29/03/2024

Lenin, o el socialismo desde arriba

Por Revista Herramienta

El amanecer del socialismo proletario, en las circunstancias y en los países en que el proletariado constituía una débil minoría carente de conciencia política y relativamente incapaz de iniciativa revolucionaria, una vanguardia surgida de las clases cultas, es decir, burguesas, trató de reemplazarlo, de pensar y de querer por él. Así, pues, se organizó con el fin de tomar el poder independientemente de la masa trabajadora y, en consecuencia, recurrió a los medios de la clandestinidad y la conspiración. Tal fue el caso de, la Conspiración de los “Iguales”, de 1796, dirigida por Babeuf, y el de las “Saisons”, de 1839, fomentada por Blanqui. “Gracias a Dios -escribía este último en 1852- hay muchos burgueses en el bando proletario. Son ellos quienes constituyen su fuerza principal (...). Le aportan un contingente de luz que, desgraciadamente, el pueblo no está en condiciones de poseer. Fueron los burgueses quienes levantaron las primeras banderas del proletariado, quienes formularon las doctrinas igualitarias y, también, quienes las propagan”.[1]

Engels definió con mucho acierto las concepciones fundamentales del «blanquismo» cuando escribió que los blanquistas, “educados en la escuela de la conspiración y mantenidos en cohesión por la rígida disciplina que esta escuela supone (...) partían de la idea de que un grupo relativamente pequeño de hombres decididos y bien organizados estaría en condiciones no sólo de adueñarse del poder en un momento favorable, sino que, desplegando una acción enérgica e incansable, sería capaz de sostenerse hasta lograr arrastrar a la revolución a las masas del pueblo y congregarlas en torno al grupo dirigente. Para eso hacía falta, sobre todo, la más rígida y dictatorial centralización de todos los poderes en manos del nuevo gobierno revolucionario”[2]. Se necesitaba una “organización militar”[3]. Y Kautsky señaló que, a juicio de los blanquistas, “el proletariado, demasiado ignorante y desmoralizado como para organizarse y dirigirse por sí mismo, debería ser organizado y dirigido por un gobierno compuesto de su élite instruida, un poco como los jesuitas del Paraguay, que habían organizado y gobernado a los indios”[4].

Pero si en la Francia de 1839 el movimiento obrero no estaba aún afirmado y si la primera mitad del reinado de Luis Felipe fue dominado por las conspiraciones de las sociedades secretas republicanas, la rápida industrialización del país y la educación del proletariado dieron brusco nacimiento, a partir de 1840, a un movimiento específicamente obrero, al principio más corporativo que político, pero «politizado» inmediatamente. Se sabe cuán importante fue el papel de los trabajadores en la revolución de 1848. Esta aparición de la clase obrera significó la caducidad del blanquismo. Desde 1847, Marx y Engels condenaban los métodos de dicha corriente, ya superados: “No somos de esos conspiradores que quieren desencadenar la revolución en fecha fija”. “Los comunistas (...) saben (...) que las revoluciones no se hacen a voluntad, según un propósito deliberado, y que siempre y en todas partes fueron consecuencia necesaria de circunstancias por completo independientes de la voluntad y la dirección de tal o cual partido”[5]. En 1850 Marx escribía que la preocupación de los conspiradores consistía en “improvisar artificialmente una revolución, sin que existieran las condiciones necesarias para ella”, y los censuraba por desinteresarse de la educación de clase de los trabajadores. Repite que, para ellos, la fuerza motriz de la revolución no radica en la situación real, sino en la mera voluntad”[6].

 Marx y Engels se habían percatado de que este “voluntarismo” implicaba una valoración pesimista del papel del proletariado, una subestimación aristocrática de su capacidad política, y señalaban: “Los comunistas (...) no tienen intereses separados de los del conjunto de la clase obrera (...). No sientan principios particulares para modelar, conforme a los mismos, el movimiento proletario. Representan siempre el interés del movimiento en su totalidad”. La teoría comunista no ha sido aportada al proletariado desde fuera: nació de la propia experiencia de las revoluciones populares (en primer lugar, de la Revolución francesa) y de la práctica de la lucha de clases: “Las concepciones teóricas de los comunistas -declaran Marx y Engels- no se cimientan sobre ideas, sobre principios inventados o descubiertos por este o aquel reformador. Son la expresión general de las condiciones efectivas de una lucha de clases (...) que existe de un movimiento histórico que se opera ante nuestros ojos”[7].

Pero, desde su nacimiento, el pensamiento marxista fue un tanto ambivalente a este respecto y se podría discernir, ya, cierta tendencia a subestimar el papel específico del proletariado en beneficio del que se atribuía a su vanguardia esclarecida: “En la práctica, los comunistas son (...) la fracción más decidida entre los partidos obreros (...), la que empuja siempre hacia adelante; en la teoría, tienen con respecto al resto de la masa trabajadora, la ventaja de comprender las condiciones, la marcha y los resultados generales del movimiento proletario”[8]. Aquí ya se dibuja, tal vez, la idea de una diferenciación entre el proletariado y los jefes comunistas, de una superioridad de éstos sobre aquél. ¿Acaso no se percibe entre líneas que la “ventaja” así subrayada otorgaría a los comunistas el derecho “histórico” de dirigir al proletariado?

Sin embargo, Marx no quiere servirse de tal “ventaja” para dictar a los obreros la línea de conducta que han de seguir. Mucho más adelante, en 1872, aclarará que el programa de la Internacional “se limita a trazar los grandes rasgos del movimiento político, y deja la elaboración teórica del mismo al impulso proporcionado por las necesidades de la lucha práctica, así como por el intercambio de ideas que se hace en las secciones, admitiendo indistintamente todas las concepciones socialistas en sus órganos y en sus congresos”[9].

No obstante, su epígono, Kautsky, dará al marxismo un sentido más autoritario. Es “totalmente falso”, pretenderá, que la conciencia socialista sea el resultado necesario, directo, de la lucha de las clases proletarias. El socialismo y la lucha de clases no se engendran mutuamente. Surgen de premisas diferentes. La conciencia socialista nace de la ciencia. El portador de la ciencia no es el proletariado, sino los intelectuales burgueses. Ellos son los que “comunican” a los trabajadores el socialismo científico. “La conciencia socialista es un elemento importado desde afuera en la lucha de clases del proletariado, y no algo que surge espontáneamente de él”[10].

Es verdad que Kautsky atenuará luego un tanto el extremismo de sus formulaciones. Y así, aunque sigue sosteniendo que el movimiento obrero es incapaz de producir por sí sólo la idea socialista, admite, al menos, que produce el “instinto socialista” que “lleva al trabajador a experimentar la necesidad del socialismo” y reconoce, asimismo, que si bien los obreros deben hacerse instruir por los intelectuales burgueses, estos últimos deben, a su vez, “hacerse instruir por los obreros”[11]. Mas la concesión de Kautsky deja intacta la idea esencial. Una idea autoritaria, de inspiración mucho más jacobina y blanquista que socialista. En efecto: para un marxista libertario, la “teoría” revolucionaria es, a no dudar, indispensable, pero, en buena parte, es producida de abajo arriba por la propia experiencia de las luchas populares. Y esa teoría, para no quedar en pura abstracción, para no extraviarse, debe ser en todo instante corroborada, vivificada, nutrida, rectificada por el empleo que hacen de ella aquellos a quienes va destinada y en cuyo nombre se expresa: los trabajadores.

Además, el problema no puede encararse en el plano de lo absoluto, sino, como vio Rosa Luxemburgo, en el del movimiento dialéctico de la historia. Cuanto más numeroso y consciente sea el proletariado, menos razón habrá para que la vanguardia instruida tome la función rectora. El propio Marx, aleccionado por el despertar de la clase obrera francesa, escribía ya en 1845 (con jerga todavía demasiado filosófica) que “con la profundidad de la acción histórica aumentará el volumen de las masas que se lancen a la acción”[12]. A medida que la educación arranca a la masa trabajadora de su ceguera, se derrumba la base social que sirviera de sustento a los “jefes”. La masa toma el papel de dirigente y sus jefes no son ya sino los “órganos ejecutivos” de su “acción consciente”. Este proceso no es, por cierto, instantáneo, ni se produce en línea recta. Sin duda, como escribe Rosa, “la transformación de la masa en 'dirigente' lúcida, consciente, segura, la fusión de la ciencia con la clase obrera soñada por Lasalle, no es ni puede ser otra cosa que un proceso dialéctico, puesto que el movimiento obrero absorbe de manera ininterrumpida tanto nuevos elementos proletarios como tránsfugas de otras capas sociales. No obstante, la tendencia dominante en el movimiento socialista es y será la abolición de los 'dirigentes' y la masa 'dirigida'”[13].

Desde esta perspectiva histórica, y no en el plano de lo absoluto, repetimos, corresponde examinar las concepciones organizativas formuladas por Lenin en la emigración, entre 1901 y 1904, es decir, bajo el zarismo.

Hacia 1875, la situación en que se encontraba el movimiento revolucionario ruso ofrecía ciertas semejanzas con la del movimiento revolucionario francés anterior a 1840. En un inmenso país, atrasado y no industrializado, la clase obrera apenas si existía en forma embrionaria. Tal situación dio origen a la variedad rusa del blanquismo. Tkachev preconizaba la toma del poder mediante una conjuración fomentada por una minoría consciente; es un autoritario, un jacobino, que no cree en absoluto en la capacidad de iniciativa popular, en la espontaneidad de las masas: “Ni en el presente ni en el futuro será capaz el pueblo librado a sus propias fuerzas, de hacer la revolución social. Sólo nosotros, minoría revolucionaria, podemos y debemos cumplir tal cometido (...). El pueblo no es capaz de salvarse a sí mismo (...), de dar cuerpo y vida a las ideas de revolución social”. “El pueblo privado de dirigentes no está en condiciones de edificar un mundo nuevo (...). Esta misión y ese papel pertenecen exclusivamente a la minoría revolucionaria”[14].

Cuando entre 1890 y 1900 el proletariado ruso irrumpe en escena[15], paralelamente a la industrialización del país, Lenin advirtió, como antes advirtieran Marx y Engels, con respecto a Blanqui, que el factor determinante de la revolución social en Rusia era la organización de la clase obrera, y descartó, por superados, los métodos conspirativos y voluntaristas de los discípulos de Tkachev. No obstante, conservó hacia dichos métodos una mal disimulada admiración[16]y, como veremos, en cierto sentido se mantuvo fiel a la inspiración de los mismos. El proletariado se había expresado a través de grandes huelgas en San Petersburgo en 1896-1897, y, por primera vez, en una huelga política el lº de mayo de 1898[17]. Pero su actividad era sobre todo reivindicativa, ya que se hallaba aún carente de conciencia política. Además, imperaba en Rusia un régimen autocrático y policial, por lo cual la acción revolucionaria se veía forzada a adoptar formas estrictamente clandestinas.

De estas premisas Lenin creyó poder deducir una teoría relativamente pesimista sobre la capacidad política de las masas obreras. A su juicio, los trabajadores, dispersos, oprimidos, embrutecidos por el capitalismo[18], no estaban todavía o no lo estaban en su gran mayoría en condiciones de poseer conciencia política, que sólo podía llegarles desde fuera. El movimiento obrero era incapaz de elaborarse por sí sólo una ideología propia. Y, generalizando de manera abusiva, pretendía que “la historia de todos los países atestigua que, librada a sus propias fuerzas, la clase obrera no puede llegar más que a la conciencia tradeunionista, es decir, a la convicción de que es preciso unirse en sindicatos, luchar contra los patronos...”[19]. De esta generalización falaz, deducía la conclusión, no menos discutible, de que la vanguardia tiene por cometido “combatir la espontaneidad” del proletariado. Inclinarse ante esta espontaneidad significaría hacer de la vanguardia una “simple sirvienta” del movimiento obrero. Toda sumisión a la espontaneidad del movimiento obrero, toda restricción del papel del “elemento consciente (...) significa (...) se quiera o no, un fortalecimiento de la influencia de la ideología burguesa sobre los trabajadores”[20].

Lenin rechazaba deliberadamente la concepción materialista marxista, según la cual el socialismo se produce por la experiencia y la lucha de las masas populares. Apoyándose en el pasaje de Kautsky antes mencionado, pero guardándose de hacer referencias a las enmiendas (insuficientes) que aquél había expuesto posteriormente, sostiene la tesis idealista y blanquista de que la “doctrina socialista (...) surgió de teorías filosóficas y económicas elaboradas por los representantes instruidos de las clases poseedoras: los intelectuales”, y agregaba: “Por su situación social, los fundadores del socialismo científico contemporáneo, Marx y Engels, eran intelectuales burgueses”[21]. Proclamaba, con entera razón: “Sin teoría revolucionaria, no hay movimiento revolucionario”[22], pero creía que esta teoría revolucionaria saldría perfeccionada del cerebro de los dirigentes, para descender luego de la cúspide a la base; vilipendiaba, por “anarquista”, la concepción inversa, que basa la teoría en la experiencia misma de las luchas obreras y la hace ascender de la base a la cúspide: optaba lisa y llanamente por el centralismo, el burocratismo (es la palabra que él mismo utiliza), contra el democratismo que “desemboca en el anarquismo”[23].

Lenin quería que la vanguardia de los iniciados estuviera compuesta prioritariamente por “revolucionarios profesionales”, por “gente cuya profesión es la acción revolucionaria”, que “vive a expensas del partido”; que éste fuera “una organización de revolucionarios capaces de dirigir la lucha emancipadora del proletariado”. Sin esta vanguardia profesional, terminaba, “ninguna clase de la sociedad contemporánea puede desarrollar firmemente la lucha”[24]. La vanguardia habría de concebirse, en los mismos términos empleados por Blanqui, como una “organización militar”, fuertemente jerarquizada y disciplinada[25]. Y afirma Lenin que el proletariado se somete más fácilmente que el intelectual a una disciplina, a una organización de ese género, porque ha pasado por la dura escuela de la fábrica[26]. Argumento especioso, porque si es verdad que la “escuela de la fábrica” constituye, en cierto sentido, una escuela de cooperación y organización, configura también, y muy particularmente en la época del zarismo, como el propio Lenin se ve obligado a reconocer, una escuela de obediencia pasiva y de sumisión.

Sin duda, esta concepción tan tajante comportaba, en el pensamiento de Lenin, cierto número de correctivos. El revolucionario ruso aceptó gustoso el sambenito de “jacobino” que le colgaban sus adversarios mencheviques, pero agregándole este complemento: «Jacobino unido, indisolublemente, a la organización del proletariado que ha tomado conciencia de sus intereses de clase”[27]. A quienes objetaban que un partido así concebido no era sino una “asociación de conspiradores”, les respondía que habían “comprendido muy mal” su pensamiento, que, para él, “el partido no debe ser más que la vanguardia, el guía de la inmensa masa obrera”[28], y que la organización de los revolucionarios profesionales sólo tiene sentido en relación con “la clase verdaderamente revolucionaria que se lanza a la lucha en forma elemental”. La condición previa y fundamental de su concepción radica en que la clase obrera, de entre la cual la élite ha creado el partido revolucionario, “se distingue de todas las clases de la sociedad capitalista por su máxima capacidad de organización, en virtud de ciertas razones económicas objetivas”.

“Sin esta condición previa, la organización de los revolucionarios profesionales no habría pasado de ser un juego, una aventura...”[29]. Y modera un poco su hostilidad hacia la espontaneidad de las masas, expresando que dicha espontaneidad exige de la vanguardia una elevada conciencia. “La lucha espontánea del proletariado sólo se convertirá en verdadera 'lucha de clases' cuando esté dirigida por una fuerte organización revolucionaria”[30].

No obstante estas enmiendas, sigue existiendo en su espíritu un hiato entre la vanguardia y la masa. Según él, no se debe confundir el partido con la clase[31]. La masa trabaja bajo la dirección y el control del partido y “se congrega en torno de él”, “gravita” a su alrededor, pero, en su gran mayoría, no ingresa ni debe ingresar en sus filas. El círculo clandestino de dirigentes pone en movimiento a la masa más vasta posible, se extiende hacia, los elementos proletarios, ligados a un trabajo abierto de masas[32], pero sólo se fusiona con ellas hasta cierto punto[33]. Si aspira a reclutar obreros, es para transformarlos en revolucionarios profesionales, en jefes[34]. Con esto Lenin cree refutar victoriosamente a quienes lo acusan de querer imponer el socialismo a la clase trabajadora, desde afuera. Pero Bakunin, mucho antes que él, había señalado el riesgo de que una pequeña minoría dirigente dominara al pueblo, aun cuando estuviera compuesta de trabajadores: “Sí, por cierto, ex-trabajadores que apenas se conviertan en dirigentes... dejarán de ser obreros y empezarán a mirar por encima del hombro a las masas laboriosas. Desde ese momento ya no representarán al pueblo, sino a sí mismos y a su propia pretensión de gobernar a aquél”[35].

Pero muy pronto, hostigado por las críticas del menchevique Martinov, y por las de Trotski y Rosa Luxemburgo (igual que lo habían sido antes Marx y Engels por las de los bakuninistas), Lenin admitía que había exagerado un poco cuando afirmaba, de manera absoluta y general, que, librado a sí mismo, el movimiento obrero caía fatalmente bajo la influencia de la ideología burguesa. Si había dicho una cosa así, lo hizo empujado por el ardor de la polémica en que se hallaba embarcado con sus adversarios de tendencia (los “economistas”), quienes reducían el movimiento obrero a un sindicalismo estrecho y reformista. La batuta que estos últimos habían curvado en un sentido, la había él doblado en el contrario. Pero sólo era para enderezarla mejor[36]. (¡Extraña manera de corregir un error, la de caer en el exceso opuesto!). Y consideraba útil puntualizar que el socialismo científico se había formado “en conexión estrecha con el crecimiento del movimiento obrero en general”[37], que la teoría revolucionaria “no es (...) un dogma acabado”, sino que “se forma en relación estrecha con la práctica de un movimiento realmente revolucionario que abarque realmente a las masas”[38]. Admitía que en sus escritos anteriores se habían deslizado algunas exageraciones. Eran síntoma de lo que ocurre en un movimiento carente aún de madurez. Se trataba ahora de romper con muchas de las pequeñeces inherentes a la vida de los estrechos círculos clandestinos, herencia del pasado que no servía, por tanto, para las tareas del presentes[39].

Invocaba igualmente la excusa de la necesidad. En un país autocrático era indispensable, por elementales razones de precaución, dar acceso al partido únicamente a quienes hacían de la revolución un oficio[40]. Si no, la blandura, la inconstancia, la informalidad, en una palabra: la “anarquía”, rasgos muy notorios del temperamento ruso, y que, en particular, se daban en el partido socialista ruso de la época -sobre todo entre la intelligentsia-, le habían llevado a cargar las tintas de sus concepciones autoritarias y centralistas[41].

Tenía también otra excusa, pero Lenin no podía invocarla sin faltar a la modestia. Los defectos de su sistema de organización se veían compensados en cierta medida (e incluso corregidos) por su genio. Y como tenía la inquebrantable convicción de estar en lo cierto, de estar en lo cierto en beneficio del proletariado, afirmaba con tanta seguridad la primacía de la “teoría”, el papel dirigente del partido, la orientación “de la cúspide a la base”, a organización jerárquica de los revolucionarios profesionales en cuanto brazo ejecutor de su excepcional perspicacia[42]. Trotski hará lo mismo al dirigir la IV Internacional a golpe de batuta.

Además, un partidario tan acérrimo de la organización centralizada sabía evadirse, llegado el momento, del fetichismo del aparato. Su notable aptitud para sentir la temperatura de las masas lo orientaba personalmente, aunque en teoría sostuviera lo contrario, de abajo arriba. Trotski no anda del todo descaminado cuando afirma que Lenin expresaba personalmente la presión de la clase sobre el partido, del partido sobre el aparato, que no representaba a éste sino a la verdadera vanguardia del proletariado, que veía en el aparato, ante todo, una especie de palanca destinada a aumentar la actividad de los obreros avanzados. Lo cual, hasta cierto punto, era verdad[43].

Por último, superponiéndose a su dogmatismo y a su rigidez, Lenin tenía una asombrosa flexibilidad de espíritu, un sentido casi infalible de la oportunidad, una capacidad para volver sobre sus palabras y para cambiar súbitamente de posición que ablandaban la rigidez militar y burocrática del aparato formado por él[44]. Los defectos intrínsecos de sus concepciones organizativas resultaban un tanto atenuados por su presencia al frente de la organización. Cuando enferma y luego desaparece, esos defectos se agravarán y terminarán haciéndose monstruosos.

Pero la luminosidad de este genio tenía su reverso. Era demasiado dominante. La fuerza de su pensamiento frenaba en cierto modo el desarrollo independiente de sus colaboradores. Entre ellos él había una “gran brecha”. El partido sólo existía gracias a él. Abandonados a su propia iniciativa, sus lugartenientes, se atascaban, descarrilaban, cometían enormes desatinos[45]. Son las taras fatales de un tipo de organización que no intenta inspirarse en “la voluntad colectiva de un pueblo”, sino en una sola cabeza, por muy genial que sea, como decía Bakunin[46].

Las concepciones organizativas de Lenin suscitaron por entonces críticas vehementes. Cuando procedían de mencheviques oportunistas como Martinov, Martov o Axelrod, le era muy fácil rebatirlas limitándose, de manera por demás simplista, a tratar a sus adversarios de “girondinos modernos», mientras se ufanaba de ser como le reprochaban, “jacobino moderno”[47]. Pero las críticas más devastadoras, las más sólidas y, por ende, las más difíciles de refutar, no provenían de los oportunistas, sino de, revolucionarios auténticos, de marxistas probados como Rosa Luxemburgo y Leon Trotski[48].

El “jacobinismo”, el “blanquismo” que Lenin reivindicaba con orgullo, lo condenaban Trotski y Rosa -simultáneamente, durante el verano de 1904- por “periclitado”. A juicio de Rosa, no se podía trasponer mecánicamente el principio organizativo blanquista de los círculos de conjurados a la época del socialismo, es decir, a la época del proletariado organizado y con conciencia de clase. Para el movimiento obrero europeo, sostenía Trotski, era cosa desde hacía largo tiempo superada el estadio del “jacobinismo” y del “blanquismo”. Cierto que en Rusia, correspondía aún a la psicología política retrasada de la intelligentsia revolucionaria. Pero “no hay de qué enorgullecerse si, a causa de nuestro retraso político, seguimos detenidos en el jacobinismo”.

Ambos consideraban infeliz la fórmula leninista de “jacobinismo ligado indisolublemente a la organización del proletariado”: “En realidad -exclamaba Rosa-, la socialdemocracia no está ligada a la organización de la clase obrera, es el movimiento propio de la clase obrera”. ¿A qué poner el agregado de “ligado a la organización del proletariado” -preguntaba Trotski- si se conserva la psicología jacobina de desconfianza con respecto a las masas? Y añadía: Lenin no ha dado por azar una definición que no es sino un atentado teórico contra el carácter de clase de nuestro partido, atentado no menos peligroso que el reformismo”.

Rosa denunciaba el “implacable centralismo de Lenin”, los poderes exorbitantes que se irrogaba el comité central en materia de selección y de medidas disciplinarias, la sumisión absoluta y ciega de las organizaciones locales del Partido con respecto a la entidad central, los afiliados no son más que instrumentos, brazos ejecutores de “su alteza, el comité central”. Y rechazaba, por, considerarla una gravísima equivocación, la idea de sustituir en el seno del partido, aunque fuera con carácter temporal, el poder de la mayoría, compuesta de obreros conscientes, por el poder absoluto del comité central.

Trotski se alzaba igualmente contra la depuración mecánica desde arriba, y llevada a cabo mediante exclusiones, degradación y privación de derechos. Denunciaba asimismo la política “sustitucionista” de Lenin: primero, el aparato sustituye al partido; luego, el comité central sustituye al aparato; finalmente, un “dictador” único sustituye al comité central. La concepción organizativa de Lenin era la de un partido que sustituía a la clase obrera, que actuaba en su nombre, por poder, sin preocuparse de lo que ella pudiera pensar y sentir. Se trataba, en una palabra, de una teocracia ortodoxa.

Rosa se indignaba al ver que Lenin atribuía a los trabajadores algo así como una afición masoquista por “los rigores de la disciplina despiadada”, y que tomaba en sus manos después de haber meramente sustituido, la autoridad de la burguesía por la del comité central, el tipo de disciplina inculcada a los obreros por la burguesía zarista; es decir: la disciplina de las fábricas y de los cuarteles. Y replicaba: “Solamente extirpando de raíz estos hábitos de obediencia y servilismo podrá la clase obrera adquirir el sentido de una disciplina nueva, de la autodisciplina libremente consentida”. También Trotski censura esa forma de disciplina que suprime la fuerza vital de un movimiento.

En un movimiento auténticamente socialista, afirmaba Rosa, los progresos de la conciencia y de la organización no pueden operarse mecánicamente, sino que constituyen un proceso continuo y democrático; por otra parte, no hay recetas tácticas que un comité central pueda enseñar a sus tropas, como se hace en los cuarteles. Y afirmaba enérgicamente: “El socialista es el primer movimiento de la historia que se basa (...) en la organización y la acción directa y autónoma de las masas (...). El único 'sujeto' al que hoy día corresponde el papel de dirigente, es el 'yo' colectivo de la clase obrera”. Es innegable que, para Rosa, la iniciativa y la dirección de las luchas proletarias “incumben naturalmente al núcleo más organizado y esclarecido del proletariado, o sea, al núcleo socialista”, PERO SOLO HASTA CIERTO PUNTO: “Las revoluciones no se dejan conducir como niños por un maestro de escuela... Jamás deberá concebirse el movimiento de clase del proletariado como movimiento de una minoría organizada... Toda verdadera gran lucha de clases debe cimentarse sobre el apoyo y la colaboración de las masas más vastas posibles, y una estrategia de la lucha de clases... que únicamente se desarrolle al compás de marchas bien ejecutadas” por una minoría, “estará condenada de antemano a un fracaso lamentable”[49].

Trotski, por su lado, explicaba que Lenin, al tratar de imponer con tanta dureza la ortodoxia marxista a la intelligentsia rusa, se proponía empujar a los intelectuales a convertirse en jefes eficaces de un movimiento obrero carente aún de madurez y de confianza en si mismo. Pero, al proceder así, se empeñaba en forzar el paso de la historia, y tales artificios no podían obrar como sucedáneo de un proletariado educado políticamente. En efecto: para preparar a la clase obrera, con vistas a la conquista del poder, era preciso desarrollar en ella el sentido de la responsabilidad y el hábito de un constante control sobre el personal ejecutor de la Revolución. Sin embargo, los “jacobinos”, los “sustitucionistas”, reemplazaban el gran problema de la preparación para la conquista del poder, por la estructuración de un aparato dirigente. Todo lo reducían a una técnica de selección de ejecutantes disciplinados.

Invocando el ejemplo de la Comuna de París, Trotski, fiel en esto a las enseñanzas de Marx, recordaba que había estado integrada por tendencias diversas y a menudo opuestas. Pero que resolvió tales contradicciones, y no podía hacerlo de otra manera, mediante la confrontación de los diferentes puntos de vista, mediante largas discusiones. Un aparato fuerte sólo sería capaz de ahogar estas corrientes y divergencias, por el afán de abreviar y facilitar el proceso de esclarecimiento. No se podía eludir dicho proceso con el expediente de instalar, por encima del proletariado, una minoría bien seleccionada, o incluso a una sola persona, provista de poderes disciplinarios. La Comuna demostró, justamente, que el único fundamento del socialismo es un proletariado independiente, y no una clase a la que se ha inculcado el espíritu de subordinación frente a un aparato que se ha erigido por sobre ella. El socialismo se basa sobre la confianza en el instinto de clase de los trabajadores y en su capacidad para comprender su misión histórica.

Rosa denunciaba proféticamente los rasgos conservadores y esterilizantes del “sustitucionismo” burocrático. Con él no se hacía más que apuntalar, hasta un grado muy peligroso, el conservadurismo inherente al aparato: “El ultracentralismo defendido Lenin se nos aparece impregnado, no de un espíritu positivo y creador, sino del espíritu estéril del vigilante nocturno. Toda su preocupación consiste en controlar la actividad del partido, y no en fecundarla; en estrechar el movimiento más que en ampliarlo. Y expresaba el temor de que el movimiento revolucionario autónomo de la clase obrera fuese transformado en instrumento de las ambiciones de los intelectuales del comité central. “No concebimos peligro más grande para el partido socialista ruso que los planes de organización propuestos por Lenin. Esta coraza burocrática con que se lo inmoviliza, es el instrumento más apto para entregar el movimiento obrero ruso, tan joven aún, a una 'élite' intelectual sedienta de poder”.

Y Trotski, leyendo el porvenir con igual clarividencia, denunciaba “a todos aquellos que atienden menos a la lógica histórica del movimiento de clase que a la lógica burocrática de sus planes organizativos”, de su “formalismo organizativo”.

La perspicacia de Trotski tenía fundamentos muy precisos. Habla sorprendido a algunos discípulos de Lenin pertenecientes al comité bolchevique del Ural, en flagrante delito de blanquismo. Aquellos militantes, llevando a sus últimas consecuencias las enseñanzas del maestro, se habían atrevido, a declarar abiertamente que la dictadura del proletariado sería en realidad una dictadura sobre el proletariado. Y Trotski comentaba el episodio en los siguientes términos: “Se dirá que se trata simplemente de una demostración de ineptitud local. Pero, ¿no llama la atención que está ineptitud coincida punto por punto con las críticas de los mencheviques contra Lenin? ¿No se recuerda, acaso que mucho tiempo antes de la aparición del documento uraliano la delegación de Siberia había proclamado la hegemonía de un solo individuo en el seno del partido? ¿Lo ignoraba Lenin, para quien se prepara el papel protagonista en el sistema de “boulangismo” uraliano? ¿Protesta contra el documento? No, se calla. El manifiesto uraliano no es una broma, sino el síntoma de un peligro ya antiguo que amenaza al partido. Hay que felicitar a los camaradas uralianos por haber llevado su lógica hasta el fin”.

El desenlace lógico de las concepciones que acabamos de reseñar fue la noción del papel dirigente del Partido, luego de la toma del poder por el proletariado: “Al educar al partido obrero -escribirá Lenin en 1917-, el marxismo forma la vanguardia del proletariado, capaz de tomar el poder (...) capaz de dirigir y organizar un nuevo régimen, de ser maestra y guía de todos los trabajadores”[50]. Así pues, ya no es el proletariado en armas, sino su sustituto, el partido, el que gobierna. Isaac Deutscher y Víctor Serge[51] cometen un error al creer que esta noción no era en absoluto inherente al programa bolchevique y que nadie la había formulado hasta que las circunstancias, la vida, la “necesidad”, la impusieron[52]. En realidad, las circunstancias objetivas no han hecho más que favorecer, desarrollar hasta el extremo una concepción autoritaria que, antes de la prueba del poder, había ya madurado subjetivamente en el pensamiento de Lenin.

Esta concepción del partido dirigente habría de fusionarse en una concepción, no menos autoritaria y jacobina, de la forma del poder que nacerá tras la revolución proletaria.

En El Estado y la Revolución, escrito en vísperas de la Revolución de Octubre, Lenin comienza presentándose un poco como libertario. El objetivo final del socialismo es la extinción del Estado. Toma por su cuenta los conceptos de Proudhon sobre “la incompatibilidad absoluta del poder con la libertad”, conceptos que resume en una fórmula brillante y lapidaria: “Mientras exista el Estado no habrá libertad; cuando reine la libertad, ya no existirá el Estado”[53]. Pero, luego de hacer esta reverencia al anarquismo, pasa a señalar que la desaparición del Estado no seguirá inmediatamente a la conquista del poder por el proletariado. Aquélla sólo será posible tras un “período de transición” más o menos largo. Habrá que esperar a que se transformen las condiciones de producción y se supriman las clases. ¿Cuánto tiempo durará este purgatorio? Lenin elude este doble interrogante: “No tenemos datos que nos permitan resolverlo”[54].

Por lo que respecta a la duración, “no lo sabemos y no podemos saberlo; dependerá del ritmo con se desarrolle el paso del capitalismo al comunismo, pues (Lenin, evidentemente, piensa en el atraso de Rusia) presupone una productividad y un hombre totalmente diferentes de los que existen ahora. El Estado sólo durará “un tiempo”, durará a lo largo de “todo el período histórico que separa al capitalismo del comunismo”. El proceso será “lento”, “prolongado”. Tratar, hoy, de anticipamos a él “equivale a enseñar matemáticas superiores a un niño de cuatro años”[55].

En cuanto a la cosa informe, inédita e indefinible que nacerá después del la Revolución, será un “Estado transitorio”, una “forma revolucionaria y pasajera del Estado”, un Estado a la vez “democrático” y “dictatorial”, “un Estado no político”, “un Estado proletario, o sea un semi-Estado”, “algo que no es propiamente el Estado”, un “Estado en vías de extinción”, una “dictadura del proletariado”, “una dictadura provisional de la clase oprimida”. Este torrente de definiciones variadas y dificultosas abre la puerta a todas las interpretaciones y, por tanto, cuando llegue la hora de la aplicación, a todos los abusos.

En ciertos momentos podría creerse que la “dictadura del proletariado” es la coerción ejercida de abajo arriba por el proletariado en armas, lo que Víctor Serge denomina el “Estado-Comuna”[56]. Lenin elogia a Marx por haber aprendido “en la escuela de la Comuna” y afirma (antes de haber tomado el poder) que se propone “simplemente la organización armada de las masas”, de la que los soviets (...) nos ofrecen un ejemplo”. En su deseo de captar en provecho de su partido el poderoso movimiento de masas que, en los momentos en que escribe, se expresa espontáneamente a través de los soviets, sugiere que los ministerios burgueses sean sustituidos por los “soviets soberanos y todopoderosos de diputados obreros y soldados”, y propugna la creación de una república democrática del tipo de la Comuna o de la República de los Soviets”[57].

Pero, en otros momentos, este señuelo, destinado a atraer a las masas proletarias hacia el bolchevismo, de paso a perspectivas mucho menos tranquilizadoras para aquéllas. Mientras las condiciones de producción no se hayan transformado radicalmente, subsistirá, en la repartición de los productos, algo que Marx y Lenin llaman “el derecho burgués”.

De esta terminología imprudentemente tomada del adversario, Lenin deduce que “el Estado burgués sin burguesía subsiste durante algún tiempo bajo el régimen comunista”[58]. Más tarde, en 1922, sugerirá que la construcción de la sociedad comunista se confíe no sólo a los comunistas, sino también a la burguesía o a los intelectuales burguesía, más cultivados que los comunistas[59].

Y este Estado omnívoro, deberá, parece, absorberlo todo. Ya en 1848 Marx y Engels proyectaban concentrar toda la industria y el intercambio en manos del Estado[60]. Luego, bajo la presión de los libertarios, vertieron bastante agua fría en el vino de su estatalismo. Lenin, en cambio, se aferra rígidamente al comunismo de Estado. Se asigna la tarea de “aprender en la escuela del capitalismo de Estado alemán”: la “economía de guerra” existente en Alemania de 1914 a 1918[61]. Le seduce igualmente la organización que el capitalismo ha dado a la industria moderna, con su “disciplina de hierro”[62], y la propone como modelo. Para él, el capitalismo de Estado es “la antecámara del socialismo”, y se puede pasar de uno a otro “con simples decretos”[63]. Se extasía ante un monopolio del Estado capitalista como el de Correos y Telégrafos, y exclama: “¡Qué mecanismo admirablemente perfeccionado! Toda la vida económica organizada como Correos (...), eso es el Estado, ésa es la base económica que necesitamos”. Si hubiera podido leer el reciente estudio de Michel Crozier sobre la administración de los cheques postales[64], quizá hubiera moderado su entusiasmo. Querer prescindir de la “autoridad” y la “subordinación”, concluye, es un “sueño anarquista”. Su ideal: que “todos los ciudadanos” pasen a ser “empleados y obreros de un solo trust estatal”, que “toda la sociedad” se convierta en “una gran oficina y en una gran fábrica”[65].

Pero Lenin nota que una organización económica como ésa es antinómica con el poder del pueblo en armas (Comuna o soviets) definida y prometida páginas antes. Y entonces, al no poder resolver esta grave contradicción, introduce en su sistema estatalista algunos correctivos y garantías. Primero, se mece en la ilusión de que en la sociedad capitalista la gran mayoría de las funciones administrativas se han “simplificado” enormemente y que, por lo tanto, bajo el régimen socialista “se harían plenamente accesibles a todos los ciudadanos, perdiendo así todo carácter jerárquico o privilegiado”[66]. Así, el Estado de los obreros podría reemplazar al Estado de los funcionarios[67].

Pero ni él mismo parece muy convencido del pleno éxito de esta sustitución, y se pregunta cómo hará la clase obrera en el poder “para no caer bajo el yugo de unos nuevos amos”, para impedir que los nuevos “funcionarios” “se vuelvan a su vez burócratas”. Propone, pues, una serie de “medidas de precaución”, ya mencionadas por Proudhon[68], como la elegibilidad y la revocabilidad, una retribución que no supere la del salario obrero y una rotación gracias a la cuál todos serán temporalmente funcionarios sin que nadie pueda convertirse en “burócrata”[69].

Pero Proudhon había advertido ya a mediados del siglo XIX que es imposible ser al mismo tiempo gobernante y gobernado, y que de esta antinomia resultaría, o la desaparición, o el retorno ofensivo del Estado. Cuando el -demasiado ingenioso- sistema ideado por Lenin fue a aplicarse, tenía que estallar la contradicción y, con la ayuda de la “necesidad”, prevalecer la segunda alternativa. El propio autor admite en 1920 que ya no estaban en presencia del Estado obrero soñado en 1917, sino de un Estado “no totalmente obrero”, de un “Estado obrero sujeto a una deformación burocrática”[70].

Leyendo a Víctor Serge y a Volin[71] se ve que la democracia directa de los soviets, del pueblo en armas, igual que la democracia directa de 1793[72], tuvo fugaz existencia después de octubre. Fue reemplazada casi inmediatamente por el poder desde arriba, por un aparato estatal centralizado y ya burocrático. Pero Serge, anarquista arrepentido, acepta este retorno ofensivo del Leviatán, en nombre de la “necesidad”. La propia Rosa Luxemburgo cuando, en el verano de 1918, criticaba con severidad la “dictadura” naciente, atribuía los “errores cometidos” al “imperativo de la necesidad”[73].

Pero, ¿se puede imputar el fenómeno únicamente a la necesidad? Sin duda alguna, la espantosa situación en que se encontraban los bolcheviques, al frente de un país aislado, atrasado, sumido en la guerra civil y amenazado por la intervención extranjera, fue la causa objetiva de la rápida liquidación del poder de los soviets y de la implantación de un Estado fuerte. Pero las intenciones subjetivas desempeñaron también un papel no desdeñable. Hay que estar cegado por el dogmatismo para no discernir en el leninismo, superponiéndose a tendencias libertarias y anulándolas, una propensión hacia el más autoritario de los comunismos de Estado.

Allá por 1870, un revolucionario genial, hoy redescubierto, lanzaba un grito de alarma contra las concepciones de organización del movimiento obrero y del poder “proletario” que Lenin habría de llevar al triunfo. Miguel Bakunin creyó ver en el marxismo unas veces equivocadamente, otras con razón, el embrión de lo que luego sería el leninismo.

Atribuyendo malignamente a Marx y a Engels intenciones que éstos jamás habían expresado, por lo menos abiertamente, escribía: “Pero -se dirá- todos obreros (...) no pueden convertirse en sabios. ¿Y acaso no basta que en el seno de esta asociación (la Internacional obrera) haya un grupo de hombres con un dominio tan completo como sea posible en nuestros días de la ciencia, la filosofía y la política del socialismo, para que la mayoría (...) obedeciendo con fe a su dirección (...) pueda estar segura de no desviarse del camino que la conducirá a la emancipación definitiva del proletariado? (...). Es un razonamiento que hemos oído con frecuencia, formulado, no en forma franca -faltan el valor y la sinceridad necesarios para ello-, sino con reticencias más o menos hábiles”[74].

Y Bakunin declara: “Habiendo tomado como base el principio (...) de que el pensamiento tiene prioridad sobre la vida y que la teoría: abstracta tiene prioridad sobre la práctica social, y que, en consecuencia, la ciencia sociológica debe convertirse en punto de partida de las conmociones sociales y de la reconstrucción social, han llegado necesariamente a la conclusión de que, como el pensamiento, la teoría y la ciencia son, por lo menos en la actualidad, propiedad exclusiva de un puñado de personas, esta minoría debe dirigir la vida social”[75]. Y prosigue: “Las palabras socialismo científico (...) no significan otra cosa que la dominación despótica de las masas laboriosas por parte de una nueva aristocracia, compuesta por un reducido número de sabios o de pretendidos sabios”[76]. “Pretender que un grupo de individuos -continúa- aun cuando sean los más inteligentes y estén animados de las mejores intenciones, sea capaz de convertirse en la inteligencia, el alma y la voluntad directriz y unificadora del movimiento revolucionario y de la organización económica del proletariado de todos los países, constituye una herejía tan enorme contra el sentido común y contra la experiencia histórica, que nos preguntamos con asombro cómo ha podido concebirla un hombre de la inteligencia del señor Marx (...). La implantación de una dictadura universal (...), de una dictadura que hiciese la labor de un ingeniero de la revolución mundial, que rigiese y dirigiese el movimiento insurreccional de las masas de todos los países como se dirige una máquina (...), la implantación de una dictadura semejante bastaría por sí sola para matar la revolución, para paralizarla y para inutilizar todos los movimientos populares (...). ¿Y qué pensar de un congreso internacional que, en beneficio de esta pretendida revolución, impone al proletariado de todo el mundo civilizado un gobierno investido de poderes dictatoriales?”[77].

Es cierto que hay que forzar el pensamiento de Marx para atribuirle una concepción tan universalmente autoritaria. Pero hoy, al leerle, nos parece que Bakunin presintió el bolcheviquismo, y también, la III internacional.

En lo que concierne al problema del Estado, el gran libertario no se mostró menos profético. Los “socialistas doctrinarios” “no han sido ni serán jamás enemigos del Estado, sino que, por el contrario, son y serán sus más celosos paladines”, pues aspiran a poner al pueblo bajo una nueva coyunda” y a “derramar (sobre él) los beneficios dé sus medidas gubernamentales”[78]. Sin duda admiten, como los anarquistas, que todo Estado es un yugo, pero “sostienen que sólo la dictadura -su dictadura, claro está- puede crear la voluntad del pueblo, mientras que nosotros les respondemos: ninguna dictadura puede tener otro fin que su propia perpetuación”. En vez de dejar que el proletariado destruya al Estado, quieren que este último pase a manos de sus bienhechores, guardianes y profesores: los jefes del partido comunista. Quieren concentrar todos los poderes del Estado en manos fuertes. Crearán una sola banca del Estado, concentrando en ella toda la producción industrial, agrícola y aun científica (...). Bajo el mando directo de este Estado, la nueva clase privilegiada estará constituida por los ingenieros”. Pero comprendiendo que un gobierno semejante será, “a pesar de su forma democrática, una verdadera dictadura, se consuelan con la idea que de dicha dictadura será solamente temporal, y de breve duración”.

¡Estáis listos!, les grita Bakunin. La dictadura transitoria desembocará en la “reconstrucción del Estado, de los privilegios, de las desigualdades, de la opresión estatal”; en la formación de una aristocracia gubernamental, es decir, de toda una clase integrada por gente que nada tiene en común con la masa del pueblo “y que vuelve a explotarlo y a someterlo con el pretexto de la felicidad colectiva o para salvar al Estado”.

El Estado reconstruido, sería “una especie de Estado oligárquico, el peor de cuantos ha habido”, y sería “tanto más absoluto cuanto que su despotismo se oculta cuidadosamente tras la apariencia de un respeto obsequioso hacia la voluntad del pueblo”[79]. En un país como Rusia, simplemente se conservaría el Estado de Pedro el Grande, “cimentado sobre la supresión de toda manifestación de la vida popular”, pues se puede cambiar el rótulo de nuestro Estado, se puede cambiar su forma (...), pero en el fondo seguirá siendo siempre el mismo”. Se impone, o bien destruirlo, ya que “su existencia no es compatible ni con la libertad ni con el bienestar del pueblo”, o bien hacer el “socialismo de Estado”, “reconciliarse con la mentira más vil y deleznable de nuestro siglo (...), la burocracia roja”[80].

La plaga que aquí predice Bakunin, ¿no se parece rasgo por rasgo al monstruo que el socialismo autoritario alumbró en nuestros días a partir de la Rusia atrasada? Sólo acabaremos con esa plaga, sólo libraremos de ella al mundo, si aceleramos la hora en que, por el ejercicio de la democracia, por la educación y la autogestión, se opere la fusión anunciada por Lassalle de la ciencia, de la conciencia, con la clase obrera.

Escrito en 1957. Incluido en la compilación Pour un marxisme liberaire, 1969.


[1] Blanqui, Lettre á Maillard, 6-6-1852, en Textes choisis, 1955, página 132.

[2] Engels, Introducción del 18 de marzo de 1891 a La Guerre Civile en France, Ed. Sociales, pág. 16.

[3] Blanqui, Manuscrito de 1868, en Textes..., cit., págs. 218-219.

[4] Kautsky, La dictatura del proletariado, 1918, ed. en inglés, págs. 17-18.

[5] Escritos diversos en Manifeste Communiste, Costes, 1953, págs. 128, 133, 173.

[6] Neue Rheinische Revue, 1850, en Rubel, Pages choisies de Marx, 1948, pág. 227; Discurso de Marx al Comité Central de la Liga de los Comunistas, 15 de septiembre de 1850, en Karl Marx devant les jurés de Cologne, Costes, 1939, pág. 107.

[7] Manifeste Communiste (1847), ed. cit., págs. 81-82; cfr, Maximilien Rubel, Pages choisies ¿? Karl Marx, 1948, págs. XLIII-XLV, y Karl Marx, Essaic de biographie intellectuelle, 1957, págs. 102, 288-290.

[8] Manifeste..., cit., pág. 82.

[9] Les prétendues scissions de I'Internationale, 1872, reproducido en Mouvement Socialiste, julio-diciembre de 1913.

[10]Kautsky, Neue Zeit, 1901-1902, XX, I, págs. 79-80, citado por Lenin en Que faire?, Oeuvres, t. IV, págs. 445-446; Henri Lefebvre incurre en la misma deformación del pensamiento marxista (Pour la pensée de Karl Marx, 1947, nueva ed. 1956, págs. 56 y 114).

[11] Kautsky al Congreso de la social-democracia austríaca, 2-6 de novíembre de 1901, Protokoll..., Viena, 1901, pág. 124, citada por Salomón Schwartz, Lénine et te Mouvement syndicat París, 1935, pág. 23.

[12] Marx, La,Vainte Famiille (1845), Oeuvres philosopbiques, Costes, t. II, página 145.

[13] Rosa Luxemburgo, «Masse et chefs» (en alemán, «Esperanzas frustradas»), Neue Zeit, 1903-1904, XII, núm. 2, en Marxisme contre dictature, Paris 1940, págs. 36-37.

[14] Cf r. Boris Suvarin, Staliiie, 1935, pág. 30; Nicolás Berdiaev, Les sources et le sens du communisme russe, París, 1951, págs. 94-99.

[15] Cfr. Peter 1. Lyashchenko History of the National Economy of Russia to the 1917 Revolution. Nueva York, 1949, págs. 525-548.

[16] Lenin, Que faire?, 1902, Oeuvres, t. IV, pág. 567.

[17] Lyashchenko, op. cit., pág. 551.

[18] Lenin, Un pas en avant, deux pas en arriére, 1904, Fditions Sociales, pág. 37.

[19] Lenin, Que laire?, cit., págs. 437, 445-446, 482.

[20] Ibíd., págs. 445. 447, 452.

[21] Ibíd., págs. 437-438.

[22] Ibíd., pág. 432.

[23] Un pas avant..., cit., págs. 6, 78, 86, nota.

[24] Que faíre?, cit., págs. 510-511, 516, 520-522, 528-530.

[25] Ibíd., pág. 571, nota.

[26] Un pas en avant..., cit., págs. 73-76.

[27] Ibíd., pág. 66

[28] Lenín, Discurso al 2.1 Congreso del P.S.D.0.R. (Partido Socialdemócrata Obrero Ruso), 4-8-1903, Pages

choisies.... cit., t. I, I, pág. 176. 19 Lenin, Que laire?, cit., pág. 508; prefacio de 1908 a diversos artículos, Obras

(en alemán), t. XII, pág. 74.

[29] Lenin, Que faire?, cit., pág, 508; prefacio de 1908 a diversos artículos, Obras (en alemán), t. XIII, pág, 74.

[30] Que faire?, cit., págs. 458, 532.

[31] Un pas en avant..., cit., págs. 35-37.

[32] Discurso al 2.º Congreso, cit., pág. 176; prefacio de 1908, cit., página 74.

[33] La matadie infantile du communisme, 1920, Oeuvres, t. XXV, página 208.

[34] Que faire?. cit., págs. 528-529. Discurso al 2.º Congreso, cit., Obras (en alemán). t. VI. Pág. 24.

[35] Bakunin, El Estado y el Anarauismo, 1873 (en ruso), en G. P. Maxímoff, The Political Pbilosophy of Bakunin.

Crencol (III), EE. UU., 1953, página 287.

[36] Lenin, Discurso, cit., Obras (en alernán), t. VI, págs. 22-24.

[37] Del mismo, “Los frutos de la demagogia” rnarzo de 1905. Obras (en ruso), 3.' ed., t. IV, pág. 546, cit. por

Schwartz, op. cit., pág. 25.

[38] Maladie infantile..., cit., pág. 208.

[39] Prefacio, cit., Obras (en alemán), t. XII, pág. 74.

[40] Que laire?, cit., págs. 514, 522.

[41] Ibíd., pág. 502; cfr. Bertram D. Wolfe, La Jeunesse de Lénine, París, 1951, págs. 253, 259.

[42] Trotski, Ma vie, ed. París, 1953, pág. 175; Paul Fffilich, Rosa Louxembourg, París, 1939 (en alemán), págs. 86-

89.

[43] Trotski, Staline, París, 1948, págs. 89-90, 314-317.

[44] Schwartz, op. cit., pág. 36.

[45] Trotski, Staline, cit., pág. 317; Souvarine, Staline, c,t., pág. 77.

[46] Bakunin, Qeuvrcs, Stock, t. IV, págs. 260-261.

[47] Lenin, Un pas en avant.... cit., pág. 66; “Deux tactiques”, 1905, Pages choisies..., t. 11, págs. 24-30; “Devonsnous

organiser la Révolution?”, 1905, ibíd., págs. 37, 46.

[48] Rosa Luxemburgo, “Centralisme et Démocratie”, 1904, en Marxisme contre Dictature, cit.; Trotski, Nuestras

tareas políticas, Ginebra, 1904 (en ruso). Conviene dejar constancia de que, posteriormente, Trotski se creyó en el

deber de desautorizar este folleto (no permitiendo jamás que se tradujera del ruso), y se adhirió al “leninismo”,

eludiendo, a este respecto, todo examen crítico.

[49] Rosa Luxemburgo, Grève générale, Parti et Syndicats (1906), ed. 1947, págs. 47-49, 58.

[50] Lenin, LEtat et la Révolution (1917), Petite Bibliotliéque Lenine, 1933, pág. 31.

[51] Sobre los viejos bolcheviques, dice Víctor Serge: «Su espíritu, estrechamente intolerante, se representaba al

Estado confundido con el aparato del partido, y al partido, regido por la vieja guardia» (Destin d'une Révolution,

1937, pág. 140).

[52] Deutscher, Staline, 1953, pág. 183; Víctor Serge: L’An I de la Révolution russe, 19SO, pág. 331.

[53] Lenin, L'Etat..,, cit., pág. 109.

[54] Ibíd.

[55] Maladie infantile.... cit., págs. 134-135, 228. La única restricción que admite Lenin es la siguiente: “Acaso esta

demora... sea menor en Inglaterra”.

[56] Víctor Serge, Destin d'une Révolution, cit., págs. 140, 163.

[57] Lenin, L`Etat..., cit., págs. 57, 103, 110-111, 125, 132, 137; Cfr. Vosin, La Révolution inconnue. París, 1947,

págs. 185-188.

[58] Marx, carta a W. Bracke del 5-5-1875, en Critique des Programmes de Gbota et d’Erfurt, Editions Sociales, 1950,

págs. 24-25; Lenin, L’Etat..., página 112.

[59] XI Congreso, marzo de 1922, citado en nota por el editor de Proudhon, De la capacité politique des classes

ouvriéres, Riviére, pág. 92.

[60] Manifiesto .., cit., págs. 95-96.

[61] Lenin, Sur I'impôt en nature, mayo de 1921.

[62] Con referencia a la disciplina «de hierro», humillante y policial, que reinaba en las fábricas bajo el zarismo, véase

Histoire économique de l’U.R.S.S., 1952, pág. 368, por Serge N. Prokovicz.

[63] “La catastrophe et les moyens de la conjurer”, Oeuves, t. XXI, páginas 207, 228-229.

[64] Michel Crozier, Petits fonctionnaires au travaíl, 1955.

[65] Lenin, L’Etat..., cit., págs. 57-59, 110-111, 115.

[66] Lenin, L’Etat..., pág. 111. Es perfectamente posible reemplazar a los capitalistas y a los funcionarios -en lo

tocante al control de la producción- por el pueblo en ármas (pág. 114).

[67] Lenin, L'Etat..., cit., pág. 111.

[68] Proudhon, Idée Générate de la Révolution au XIX siécle (1851), Ed. Riviére, págs. 184-185.

[69] Lenin, L'Etat..., cit., págs. 88-89, 125-126.

[70] Lenin Obras (en ruso), t. XXVI, pág. 67, en Schwartz, op. cit., páginas 85-86.

[71] Víctor Serge, L'An I de la Révotution Russe, 1930, en particular, página 331; Volin, op. cit., en particular, pág.

257.

[72] Cfr. La revolución desjacobinizada, pág. 27.

[73] Rosa Luxemburgo, La Révolution Russe (1918), ed. 1937, págs. 28-29.

[74] Bakunin, Oeuvres, cit., t. VI, pág. 95.

[75] Bakunin, Oeuvres, cit., t. VI, pág. 95.

[76] Bakunin, L'Etat et l'Anarcbie, cit,, pág. 284.

[77] Carta al diario La Liberté, en Oeuvres, cit., t. IV, págs. 342-343.

[78] Bakunin, L'Etat et l'Anarchie, cit., pág. 284.

[79] Bakunin, op. cit., págs. 237, 288; Oeuvres, t. II, pág. 108; t. IV, páginas 260, 264; t. VI, pág. 96.

[80] Carta de M. Bakunin a Herzen y Ogareff, 19-7-1866, en Correspondance, ed. Michel Dragomanov, París, 1896,

págs. 227, 219.

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