Michael Löwy**
La Revolución de Octubre 1917 ha abierto un horizonte emancipador que no se ha agotado, a pesar de las traiciones, las decepciones y, finalmente, la brutal restauración capitalista. Se puede aplicar a la Revolución Rusa lo que escribía Kant en 1798 (en “Las disputa de las facultades”)acerca de la Revolución Francesa:
Pues un fenómeno tal en la historia de los hombres ya no se olvida, pues ha revelado una disposición y una facultad para lo mejor en la naturaleza humana […]. Pero aun cuando no se hubiera alcanzado ahora la finalidad que se procuraba lograr en este acontecimiento, aun si la revolución o la reforma de la Constitución de un pueblo haya fracasado […] aquella profecía filosófica no pierde nada de su fuerza. Pues aquel acontecimiento es demasiado grande, está demasiado entretejido con el interés de la humanidad y, de acuerdo con su influencia, demasiado difundido por el mundo, en todas sus partes, como para que no emerja en el recuerdo de los pueblos, en cualquier ocasión con circunstancias propicias, y como para que no deba ser despertado con vistas a la repetición de intentos de este tipo (Kant, 1983: 361).
Los proyectos alternativos del siglo XXI no empiezan desde cero: pueden apoyarse en las grandes conquistas del Octubre Rojo. La Revolución Rusa nos enseña que, para cambiar la sociedad, es necesario romper con el capitalismo, establecer la propiedad colectiva de los grandes medios de producción y organizar la planificación de la actividad económica. Esto no quiere decir que no hayan existido límites, problemas y contradicciones, aun en los primeros tiempos heroicos del poder soviético. En su opúsculo La Revolución Rusa (1918), redactado en una prisión alemana, Rosa Luxemburg se solidarizaba con los bolcheviques “que han salvado el honor del socialismo internacional”, pero criticaba varias de sus decisiones y orientaciones practicas. Algunas de estas criticas –acerca de la cuestión nacional y de la distribucion de la tierra a los campesinos - son bastante discutibles, pero otras, en particular sobre la democracia y la libertad de expresión, son profundamente acertadas. Con profética intuición, Rosa Luxemburg previo que la supresión de la democracia y de las libertades en los soviets llevarían a la burocratización y la dictadura. El triunfo de la burocracia estalinista à partir del 1924 es la trágica confirmación de esta advertencia.
Los revolucionarios y comunistas del siglo XXI no pueden, entretanto, limitarse a retomar los grandes principios del Octubre del 1917 en una versión más democrática y libertaria. Problemas nuevos han surgido, no previstos ni por Lenin ni por Trotsky; ni siquiera por Rosa Luxemburg, a pesar de su sensibilidad naturalista. Entre estos problemas, imprevistos y imprevisibles en 1917-1923, la cuestión ecológica es quizás el más importante para una reformulación, en nuestra época, del programa revolucionario. Necesitamos de un proyecto comunista alternativo al capitalismo; pero este proyecto tiene que incluir, de forma central, la relación de las sociedades humanas con el medio ambiente, con la naturaleza. El marxismo revolucionario es un pensamiento y una praxis en proceso permanente de transformación, reformulación, desarrollo. Limitarse a repetir, de forma dogmática y mecánica, los escritos de Marx o Trotsky, o tratar de copiar las experiencias revolucionarias del pasado, es un callejón sin salida. El mismo Marx nos da una lección, al transformar profundamente sus concepciones acerca del Estado o del proceso histórico, en función de nuevas experiencias, como la Comuna de París del 1871.
La crisis ecológica generada por el sistema capitalista ha creado, en nuestra época, una situación nueva, que los revolucionarios tienen que tener en cuenta. La Hidra Capitalista, como dicen nuestros compañeros zapatistas, es el responsable directo de la mayor amenaza que ha conocido en su historia la humanidad: la destrucción de los equilibrios ecológicos y, en particular, el cambio climático, el calentamiento global. Se trata de un proceso nefasto que ya comenzó y que podrá llevar, en las próximas décadas, a una catástrofe sin precedente en la historia: aumento de la temperatura, desertificación de las tierras, desaparición del agua potable, incendios de los bosques, multiplicación de los huracanes, elevación del nivel del mar; hasta que Londres, Ámsterdam, Venecia, Shanghai, Río de Janeiro y las demás ciudades marítimas queden bajo el agua.
Como escribió Daniel Bensaïd, el veredicto ecológico en contra del capital es despiadado: “En relación con la regulaciones de la biosfera, la racionalidad parcial del mercado funciona al precio de una irracionalidad global creciente” (Bensaïd, 2000: 128 y ss.). Hay un conflicto irreductible entre la temporalidad ecológica y la temporalidad del mercado.
La raíz del mal es sistémica, la causa del desastre es el capital, con su dinámica de expansión al infinito, de productivismo y consumismo desenfrenados. Necesitamos, por ende, proyectos alternativos radicales, que vayan a la raíz del problema. Es decir, alternativas anticapitalistas, antisistémicas, que alcanzan el corazón maléfico de la Hidra.
El ecosocialismo –o ecocomunismo, según la terminología propuesta por Daniel Bensaïd– es una propuesta alternativa radical, que resulta de la convergencia entre la reflexión ecológica y la reflexión socialista (marxista). Su premisa fundamental es que la preservación de un ambiente natural favorable a la vida en el planeta es incompatible con la lógica expansiva y destructora del sistema capitalista. No es posible salvar los equilibrios ecológicos fundamentales del planeta sin atacar al sistema; no se puede separar la luchar por la defensa de la naturaleza del combate por la transformación de la sociedad.
Existe hoy una corriente ecosocialista internacional que, en ocasión del Foro Social Mundial de Belem (enero de 2009), publicó una declaración sobre el cambio climático firmada por centenas de personas de decenas de países. Entre sus precursores se encuentran figuras como Manuel Sacristán (España), Raymond Williams (Inglaterra), André Gorz (Francia), James O’Connor (Estados Unidos); y entre sus representantes actuales están el coautor del Manifiesto ecosocialista internacional, Joel Kovel (Estados Unidos), el marxista ecológico John Bellamy Foster (Estados Unidos) , el indigenista peruano Hugo Blanco, la ecofeminista canadense Terisa Turner, el marxista belga Daniel Tanuro, y muchos otros.
El ecocomunismo se diferencia de dos modelos inoperantes: 1) la ecología conformista, que adapta sus propuestas al mercado y busca desarrollar un “capitalismo verde” –una ilusión nefasta o, en muchos casos, una mistificación–; 2) el así llamado “socialismo real” (la fallida URSS, China, etcétera), un caricatura burocrática del socialismo, basado en una imitación servil del aparato técnico capitalista, y en un productivismo antiecológico tan destructor de la naturaleza como su equivalente occidental.
Muchos ecologistas critican a Marx por considerarlo un productivista. Tal crítica nos parece completamente equivocada: al hacer la crítica del fetichismo de la mercancía, es justamente Marx quien coloca la crítica más radical a la lógica productivista del capitalismo, la idea de que la producción de más y más mercancías es el objeto fundamental de la economía y de la sociedad.
El objetivo del socialismo, explica Marx, no es producir una cantidad infinita de bienes, sino reducir la jornada de trabajo, dar al trabajador tiempo libre para participar de la vida política, estudiar, jugar, amar. Por lo tanto, Marx proporciona las armas para una crítica radical del productivismo y, ante todo, del productivismo capitalista. En el primer volumen del El capital, Marx explica cómo el capitalismo agota, no solo las fuerzas del trabajador, sino también las propias fuerzas de la tierra, agotando las riquezas naturales. Así, esa perspectiva, esa sensibilidad, están presentes en los escritos de Marx; sin embargo, no ha sido suficientemente desarrollada.
Es verdad, sin embargo, que muchos marxistas consideran que la tarea de una revolución es únicamente cambiar las relaciones de producción, que se han convertido en trabas para el desarrollo de las fuerzas productivas. Para los ecosocialistas, se necesita una visión mucho más radical y profunda de lo que debe ser una revolución socialista. Se trata de transformar, no solo las relaciones de producción y las de propiedad, sino la propia estructura de las fuerzas productivas, la estructura del aparato productivo. Hay que aplicar al aparato productivo la misma lógica que Marx pensaba para el aparato de Estado a partir de la experiencia de la Comuna de París, cuando dijo que los trabajadores no pueden apropiarse del aparato del Estado burgués y usarlo al servicio del proletariado; esto no es posible, porque el aparato del Estado burgués nunca va a estar al servicio de los trabajadores. Entonces, se trata de destruir ese aparato de Estado y crear otro tipo de poder.
Esa lógica tiene que ser aplicada también al aparato productivo: este tiene que ser, si no destruido, al menos sí radicalmente transformado. Este no puede ser simplemente apropiado por las clases subalternas y puesto a trabajar al servicio de estas, pues necesita ser transformado estructuralmente. A manera de ejemplo, el sistema productivo capitalista funciona sobre la base de fuentes de energía fósiles, responsables del calentamiento global –el carbón y el petróleo–, de modo que un proceso de transición al socialismo solo sería posible cuando tuviera lugar la sustitución de esas formas de energía por energías renovables, que son el agua, el viento y, sobre todo, la energía solar.
Por eso, el ecocomunismo implica una revolución del proceso de producción, de las fuentes energéticas. Es imposible separar la idea de comunismo, es decir, de una nueva sociedad, de la idea de nuevas fuentes de energía, en particular del sol; algunos ecocomunistas hablan del comunismo solar, pues entre el calor, la energía del sol y el comunismo habría una especie de afinidad electiva.
Pero no basta tampoco con transformar el aparato productivo y los modelos de propiedad; es necesario transformar también el patrón de consumo, todo el modo de vida en torno al consumo, que es el patrón del capitalismo, basado en la producción masiva de objetos artificiales, inútiles, y peligrosos. Por eso se trata de crear un nuevo modo de consumo y un nuevo modo de vida, basado en la satisfacción de las verdaderas necesidades sociales, que es algo completamente diferente de las presuntas y falsas necesidades producidas artificialmente por la publicidad capitalista. De ello se desprende pensar la revolución ecosocialista como una revolución de la vida cotidiana, como una revolución por la abolición de la cultura del dinero impuesta por el capitalismo.
Es necesaria una reorganización del conjunto de modo de producción y de consumo, basada en criterios exteriores al mercado capitalista: las necesidades reales de la población y la defensa del equilibrio ecológico. Esto significa una economía de transición al socialismo, en la cual la propia población –y no las “leyes de mercado” o una oficina política autoritaria– decidan, en un proceso de planificación democrática, las prioridades y las inversiones.
Esta transición conduciría, no solo a un nuevo modo de producción y a una sociedad más igualitaria, más solidaría y más democrática, sino también a un modo de vida alternativo,a una nueva civilización ecosocialista más allá del reino del dinero, de los hábitos de consumo artificialmente inducidos por la publicidad y de la producción al infinito de mercancías inútiles. El “Buen Vivir” de la tradición indígena de las Américas es una importante fuente de inspiración para esta alternativa.
El ecocomunismo no es solo la perspectiva de una nueva civilización, de una civilización de la solidaridad –en el sentido profundo de la palabra: solidaridad entre los humanos, pero también con la naturaleza–; es también una estrategia de lucha, desde aquí y ahora. No se trata de esperar hasta el día en que el mundo se transforme, sino de comenzar desde ahora a luchar por esos objetivos. Los indígenas de América Latina, desde las comunidades andinas del Perú hasta las montanas de Chiapas, están en la primera línea de este combate en defensa de la Madre Tierra, de la Pachamama, en contra de la Hidra Capitalista.
Así, el ecosocialismo es una estrategia de convergencia de las luchas sociales y ambientales, de las luchas de clases y de las luchas ecológicas, de las luchas indígenas y de las luchas de mujeres, contra el enemigo común que son las multinacionales del petróleo o de la minería, el neoliberalismo, la Organización Mundial del Comercio (OMC), el Fondo Monetario Internacional (FMI), el imperialismo americano, el capital financiero globalizado. Estas son algunas de las cabezas de la Hidra, que es el enemigo común de los pueblos del mundo entero.
Llevar adelante este combate es el mejor homenaje que podemos rendir a los revolucionarios de Octubre 1917.
Bibliografía
Bensaïd, Daniel, Le sourire du spectre. Nouvel esprit du communisme. París: Michalon, 2000.
Kant, Immanuel, “Der Streit der Fakultäten”. En: –, Werke in sechs Bänden. Ed.de Wilhelm Weischedel. Darmstadt: WBG, 1983, vol. VI, pp. 265-393.
· Artículo enviado por el autor para su publicación en este número de
Herramienta.
** Director de investigación emérito en el Centre National de la Recherche Scientifique (Centro Nacional de Investigación Científica); fue profesor en la École des Hautes Études en Sciences Sociales (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales). Sus obras han sido publicadas en 24 idiomas. Entre sus libros más recientes se encuentran
Redención y utopía. El judaísmo libertario en Europa central (1988);
Rebelión y melancolía. El romanticismo como contracorriente de la modernidad (1992);
Walter Benjamin: aviso de incendio (2001);
Kafka, soñador insumiso (2004);
Sociologías y religión. Aproximaciones insólitas (2009); Ediciones Herramienta y El Colectivo publicaron, en 2010, su libro
La teoría de la revolución en el joven Marx y en 2011,
Ecosocialismo, la alternativa radical a la catástrofe ecológica capitalista. Es miembro del Consejo Asesor de la Revista Herramienta, donde ha realizado numerosas contribuciones.