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26/05/2009
IV
Durante los últimos decenios hubo movimientos repentinos de vastas sumas de dinero que desencadenaron una serie de grandes crisis sobre la estabilidad económica y política. La inestabilidad de la moneda, las especulaciones con divisas y la fuga de capitales han sido descritas como nuevas formas de crisis de políticas exteriores al país que las sufre (Holloway, 2003).
Estos acontecimientos expresan el divorcio crítico de la acumulación monetaria con respecto a la acumulación productiva, divorcio que se ha ampliado más y más desde el comienzo del decenio de 1970. Parecería que la economía mundial tiene el aspecto de una pirámide invertida (cf. Mandel, 1987), donde la extracción capitalista de la plusvalía del trabajador, sustenta una siempre creciente superestructura crediticia. El hecho de que la tasa de acumulación monetaria haya superado en mucho al de la acumulación productiva, nos indica que la acumulación monetaria no es nada más que una acumulación de capital desocupado (cf. Marx, 1966). Se trata de un capital no usado en la explotación directa del trabajo. Al mismo tiempo, la creación de una superestructura de crédito global representa una acumulación de exigencias sobre la futura explotación del trabajo. Resumiendo, la garantía de M…M’ depende de M…P…M’, es decir, de la explotación del trabajo.
El divorcio entre acumulación monetaria y acumulación productiva es una expresión de la crisis de la sobreacumulación capitalista y reproduce esta sobreacumulación en una dimensión cada vez más ficticia (cf. Bonefeld, 1993). Sin la búsqueda global de ganancias en dinero, sería imposible pensar que la crisis mexicana de 1982 hubiese tenido un efecto inmediato tan devastador sobre los bancos occidentales y, a través de ellos, sobre el circuito global del capital. La crisis de México de 1982 nos indica que el formidable intento de contener las relaciones sociales a través de una política de ajuste asociada con monetarismo había llegado a un callejón sin salida. La crisis de 1982 indica una tremenda recomposición de relaciones de clase. Grupos aparentemente marginales de resistencia a las políticas de austeridad (una política que se introdujo a mediados del decenio de 1970) amenazó con transformar este intento de extraerle dinero a la pobreza, en una crisis financiera gravísima. La disociación de la acumulación monetaria con la acumulación productiva (lo que ha dado en llamarse desmaterialización del capital), más que inaugurar una nueva fase del capitalismo, le provee de unas crisis intensas. Se amplifica y transmite el descontento obrero en todo el mundo, dado su impacto sobre las relaciones globales del dinero y hace temblar la confianza en la garantía de la hipoteca que se incurre en el presente para una explotación futura.
A raíz de la crisis de México en 1982, las políticas monetarias de austeridad fueron abandonadas rápidamente y se reemplazaron por otras que se describen como keynesianismo delictivo o keynesianismo militar, lo que le permitió a los Estados Unidos emerger, durante el decenio de 1980, como el país más endeudado del mundo. A escala global, el rápido cambio de una política de créditos ajustados a una de expansión del crédito, condujo a una neutralización que ayudó a cooptar a sectores de la clase obrera a los objetivos del proyecto de prosperidad. El auge sustentado en el crédito de los años ochenta demostró que la acumulación sostenida es la mejor garantía para contener los conflictos de clase. La pobreza, el desempleo y la marginación del poder de trabajo superfluo (el trabajo reconocido por el capital es no esencial) coincide con la prosperidad. La descomposición de la resistencia a la austeridad se basó en la pobreza, una pobreza que fue y es la imagen especular de una prosperidad basada en el crédito. La expansión del crédito y una política de desregulación, flexibilización, privatización y de fragmentación de las relaciones sociales se dieron la mano. A partir de la pobreza, el consumo sostenido por créditos, fragmentó y socavó la oposición a la austeridad. La desregulación no significa menos Estado. En efecto, una observación más cercana la desregulación de las relaciones económicos nos revela que está pasando exactamente lo contrario, o sea, un fuerte control disciplinario del mercado de trabajo.
Sin embargo, la política neoliberal de ajustar el consumo de la clase trabajadora al crecimiento productivo nunca fue muy exitosa, por más dolorosos que hayan sido estos intentos. A pesar de todas las privaciones, toda la miseria, los ahorros, la pobreza, la intensificación del trabajo y la reestructuración del proceso laboral, el hecho de que:
[L]a inversión no está aumentando […] es, tal vez, testimonio del desafío extremo al poder capitalista y al miedo que le siguió de que cualquier traspié de la economía renovara el conflicto. En pocas palabras, un testimonio de que el desmantelamiento y la estructuración de todas las partes del proceso capitalista de plusvalía, todavía están yendo viento en popa. (Bellofiore, 1997: 49)
De modo que sobre la base de los actuales niveles de endeudamiento público y privado, el financiamiento deficitario global basado en un enorme déficit presupuestario de los Estados Unidos y un crecimiento económico más bien lento, la evaluación muy acertada de Bellofiore aparece como demasiado optimista. En lugar de estimular la inversión, el empleo y la producción, y a pesar del aumento de la productividad laboral no ha habido avances en la inversión productiva con respecto a la pretendida acumulación de plusvalía que deberá extraerse del trabajo. En otras palabras, el divorcio entre la acumulación monetaria y la acumulación productiva confirma negativamente la dificultad de propender a la subordinación de las relaciones sociales a favor de una abstracta igualdad de relaciones de intercambio y, a través de ellas, de explotación. Esto, por supuesto, es sólo una parte de la historia. La otra es la privatización del riesgo: la nueva economía sobresalió como una economía de "dinero por nada" (cf. Bootle, 2003), impelida y sostenida por el consumo basado en el crédito y entrampando así a los trabajadores en deudas y pobreza.
Para revertir la pirámide invertida de la acumulación ficticia de riqueza no se necesita (como en el último decenio) una fragmentación y descomposición de las relaciones de clase. En cambio, se trata de imponer más extracción de plusvalía sobre el mundo del trabajo. Esta imposición conlleva no solamente la intensificación del trabajo y la exclusión represiva de la producción de aquellos considerados como prescindibles. Abarca también la transformación del dinero en capital verdaderamente productivo, por ejemplo, el capital que se emplea para la creación de plusvalía, por medio de la explotación del trabajo (M…P…M’). Sin esta transformación, el capital enfrenta su contradicción última. La forma más racional del capital (M…M’) deviene sin sentido (Begriffslos) porque pierde su dominio sobre el trabajo, que es la esencia de la plusvalía (cf. Bonefeld, 1996). Todo lo cual significa que la explotación del trabajo debe brindar tasas de ganancia adecuadas para garantizar en el presente, las hipotecas contraídas sobre la futura extracción de la plusvalía. No hay indicador más seguro que el crecimiento de la deuda fraudulenta para alertarnos de que el capital, a pesar del incremento de la productividad laboral, no ha tenido éxito en imponer una recomposición de las relaciones de explotación adecuadas para acumular plusvalía.
La experiencia de los últimos decenios sugiere que la transformación del dinero en capital efectivamente productivo sea, a la vez, esencial e imposible. Cuando en octubre de 1987 pareció cernirse la amenaza de una nueva crisis como la de 1929, hasta los más empedernidos monetaristas aconsejaron una expansión, es decir, cualquier medida, con tal de evitar la catástrofe y las confrontaciones que una caída de la bolsa podría provocar. En 1987 Samuel Brittan decía lo siguiente: "Cuando se produce una caída de las acciones, necesitamos helicópteros que tiren dinero en efectivo del cielo" (citado en Harman, 1993: 15). Esta reacción frente a la crisis de 1998 ha sido siempre y continúa siendo la actitud primaria de la dirigencia de la economía. Lo único que se ha socializado en los últimos dos decenios y que no se ha privatizado es la deuda misma.
La recesión de comienzos del decenio de 1990, las crisis especulativas de esos años y la inseguridad económica global a inicios del siglo xxi, el keynesianismo militar del gobierno de Bush, los niveles sin precedentes de la deuda pública y privada indican que no existe vía de superación alguna, ni para el capital, ni para el trabajo. No obstante, esto no es la primera vez que pasa. En 1934, después de la primera guerra imperialista global y ya con los incipientes intentos fascistas-fordistas de disciplinar a los obreros, Paul Mattick sostenía que el capitalismo había entrado en una era de crisis permanente. La periodicidad de la crisis, no es otra cosa en la práctica, que la recurrente reorganización del proceso de acumulación en un nuevo nivel de plusvalía y precios, lo que a su vez, asegura la acumulación del capital. Si esto no es posible, entonces, tampoco es posible confirmar la acumulación. La misma crisis que hasta ahora se ha presentado en forma caótica y que pudo superarse se convierte en una crisis permanente. Contrastando con crisis anteriores del capitalismo, que siempre habían logrado una reestructuración del capital y un nuevo período de acumulación, la crisis de 1930 fue profunda y prolongada, tanto, que parecía ser incapaz de tener una solución. La crisis, según Mattick, había cesado de ser un fenómeno recurrente y se había convertido en un rasgo endémico del capitalismo.
Las observaciones tan pesimistas de Mattick resultaron ser demasiado optimistas. La crisis se resolvió con sangre. El capital se reestructuró y se creó la base para un nuevo período de acumulación. Otra vez más, parece que estamos en una situación de crisis permanente. Es posible que la crisis sea permanente y que haya un deterioro progresivo de las condiciones. Es posible también que la crisis no sea permanente, sino que se resuelva. Lo que puede significar la resolución de la crisis permanente podría ser una advertencia sobre un posible futuro de pesadilla.
Sabemos con qué celeridad una época de prosperidad global, cuyas perspectivas subyacentes sean la paz mundial y la armonía internacional, puede convertirse en una de confrontación global que culmine en una guerra. Si bien esta perspectiva no parece posible hoy en día, tampoco lo parecía hace un siglo. (Clarke, 2001: 91)
Este deslizamiento hacia una guerra global, ostensiblemente para rescatar los estados de un fracaso, parece más factible hoy en día que ayer mismo. La acumulación de riquezas ficticias, M…M’, y la militarización del Estado van de la mano, tanto hoy como ayer.
V
El gran escándalo del capital global es que se está estrangulando sobre la pirámide de la riqueza acumulada. Pero cuando se miran las condiciones sociales, cuando escuchamos las demandas cada vez más urgentes de mayor flexibilidad laboral parecería que la crisis global sólo fuera una consecuencia de la escasez de capital. Ésta es, seguramente, la conclusión a la que deberíamos llegar tras observar la miseria de África, cuando se ven a miles y miles de niños viviendo en la pobreza, no sólo en América Latina y Asia, no sólo en áreas del mundo que parecen poco importantes para el capital global, sino también en los centros de la globalización, o sea, en Europa y en los Estados Unidos. Sin embargo, el dramático incremento de la pobreza y la miseria en todo el planeta no son causados por la escasez de capital. Existe demasiado capital. Demasiados bienes que no pueden venderse con ganancias, demasiados obreros sobreexplotados por un lado y, por el otro, demasiados trabajadores a quienes ni siquiera se puede explotar. En los dos últimos decenios, las ganancias han aumentado lo mismo que el desempleo. La productividad laboral ha aumentado llamativamente, como así también la pobreza. Los sueldos están estancados y las condiciones laborales se han deteriorado. Marx (en Marx y Engels, 1996: 18-19) observó con acierto esta constelación cuando sostuvo que:
[L]a sociedad de pronto se encuentra arrojada a un estado de barbarie momentánea. Parecería que el hambre, o una guerra universal de devastación, hubiesen suprimido el abastecimiento de todos los medios de subsistencia. La industria y el comercio parecen haber sido destruidos. ¿Y todo por qué? Porque hay demasiada civilización, demasiados medios de subsistencia, demasiada industria, demasiado comercio. Las fuerzas productivas a disposición de la sociedad ya no tienden a estimular el desarrollo de las condiciones de la propiedad burguesa. Muy por el contrario, son demasiado poderosas para estas condiciones con las cuales han sido maniatadas. A medida que pueden superar sus limitaciones, llevan el desorden a toda la sociedad burguesa y ponen en peligro la existencia de la propiedad burguesa. Las condiciones de la sociedad burguesa son demasiado estrechas para abarcar la riqueza creada por ella misma. ¿Cómo es, entonces, que la sociedad burguesa supera estas crisis? Por un lado, provocando la destrucción masiva de fuerzas productivas. Por el otro, conquistando nuevos mercados y con una explotación más exhaustiva de los existentes.
El resurgimiento de movimientos anticapitalistas en todo el mundo, es por lo tanto, una señal de esperanza. Pero no hay lugar para complacencias. Lo más terrible es la actual indiferencia a la revolución. ¿Qué significa el anticapitalismo en su forma actual de antiglobalización, si no es una crítica práctica al capitalismo? ¿Y que querrá lograr, si su anticapitalismo no se une al proyecto revolucionario de la emancipación humana? La indiferencia anticapitalista a la revolución es una contradicción en sí misma. Estas contradicciones buscan una solución, y la mueca grotesca y sangrienta de la historia nos muestra cuál podría ser esta solución (cf. Agnoli, 1997).
La exigencia de justicia global no es suficiente. El comercio, ya sea justo o injusto, presupone relaciones capitalistas de explotación. El mercado mundial es el imperativo categórico de la producción capitalista dentro de las fronteras nacionales, entre ellas y más allá de dichas fronteras. Son "la base y el elemento vital de la producción capitalista" (Marx, 1966: 110). La economía global, justa o injusta, no representa valores humanos universales, sino intereses particulares de clase. Como dice Hoogvelt (1997: 49): "desde un punto de vista político, la opción más fácil para la burguesía nacional fue la de suprimir las revueltas internas, echándole la culpa a formas imperialistas de dominación de sus países, mientras trataban de disimular su propia complicidad en esta dominación". La economía global se funda en formas domésticas de explotación. Le permite a la burguesía local liberarse de limitaciones nacionales. Al mismo tiempo, la amenaza de mudar sus inversiones a otros países, demuestra su patriotismo. Por amor a su nación se exigen mercados laborales competitivos, así como mejores condiciones para la extracción de la plusvalía. ¿Qué es un sueldo justo? ¿Qué es el comercio justo? Marx (1966: 818) señala que ¡el precio del trabajo es tan irracional como podría serlo un logaritmo amarillo! El comercio justo es igual de amarillo: exige relaciones de intercambio justas, relaciones de mercado justas, sueldos justos, dinero justo y beneficios justos. En pocas palabras, exige que la explotación local sea reconocida adecuadamente en el intercambio de bienes. La economía del tiempo: a esto se reduce en última instancia, toda la economía (Marx, 1978). El reclamo de la antiglobalización por un comercio más justo y por justicia global, aún siendo muy benevolente en sus intenciones, se abstrae de las condiciones mismas de justicia en el capitalismo. De acuerdo con Marx (2000), gran parte del capital que aparece hoy en día en los Estados Unidos sin partida de nacimiento, estaba ayer en Inglaterra y era la sangre capitalizada de los niños. Esto sigue siendo un juicio severo sobre las condiciones actuales de las relaciones de intercambio justas e igualitarias del capitalismo.
El tema, entonces, no es tanto "el intercambio desigual", sino su composición social. Por lo tanto, la demanda de reglas de comercio mundial más justas y protección de la competencia desleal, es sólo una cuestión de juicio. Por ejemplo, ¿el intercambio justo requiere de la desregulación de subsidios a los granjeros europeos, a fin de mejorar los precios competitivos de los que viven en países subdesarrollados? ¿O es que debería protegerse al obrero europeo de la competencia desleal en países donde los sueldos son muy bajos? Para lo que sea, la idea del intercambio justo reafirma la existencia de relaciones comerciales capitalistas y con ellas, relaciones de intercambio capitalistas. La exigencia de que el comercio se desarrolle de modo justo significaría, entonces, relaciones de competencia justas. Esto es, efectivamente, lo que proponía Brenner (1978), en su análisis de los efectos malignos de la competencia en los mercados libres (cf. Bonefeld: 1999). Y la crítica de la explotación y su reivindicación de la organización democrática del tiempo de trabajo socialmente necesario. ¿Cuál de las perspectivas antiglobalistas se ocupa de esto?
Por muy necesaria que sea, la crítica a los políticos neoliberales, quiebra la comprensión de la esencia política de la sociedad burguesa. La política es el sistema de la toma del poder, así como el ejercicio y la retención de ese poder. Lo que hay que comprender es que la base constitutiva del Estado no descansa sobre la clase política. Lo que necesita ser negado es la forma del Estado, lo que Marx resumió como "la concentración de la sociedad burguesa". Si parafraseamos a Marx, el descontento con los políticos no es nada más que una crítica a las máscaras, desviadas de la composición social de su existencia y debido a esto, afirma al Estado como si fuese un "ser independiente que posee su propia base intelectual, ética y libertaria" (Marx, 1968: 28). Se trata, entonces, meramente, de una rebelión para lograr un Estado virtuoso, es decir, un Estado que asegure el bien común de la sociedad burguesa. Dentro de una forma capitalista de reproducción social, el bien común es el común de la riqueza abstracta y el bien de la acumulación capitalista.
¿Se trata, efectivamente, de que el término opuesto al mercado mundial del capital sea el Estado nacional quien, con sus poderes de regulación y transformación, protege a la economía nacional, responsabilizando al capital de las necesidades sociales? No hay duda de que la "renuncia al internacionalismo en nombre de la resurrección del nacionalismo" es el mayor peligro de la lucha antiglobalización, aquella que es indiferente a la liberación del sujeto humano de una existencia capitalista pervertida (Clarke, 2001: 91). El nacionalismo es un nombre para las formas burguesas del capitalismo anticapitalista: el otro es la barbarie. La historia del proteccionismo, de la autosuficiencia nacional, "el dinero nacional" y la riqueza nacional ha sido siempre la historia de los mercados mundiales (Bonefeld, 2000). Parecería, no obstante, que existen algunas excepciones inquietantes como las de Corea del Norte y Albania durante la Guerra Fría y la conquista terrorista del Lebensraum de la Alemania nazi (cf. Millward, 1987).
Entonces, la crítica a la globalización, si se limita a ser meramente una crítica al capital especulativo, es decir, a la acumulación productiva, fracasa. Fue la crisis de acumulación productiva la que precipitó la ruptura entre la acumulación monetaria y la acumulación productiva (Bonefeld y Holloway, 1996). La crítica a la especulación debe ser una crítica a la forma capitalista de reproducción social. Sin esta crítica al capital, la crítica a la especulación es reaccionaria. Sólo resume la idea de que las finanzas, los bancos y los especuladores son meros mercaderes de la codicia. En el pasado, estas opiniones se hallaban presentes en el moderno antisemitismo y su idea de una comunidad de sangre y tierra (Bonefeld, 2004). El hecho de que el nazismo abogara por la industria y rechazara el vampirismo de las finanzas debería ser una señal suficiente acerca del carácter destructivo de esta crítica a la globalización.
Ésta es la ley de igualdad abstracta: el poder que cada individuo ejerce sobre la actividad de otros o sobre la riqueza social existen en él, como dueño del valor del intercambio, es decir, del dinero. El individuo lleva su poder social, como así también su vínculo con la sociedad, en el bolsillo (Marx, 1978). ¿Y cómo es la ley de igualdad nacional de un pueblo? La función y el papel del Estado es, sin duda, lograr la homogeneidad de las condiciones naciones. En su concepción liberal, esto significa la igualdad de todos ante la ley. En su concepción leninista, significa la igualdad del trabajo. En su versión nacionalista significa igualdad de una nación, de un Volk. En esencia, la concepción nacionalista de igualdad en términos del Volk, conlleva la proyección de una comunidad nacional sin clases, cuya existencia se pretende que está amenazada por el "enemigo externo que está entre nosotros". La crítica del nacionalismo burgués debe extenderse a lo que Hardt y Negri (2000: 105 y sigtes.) caracterizan como "el nacionalismo subalterno progresista".
Hardt y Negri celebran los efectos "modernizantes del nacionalismo subalterno" que contrasta fuertemente con las etnias, religiones y nacionalismos rivales, todos los cuales han ido a la guerra para defender estos tipos de diferencias. Hardt y Negri no creen en la guerra, por supuesto. Creen que las corrientes "antimodernas que definen a los fundamentalismos, se podrían entender mejor como un proyecto posmoderno y no premoderno" (ídem, op. cit.: 149). Es un hecho bien conocido que en el mundo de las convicciones filosóficas, las condiciones inaguantables no necesitan cambiarse. Todo lo que se requiere es una interpretación más favorable. Por eso, su celebración del fundamentalismo antimoderno, definido como un posmodernismo progresista, no contiene sorpresas. Tampoco las tiene su incapacidad de ofrecer cualquier opinión sobre cómo podría ser posible organizar el tiempo socialmente necesario del trabajo para que se ajuste a las necesidades humanas. Junto con todas las demás perspectivas antiglobalización, la lucha de clase para la transformación de los medios de producción en medios de emancipación (o sea, la organización democrática del tiempo social de los trabajadores por los mismos productores) están ausentes de su relato. La indiferencia de la antiglobalización con respecto al socialismo es tanto más sorprendente en un mundo de acumulación sin precedentes de la riqueza, así como de niveles sin precedentes de la pobreza y del trabajo redundante.
VI
El alegato ético de la antiglobalización que demanda transformaciones democráticas reside en su comparación crítica entre la realidad de la relación capitalista y las placenteras normas de la igualdad y la justicia social. Esta comparación crítica presupone al ideal por encima de lo real y por lo tanto es incapaz de ver que las normas placenteras son adecuadas a su contenido, o sea, a la pésima realidad de un modo de capitalista de producción. La crítica de Marx (1978) dirigida a:
[L]a miopía de los socialistas… que quieren definir el socialismo como la concreción de los ideales de una sociedad burguesa. [es una crítica sin ambigüedades] Lo que divide a estos caballeros de los apologistas burgueses es, por un lado, su sensibilidad a las contradicciones inherentes al sistema y por el otro, la incapacidad utópica de aprehender la diferencia necesaria entre la forma ideal y real de la sociedad burguesa, lo cual es causa de su deseo de emprender la superflua actividad de darse cuenta nuevamente de su expresión ideal. En realidad, se trata de una proyección invertida [Lichtblick] de esa realidad.
La antiglobalización tiene que significar anticapitalismo. Este anticapitalismo no se propone regular el capital, sino que muestra la necesidad de la condición negativa de la existencia humana, a la luz de su trascendencia positiva. Por eso, argumenta "que es muy necesario evitar para siempre el contraste entre la ‘sociedad’ como abstracción y lo individual" (Marx 1959: 93). El hecho de que la práctica social humana subsista en contra de sí misma, como mera personificación o sujeto reificado de sus propios procesos vitales, connota que la crítica a la globalización sólo encuentra "lo positivo en su negación" (Agnoli, 1992: 50) Esto es, en la orientación teórica y práctica sobre la sociedad en que todos son libres e iguales. "Toda emancipación es una restauración del mundo de los hombres y de las relaciones humanas con el hombre [Mensch] mismo" (Marx, 1964: 370). La verdad de la reificación es su negación. La reificación está limitada por el hombre (Mensch) reificado y esto es la realidad en la cual se mueve el individuo social día tras día, sin variantes, o sea que es algo que existe con independencia del hombre. La así denominada autonomización (Verselbständigung) del capital, que hoy día se encara como globalización, se remite a la autonomización de las relaciones de producción que, si bien hacen del hombre un ser invisible, existen en y a través de él, encarnándose totalmente en las prácticas sociales de los hombres (cf. Adorno, 1993: 173).
Por más que el capital parezca haberse él mismo autonomizado, siempre presupone relaciones sociales entre los hombres. Las relaciones económicas son relaciones entre los hombres, y el modo capitalista de producción es una relación social "del hombre mismo en sus relaciones sociales" (Marx, 1978). Por lo tanto, una crítica a la globalización que no sepa descifrar el contenido humando de las formas económicas y, por lo tanto, no comprenda las formas del capital como formas perversas de las prácticas sociales, está condenada a concebir el mundo burgués bajo la forma de una cosa objetiva-subjetiva. Si el capital, efectivamente, solo fuera esa cosa, entonces, su existencia sería más propensa al estudio de los hechos objetivos y el proceso económico de la sociedad sería un desarrollo natural que podría calcularse igual que una ecuación matemática.
La apariencia de las relaciones económicas como fuerzas naturales es fomentada por las mismas relaciones de intercambio capitalistas. Nos dicen que los sujetos que actúan racionalmente se encuentran en el mercado para dedicarse a intereses racionales. De hecho, actúan como ejecutivos que representan unas leyes sociales abstractas que ellos mismos han generado históricamente y que reproducen a través de su conducta racional, sobre la cual no tienen ningún control (Reichelt, 2002: 143). No obstante, la teoría social no es teología. No se arrodilla ante lo invisible. Su objetivo es hacer visible la composición social. Por eso, la crítica a la globalización debe mostrar el contenido humano -por más pervertido o degradado que fuese- de la constitución capitalista de la existencia social. El mundo reificado del capital o, dicho de otro modo (en las palabras de una teoría social positivista), el mundo desmaterializado del capital es siempre dependiente del trabajo, del "trabajo libre sin objeto" (Marx, 1978). Esto significa también que el punto de vista del capital y del trabajo asalariado es el mismo (véase Marx, 1966, cap. 48). En su modo más simple, el trabajo es actividad productiva intencional (Marx, 1966: 825).
La actividad existe, como lo he sostenido en otro texto (Bonefeld, 2002) en contra de sí misma, como una mercancía que produce plusvalía (trabajo asalariado). El mismo Marx (1972: 492) decía que el capital es la forma que asume la separación del trabajo de sus medios, separación que está "completamente asentada […] en la relación entre el trabajo asalariado y el capital" (Marx, 2000). La práctica social humana existe, pues, a través de las formas constituidas del capital. "En sí misma", como relación entre cosas, cuya forma constitutiva es la separación entre la práctica social humana y sus condiciones. A la vez, "para sí misma", porque las relaciones sociales humanas subsisten en y a través de las relaciones entre los objetos. Más aún, estas relaciones adquieren vida como formas pervertidas de la existencia de relaciones sociales capitalistas o, lo que es lo mismo, un mundo de objetos que son reproducidos por la actividad humana en y a través de su práctica social dividida en clases. Se desprende, entonces, que toda práctica social subsiste también "en contra de sí misma", ya que por un lado es una categoría social perversa y, por el otro, como poder que hace historia y es capaz de dejar atrás su propia existencia pervertida en forma de "personificación de las categorías económicas" (Marx, 2000). La verdadera existencia de la potencia del trabajo es su negación como trabajo asalariado. El potencial de dicha negación es en sí misma constitutiva de la existencia del trabajo asalariado. Por más pervertida que sea en su forma capitalista, la cooperación humana es "la forma fundamental del modo capitalista de producción" (Marx, 2000). Esta cooperación existe en contra de sí misma, en la forma de plusvalía que se integra ("el asesinato de la gente", ídem, op. cit.: 343) bajo unas formas respetuosas de relaciones de intercambio libres e igualitarias. La emancipación del hombre no se deriva, entonces, de una forma ideal de la sociedad burguesa. En cambio, abarca la conciencia de su cooperación social y establece relaciones basadas "en la cooperación y la propiedad en común de la tierra y de los medios de producción" (Marx, 2000). La antiglobalización debe recobrar la conciencia de la introspección básica en el pensamiento materialista, es decir, que todos los misterios que llevan de la teoría al misticismo, encuentran su solución racional en la comprensión de esta práctica humana. Resolverla no es una cuestión teórica. Es una cuestión práctica de demostración continua para las masas y de luchas sociales. La politización como lucha de clase de las relaciones sociales es el gran laboratorio de la conciencia práctica y critica.
La crítica negativa al capital y al Estado se descarta, a menudo, como una forma de radicalismo juvenil o bien se rechaza porque pareciera ser demasiado negativa y, por lo tanto, irresponsable frente a tanta miseria. La crítica al pensamiento negativo es parcialmente correcta. No se satisface, efectivamente, humanizando condiciones inhumanas. Exige que se las anule. Sin embargo, tampoco el pensamiento negativo es circular y tampoco le faltan propuestas constructivas. No niega la negación sólo para afirmar lo negado. Niega las condiciones humanas negativas. Tampoco ofrece soluciones a los problemas de la regulación económica o a los problemas de la justicia y de la equidad. La noción de solución se basa en la ficción de que se puede llegar a un consenso entre intereses antagónicos. ¿Qué es un sueldo justo? ¿Cuántas horas de trabajo se justifican en la semana laboral? ¿Cómo está afectada la justicia en un mundo basado en normas de igualdad abstractas donde todos, independientemente de la desigualdad de la propiedad, son formalmente iguales frente al dinero?
La pobreza y la miseria son condiciones necesarias para las relaciones sociales capitalistas y debido a esto se comprende que no transige frente a todas las situaciones en las cuales el hombre es degradado, esclavizado, abandonado y despreciado.
El capitalismo también exige el pleno empleo. Se dice que para que los seres humanos se relacionen entre sí (no como personificaciones gobernadas por sus abstracciones autoimpuestas que ellos reproducen con su propio trabajo) como individuos sociales con una dignidad que está en contra de sus condiciones sociales, "el dominio del capital sobre el hombre" debe ser abolido, de modo que la reproducción social esté controlada por el hombre (cf. Marx, 2000). En definitiva, el pleno empleo tiene sentido en una sociedad donde la medida de todas las cosas no es el trabajo, sino la satisfacción de las necesidades individuales. En otras palabras, el pleno empleo es razonable en una sociedad donde la humanidad no existe como un recurso explotable, sino con un propósito. Así, tenemos la espléndida categoría del pleno empleo en y a través de la emancipación del trabajo, algo que Marx concebía como la organización democrática de la necesidad por medio del imperio de la libertad.
¿Cuánto tiempo de trabajo se necesita en el 2005 para producir la misma cantidad de mercancías que en 1995? ¿Un 20, 40 o el 50 por ciento? Cualquiera fuese la cifra, lo que es seguro, es que el tiempo de trabajo no ha disminuido, ha aumentado. Lo que también es seguro es que la distribución de la riqueza es más desigual que nunca. ¿Cómo maneja la sociedad burguesa la expansión por un lado de la población redundante y, por el otro, la sobreacumulación de riqueza abstracta de capital? La contradicción entre las fuerzas y las relaciones de producción busca una solución, que consiste en destruir las fuerzas productivas, descartar al trabajo a través de las guerras, de la pobreza y de la miseria generalizadas, de la prolongación de las horas de trabajo[1] y todo esto, sobre un fondo de acumulación sin precedentes de la riqueza, de desempleo masivo y los intentos cada vez más destructivos de valorizar los mendrugos de tiempo laboral con una mayor flexibilización. Esta lenta conquista de mayores márgenes de horarios de trabajo corroe el carácter (cf. Senté, 1998) y por esa razón se encuentra en directa oposición al carácter de una personalidad democrática. La conversión actual de los seres humanos en figuras redundantes de trabajo o de recurso útil para dinero en efectivo y productos, se funda en un concepto de tiempo social que afirma que el tiempo es dinero. El tiempo, como medida de la riqueza, no es el tiempo que quiere tener un individuo democrático.
En conclusión, la socialización de los medios de producción inaugura una era de nuevas relaciones sociales solamente si "los individuos, libremente asociados" (Marx y Engels, 1974: 87) han logrado el control sobre sus condiciones de producción. La transformación de los medios de producción en medios de emancipación, sólo tiene "un requisito básico" y es el de la lucha por "acortar la jornada laboral" (Marx, 1966: 820). Esta lucha es más justa que la lucha por el salario. Fundamentalmente, se trata de una organización democrática del tiempo social. La lucha por una organización democrática del tiempo social exige la politización de las relaciones sociales. La politización, en el sentido de una lucha social, es un desafío a la separación que pretende la burguesía entre trabajo y medios, entre la sociedad y el Estado. Esta politización debería obligar a la sociedad burguesa a emprender reformas. De lo contrario se llegaría a una revolución, o también podría ser destruida por medios autoritarios de sometimiento[2].
No hay certidumbre. Lo que sí es seguro es que la emancipación del hombre debe incluir la completa democratización de todas las fuerzas sociales, a través de la organización socialmente necesaria de la jornada de trabajo, organizada por los individuos mismos libremente asociados. La organización democrática de las relaciones de necesidad es, de esta manera, la solución al enigma de la constitución social.
No sólo implícitamente o en esencia, sino en la realidad actual, la constitución [democrática] es constantemente recreada sobre su base real, los seres humanos concretos, es decir, la gente, estableciéndose así como el propio trabajo de la gente. La constitución aparece, entonces, como lo que es, un producto libre del hombre. (Marx, 1975: 29)
Referencias bibliográficas
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Artículo enviado especialmente por el autor para su publicación por nuestra revista. La primera parte fue publicada en nuestro reciente número 29. La traducción del inglés es una gentileza de Sibila Seibert. Revisión: Carlos Cuéllar.
[1] Véase la lucha de clases en Alemania, sobre el tema de la semana laboral, que revirtió lo que se había logrado en el decenio de 1980. A la luz de 5 millones de trabajadores desocupados, el capital exige una jornada laboral más larga para alimentar la competitividad en el mercado.
[2] Como dice Hayek, "aún hoy, podría haber dictadores benévolos que accedieran al poder por un fracaso real de la democracia y que estuviesen genuinamente preocupados por restaurarla, si sólo supieran como protegerla contra las fuerzas que la destruyeron" (citado por Cristo, 1998: 168). La referencia de Hayek con respecto al fracaso de la democracia, se refiere a la politización debida a las luchas sociales continuas.