03/12/2024
Aprendimos que uno solo no cuenta, que las palabras yo, tú, él, suenan como himno de vida cuando las transformamos en la palabra nosotros. Aprendimos que la muerte y la vida son un continuo que hay que enfrentar con valor y dignidad.
Aprendimos que el pueblo no es sólo un concepto sino que somos todos, y que sentir cualquier injusticia como propia debe ser una actitud cotidiana.
Aprendimos que acariciarnos, luchar, trasnochar trabajando, volantear, reír, llorar, asustarnos, todo era vivir.
Aprendimos que un Rector no es aquel que despacha en Rectoría, sino el que baja del sexto piso, lucha y marcha a nuestro lado o nosotros al suyo.
Aprendimos que el PRI-gobierno nunca permitirá un espacio, que tenemos que luchar por él, que su discurso de poder lleva tras de sí mentiras, persecución, golpes, balas y muerte
Testimonio de Rafael Anzures y Bolaños (en Cazés, 1993a: 57)[1]
La ruptura está en el margen
Hay que evitar la unilateralidad en las resonancias de lo que podríamos apreciar como un movimiento de impactos diferenciados pero perceptibles a escala mundial. Esta modificación en la perspectiva servirá para eludir cierto eurocentrismo, que en ocasiones se cuela en nuestro punto de mira, incluso de modos muy sutiles o imperceptibles. Así que para alcanzar a percibir huellas persistentes de aquel acontecimiento, que dan relieve de su actualidad, sirve no congelarlo en una de sus instantáneas sino ver los amarres de una serie que enlaza diversas comarcas del planeta en un lapso que se estira: “el momento 1968”. A tal fin es útil, entonces, matizar la imagen según la cual la plaza parisina (colocada en el centro del mundo) abrió un camino, con el Mayo Francés, que es reproducido o imitado en otros sitios (periféricos). Los sucesos que dan la impronta de un mundo que se cimbra se iniciaron previamente. Específicamente en tanto movilización estudiantil comenzó un año antes en Alemania, en 1967 y se prolongó en México durante el segundo semestre de 1968 y comprende también al “cordobazo” en Argentina, durante mayo de 1969. Hay, pues, “muchos sesentayochos”, los que se inscriben en una coyuntura que les unifica porque de ella parecen brotar, la de la convulsa década de los sesenta, de la que son su mayor clímax sintomático. Encarnaron en la rebeldía juvenil una expresión privilegiada en la tensión de lo posible, empujaron prácticas cotidianas hacia una dirección que parecía imposible, la de un común que se anima a “tocar el cielo con sus manos”.
En el caso del sesentayocho mexicano podemos percibir también, aunque de manera algo remota, los ecos de la lucha por la Reforma Universitaria de Córdoba. En ambos escenarios, como había sostenido Mariátegui sobre aquella lucha emblemática de 1918, se distaba mucho “de proponerse objetivos exclusivamente universitarios”. Aquellos estudiantes, que nacieron con el anuncio del nuevo siglo, se movilizaron para modificar las formas de gobierno e instaurar la autonomía al interior de los recintos académicos, trayendo con ello al salón de clase una discusión primordial: la cuestión del poder, que hasta ese momento se veía como un asunto reservado a pertenencias aristocráticas o a dictaminadores trascendentales. Tal vez por esa razón su lucha se extendió rápidamente a todo el subcontinente latinoamericano y logró construir toda una red de vinculación entre sectores significativos que pelearon por igual en Argentina, Uruguay, Chile, Perú, etc. El movimiento mexicano, medio siglo después de aquellos acontecimientos, accede también a sus más altas cumbres de reflexión en las propuestas de “la autogestión académica”, donde no solo se trastocan los equilibrios de la relación de la Universidad con la sociedad sino que el estudiantado (como el nervio fundamental de los procesos de enseñanza) se revela como el agente en que encarna la crítica y la autocrítica. La sociedad, por su medio, puede operar procesos de autoconocimiento, elevarse con la crítica a sí misma, en esos instantes de esclarecimiento, y por fin medirse ante la talla de sus tareas históricas. Por eso es que “pareciera que el tiempo se detiene”, pues el sujeto ahí convocado, al definir su papel ante dichas encrucijadas, abre o cierra alternativas de futuro.
Así como José Carlos Mariátegui decía que con el Cordobazo de 1918 se podía ver el surgimiento de una nueva generación latinoamericana (Mariátegui, 1979: 109), lo mismo podemos decir respecto de los distintos sesentayochos: en su conjunto y pluralidad representan, a nivel mundial, el surgimiento de una nueva generación que se atreve a criticar lo estatuido. Por ello, Paco I. Taibo II dirá que la vida política del México contemporáneo es, en gran medida, deudora de ese movimiento, de aquella capa poblacional que “asumió la voluntad de cambiar este país” (Taibo II, 2012: 136). La ola sesentayochera rebasó con mucho la medida latinoamericana, se presentó desde sus primeros brotes como un fenómeno de carácter mundial. La inconformidad con lo existente parecía estremecer de modo más definitivo, en una instancia que pudiera ser de mera transición (adolescentes que están en vías de convertirse en “personas responsables”) a la vida toda, tanto en la dimensión existencial de la persona como en la politización de colectividades enteras; por ello afirma José Revueltas, en uno de sus textos más logrados, que “la juventud no son los jóvenes sino los cambios que propugnan los jóvenes” (Revueltas, 1978: 110).
En ambos quiebres de coyuntura (de escala latinoamericana en 1918 y de cobertura transcontinental en 1968), la juventud fue el actor que marcó los ritmos, los anhelos y los sueños que le dieron forma a transformaciones duraderas (Biagini, 2012). Se ha señalado, de distintas maneras, que el siglo XX es la época en que emerge la juventud como un sujeto. Esta etapa intermedia entre la infancia y la madurez tenía una tarea muy concreta, al decir de Bolívar Echeverría:
La sociedad burguesa inventa la edad de la juventud para tener un instrumento que le sirva en este proceso ya centenario que es el de la modernización ilustrada, de la lucha contra las tinieblas, contra las pervivencias del pasado y las tradiciones que obstaculizan el progreso con su irracionalidad. La juventud pasa a ser a la vez instrumento y protagonista de esta lucha contra las tinieblas. Es interpretada como portadora de la ilustración, de la guerra contra todas estas formas añejas y estorbosas que obstaculizan el despliegue de la vida burguesa, sobre todo en Europa (Echeverría, 2008: 23).
Ya para los años cincuenta y sesenta del siglo XX en Estados Unidos y Europa, y de manera irregular en las otras partes del mundo, el auge de la juventud será inminente. Para esas fechas ese grupo poblacional se verá inmerso en procesos de creciente politización, pues le ha de tocar hacerse cargo de la reconstrucción de la posguerra, proceso en que opera el relevo hegemónico al interior del sistema mundial, que más que representar una promesa pujante o un logro irreversible de la modernidad capitalista, ofrece una cara de su accidentado despliegue: corresponde al momento cumbre de “americanización” en todos sus contornos, no es solo nueva pujanza en lo económico sino impulso de la incesante vocación imperialista. La juventud, entonces, se niega a enrolarse en sus ejércitos, a ser parte activa del contingente militar en una supuesta época de paz, o carne de cañón cuando empiecen a dirimirse los conflictos en tierras lejanas. De la misma manera, aunque su condición económica tiende a una relativa estabilidad, participa “bajo protesta” de la modernización capitalista que prefigura la recomposición del capital impuesta con todo a partir de la década de los setenta. Varios fenómenos imbricados forman parte de esta negativa juvenil a lubricar dos de los engranajes más preciados del capitalismo: el del polo productivo al nivel de la fábrica social que integra a su égida la esfera del consumo y el ámbito de un futuro desbocamiento en las fuerzas destructivas del sistema, que les involucra en tanto operador consciente, filamento humano, de las máquinas de guerra.
Las tomas universitarias y los Comités de Acción en París adquirieron un tono de crítica a la vida cotidiana (liberación sexual, derecho al aborto), al consumismo y la intención de irradiar hacia otros planos (sumar a los obreros y ocupar la fábrica, paralizar la ciudad), de todos aquellos que desconfiaban de “los que tenían más de treinta años”, esto es, de la muchedumbre que les antecede y del orden social que por su apatía u omisión se ha edificado, por ello su condición icónica en la intención de operar cultural y socialmente un genuino parricidio. Pero habría que comenzar a preguntarse también si no es que en dichos sucesos resuenan tendencias de las luchas del Sur del mundo que planteaban, y con fuerza, la cuestión de la democratización a una escala global. Esa es también la sospecha fundada de un afamado periodista:
[…] cuando la juventud de Estados Unidos y Europa occidental se sublevó contra el orden establecido denunciando la guerra de Vietnam, sus prejuicios raciales y su ortodoxia social, la mirada desafiante del Che se convirtió en el ícono definitivo de una revuelta entusiasta, aunque en gran medida vana. Si el cuerpo del Che había desaparecido, su espíritu estaba vivo; estaba en ninguna parte y en todas (Anderson, 2016: 11).
Por ello, quizá convenga hacer una contralectura de la disposición panorámica de los acontecimientos y partir desde los bordes del sistema-mundo moderno hacia los centros metropolitanos. De esa lectura paralela, o hasta en diagonal, se obtiene un registro según el cual los acontecimientos de la periferia acompañaron e influenciaron los imaginarios de los estudiantes parisinos, como antes lo hicieron con los descontentos jóvenes del Berlín occidental. Si es que hubo un lenguaje común, en que se condensó una gramática política distinta que alzó su voz en las proclamas de un antifascismo internacionalista (en que los espacios se ocupan con la marcha, la sentada o el corte de ruta; mientras las bardas, pasquines o volantes interpelan, hasta poéticamente, a los transeúntes), fue porque hallaba su nutriente en un eco que se remitía desde muy lejos, desde aquellos repertorios de una desigual confrontación, que ante la acostumbrada política del “poder colonialista” oponía recias y renovadas escaramuzas en una incansable pugna que acontecía en los confines de la periferia. En esos bordes de un mundo que parecía venirse a pique, la consigna era “crear dos, tres, muchos Vietnam”. Henri Lefebvre, atento lector de su tiempo, pondrá especial acento en la lógica que estaba sacudiendo al por aquel entonces denominado tercer mundo:
Los últimos años han modificado la imagen de la historia vivida y recibida por la juventud. Mientras que una fuerte corriente intelectual, en Francia y en otros países, relegaba la historia al pasado histórico en beneficio de una ideología -la organización social mediante la racionalidad economista- la historia continuaba. […] El pequeño país de Vietnam resiste victoriosamente a la enormidad americana, reunidos alrededor de Fidel Castro, algunos hombres decididos cambiaron la faz de un país y destronaron a un dictador. El Che Guevara intentó tomar un continente; su figura tiene hoy una grandeza casi mítica; fue él quien dio un rostro a la revolución en la revolución. (Lefebvre, 1974: 96)
Esta emergente gramática política, y el traspaso simbólico de sus más emblemáticos íconos, venían siendo esgrimidos de antaño en los procesos de descolonización que se vivieron con el inicio del período. No será casualidad que una de las figuras de esas gestas, que igualmente cautivó a Jean Paul Sartre, fuera el psiquiatra y filósofo martiniqués Frantz Fanon, que se sumó al contingente por la liberación nacional de Argelia. Adolfo Gilly ha hecho mención de la fuerte vinculación que hubo entre los procesos de liberación colonial y la resistencia de los jóvenes en las metrópolis, estos últimos elevaban su voz por la desocupación de las colonias y contra la masacre de los países invadidos como Vietnam (Gilly, 2009: 187). Sin embargo, Lefebvre observaba una radicalidad mayor en este movimiento global por la descolonización, pues parecía revertir el descontento hacia los patios interiores de las zonas céntricas, hacia su Hinterland solo aparentemente alejado de la confrontación:
El capitalismo de organización tiene actualmente sus colonias en las metrópolis, y si cuenta con el mercado interior es para utilizarlo a la manera colonial. La doble explotación del productor como tal, y del consumidor como tal, transfiere la experiencia colonial al seno del pueblo ex colonizador. (Lefebvre, 1974: 97)
Los muchos sesentayochos
Mike Davis elabora un recuento mensual del año 1960 en los Estados Unidos de Norteamérica (Davis, 2018) para ilustrar los contrastes con lo que Edward Palmer Thompson caracterizó como la “década apática” de los cincuentas, que al privilegiar soluciones privadas a calamidades públicas se constituyó en una especie de elogio del encierro. Nada más contrastante con la ocupación de la plaza y la empatía con el otro que signaría a los jóvenes de los años sesenta. El somero listado que ofrecemos a continuación da razón de lo que Mike Davis vislumbraba como una tendencia en la sociedad americana, ambiente que rompe el espejismo de medio siglo y nos permite ampliar el enfoque y caracterizar de suyo al “momento 1968”: “una nueva conciencia social que repudiaba esa cultura de apatía moral alimentada por una resignada impotencia” (Davis, 2018: 95).
En varios campi universitarios de Estados Unidos, en varias ciudades de Alemania, en la capital japonesa, en las zonas de reciente industrialización en Italia y en el Barrio Latino en París, la inconformidad de los estudiantes expresaba un cambio de época que ponía en entredicho la bonanza económica ya de por sí enjuiciada por los ecos de la descolonización del Tercer Mundo. El sistema de la guerra fría se inauguraba con el elevamiento del muro en Berlín (agosto de 1961), pero se atizaba con vientos del trópico pues la revolución cubana no solo ejemplificaba hasta dónde se podía llegar, sino que estabilizaba el desorden promovido en los primeros intentos contrarrevolucionarios, la ex república bananera resistía heroicamente el intento de invasión en Bahía de Cochinos y, en medio de dimes y diretes de Nikita Kruschev y John F. Kennedy, ponía en alerta al mundo entero con el conflicto de los misiles en octubre de 1962.
A unos cuantos kilómetros, por igual en la Costa Este u Oeste, o en la región del Mississippi, la curva del descontento tocó las entrañas del monstruo y tomó forma en la digna lucha por los derechos civiles y contra el racismo en la nación estadounidense, que en poco tiempo se fue extendiendo a todos los guetos metropolitanos de ese país. Si en su inicio también se combinaba con la oposición a la guerra colonial sobre Indochina (así lo fue en Berkeley y también en Columbia), no bien iniciada la década su punto culmen se dio con el asesinato de Martin Luther King en Memphis, Tennessee, el 4 de abril de 1968, que desencadenó la más espectacular oleada de revueltas negras en más de cien ciudades grandes y pequeñas de los Estados Unidos. El estallido se alimentó de un descontento persistente y acumulado; si en 1965 el asesinato de Malcom X daba una faz, al año siguiente se mostraba la otra cara con la fundación del Black Panther Party que, junto a la producción literaria y de pensamiento filosófico-social, desperdigó al mundo entero la expresión de lo afroamericano, que hundía su raíz centenaria en la condición históricamente deshumanizante del viviente humano en la medida en que fue orillado a ser tratado como negro. Nombres como los de W. E. B. Du Bois, a inicios de siglo, o Richard Wright, James Baldwin y Angela Davis, a mediados de los sesenta, consolidaban así una refinada expresión del mundo de los posibles. “La experiencia vivida del negro”, al decir de Fanon, ramificaba en algo más complejo, diverso y plural, y colocaba esas propuestas a distancia del humanismo que hasta entonces había promovido Occidente en sus relativamente formales pero no corpóreos y concretos “discursos de emancipación”.
Montreal tuvo una importancia histórica en la diáspora negro-afro-antillana, y hasta fue lugar de residencia de importantes representantes de la izquierda negra (ahí se presentaron y luego se difundieron importantes trabajos, entre otros, de C. L. R. James y Walter Rodney). Luego del asesinato de Martin Luther King muchos activistas por los derechos civiles hicieron su transición hacia el movimiento del Black Power, “el que mejor capturó el estado de ánimo militante de ese año” (Austin, 2014: 36), como lo testimonia el saludo con que tres atletas sorprendieron al mundo entero en la Olimpiada de 1968, constituyéndose como una de las imágenes icónicas de la lucha contra la segregación racial. No sorprenderá, entonces, saber que “el movimiento del Poder Negro tuvo una marcada presencia en Canadá y encontró una forma de realización particular, en la Montreal de los años sesenta. La ciudad se convirtió en la «Meca» para los estudiantes negros y caribeños y en centro de pensamiento revolucionario” (Austin, 2014: 19). No es casual que ahí, entre el 11 y 14 de octubre de 1968, tuviera lugar el Congreso de Escritores Negros, en las universidades de McGill y de Sir George Williams (hoy Universidad de Concordia), organizado y celebrado por estudiantes caribeños y militantes de la comunidad negra de la ciudad. El evento evocaba, por supuesto, la mítica reunión organizada por la revista Présence Africaine (fundada en 1947) hacía poco más de una década: el célebre Primer Congreso de Escritores y Artistas Negros, desarrollado en París del 19 al 22 de septiembre de 1956, donde Frantz Fanon leyó su legendario texto “Racismo y cultura”. Había otro antecedente inmediato de no menor importancia, en el que la lucha descolonizadora sumaba el recuerdo del Che Guevara y sus propuestas de construcción del Hombre Nuevo: el Congreso Cultural de La Habana, que en enero de 1968 había reunido a medio millar de intelectuales de setenta países, del que surgió una “Declaración General” y el “Llamamiento de La Habana”. El encuentro contó con un importante número de escritores del Caribe, entre ellos, Andrew Salkey, C. L. R. James y Aimé Césaire. La clausura del congreso de la intelectualidad negra en Montreal se reservó para la intervención de Stokely Carmichael, quien dirigió un apasionado discurso ante un auditorio abarrotado de unas dos mil personas. Fue así que sus ecos se transmitieron, de inmediato, hacia el Caribe anglófono, pues justamente uno de los participantes, el historiador guyanés, Walter Rodney, tenía programado viajar desde ahí hacia Kingston, Jamaica, no solo para dictar conferencias en la University of the West Indies (donde había estudiado), sino para establecer lazos con el movimiento Rastafari, jóvenes urbanos, rebeldes religiosos, estudiantes e intelectuales disidentes. Será, entonces, la prohibición del gobierno de Jamaica a que el intelectual guyanés ingrese a ese territorio, un día después de la clausura del evento celebrado en Montreal (Payne, 1983), lo que desatará los llamados Rodney Riots (disturbios Rodney), que es la forma en que la revuelta estudiantil se expresó en el Caribe anglófono, extendiéndose rápidamente como protestas civiles y masivas contra el gobierno de Hugh Shearer (Girvan, 1968). Estos acontecimientos, que conectaban los mejores logros del pensamiento marxista negro, en que se incluían figuras como las de Oliver C. Cox, Eric Williams, C. L. R. James, entre otros, con las formas militantes y movilizadoras (panafricanismo, Black Power, rastafarismo, etc.) en dirección al establecimiento de la gran nación negra (Austin, 2014) han de ver cerrado su ciclo con el aún no esclarecido asesinato de Rodney el 13 de junio de 1980 y, de manera definitiva, con la invasión militar estadounidense “Urgent Fury” de octubre de 1983 para destituir a Maurice Bishop del gobierno de Granada. Una década y media después, la movilización sesentayochera de los Rodney Riots era rememorada aun bajo la acechanza que el gobierno de Reagan implementaba sobre las naciones caribeñas.
En Berlín Oeste, en junio de 1967, el estallido lo propicia la presencia del Sha de Irán y ese malogrado incidente del trabajo diplomático hubo de cuestionar todo el tinglado social heredado del fascismo. En Alemania el movimiento estudiantil concurre a una expresión crítico-reflexiva de avanzada, expresión de ello era el retorno de los filósofos de la llamada escuela de Frankfurt, pero mejor aún de los razonamientos disidentes que en su propio suelo nutricio se estaban perpetrando. Los exponentes de la Teoría Crítica eran ellos mismos desafiados y expuestos a desatinos, como en el caso del propio Adorno, quien se vio envuelto en varios incidentes y hasta tuvo que solicitar la presencia policial para impedir la interrupción de su magisterio. Por ello es que la figura intelectual más representativa del ideario estudiantil hubo de recaer en otro filósofo alemán (pero radicado en Estados Unidos), Herbert Marcuse, quien tuvo oportunidad de visitar Alemania (como antes, en 1966, lo hizo con México) y zambullirse de lleno en esa lucha contra la unidimensionalidad. La revisión crítica del marxismo en que se hallaba comprometido lo conducirá a perseguir como fines los modos nuevos de una utopía a la que jalona la razón, es cierto, pero en dirección hacia el eros, mientras que el sistema se inclinaba hacia tanatos y la racionalidad hacia una plena irracionalidad.
Los estudiantes parisinos aportan la configuración más lúdico-utópica, representada por situacionistas como Raoul Vaneigem o Guy Debord, quienes desde una crítica radical a la vida cotidiana querían profundizar en las instancias que constituyen la experiencia plena de la vida, alejada de sus expresiones más enajenantes: el sentimiento del amor donde encarnan las pasiones cálidas, el árbol del conocimiento del que se espera recoger otros frutos, el aprovechamiento del ocio reconducido hacia otros espacios en que fructifiquen los momentos de la alegría y del entrejuego del común; todas eran expresiones de prácticas espontáneas que al metamorfosear lo que subyacía en lo dado, alcanzaban a subvertir a los involucrados y promovían en ellos la conformación de “situaciones” en las que se acudía a la cita con lo inédito y éste se legitimaba como posible (Lefebvre, 1976: 110-111).
En Italia se vivían intensos conflictos desde el arranque mismo de los años sesenta. Las jornadas que se anuncian en Génova luego han de replicarse en otros sitios, y habrán de conformar una serie de lógicas que, de manera aún más clara en ese país, se despliegan como relaciones problemáticas del Norte con el Sur en las que los flujos poblacionales de la parte meridional son atraídos hacia los núcleos de creciente industrialización de Milán o Turín, desquiciando por igual la pequeña villa aledaña, los suburbios periféricos o las consolidadas zonas urbanas donde se asientan las nuevas fábricas y sus métodos perfeccionados de explotación. Será por ello que la instancia de pensamiento y activación militante del obrerismo llega a sus mejores planteamientos cuando distiende el rompimiento del compromiso histórico y se prodiga en el análisis del obrero social y la subsunción real del operario indirecto. Ese conjunto de intelectuales comunistas cree avizorar la utopía posible en la imposición del trabajo inmaterial y las ocultas potencialidades del “general intellect”, lo mismo que en los movimientos de la contracultura, el mundo beat y la vivencia hippie. La condición auroral de la ocupación de la Universidad de la Sapienza, en febrero de 1967, se enlaza con las movilizaciones en Trento y sus proposiciones de una “Universidad negativa”. Lo cierto es que, paulatinamente, en otras plazas, continuarán las ocupaciones y al año siguiente “en Turín, Pisa, Nápoles, Milán, Venecia, Bari, etc. los estudiantes hacen análisis cada vez más complejos, se dotan de instrumentos de información y conexión, comienzan a plantearse el problema de una teoría política que de consistencia y espesor a sus luchas” (Balestrini/Moroni, 2006: 232).
En Japón el movimiento estudiantil de 1967-1969 tuvo varios factores que se deben considerar: Un sistema militarista que no fue totalmente socavado por la derrota en la Segunda Guerra Mundial y que para la década de los sesenta se reactivó con los intentos de dominación de los Estados Unidos en esa área, sirviendo de base militar en la guerra contra Vietnam. No es casualidad que una de las protestas de abril del 1968 fuera contra la creación de un hospital del ejército estadounidense. Por otro lado, la modernización en la que entró el país como parte de la reconstrucción de la economía en la época de paz, trajo varios conflictos no solo cuanto a completar el paso de una sociedad tradicionalista a otra moderna sino que supuso un nivel de consumo que fue abrumador para la sociedad japonesa. Ese racimo de modificaciones no sólo implicó una urbanización emergente, con todos los conflictos entre el campo y la ciudad que ello conlleva, sino que reconfiguró el sentido político de los viejos y nuevos espacios:
Históricamente, los agricultores, pequeños empresarios y asociaciones de vecinos formaban parte de la base del PDL [Partido Liberal Democrático], mientras que el PSJ [Partido Socialista de Japón] y el PCJ [Partido Comunista de Japón] dependían de los estudiantes y sindicalistas. Sin embargo, cuando el crecimiento económico y la urbanización transformó rápidamente la sociedad japonesa, los individuos se distanciaron de sus comunidades de origen, produciéndose un aumento de los votantes independientes, sin filiación partidaria definida, especialmente jóvenes habitantes de las ciudades. (Eiji, 2018)
Finalmente, el sesentayocho también es la Primavera de Praga. Si de un lado se critica al capitalismo, acá se crítica al bloque soviético, poniendo en el centro de la discusión la relación entre democracia y socialismo. Los acontecimientos de Praga, que culminaron con la ocupación de los tanques soviéticos, no representaban una rebelión contra el comunismo como tal, sino que los contingentes se erigían en una exigencia esencialmente democrática. Alexander Dubeck, en ese momento Secretario General del Partido Comunista Checoslovaco, fue quien dotó de las bases teóricas a la reforma política y social que se quería implementar para una posible renovación del socialismo checoslovaco. Salvador López Arnal explica la propuesta de este proceso renovador:
La clave de su programa revolucionario residía en el hecho de ser patrimonio inmediato, directo, de toda la ciudadanía, en que el poder político y las tomas de decisiones estuvieran situados no sólo en las instituciones y organismos políticos, sino también ‘articulándose y desarrollándose en todos los campos de la vida social’. La democracia socialista debía ser un sistema en el que cada trabajador tuviera una determinada posición, con sus garantías y derechos, que debía ofrecerle la posibilidad plena de determinar autónomamente y sin restricciones su futuro (López, 2010: 60-61).
El 68 mexicano, más allá del desenlace represivo y más acá de sus metas obtenidas
Los sucesos del mayo francés de ningún modo pasaron desapercibidos entre la comunidad universitaria en México. Es cierto que no se contaba con las tecnologías de la información y la comunicación que hoy parecen achicar el mundo y que “en tiempo real” socializan globalmente los acontecimientos, pero aun así pudo accederse, con los medios a la mano, a elaborados diagnósticos militantes y a documentos ya no solo solidarios con aquellas luchas sino que aportaron a cierto examen que al poner en perspectiva esos sucesos adelantaban las tareas a las que el estudiantado mexicano se enfrentaría en los meses siguientes. Así lo narró uno de los destacados líderes estudiantiles de aquella época, Roberto Escudero:
[...] un hecho muy poco conocido [...] José Revueltas se reunió varias veces con un grupo numeroso de jóvenes, la mayoría estudiantes, para organizar actos de solidaridad con el Movimiento francés que ya se había iniciado [...] nos leyó la carta abierta a los revolucionarios franceses titulada “Prohibido prohibir la revolución” [...] ninguno de los participantes pensaba ni remotamente que en nuestro país estaba próximo un movimiento de la envergadura del 68 mexicano (Revueltas, 1978: 13).
Si ya en ese meditado documento elaborado por Revueltas, de espontánea afinidad electiva con los estudiantes franceses, se les reconoce que anuncian la puesta en marcha de una verdadera revolución; que sus jornadas “son ya la Nueva Revolución” (1968: 25) y que ésta ha de ser “internacionalista” (1968: 27) o no será, en otros trabajos no menos minuciosos tampoco se les escatimará el mérito. Un ejemplo: el texto de circunstancias “La revolución de mayo en Francia”, dado a conocer por la Liga Comunista Espartaco, con el objetivo de que circulara en plena efervescencia de marchas y asambleas que sobresaltaban la vida normal del paraninfo. Como el de Revueltas, fue un trabajo redactado en simultáneo al curso de los acontecimientos, publicado sin firma autoral pero elaborado, a sus escasos veinticinco años, por Armando Bartra. En sus páginas, luego de un emocionado recuento que no se agota en vislumbrar la espectacularidad del relámpago parisino que parecía quebrar el cielo en dos, se concluía, al modo de una previsión fundada, que esa peculiar “revolución francesa” acumuló leña junto a las brasas y “no pasará mucho tiempo sin que se encienda una más alta e incontrolable hoguera revolucionaria [...] atizada por una nueva vanguardia aleccionada en las barricadas del gran ensayo general de mayo” (Bartra, 1999: 130). En efecto, a ojos de sus espectadores mexicanos, lectores informados de su propia gesta, se estaba produciendo una especie de estruendo que en el horizonte ya anunciaba el vendaval que se avecinaba. El movimiento mexicano encontró sus respectivos cronistas,[2] se amoldó a su propia lógica y anduvo su específico camino, pero enfrentó enemigos colosales que precipitaron desafíos que aún nos acechan. Ni la tormenta de balas de aquella infausta noche de inicios de octubre pudo apagar la llama que esos estudiantes, académicos, artistas e intelectuales (cobijados por la colectividad anónima) dejaron encendida.
El sesentayocho mexicano más que ser una copia, o una versión tumultuosa pero sangrienta de los movimientos estudiantiles europeos, obedece a una dinámica específica. Se instala, es cierto, como parte de los fenómenos políticos de los bordes, de la periferia, de la geopolítica que impactaría al centro, y comparte sus códigos de expresión, pues fue también cubierta de esa atmósfera común, de la que respiraba la rebeldía de la época. México fue copartícipe en la gestación de los movimientos contraculturales y la generación beat de Jack Kerouak, William S. Burroughs, Allen Ginsberg, tuvo como paso obligado este país. El rock se instaló, en sus diversas vertientes, y creó su propia narrativa (la llamada literatura “de la onda”) con autores como José Agustín o Parménides García Saldaña. Este momento de rupturas también implicó la revolución cotidiana de la existencia, tanto de la vida sexual como en el goce de derechos legislados en favor de la mujer. Allí, sin dudas, jugó un papel importantísimo la creación de la píldora anticonceptiva, en la cual la figura del químico mexicano Luis Ernesto Miramontes Cárdenas asumió el papel más relevante. Además de estos fenómenos socio-culturales también se hizo presente la efervescencia de las luchas en favor de la descolonización (y que quedaron consignadas en los grabados y litografías del Taller de la Gráfica Popular) y se reivindicaron las gestas emblemáticas de Patrice Lumumba o Ho Chi Minh. Consecuentes con eso se llegaría a constituir, el 9 de julio de 1966, el Comité Nacional Permanente de Solidaridad con Vietnam, el cual estuvo integrado por grandes personalidades de los medios políticos y culturales del país como Raquel Tibol, Manuel Marcué Pardiñas, David Alfaro Siqueiros, Renato Leduc, etc.
Sin embargo, la especificidad propia del sesentayocho mexicano hay que buscarla en corrientes aún más subterráneas que han de ir erosionando los diques de un sistema político que parecía adormecido y que solo habría de verse estremecido por los alcances de la movilización misma. Por un lado, están presentes las luchas de los médicos y maestros, pero sin duda la que marca el pulso de este momento es la lucha ferrocarrilera. Por otro lado, también en el medio magisterial se estaba gestando una cerrazón gubernamental al cambio que auguraba batallas comparables a aquellas que en el plano militar encabezaron entre 1960 y 1964 Genaro Vázquez Rojas y Lucio Cabañas, dos personajes del estado sureño de Guerrero que lideraron las más significativas luchas guerrilleras de todo el sur del país (Macías, 2008), que también precipitaron importantes secuelas en el norte mexicano (García, 2015). Estas luchas abrieron el panorama por la disputa de la democratización del sistema político. Cabe mencionar también el surgimiento del Movimiento de Liberación Nacional en agosto de 1961, encabezado por el ex presidente Lázaro Cárdenas. Se trató de una experiencia unitaria que no duró mucho debido a que, en las elecciones de 1964, Cárdenas decidió apoyar la candidatura de Díaz Ordaz, mientras que el Partido Comunista Mexicano impulsó otras organizaciones como el Frente Electoral del Pueblo, quién lanzó a Ramón Danzós Palomino como candidato independiente. Puede apreciarse, en coincidencia con estos brotes, que las tendencias democratizantes en el seno del sindicalismo dieron paso a la “apertura democrática” a nivel electoral, con sus dificultades y limitaciones. Como bien señala Arturo Anguiano:
El estallido del Movimiento del 68 condensa, así, en cierta medida, varios años de conflicto, movilizaciones, ensayos de organización y coordinación de muy variados núcleos estudiantiles de buena parte del país. Expresa, como escribe [José] Revueltas, “un mar de fondo social” que los trasciende y condiciona. La lucha por la liberación de los presos políticos -intelectuales, dirigentes sociales y sobre todo los encarcelados desde 1959 luego de la derrota de la revuelta obrera- que resultan de las confrontaciones político sociales de la década anterior, convoca a una de las primeras movilizaciones de 1968 que prepara sin duda un clima propicio […] la exigencia de la liberación de los dirigentes ferrocarrileros, Demetrio Vallejo y Valentín Campa (acusados de disolución social), … en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de Ciudad Universitaria cobra la forma de una huelga de hambre solidaria de los dirigentes estudiantiles de filosofía y letras, economía y ciencias políticas, con paros de actividades y labores de agitación y propaganda a cargo de brigadas estudiantiles en apoyo a la movilización (Anguiano, 2017: 152).
Otro de los factores que se puso sobre la mesa de discusión en el sesentayocho mexicano, aunque quizá no de manera explícita, fue el de la relación de la Universidad con la Sociedad. Las demandas que enarbola el movimiento desde un inicio excedieron la cuestión puramente estudiantil: fueron demandas políticas y sociales. El carácter popular que rápidamente adquirió el movimiento hizo que, aunque sus integrantes no se lo propusieran, la Universidad se mostrara como una institución volcada hacia los reclamos y las demandas del pueblo. Esto implicó que una pugna que desbordaba los sentidos de una reivindicación sectorial, aun no siendo meramente civil o ciudadana, se dirimiera en el espacio de una naciente sociedad civil. El modelo de Universidad que conllevó la creación del campus de Ciudad Universitaria (hoy reconocido como Patrimonio de la Humanidad) tuvo como motivo la creación de un espacio de salvaguarda donde se produjera conocimiento “puro” alejado de las vicisitudes y los excesos de la ciudad. Este modelo de disección del espacio urbano en donde el espacio del saber no se conecta con los circuitos mercantiles, industriales o de consumo, implica de alguna manera la potencial despolitización de los universitarios y el alejamiento de los asuntos públicos, cuestión que no se ha podido llevar completamente a cabo. Muy al contrario, dicho campus se sostiene como un espacio donde se dirimen los más importantes asuntos públicos y políticos del país. Los movimientos estudiantiles más fuertes de la segunda mitad del siglo XX (1968, 1986-1987 y 1999) significaron una reconexión de la Universidad con su ciudad, o de la sociedad con su “ciudad letrada”. En este sentido, y centrándose en el movimiento del sesentayocho, Bolívar Echeverría apuntará:
El movimiento estudiantil llega a tocar el nivel profundo del sentimiento de agravio que tiene la población de la Ciudad de México hacia el gobierno mexicano: por esta razón cuando ella ve pasar a los jóvenes en rebeldía y los ve retornar al lugar que les pertenece, al centro político de la ciudad, puede reconectarse con ellos, y los acepta y los apoya (Echeverría, 2008: 31).
La mercantilización de la educación (en todos sus niveles) a lo largo de estos cincuenta años nos llama a debatir una y otra vez sobre el sentido de la universidad. ¿Qué beneficio podría obtener la sociedad de una Universidad que está al servicio de los grandes complejos tecnológicos? ¿Es posible conformar un pensamiento crítico en una universidad pública que ha cobijado un modelo de universidad empresarial en sus entrañas? ¿Estas tendencias no la están volviendo pertinente en el exclusivo sentido del mercado y la búsqueda de rendimientos económicos? Esta reconexión que expresa la pertinencia de nuestros claustros académicos, en efecto, se ha dado entre la Universidad pública y hasta privada (como en el caso del movimiento del “#Yosoy132”), en momentos esporádicos pero de alta intensidad. ¿Hay que esperar a que esta reflexividad entre universitarios y ciudadanos se dé en la forma de estruendosos estallidos sociales o debiera ensayarse a través de otras formas que impliquen esa necesaria vinculación? ¿Puede a estas alturas seguirse poniendo en entredicho el modelo de una universidad que ubica en un lugar de privilegio su perspectiva humanista y el sentido a que obedece su fundación, que poderosas fuerzas (mercantiles y tecnocientíficas) amenazan con sustituir en unas cuantas décadas? Estas preguntas resultan oportunas, y con ello acreditan la actualidad no solo de las multitudinarias manifestaciones de 1968 sino incluso de los levantamientos estudiantiles que siguieron sus pasos y tomaron la estafeta.
En México, las tanquetas en las calles y la matanza de estudiantes luego de una pacífica concentración, durante la noche del dos de octubre de 1968, en Tlatelolco, dan la medida de lo que desde el gobierno se instrumentó como estrategia represiva ante demandas mínimas que abrieran un cauce democrático (anulación del delito de “disolución social”, desaparición de los cuerpos represivos y sustitución de los mandos policiacos, entre otras de las peticiones). Solo en una apreciación superficial esas eran consignas de una lucha meramente estudiantil y articularon un verdadero acompañamiento popular que dio firmeza a un ciclo de rebelión multiforme (sindical, campesino, de guerrilla rural, y pugna electoral) que aún no se cierra. Sigue vigente un régimen autoritario que reprime estudiantes (como los 43 de Ayotzinapa, a los que se suman otros 40 mil desaparecidos), que no respeta la voluntad soberana que el pueblo expresa en las urnas y la sustituye por la operación del fraude electoral. En ese sentido, tampoco se dudará en acallar el descontento con la recién aprobada “Ley de seguridad interior”, que dota de poderes fácticos extraordinarios a un Poder Ejecutivo como nunca antes carente de legitimidad, más aún bajo el virtual “estado de excepción permanente” en que nos hallamos los mexicanos. Por esas razones, aquellas jornadas plebeyas de autoorganización y experimentación de estéticas y vivencias libertarias, previas a los hechos represivos, hacen que el dos de octubre del sesentayocho “no se olvide” y deba ser recuperado incluso por encima de sus protagonistas, algunos de los cuales abanderaron, recientemente, causas infames y conservadoras.
A diferencia de los momentos de efervescencia festiva que se experimentaron en las variantes sesentayochoras de las plazas metropolitanas, aquí el proceso se cierra con la represión gubernamental. Las movilizaciones de la zona periférica vivieron con desigual intensidad y escala un desenlace trágico-represivo que demanda todavía hoy un esclarecimiento de las responsabilidades. No olvidemos que la desaparición forzada de los estudiantes normalistas de Ayotzinapa (un 27 de septiembre de hace ya casi cuatro años), se opera justamente en la ciudad de Iguala, Guerrero, donde los cuerpos policíacos los detienen mientras intentan darse los medios para viajar a la capital para la marcha conmemorativa de los estudiantes masacrados hace 50 años.
Quizá nunca lleguemos a saber el número de víctimas fatales de la noche de Tlatelolco, que no son, desde luego, las cifras reconocidas en la versión oficial, como tampoco sabemos hasta ahora el paradero de los 43 estudiantes desaparecidos de Ayotzinapa. Por ello, hemos de concluir afirmando que muchas de las metas que hace medio siglo se plantearon los estudiantes no han sido ni remotamente alcanzadas; aunque el plazo inmediato quizás nos tenga reservado (con el resquebrajamiento del régimen político del “Pacto por México”, que hoy nos oprime) un escenario propicio desde el cual hacer posible la construcción de un México democrático y más justo.
Bibliografía
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** José Guadalupe Gandarilla Salgado es Investigador titular del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de la UNAM.
*** Victor Hugo Pacheco es estudiante del doctorado en estudios latinoamericanos de la UNAM.
[1] Agradecemos a María Haydeé García Bravo el señalamiento de este testimonio, que ahora nos sirve de epígrafe para este ensayo.
[2] Destacadamente, hemos de hacer mención de los aportes de Daniel Cazés Menache quien, directamente involucrado en el movimiento (delegado por la Escuela Nacional de Antropología e Historia a la Coalición de Maestros Pro Libertades Democráticas), no solo fue colaborador en la temprana cronología y recuento de proclamas y documentos en dos tomos que recopiló Ramón Ramírez (El movimiento estudiantil de México: Julio-diciembre de 1968), sino que, un cuarto de siglo después, compilará sus propios archivos y análisis político-lingüísticos en tanto en Crónica 1968 como en Memorial del 68 –relato a muchas voces–, donde añade testimonios que no eran las posiciones de los líderes canónicos sino de los jóvenes estudiantes del nivel secundario (arrojados a una temprana sensibilización política), múltiples voces de mujeres (protagonistas anónimas y, hasta ahora, insuficientemente recuperadas) y hasta la de las personas de la calle y de la colectividad barrial. A treinta y cinco años de distancia hizo un esfuerzo similar con la transmisión de una serie radiofónica, luego resguardada en 12 CD’s: Este día en 1968.