21/12/2024
Por Harvey David , ,
Acumulación mediante desposesión
En La acumulación de capital, Luxemburgo centra su atención en los aspectos duales de la acumulación capitalista:
De un lado, tiene lugar en los sitios de producción de la plusvalía -en la fábrica, en la mina, en el fundo agrícola- y en el mercado de mercancías. Considerada así, la acumulación es simplemente un proceso económico, cuya fase más importante se realiza entre los capitalistas y los trabajadores asalariados […]. Paz, propiedad e igualdad reinan aquí como formas, y era menester la dialéctica afilada de un análisis científico para descubrir cómo, en la acumulación, el derecho de propiedad se convierte en apropiación de propiedad ajena, el cambio de mercancías en explotación, la igualdad en dominio de clase.
El otro aspecto de la acumulación del capital se realiza entre el capital y las formas de producción no capitalistas. Este proceso se desarrolla en la escena mundial. Aquí reinan como métodos, la política colonial, el sistema de empréstitos internacionales, la política de intereses privados, la guerra. Aparecen aquí, sin disimulo, la violencia, el engaño, la opresión, la rapiña. Por eso cuesta trabajo descubrir las leyes severas del proceso económico en esta confusión de actos políticos de violencia, y en esta lucha de fuerzas.
Estos dos aspectos de la acumulación, según Luxemburgo, "se hallan ligados orgánicamente" y "sólo de ambos reunidos sale el curso histórico del capital". La teoría general de la acumulación del capital de Marx está construida a partir de ciertas premisas iniciales, que en gran medida son las de la política económica clásica y excluyen el proceso de acumulación primitivo. Estas premisas son: mercados de libre competencia con garantías institucionales de propiedad privada, individualismo jurídico, libertad de contratación y estructuras apropiadas de ley y gobierno por parte de un Estado "providencia", que a su vez asegura la integridad de la moneda como medio de circulación y reserva de valor. El papel del capitalista como productor que intercambia mercancías está ya bien establecido y la fuerza del trabajo se ha convertido en un bien intercambiable, generalmente, por su valor.
La acumulación "primitiva" u "original" ya se produjo, y ahora la acumulación existe bajo la forma de reproducción ampliada (aunque a través de la explotación del trabajo vivo en la producción) dentro de una economía cerrada y bajo condiciones de "paz, propiedad e igualdad". Estas premisas nos permiten ver lo que ocurrirá si el proyecto liberal de los economistas políticos clásicos, o en nuestro tiempo el neoliberalismo de los economistas, terminara por llevarse a cabo.
El brillo del método dialéctico de Marx está en cómo nos enseña que la liberalización de los mercados -el credo de los liberales y neoliberales- no llevará a un estado armonioso en el que a todo el mundo le irá mejor, sino que en vez de eso producirá niveles cada vez mayores de desigualdad social (como de hecho a sido la tendencia mundial en los últimos treinta años de neoliberalismo, especialmente en aquellos países que, como EE.UU. o Gran Bretaña, más se han ceñido a dicha línea política). Esto también conducirá, predice Marx, a crecientes inestabilidades que culminaran en crisis crónicas de sobreacumulación (del tipo que estamos viviendo actualmente).
La desventaja de esas premisas es que relegan la acumulación basada en la predación, el fraude y la violencia, a un "estado original" considerado no vigente, o, según Luxemburgo, como algo "exterior" al sistema capitalista. Una reevaluación general del papel continuo y persistente de las practicas depredadoras de la acumulación "primitiva" u "original" a lo largo de la geografía histórica del capitalismo está, por tanto, más que justificada, como varios comentaristas han señalado últimamente. Puesto que parece desacertado referirse a un proceso vigente como "primitivo" u "original", en lo que sigue se sustituirán estos términos por el concepto de "acumulación mediante desposesión".
Una lectura minuciosa de la descripción de la acumulación primitiva de Marx revela una amplia gama de procesos. Estos incluyen la mercantilización y privatización de la tierra y la expulsión por la fuerza de las poblaciones campesinas, la conversión de varias formas de derechos de propiedad (común, colectiva, estatal) exclusivamente en propiedad privada, la supresión del derecho a usar los bienes comunes, la mercantilización de la fuerza de trabajo y la eliminación de formas alternativas (indígenas) de producción y consumo, formas coloniales, neo-coloniales e imperialistas de apropiación de activos (incluyendo recursos naturales), la monetarización de los intercambios y de la fiscalización (especialmente de la tierra), el comercio de esclavos, la usura, la deuda nacional y, por último, el sistema crediticio, como forma radicales de acumulación primitiva. El Estado, con el monopolio de la violencia y las definiciones de legalidad, juega un papel crucial en apoyar y promover este proceso y existen evidencias considerables (como sugiere Marx y confirma Braudel) de que la transición al capitalismo estuvo ampliamente supeditada al apoyo del Estado, que lo sostuvo decididamente en Inglaterra, débilmente en Francia y negativamente, hasta hace poco tiempo, en China. El reciente viraje en el caso chino indica que se trata de un proceso continuo y existen evidencias de que, especialmente en el sur y este de Asia, las políticas estatales (consideremos el caso de Singapur) han jugado un importante papel a la hora de definir tanto las vías como la intensidad de las nuevas formas de acumulación de capital. El papel del "Estado desarrollista" en las fases recientes de la acumulación de capital ha estado, por tanto, sujeto a un intensivo escrutinio. Basta volver la vista a la Alemania de Bismarck o el Japón de los Meiji para comprobar que ese viene siendo el caso desde hace tiempo.
Todas las características mencionadas por Marx se mantuvieron muy presentes en la geografía histórica del capitalismo. Y, como ya ocurriera antes, estos procesos de desposesión están provocando vastas oleadas de resistencia que, en buena medida, constituyen el corazón del movimiento anti-globalización. Algunos de estos procesos fueron modificados para jugar un papel aún más importante en el día de hoy que en el pasado. El sistema crediticio y el capital financiero fueron, como ya señalaron Lenin, Hilferding y Luxemburgo, importantes herramientas de depredación, fraude y robo. Las promociones bursátiles, los "esquemas Ponzi", la destrucción premeditada de bienes mediante la inflación, el vaciamiento de activos mediante fusiones y adquisiciones, la promoción de niveles de endeudamiento que incluso en los países capitalistas avanzados reducen a poblaciones enteras, a un peonaje por endeudamiento, sin mencionar el fraude corporativo, la desposesión de bienes (el pillaje de los fondos de pensiones y el diezmado de los mismos por los colapsos corporativos) por la manipulación de créditos y acciones, constituyen pilares fundamentales del capitalismo contemporáneo. El colapso de Enron privó (desposeyó) a muchos de su medio de vida y de sus pensiones. Pero sobre todo debemos considerar el pillaje especulativo llevado a cabo por los hedge funds y las restantes grandes instituciones del capital especulativo como la punta de lanza de la acumulación mediante desposesión en los últimos tiempos.
También han aparecido mecanismos totalmente nuevos de acumulación mediante desposesión. El énfasis puesto en las negociaciones de la OMC sobre los derechos de la propiedad intelectual (el llamado acuerdo TRIPS) apunta a abrir caminos para que, mediante patentes y registros, el material genético, las semillas y toda tipo de productos pueden ser usados contra poblaciones enteras que con sus prácticas jugaron un papel crucial para el desarrollo de dichos materiales. La biopiratería está rampante y el stock mundial de recursos genéticos está en vía de beneficiar únicamente a un puñado de multinacionales. El marcado agotamiento de los recursos naturales comunes (tierra, agua, aire) y la creciente degradación del hábitat son consecuencias de la mercantilización de la naturaleza en todas sus formas y excluyen todas las formas intensivas de producción agrícola. La mercantilización de las formas culturales, la historia y la creatividad intelectual conlleva desposesiones al por mayor (la industria de la música es un claro ejemplo de explotación de la cultura y creatividad popular). La corporativización y privatización de activos, hasta ahora públicos (como las universidades) sin mencionar la ola privatizadora (del agua y los servicios públicos de todo tipo) que ha barrido el mundo, son indicativos de esta nueva ola de "cercamiento de los espacios comunes". Como ya sucediera en el pasado, el poder del Estado se ha usado para imponer este proceso incluso contra la voluntad popular. Y esto nos trae de vuelta al tema de la lucha de clases. La reprivatización de derechos comunes ganados en luchas pasadas (el derecho a una pensión publica, a la sanidad, al bienestar) ha sido uno de las más flagrantes políticas de desposesión aplicadas en nombre de la ortodoxia neoliberal. No debe sorprendernos que el reclamo por los bienes comunes y la denuncia de la acción conjunta del Estado y el capital para su apropiación hayan venido siendo vectores principales de los movimientos anti-globalización.
El capitalismo conlleva prácticas caníbalescas, así como depredadoras y fraudulentas. Como Luxemburgo señaló acertadamente "cuesta trabajo descubrir las leyes severas del proceso económico en esta confusión de actos políticos de violencia, y en esta lucha de fuerzas". La acumulación mediante desposesión puede darse en una variedad de formas y hay mucho de contingente y fortuito en su modus operandi. Aún así es omnipresente en todas las etapas históricas y se agudiza en contextos de crisis de sobreacumulación y expansión de la producción, cuando parece que no hay otras salidas posibles más que la devaluación. Arendt sugiere, por ejemplo, que las depresiones de los sesenta y setenta del siglo XIX en Gran Bretaña dieron el impulso hacia una nueva forma de imperialismo, al darse cuenta la burguesía, por primera vez, "que el pecado original del simple robo, que siglos antes había hecho posible la acumulación original de capital" (Marx) y que había posibilitado toda la acumulación posterior, tenía que repetirse una y otra vez, a riesgo de que el motor de la acumulación se detuviera. Esto nos trae de vuelta a las relaciones entre la búsqueda de ajustes espacio-temporales, los poderes estatales, la acumulación mediante desposesión y las formas de imperialismo contemporáneo.
El "nuevo imperialismo"
Las formaciones sociales capitalistas, normalmente constituidas con una configuración territorial o regional y dominadas por un centro hegemónico, se han involucrado en practicas quasi-imperialistas en busca de ajustes espacio-temporales que solucionen sus problemas de sobreacumulación. En todo caso es posible periodizar la geografía histórica de estos procesos si tomamos seriamente a Arendt cuando afirma que el imperialismo de base europea del periodo 1884-1945 fue el primer asalto al poder político global por parte de la burguesía. Los Estados-nación individuales desarrollaron sus propios proyectos imperiales para resolver los problemas de sobreacumulación y conflictos de clase originados en su área de influencia. Estabilizado en primer lugar con la hegemonía inglesa y construido en torno al libre flujo de bienes y capital en el mercado mundial, este sistema inicial se vino abajo con el cambio de siglo, dando paso a conflictos geopolíticos entre las grandes potencias que buscaban la autarquía con sistemas cada vez más cerrados y detonando dos guerras mundiales que se ajustaron bastante bien a la predicción de Lenin. Los recursos de una gran parte del resto del mundo fueron sometidos a pillaje durante esta época (no hay mas que mirar lo que Japón hizo en Taiwán o Inglaterra en el Rand sudafricano) con la esperanza de que la acumulación mediante desposesión compensaría la incapacidad crónica, que se manifestaría en los años treinta, de mantener el capitalismo mediante la expansión de la reproducción.
Este sistema fue sustituido en 1945 por otro, dirigido por EE.UU., que buscaba establecer una alianza entre los principales poderes capitalistas para impedir guerras intestinas y encontrar una forma racional de manejar conjuntamente, la sobreacumulación que había asolado los años treinta. Para que esto fuera realizable tendrían que compartir los beneficios de una intensificación del capitalismo integrado en las regiones del centro (de aquí el apoyo de EE.UU. a los pasos en dirección a la Unión Europea) e implicarse en una sistemática expansión geográfica del sistema (de aquí la insistencia de EE.UU. en la descolonización y el desarrollismo como meta generalizada para el resto del mundo). Esta segunda fase de dominio global de la burguesía estuvo en buena medida posibilitada por la contingencia de la Guerra Fría. Esto conllevaba el liderazgo militar y económico de los EE.UU. como única superpotencia capitalista (el efecto fue la creación de una hegemonía "supraimperialista" estadounidense). Pero los EE.UU. podían también absorber excedentes mediante ajustes espacio-temporales internos (como la red de autopistas interestatales, la suburbanización y el desarrollo de sus zonas Sur y Este). Los EE.UU. no eran dependientes de las exportaciones ni de las importaciones. Podían incluso permitirse abrir sus mercados a otros y así absorber por un tiempo los excedentes que empezaban a generarse en Japón y Alemania durante los sesenta. Se dio así un sólido crecimiento mediante la expansión de la reproducción a lo ancho de todo el mundo capitalista, y la acumulación mediante desposesión quedó relativamente silenciada. Se mantuvieron fuertes controles sobre el movimiento de capitales (no así sobre el de mercancías) y la lucha de clases dentro de cada uno de los Estados-nación sobre la expansión de la reproducción (cómo tendría lugar y a quién beneficiaría) era la tónica dominante. Las principales luchas geopolíticas que surgieron fueron las de la Guerra Fría (con ese otro imperio construido por los soviéticos) o luchas marginales (frecuentemente relacionadas con la Guerra Fría, lo que llevó a EE.UU. a apoyar a numerosos regímenes poscoloniales reaccionarios) que resultaron de la poca disposición por parte de los poderes europeos a deshacerse de sus posesiones coloniales (la invasión de Suez por los británicos y franceses en 1956, con nulo apoyo de EE.UU., es un caso emblemático). El creciente resentimiento por verse atrapados en una situación espacio-temporal de subsidiaridad perpetua con respecto al centro terminó por originar movimientos de liberación nacional e independentistas (respaldados en buena medida por los análisis de la izquierda referidos a desarrollo y dependencia).
Este sistema se vino abajo alrededor de 1970, cuando la hegemonía económica de EE.UU. se hizo insostenible. Se tornó difícil mantener los controles sobre el capital al inundarse los mercados con los dólares americanos excedentes. Los EE.UU. buscaron entonces crear un nuevo sistema, que descansara sobre la combinación de nuevos acuerdos institucionales y financieros que hiciesen frente a la amenaza económica de Alemania y Japón y que recentrara el poder económico en la forma de un capital financiero que operaría desde Wall Street. La alianza entre la administración Nixon y los Saudíes para poner el precio del crudo por las nubes en 1973 dañó mucho más a las economías europea y japonesa que a la de EE.UU. (que por aquel entonces no era demasiado dependiente de los suministros de Medio Oriente). Los bancos estadounidenses obtuvieron el privilegio de reciclar los petrodólares y reinyectarlos a la economía mundial. Amenazados en el terreno de la producción, los EE.UU. contraatacaron asentando su hegemonía en las finanzas. Pero, para que este sistema funcionara correctamente, los mercados y especialmente los mercados financieros tenían que ser abiertos al comercio mundial (un lento proceso que requirió una feroz presión por parte de EE.UU., respaldado por herramientas internacionales como el FMI, y una igualmente feroz adopción del neoliberalismo como nueva ortodoxia económica). También implicaba un reajuste de poder dentro de la burguesía, desde el sector productivo a las instituciones financieras. Esto podía ser usado para combatir el poder de las organizaciones de la clase trabajadora, dentro de la reproducción expandida, bien directamente (ejerciendo una vigilancia disciplinaria sobre la producción) o indirectamente, facilitando una mayor movilidad geográfica para todas las formas de capital. El capital financiero jugaba por tanto un papel central en esta tercera etapa de dominio burgués sobre la economía mundial.
Este sistema era mucho más volátil y depredador, y conoció varios impulsos de acumulación mediante desposesión (normalmente bajo la forma de ajustes estructurales recetados por el FMI) como antídoto a la incapacidad de mantener la expansión de la reproducción sin caer en las crisis de sobreacumulación. En algunos casos, como en América Latina en los ochenta, se saquearon economías enteras y sus activos fueron recuperados por el capital financiero estadounidense. En otros se trató mas bien de exportación de la devaluación. El ataque de los hedge funds sobre las monedas tailandesa e indonesia, respaldado por las salvajes políticas devaluadoras exigidas por el FMI, condujo a la bancarrota incluso a sectores viables y revirtió los notables adelantos económicos y sociales que se habían producido en el este y sureste asiáticos. El resultado fue el paro y la pauperización para millones de personas. La crisis también realzó el dólar, confirmando el dominio de Wall Street y generando un asombroso boom en el valor de los activos para los estadounidenses acaudalados. Se empezaron a vertebrar luchas en torno a temas como los ajustes estructurales impuestos por el FMI, las actividades depredadoras del capital financiero y la pérdida de derechos por las privatizaciones.
Las crisis de la deuda pudieron usarse en cada país para reorganizar las relaciones sociales de producción, de manera que en cada uno de los casos se favoreciera la penetración de capitales externos. Así, los regímenes financieros domésticos, los mercados domésticos de bienes y las incipientes firmas locales, quedaron desprotegidos facilitando su posterior conquista por parte de compañías americanas, japonesas y americanas. Los bajas tasas de ganancia en las regiones del centro podían por tanto ser compensadas por las mayores tasas obtenidas en el extranjero. La acumulación mediante desposesión adquirió un papel cada vez más importante en el capitalismo global (con la privatización como uno de sus mantras principales). La resistencia en esta área, más que en la de la reproducción ampliada, pasó a ser un elemento central del movimiento anticapitalista y antiimperialista. Pero el sistema, aunque centrado en el complejo Wall Street-Reserva Federal, presentaba muchos aspectos multilaterales con sus centros de Tokio, Londres-Frankfurt y otros muchos lugares que tomaban parte en la acción. Estaba asociado con la emergencia de corporaciones capitalistas transnacionales que, aunque pueden tener una base en tal o cual Estado-nación, se extienden a lo largo y ancho del globo en formas que eran impensables en las primeras etapas del imperialismo (los trusts y cárteles que describiera Lenin estaban todos firmemente ligados a determinados Estados-nación). Este era el mundo que el gobierno de Clinton, con su todopoderoso Secretario del Tesoro, Robert Rubin, proveniente del sector especulativo de Wall Street, pretendía dirigir mediante un multilateralismo centralizado (con su epítome en el llamado "Consenso de Washington" a mediados de los noventa). Pareció por un momento que Lenin podía estar equivocado y Kautsky en lo cierto y sería posible un ultraimperialismo basado en la colaboración "pacífica" entre los principales poderes capitalistas (que ahora se plasmaría en el G7 y la llamada "nueva arquitectura económica", bajo la égida del dominio estadounidense).
Pero el sistema desembocó finalmente en serias dificultades. La total volatilidad y la caótica fragmentación de los conflictos de poder hace que sea difícil, tal como decía Luxemburgo, discernir, entre el humo y los espejismo (especialmente los del sector financiero) cómo funcionan las leyes económicas.
En la medida en la que la crisis de 1997-98 develó que el principal centro productor de plusvalía estaba localizado en el este y sureste asiáticos, la rápida recuperación capitalista en esta zona volvió a colocar el problema de la sobreacumulación en la escena internacional. Esto plantea la cuestión de cómo podría organizarse una nueva forma de ajuste espacio-temporal (¿en China?), o de quién llevará la peor parte en una ronda devaluadora. La anunciada recesión en EE.UU. tras una década o más de espectacular (incluso irracional) exhuberancia indica ellos mismos bien podrían no ser inmunes. Bajo la inestabilidad subyace el rápido deterioro de la balanza de pagos estadounidense. Según Brenner "la misma explosión de las importaciones que impulsó la economía internacional" durante la década de 1990 "llevó a los EE.UU. a un déficit comercial récord con las consiguientes y sin precedentes responsabilidades para con los propietarios de ultramar" y "la vulnerabilidad sin precedentes de la economía americana a una huida de capitales y un colapso del dólar". Pero esta vulnerabilidad afecta a ambas partes. Si el mercado estadounidense colapsa, también las economías que lo tienen como destino de sus excedentes se vendrán abajo con él. La facilidad con la que los bancos centrales de países como Japón y Taiwán otorgan préstamos para cubrir el déficit estadounidense es, en buena medida, una medida autoprotectora. De esta forma financian el consumismo americano que constituye el mercado para sus productos. Puede que ahora incluso financien el esfuerzo de guerra estadounidense.
Pero el dominio y la hegemonía de los EE.UU. están, una vez más, en peligro, y esta vez la amenaza parece ser más acentuada. Si, por ejemplo, Braudel (y con él Arrighi) está en lo cierto, y una poderosa oleada de financiarización es el preludio a la transferencia de los poderes dominantes de una a otra hegemonía (como ha ocurrido históricamente), entonces el giro de los EE.UU. en 1970 hacia la financiarización aparecería como una jugada especialmente autodestructiva. Los déficits (tanto internos como externos) no pueden continuar indefinidamente en una espiral descontrolada, y la habilidad y disposición de otros (especialmente en Asia) a la hora de financiarlos (al ritmo de 2.3 mil millones, según la cifra actual) no es inagotable. Cualquier otro país del mundo que presentara un cuadro macroeconómico semejante al de EE.UU. ya habría sido sometido a un despiadado plan de austeridad y ajuste estructural por parte del FMI. Pero, como señala Gowan: "La capacidad de Washington para manipular el valor del dólar y de explotar el dominio internacional de Wall Street permitió a las autoridades de EE.UU. evitar lo que otros Estados debieron llevar a cabo: vigilar la balanza de pagos, ajustar la economía doméstica para asegurar altos niveles ahorro e inversión domésticos, vigilar el endeudamiento público y privado, asegurar un sistema efectivo de intermediación financiero doméstico que garantice el desarrollo del sector productivo doméstico". La economía de EE.UU. tuvo "una vía de escape de todas estas tareas" y a "cualquier baremo capitalista de contabilidad nacional" y la resultante es que ha llegado a un estado "profundamente distorsionado e inestable". Y, lo que es más, las sucesivas oleadas de acumulación mediante desposesión, emblema del nuevo imperialismo estadounidense, están dando lugar a distintas formas de resistencia y resentimiento dondequiera que se efectúen, lo que ha generado no sólo el movimiento anti-globalización mundial (fenómeno distinto a las luchas de clases que se daban en un contexto de reproducción ampliada) sino también resistencias activas frente a la hegemonía de EE.UU. por parte de antiguos poderes subordinados, especialmente en Asia (Corea del Sur sería un ejemplo de esto).
Los EE.UU. cuentan con opciones limitadas. Podrían dar marcha atrás a su trayectoria imperialista involucrándose en una redistribución masiva de la riqueza dentro de sus propias fronteras, buscando solucionar la sobreacumulación mediante ajustes temporales internos (una considerable serie de mejoras en la educación publica sería un buen comienzo). También sería de utilidad una estrategia industrial de revitalización de su sector manufacturero, para nada extinto. Pero esto implicaría o bien unas finanzas aún más deficitaria, o bien mayores impuestos, acompañados de mayor control estatal, y esto es precisamente lo que la burguesía se niega siquiera a considerar (al igual que en tiempos de Chamberlain): cualquier político que propusiera un paquete de medidas semejantes sería sin duda aplastado por la prensa capitalista y sus ideólogos y de la misma manera perdería cualquier elección ante el abrumador poder del dinero. Y la ironía está en que, pese a todo, un contraataque masivo en el interior de EE.UU. y otros países del centro capitalista (especialmente Europa) contra las políticas neoliberales y el recorte del gasto estatal podría ser una de las únicas maneras de proteger internamente al capitalismo de sus propias tendencias autodestructivas.
Una acción aún más suicida sería intentar imponer en los EE.UU. el tipo de autodisciplina que el FMI suele aplicar a los demás. Cualquier intento por parte de un poder exterior (mediante una huida de capitales y un desplome del dólar, por ejemplo) desencadenaría sin duda una salvaje respuesta política, económica e incluso militar por parte de EE.UU. Es difícil imaginar a los EE.UU. aceptando tranquilamente, tal y como afirma Arrighi que deberían hacer, el hecho de que nos encontramos en una gran reubicación hacia Asia como nuevo centro de poder global. No es muy realista pensar que los EE.UU. pasarían a segundo plano en paz y tranquilidad. Conllevaría, además una reorientación radical -de la que tenemos ya algunas señales- por parte del capitalismo de Extremo Oriente, desde la dependencia al mercado estadounidense al cultivo de un mercado interno asiático. Aquí el gigantesco programa de modernización chino -una versión interna de ajuste espacio-temporal que equivaldría al que se llevó a cabo en EE.UU. en las décadas de los cincuenta y sesenta- puede jugar un papel crítico, absorbiendo gradualmente los excedentes de Japón, Taiwán y Corea y disminuyendo así el flujo dirigido a EE.UU. La consiguiente hambruna de fondos tendría consecuencias calamitosas para los EE.UU.
En este contexto es que nos encontramos con elementos del establishment político estadounidense abogando por la puesta en marcha de la maquinaria militar, único poder absoluto que les queda, hablando abiertamente de imperio como opción política (posiblemente para extraer tributo del resto del mudo) y buscando controlar los suministros de petróleo como medio para contrarrestar los vuelcos de poder que acechan en la economía global. Así cobran así sentido los actuales intentos de EE.UU. para asegurarse un mejor control de los suministros petrolíferos de Irak y Venezuela (alegando la restauración de la democracia en el primer caso y derrocándola en el segundo). Buscan una repetición de lo acontecido en 1973, puesto que Europa y Japón, así como el este y sudeste asiáticos (ahora incluyendo destacadamente a China) son aún más dependientes del crudo del Golfo que los EE.UU. Si los EE.UU. se las ingenian finalmente para derrocar a Sadam y Chávez, si consiguen estabilizar o reformar un régimen saudita armado hasta los dientes, que se encuentra actualmente en las arenas movedizas de un régimen autoritario (y en peligro de caer en manos del Islam radicalizado, lo que constituía, al fin y al cabo, el objetivo principal de Osama bin Laden), si pueden pasar (y parece que sí podrán) de Irak a Irán y consolidar sus posiciones en Turquía y Uzbekistán como presencia estratégica con relación a las reservas petrolíferas de la cuenca del Caspio, entonces los EE.UU., controlado la espita petrolífera mundial, pueden albergar esperanzas de mantener su control sobre la economía global y asegurar su propia posición hegemónica para los próximos cincuenta años.
Pero dicha estrategia plantea enormes peligros. Habrá inmensas resistencias por parte de Europa y Asia, con Rusia siguiéndoles de cerca. La resistencia por parte de Francia y Rusia, que ya tenían vínculos con el petróleo Iraquí, a respaldar la invasión estadounidense de Irak es un ejemplo ilustrativo. Los europeos se encontrarían mucho más cómodos en un modelo kautskyano de ultraimperialismo, en el que los principales poderes capitalistas colaborarían en igualdad de condiciones. La perspectiva de una hegemonía estadounidense (súper-imperialismo) basada en la militarización y el aventurerismo permanentes, que podría amenazar seriamente la paz global, no es nada atractiva. Esto no implica que el modelo europeo sea mucho más progresista. Si se ha de creer a Robert Cooper, un consejero de Blair, éste resucita las distinciones decimonónicas entre Estados civilizados, bárbaros y salvajes transmutados en Estados postmodernos, modernos y pre-modernos, con los postmodernos en la obligación de inculcar, por medios directos o indirectos, la obediencia a normas universales (léase "de la burguesía occidental") y las prácticas humanistas (léase "capitalistas") a lo largo y ancho del globo. Este es exactamente el modo en el que los liberales decimonónicos como John Stuart Mill, justificaban mantener el tutelaje sobre la India y la exacción de tributos del extranjero, al tiempo que abogaban por principios de gobierno representativo en la metrópolis. En ausencia de cualquier revitalización, fuerte y sostenida, de la acumulación por expansión de la reproducción, seremos testigos de la profundización de políticas de acumulación mediante desposesión, para que el motor de la acumulación no se pare del todo.
Esta forma alternativa de imperialismo será difícilmente soportable para amplias capas de la población mundial, que han soportado y en algunos casos combatido las formas de acumulación mediante desposesión y las formas de capitalismo depredador que se han dado en las últimas décadas. El ardid liberal que proponen personajes como Cooper resulta demasiado familiar a los autores postcoloniales como para ejercer ningún atractivo. Y el flagrante militarismo que vienen proponiendo los EE.UU., con la excusa de que es la única forma de combatir el terrorismo, no sólo está cargado de peligros (incluyendo peligrosos precedentes de "ataques preventivos") sino que va siendo desenmascarada como el intento de mantener una hegemonía amenazada, sino perimida, sobre el sistema global.
Pero es posible que la cuestión más interesante esté en la repercusión dentro de los propios EE.UU. Sobre esto, Hannah Arendt hace una reveladora afirmación: el imperialismo en el exterior no puede sostenerse sin la represión, e incluso la tiranía, en el interior. El daño infringido a las instituciones democráticas domésticas puede (como aprendieron los franceses durante la guerra de Argelia) puede ser considerable. La tradición popular en los EE.UU. es anticolonial y antiimperialista y costó muchos trucos (cuando no decepciones) enmascarar, o por lo menos recubrir de tinte humanitario, el papel imperial de los EE.UU. en los asuntos mundiales durante las últimas décadas. No es claro que la población estadounidense vaya a apoyar un giro hacia algún tipo de Imperio militarizado permanentemente (no más de lo que apoyó la guerra de Vietnam). Ni es probable que acepte pagar por mucho tiempo el precio (en libertades civiles y derechos) ya considerable de las cláusulas represivas incluidas en las Actas Patriótica y de Seguridad Interna. Si el Imperio conlleva rasgar la Carta de Derechos, entonces no está claro que semejante trato vaya a ser aceptado fácilmente. Pero, por otra parte, la dificultad estriba en que, en ausencia de algún tipo de dinámica revitalización de la acumulación mediante expansión de la reproducción y siendo limitadas las posibilidades de acumular por desposesión, es factible que la economía de EE.UU. se hunda en una depresión deflacionista que haría palidecer la de la última década japonesa. Y si se produce una seria huida del dólar, entonces la austeridad tendrá que ser intensa, a no ser que emerjan políticas de redistribución de la riqueza y los activos (perspectiva que sería contemplada con extremo horror por la burguesía) que se centraría en la completa reorganización de las infraestructuras sociales y físicas de la nación, absorbiendo el capital y trabajo excedentes en una forma socialmente útil, opuesta a las funciones puramente especulativas.
Por tanto, la forma que pueda tomar cualquier tipo de nuevo imperialismo está aún en el aire. La única certeza de la que disponemos es que nos encontramos en el momento crucial de una gran transición del funcionamiento del sistema global y que existe una variedad de fuerzas en movimiento, capaces de inclinar la balanza de un lado o del otro. El equilibrio entre acumulación mediante desposesión y acumulación por expansión de la reproducción ya se ha roto a favor de la primera y es improbable que esta tendencia haga sino acentuarse, constituyéndose en emblema del nuevo imperialismo. También sabemos que la trayectoria económica que adopte Asia es fundamental, pero el dominio militar todavía reside en los EE.UU. Esto, como señala Arrighi, representa una configuración inédita y puede que Irak sea testigo de cómo funcionaría, a escala global, en un contexto de recesión generalizada. La hegemonía que los EE.UU. mantenía en los sectores militar, financiero y productivo en el periodo de posguerra se vino abajo en el sector productivo después de 1970, y bien podría volver a hacerlo ahora en el financiero, dejándole únicamente el poderío militar. Lo que ocurra en el interior de EE.UU. es por tanto de una importancia vital para determinar en qué forma puede articularse el nuevo imperialismo. Existe, para empezar, una aglomeración opositora a la profundización de la acumulación mediante desposesión. Pero las formas de lucha de clases que de aquí se desprenden son de una naturaleza muy distinta de las clásicas luchas proletarias de la reproducción expandida (las cuales continúan aunque con sordina) sobre las que teóricamente descansaba el futuro del socialismo. Es importante impulsar los vectores emergentes de unificación de las luchas, pues en ellos podemos distinguir las líneas generales de una forma de globalización, no imperialista, totalmente distinta, centrada en objetivos humanitarios y de bienestar social, además de en formas creativas de desarrollo geográfico desigual, en vez de en la simple glorificación del poder del dinero, las acciones y la incesante acumulación por cualquier medio de capital en el vasto escenario de la economía global, que siempre acaban en la concentración de inmensas riquezas en espacios reducidos. Puede que nos encontremos en un momento lleno de volatilidad e incertidumbre pero eso también implica que estamos en un momento lleno de inesperado potencial revolucionario.