El Capital, desde La situación de la clase obrera en Inglaterra (1845) y La Sagrada Familia (1845) hasta La guerra civil en Francia (1871). Aun así, me limitaré a los casos en que se habla del vampirismo en El Capital y las obras anexas, pues considero, al igual que Neocleous, que es en el contexto de la crítica de la economía política donde la metáfora marxiana adquiere todo su sentido y su fuerza. Sin embargo, aparte de que solo capta el primero de los dos movimientos que caracterizan el vampirismo capitalista en su relación con el trabajo, Neoclous no se aparta de este contexto y no trata de prolongar esta metáfora en dirección a la temática y la problemática ecológicas, como yo intentaré hacerlo, por mi parte, en la segunda parte de este artículo. Aunque se salva del primer reproche, Amedeo Policante no escapa del segundo en “Vampires of Capital: Gothic Reflections between Horror and Hope”, Cultural Logic: An Electronic Journal of Marxist Theory, 2010.
7/ Neocleous dice que “Marx enjoyed reading horror stories” (Marx adoraba leer historias de terror) (página 673), pero no proporciona ningún dato concreto al respecto.
8/ Me refiero a la traducción francesa de la cuarta edición alemana del Tomo I del Capital, publicada bajo la responsabilidad de Jean-Pierre Lefebvre, París, Presses universitaires de France, colección Quadrige, 1993. Salvo que se indique lo contrario, todas las citas que siguen de dicho Tomo están tomadas de la edición mencionada.
9/ Una búsqueda lexicográfica rápida me ha llevado a descubrir tan solo una mención de la palabra vampiro en las Grundrisse (cf. Manuscrits de 1857-1858 (Grundrisse), París, Editions Sociales, 2011, página 606), si bien diversos pasajes desarrollan implícitamente la metáfora vampírica. Aparentemente no existe ninguna en los Manuscrits de 1861-1863, cuyos cinco primeros cuadernos contienen, no obstante, una exposición ya muy metódica del proceso de producción capitalista, constituyendo así más que un esbozo del Tomo I del Capital. Tampoco he hallado traza alguna en los Tomos II y III.
10/ Cuando se habla aquí de trabajo, se entiende que siempre se trata, como he señalado más arriba, de trabajo socialmente necesario. Por lo demás, no puedo detenerme aquí en los diferentes elementos que singularizan el valor de la fuerza de trabajo, ni más ampliamente en todos los factores que intervienen en la (re)producción de esta fuerza que este valor no integra, al menos de forma inmediata.
11/ Para designar este proceso, Marx emplea alternativamente tres términos: el de Unterordnung (subordinación, sumisión), a veces sustituido por el de Unterwerfung, que es prácticamente un sinónimo, el de Subsumtion (subsunción) y el de Aneignung (adquisición, apropiación). Aunque este último sea el menos frecuente de los tres, es el que retomaré prioritariamente. El primero, que forma parte del registro administrativo y militar, indica que se trata para el capital de completar su dominio del proceso de trabajo y, evidentemente, de los trabajadores. El segundo, que proviene del ámbito de la lógica y sirve para designar la inclusión de lo particular en lo general, refleja que se trata de someter las particularidades de todo proceso de trabajo a la generalidad (la uniformidad) del proceso de valorización del capital. El tercero, por el contrario, pone el acento no tanto en la toma de posesión de este proceso por el capital como en su transformación para adaptarlo a la naturaleza y las exigencias del capital: convertirlo en un proceso lo más perfectamente apropiado para el capital, es decir, conforme o adecuado a su naturaleza de valor en proceso. Esta es la idea que pretendo desarrollar aquí.
12/ En un pasaje de las Grundrisse, Marx pudo incluso anticipar un cuarto momento, el de la automatización, pese a que no se desarrolló hasta en los decenios más recientes. Esta anticipación fue posible porque este cuarto momento de la apropiación real del proceso de trabajo por el capital no hace más que seguir la lógica inherente al desarrollo de los tres momentos precedentes. Cf. Manuscritos de 1857-1858 (Grundrisse), op. cit., páginas 650-670. Por tanto, tendré que referirme también a este.
13/ Me remito al análisis detallado que propuse en el capítulo V de La reproduction du capital, Lausana, página 2, 2001. Retomo aquí tan solo algunos de sus principales resultados. La obra está disponible en línea en las siguientes direcciones: http://classiques.uqac.ca/contemporains/bihr_alain/reproduction_du_capital_t1/reproduction_du_capital_t1.html y http://classiques.uqac.ca/contemporains/bihr_alain/reproduction_du_capital_t2/reproduction_du_capital_t2.html
14/ La fórmula se encuentra en la traducción francesa de la segunda edición alemana del Tomo I de El Capital, traducción que revisó el propio Marx; cf. Le Capital, París, Editions Sociales, 1948, tomo II, página 35. No aparece en la cuarta edición alemana, cuya traducción es la que se ha venido citando hasta ahora.
15/ Grundrisse, op. cit., página 652.
16/ Id., página 653.
17/ Id., página 656. Marx apunta aquí a una de las contradicciones fundamentales del capital: la que se da entre su tendencia a valorizarse reduciendo sin cesar la parte del trabajo vivo en el proceso de producción, cuando su valorización exige, por el contrario, su intercambio continuo con la fuerza de trabajo, su absorción continua de trabajo vivo, puesto que solo este último permite conservar e incrementar el valor anteriormente acumulado.