Hernán Camarero··
“Un ardiente e impetuoso soplo revolucionario parece cruzar triunfante por el planeta. Ha comenzado en Rusia y se extiende hacia todos los rincones del mundo. Su móvil: la instauración del socialismo”. Así se señalaba en Buenos Aires en diciembre de 1917 en una proclama escrita por un puñado de jóvenes obreros y estudiantes recién expulsados de las filas del Partido Socialista (PS) argentino. Se trataba del manifiesto de creación de una nueva fuerza política, el PS Internacional (PSI), que se constituyó en un congreso en enero de 1918 y que tres años después adoptó el nombre de Partido Comunista (PC). Cuando aquellos militantes encararon la redacción de este textohacía algo más de un mes que en el país y en todo el mundo se estaban recibiendo las increíbles noticias provenientes de Petrogrado: el asalto de las guardias rojas al Palacio de Invierno, el derrocamiento del Gobierno Provisional de Alexander Kérenski, el traspaso del poder a los Soviets, la formación de un Consejo de Comisarios del Pueblo presidido por V. I. Lenin y la frenética serie de decretos que comenzaban a trastocar por completo el orden social vigente en el antiguo imperio de los zares. Los militantes de este grupo argentino se sentían profundamente impactados por el proceso ruso y concluían su exhortación: “Con la mirada elevada en tal alto ideal queremos ser en esta sección de América, los agentes eficientes, activos, de esta hondísima transformación revolucionaria” (PSI, 1919).
La Revolución dirigida por el bolchevismo generó este tipo de adhesiones, y muchas otras de carácter variado, heterogéneo y heterodoxo, incluso, crítico. También provocó iguales o mayores muestras de rechazo, habilitando una larga lista de enemigos, deseosos de ver barrida esta experiencia (y su posible contagio) de la faz de la tierra. Sin duda, el proceso social y político iniciado en Rusia en 1917 fue uno de los más significativos y controversiales de los tiempos contemporáneos. Constituyó el mayor y más claramente consciente movimiento de impugnación al capitalismo en su historia, orientado bajo los principios del marxismo revolucionario. En cuanto a sus efectos, fue como una piedra que astilló los vidrios del mundo político, ideológico y cultural en todo el planeta, forzando a reacomodar piezas y a reconfigurar escenarios. Como se ha afirmado tantas veces, inauguró la dinámica del siglo XX y operó como un hito inevitable en todos los países, incluida la Argentina.
La Revolución Rusa fue una generadora de grandes mitos. Antes, difundió los más temidos espectros contra el régimen del capital. Durante algo más de un trienio incentivó una agudización de la lucha de clases en una escala mundial pocas veces vista anteriormente, en primer lugar en el Viejo Continente: “El grado de agitación obrera y el potencial revolucionario que latieron entre 1918 y 1920 no han tenido parangón en todo el siglo XX. Fue probablemente el único período en el que no resultaba de todo irreal asumir la posibilidad de una ‘revolución en Occidente’, justo cuando se multiplicaron casi todos los partidos comunistas de Europa occidental” (Sassoon, 2001). Expresado de otro modo, durante esos años, “…las clases obreras de Europa produjeron el único ejemplo bajo el capitalismo de crisis revolucionaria paneuropea en la cual los levantamientos populares a favor del socialismo parecían tener una probabilidad de triunfar. Como tales, los años 1917-1921 destacan muchísimo en la moderna historia de Europa” (Eley, 2002). El “fantasma del comunismo” pareció hacerse aún más concreto que cuando Marx acuñó su frase en 1848. Incluso un historiador francés devenido hostil al comunismo, debió reconocer: “Al nacer, la Revolución rusa aglutinó a su alrededor un mundo de admiradores y de fieles”. Pretendía explicar, así, lo que él mismo denominaba el “embrujo universal de octubre” (Furet, 1995).
Los hechos de Rusia, y ya antes la gran guerra abierta en 1914, blandieron los cimientos del orden establecido durante la “era del imperio” y la belle époque. Toda una época histórica parecía concluir, echando por tierra las anteriores creencias de un universo de progreso y paz, basado en una continua expansión capitalista, un clima de prosperidad y estabilidad social, la consistencia de grandes “imperios civilizadores”, el consenso en torno al funcionamiento de una democracia burguesa liberal y la confianza en el equilibrio político mundial. Como señaló el historiador Eric Hobsbawm: “Parecía evidente que el viejo mundo estaba condenado a desaparecer. La vieja sociedad, la vieja economía, los viejos sistemas políticos, habían ‘perdido el mandato del cielo’, según reza el proverbio chino” (Hobsbawm, 1995). Comenzaba una “edad de los extremos”, la del “siglo XX corto”, signado por la sucesión de guerras, crisis y revoluciones.
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¿Cuál fue el impacto de la Revolución Rusa en la Argentina durante 1917? En primer lugar, reduzcamos la escala de análisis temporal, y analicemos el contexto en el que se procesó la novedad desde el momento de la caída del Zar y a lo largo de ese año. Transcurrían cinco meses desde la asunción del nuevo gobierno, presidido por Hipólito Yrigoyen. La Argentina estaba fraguando un cambio político de cierta envergadura: el líder de la Unión Cívica Radical, una particular y masiva fuerza partidaria que pretendía asumir la gestión del Estado perfilándose como una suerte de alternativa burguesa democrática y de base popular, había puesto fin a tres décadas de régimen conservador. El nuevo presidente buscaba ampliar las bases de sustento de su administración con el diseño de un estilo diferente de gestión, de carácter más “plebeyo” y paternalista, cercano a los sectores medios y tratando de vincularse con la clase obrera. El mundo agroexportador, base de la estructura económica del país, crujía desde 1913, tras el impacto de los conflictos armados que anticiparon la Primera Guerra Mundial y afectaron el funcionamiento del sistema capitalista internacional. Una profunda recesión se había extendido a partir de entonces en el que era presentado aún como el promisorio país del trigo y de la carne.
Hacia 1916-1917, el quebranto de la producción, el comercio y el consumo se había mitigado en parte, pero los obreros y otros sectores populares todavía padecían los efectos de los años anteriores, con la merma de sus ingresos. Apenas instalado en la Casa Rosada, Yrigoyen conoció el desarrollo de importantes huelgas. Las primeras fueron de los ferroviarios y de los marítimos, que alzaron sus reivindicaciones contra las grandes compañías pertenecientes o ligadas al capital extranjero y la gran burguesía terrateniente, el verdadero poder informal y apenas semioculto de la República, el mismo que controlaba directa o indirectamente a la “gran prensa”. Para el final de ese verano, el presidente y sus funcionarios habían arbitrado o intervenido en las luchas de varios gremios que multiplicaban sus demandas, canalizadas por socialistas, anarquistas y sindicalistas revolucionarios (Rock, 1977; Horowitz, 2015).
Las informaciones internacionales solían ocupar un lugar de importancia en los medios de comunicación de Buenos Aires, especialmente desde el comienzo de la Gran Guerra. El país había sido sacudido por grandes manifestaciones de partidarios de continuar con la política de no intervención mantenida por Yrigoyen y otras de quienes propiciaban la ruptura de relaciones con los imperios alemán y austrohúngaro e incluso la declaración bélica, dentro del bloque de países aliados conducidos por Francia e Inglaterra, Estados con los que la Argentina tenía estrechas relaciones de dependencia.
Sin embargo, en esos días de 1917 las noticias internacionales de los grandes diarios argentinos debieron compartir el espacio dedicado a la guerra con otro evento proveniente de un país muy lejano: Rusia. Estaban ocurriendo acontecimientos extraordinarios: la irrupción de masas de obreros, soldados y heterogéneas capas populares que se movilizaban con las mujeres a la vanguardia. El pronunciamiento era en contra de la guerra, las penurias económicas y la opresión. Se trataba de una revolución, de mucha mayor escala que la ocurrida en 1905, cuando la monarquía vio amenazado su dominio pero logró asegurar su régimen. Esta vez el movimiento triunfaba en pocos días, entre fines de febrero y comienzos de marzo, según el calendario usado en Rusia. El palacio cambiaba de manos: Nicolás II era derrocado y reemplazado por un gobierno provisional en manos de los políticos de la burguesía. Era la clase que había postergado por décadas la adopción de un curso liberal o republicano en Rusia, acorde con los principios de una ausente revolución democrática, y que ahora se veía arrastrada ante la sublevación popular.
Prácticamente todos los órganos de prensa editados en Buenos Aires y otras grandes ciudades del país el 16 de marzo de 1917 (3 de marzo según el calendario ruso) dedicaron sus tapas o sus principales páginas interiores a cubrir el inicio de la Revolución rusa. La Nación tituló: “Estallido de una revolución en el imperio de los zares”. Informaba que la revuelta estaba liderada por “elementos parlamentarios”, quienes desde la asamblea nacional (Duma) estaban constituyendo un nuevo gobierno. Concluía: “La revolución rusa merece la simpatía de los liberales de todo el mundo”.El mismo júbilo mostró el otro importante diario vinculado al poder económico, La Prensa, que informó ese mismo día bajo el gran título “Movimiento revolucionario en Rusia”. El diario del Partido Socialista, La Vanguardia, comenzó a informar a sus lectores: “Ayer llegaron tal vez las informaciones más altamente significativas de esta terrible hecatombe europea. La revolución rusa, dirigida contra los oligarcas de Petrograd, no es más que un caso del principio democrático que va infiltrándose paulatina pero eficientemente en todas las capas sociales de todas las naciones”. Los socialistas identificaban el origen de la revuelta en el intento autocrático de clausurar la Asamblea, la cual había optado por poner fin a los “vejámenes” y “desplantes” del emperador. Muy pronto surgió la homologación con 1789. En términos simbólicos pudo desplegarse un juego iconográfico en donde la toma de la Bastilla mutó en la del Palacio de Invierno. Ya el 18 de marzo, a dos días de la abdicación del zar, caracterizaba lo ocurrido como expresión de una de las “grandes revoluciones de la historia”, que abría una nueva era: “La revolución rusa será para nuestros tiempos lo que la revolución francesa para los tiempos modernos”.
Ni los argentinos que recibieron las noticias y en su mayoría aprobaron esos primeros acontecimientos, ni los protagonistas en Rusia, imaginaron entonces lo que sucedería a lo largo de ese azaroso y agitado año. El zarismo fue reemplazado por el Gobierno Provisional de las clases dominantes, en el que pronto se destacó la figura de Alexander Kérenski. Fue el primer ministro de un régimen que nunca se estabilizó: no consolidó una república democrática a través de una asamblea constituyente, ni sacó a Rusia de la guerra que seguía desangrándola, ni avanzó en la redistribución de la tierra tal como anhelaban las masas campesinas, ni concedió el derecho a la autodeterminación de los pueblos oprimidos por la autocracia, ni otorgó las mejoras que le reclamaba la combativa clase obrera. Rusia fue ingresando en una inédita situación de doble poder, ante la emergencia de un polo de organización social y política alternativa, representado por los Soviets, consejos de delegados de trabajadores, soldados y campesinos. La fracción socialdemócrata de los bolcheviques liderada por Leninconformó un partido orientado a profundizar la revolución, en declarada perspectiva hacia un horizonte socialista, a la vez que planteó el inmediato fin de la guerra y el retiro de Rusia de la misma. Y propició la toma insurreccional del poder por el proletariado, primer paso de un proceso diseñado en escala internacional sobre los escombros y las penurias que la guerra dejaba en Europa. Tal apuesta se concretaría a fines de octubre.
La cobertura de los diarios en Buenos Aires cambió drásticamente su enfoque. Desapareció el anterior consenso favorable a lo ocurrido. Inicialmente, los relatos quedaron ganados por la ansiedad y la confusión. Con el correr de los días la Revolución de Octubre fue manifestándose en las páginas de la prensa dominante como una suerte de hecho aberrante, un golpe de Estado subversivo y proalemán. En La Nación fue aflorando el desprecio hacia los insurrectos: “Los maximalistas no son sino los socialistas ultras, los internacionalistas, que persiguen dos propósitos: en lo interno, dar al país una organización social marxista; en lo externo, resucitar la Internacional para imponer sus doctrinas al mundo”. La Prensa hablaba de los “bolsehvikis” que se habían levantado en armas contra el gobierno y titulaba: “Un golpe de Estado en Rusia”. Al igual que La Nación, inicialmente creyó que todo acabaría pronto, revelando fantasiosas ofensivas de miles de soldados dirigidos por Kérenski, listo a recuperar el poder: “El fracaso definitivo del movimiento de los ‘bolshevikis’ es sólo una cuestión de días, y tal vez de horas”. El diario El Pueblo, vocero del tradicionalismo católico, afirmaba: “La anarquía es hoy quien gobierna, o para mejor decir, quien desgobierna en Rusia. La ‘santa revolución libertadora’ va siendo una ironía sangrienta”.La Vanguardia, por su parte, también caracterizó lo ocurrido en Rusia durante esos días como una asonada o golpe de Estado de los bolcheviques. Los socialistas despertaron expectativas de que los “agitadores Lenine y Trotsky” fueran expulsados del poder por parte de Kérenski y el general Kornílov. Todavía diez días después de la toma del Palacio de Invierno, el diario del PS se solazaba: “La población parece retirar su confianza a Lenin y a Trotsky [...] la demostración de autoridad de los ‘bolsheviki’ disminuyó en forma considerable”.
En términos estrictos, la Revolución de Octubre tuvo pocos voceros en sus primeros días. De modo que lo ocurrido a lo largo de 1917 en la Argentina puede definirse como un movimiento que dibujó un amplio consenso inicial a favor de los eventos de Rusia, del que participaron los más diversos sectores, y concluyó con un desgranamiento de esos apoyos y un repudio casi generalizado al desenlace de octubre. Pero si el despunte de la gesta maximalista concitó muy escasas defensas, con el paso de las semanas y los meses, a medida que iban llegando las noticias acerca del nuevo régimen soviético, la simpatía logró abrirse curso. Desde un saludo limitado a los representantes del ala izquierda socialista que pronto abrazó la causa bolchevique se fue mutando a una creciente simpatía en cada vez más diversas comarcas ideológicas, políticas y culturales. Varios años después, con el triunfo del termidor estalinista, las adhesiones volverían a desgranarse y entrar en declive. Se trató, entonces, de un ciclo discontinuo y oscilante.
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Al menos en los primeros cuatro o cinco años, ¿cuáles fueron los registros de ese impacto de la Revolución en la Argentina, por cuales ámbitos discurrió y qué características asumió? Pueden encontrarse en distintos fenómenos de la escena nacional: en el ascenso huelguístico y en la organización del movimiento obrero, en la radicalización de las izquierdas y en la hostil reacción de las derechas, en la intervención del Estado y del nuevo régimen político inaugurado por los gobiernos de la UCR, en los asuntos diplomáticos, en la vida de las colectividades de inmigrantes (sobre todo, la judía rusa), en ciertos espacios del periodismo y la opinión pública, en el mundo de la cultura, las ideas y el arte, y en ese fluir de viajes e intervenciones de organismos e individuos desde y hacia Petrogrado, Moscú y la capital porteña (bajo la mediación de la Komintern). Desglosemos algunos de estos puntos.
El gobierno de Yrigoyen tardó en establecer el punto de vista del Estado argentino, con una diplomacia que caviló acerca del comportamiento a seguir ante el nuevo régimen soviético. Finalmente, postergó toda definición en el establecimiento de las relaciones protocolares con la república socialista. El presidente Marcelo T. de Alvear continuó en la misma línea. Sólo prosperaron algunos acuerdos comerciales (Gilbert, 1994). Desde la capital argentina se denunció que su embajada en Petrogado había sido parte de la ola de ocupaciones de legaciones extranjeras acaecidas en las primeras semanas tras la toma del poder, y ello fue usado como argumento para impedir todo vínculo formal entre ambos estados. Los soviéticos denunciaron que ciudadanos de origen ruso fueron especialmente perseguidos durante el sangriento aplastamiento del levantamiento popular durante la Semana Trágica de enero de 1919.
En tanto, las masas laborales experimentaban difíciles condiciones de vida, muy deterioradas por la crisis económica causada por la Primera Guerra y la posguerra.Era la primera gran recesión que el país sufría desde 1890, con una contracción del PBIque superó el 20% entre 1914 y 1917. Lógicamente, ello incrementó la miseria obrera, sobre todo, por el descenso del salario y por el pavoroso aumento del número de desempleados: en el año de la Revolución Rusa la cifra se acercaba al 20%, según datos del DNT (Gerchunoff, 2016).Pero la desocupación empezó a mermar, entre otras cosas, merced a la absorción de empleo del sector manufacturero e industrial, y para 1920 el desempleo había bajado a 7,2%. La situación de malestar y los reclamos por la suba del salario real, sin embargo, permanecieron intactos. Si el índice del salario real en la Capital Federal en 1914 era 100, entre 1915-1919 bajó a 78. Las razones para ir a la huelga eran claras y los trabajadores las encararon en condiciones más favorables, con menos temor a perder el empleo.
Se desarrolló entonces, entre 1917 y 1921, un reguero de movilizaciones y conflictos laborales como pocas veces conoció el país. Si en los años anteriores el número de huelgas promediaba el medio centenar con unos treinta mil trabajadores involucrados, sólo en 1919 las huelgas fueron 367 con 309.000 participantes, un aumento extraordinario. Este auge de la lucha de clases que coincidió en su temporalidad con el existente a nivel mundial tras la Revolución rusa y el fin de la guerra mundial. Lo notable no fue solo el número, sino el grado de decisión, combatividad y violencia que se evidenciaron en los conflictos, con trabajadores dispuestos a sostener violentos conflictos, a elegir representaciones democráticas para afrontar la lucha y a enfrentar la represión policial y militar del Estado y de las “guardias blancas” pertrechadas por la patronal y la extrema derecha. El ejemplo “heroico” de los obreros y campesinos rusos operó como acicate en la agudización de las confrontaciones, que se extendieron por toda la geografía nacional y las más diversas ramas y actividades. La multiplicación de las huelgas fue paralelo al fortalecimiento de la organización obrera. La FORA IX Congreso, dirigida por la corriente sindicalista, se fue proyectando como una entidad gremial de masas y triplicó sus activos, alcanzando hacia comienzos de 1921 los casi cien mil afiliados cotizantes en más de quinientas organizaciones gremiales (Marotta, 1961).
Sectores de las clases dominantes y las derechas locales pronto asimilaron este ascenso de la protesta obrera con el mismo peligro subversivo que desde Petrogrado y Moscú parecía amenazar el orden existente. Extremaron su discurso guerrero contra el mundo obrero e izquierdista y montaron organizaciones de ofensiva: la Liga Patriótica Argentina y la Asociación del Trabajo (McGee Deutsch, 2003; Rapalo, 2012). Manuel Carles, presidente de la primera, arengaba en un discurso público en mayo de 1919: “Las tendencias disolventes que siguen algunos exaltados en esta tierra de bendición, obedecen a la moda extranjera de los países derrotados. De Rusia vino la inspiración [...] La Liga Patriótica levanta la visera para prevenir a los que odian la patria y a los que atentan contra su existencia, que está preparada para combatirlos en todo terreno”. Ambas entidades proveyeron hombres y armamentos para la represión paraestatal, en la cual también colaboraron miembros de los Círculos de Obreros Católicos.
Las organizaciones reaccionarias actuaron con decisión durante la huelga metalúrgica de fines de 1918, que derivó en enero de 1919 en una extendida revuelta en las calles de Buenos Aires, conocida como la Semana Trágica (Godio, 1985; Bilsky, 1984). Se denunció la existencia de un fantasioso “complot soviético”, diseñado por “agitadores extranjeros” de origen ruso judío. Fue la excusa para que durante algunos días se produjeran ataques antisemitas y “antimaximalistas” de uniformados y civiles contra los barrios judíos, en especial, dirigidos hacia las organizaciones obreras y de izquierda. Esos días de huelga y de enfrentamientos callejeros entre grupos de obreros y militantes, por un lado, y policías, soldados y extremistas de derecha, por el otro,provocó miles de muertos, heridos, detenidos y torturados en dependencias policiales, en cifras que ni siquiera nunca pudieron ser esclarecidas. Peor aún, afloraron ciertas representaciones conspirativas sobre el judaísmo, vinculándoselo directamente a todo fenómeno de revolución social (Lvovich, 2003). La asociación entre ruso y judío, sumada a la presencia que la izquierda revolucionaria, anarquista y comunista, tenía en el medio, otorgó a sectores reaccionarios locales y a organismos del propio Estado motivos para reforzar, intercambiar y homologar el antisemitismo y el anticomunismo, bajo el mito del “judeobolchevismo”.
Los ecos del fenómeno soviético creyeron reconocerse en otros escenarios de aquella Argentina convulsionada. Por ejemplo, en el que estalló en el chaco santafecino contra La Forestal, una empresa británica de tierra, madera y ferrocarriles, que se había instalado a comienzos de siglo para explotar el quebracho colorado. Entre 1919-1921 se dieron grandes huelgas que fueron aplastadas por el Ejército y una Gendarmería Volante, creada por la provincia pero promovida y financiada por la compañía inglesa (Jasinski, 2013). También con el auxilio de la Liga Patriótica, todo terminó con cientos de obreros asesinados y con otros tantos perseguidos y “cazados” en el monte. Antes de ello, La Nación del 21 de diciembre de 1919 publicaba los dichos del abogado de la empresa: “Se ha constituido un verdadero soviet, armándose brigadas de obreros que recorren las poblaciones imponiendo su voluntad, siendo considerados los gerentes de fábricas como prisioneros de guerra”.También durante esos años las huelgas en el Territorio Nacional de Santa Cruz concluyeron de manera igualmente sangrienta y con denuncias, por parte de la clase dominante, de la existencia de “complots subversivos” (Bayer, 1971-1973; Fiorito, 1985). La Sociedad Rural y otras organizaciones patronales montaron guardias armadas, mientras la Liga Patriótica y los grandes diarios regionales y nacionales exigían el retorno del orden. El Ejército, tras forzar la rendición de los huelguistas, apeló al fusilamiento en masa y al entierro en fosas comunes, bajo la advocación del miedo al ejemplo soviético.
El “fantasma maximalista” exhibió el modo en que las derechas, la Iglesia y las corporaciones patronales decidieron construir su enemigo, con connotaciones que iban desde la defensa del “orden natural” hasta las inclinaciones antisemitas. Ello fue reforzado por la presencia gravitante de militantes de origen judío ruso o la incidencia de expresiones de la izquierda radical, especialmente de procedencia ácrata, incentivada por el ejemplo de 1917. La Rusia revolucionaria constituyó una referencia ineludible para la comprensión y la actuación en esos escenarios locales de crisis. Pero la “amenaza” no fue una mera pesadilla ideológica de las elites o un sueño inalcanzable de militantes deseosos de imitar realidades lejanas y exóticas. Fue real porque ya existía en el país una clase trabajadora con cierto nivel de desarrollo, un movimiento obrero organizado, un campo de izquierdas heterogéneo que ofrecía una variedad de estrategias revolucionarias. Hubo una conexión entre ese mundo obrero, popular, y contestatario (erigido como un auténtico movimiento social) y lo que habilitaba la experiencia bolchevique, la cual, además, acicateó la radicalización ideológica y política local.
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¿Cuáles fueron las posiciones de las izquierdas y cómo reformularonsu existencia ante la Revolución? El Partido Socialista saludó el derrocamiento del zarismo y la proclamación de la república como símbolo de una revolución democrática a la que, incluso en su moderado horizonte, aún podía aceptar. La institución de una “dictadura del proletariado” por parte de los bolcheviques encontraron al PS en la vereda opuesta, desde la que sólo podían reconocerse los progresos graduales por la vía de la reforma parlamentaria. En su balance lo acaecido en octubre era un golpe de Estado, protagonizado por agitadores ilegítimos, sin reconocimiento alguno ni respaldo popular, que habían extraviado el curso sensato de la construcción de la república abierta a las reformas democráticas y atenta a sus responsabilidades en la guerra, para reconducirlo a la aventura de un gobierno extremista, que dejaría como consecuencia el marasmo del hambre, el desquicio en la administración, la guerra civil y un armisticio indigno con la autocracia alemana. En esta visión, se divisaba una suerte de período ascendente sólo hasta el levantamiento de Kornílov. Si hasta ese momento todas las informaciones sobre el tema en La Vanguardia estuvieron bajo el título “La revolución rusa”, en adelante quedaron bajo el rótulo “La situación en Rusia”. La revolución verdadera era la de febrero, lo siguiente era la anarquía, la inconcebible lucha por el poder entre soviets, gobierno y partidos, y finalmente el golpe de Estado.
Más allá de las complejidades del caso, detrás de esta superficial idea de desvío se revela la ausencia de una genuina teoría de la revolución en el socialismo argentino y, en algún sentido, los límites de su instrumental teórico y programático. Para dar cuenta de estos acontecimientos, el partido apeló a una serie de enunciados generales, pero no alcanzó a comprender, dentro del proceso revolucionario, su dinámica, las estrategias puestas en juego, las fases, las fuerzas motrices, los aliados y los adversarios de cada orientación. No hubo capacidad para entender las contradicciones y los dilemas que esmerilaron al gobierno provisional, fortalecieron a los soviets y encumbraron a los bolcheviques. Era sintomática la acusación hacia estos últimos como anarquistas bakuninistas, fuera de la tradición socialista. Para el PS no podía existir un socialismo revolucionario: lo consideraba una contradicción de términos, en sintonía con el carácter de su proyecto reformista (Aricó, 1999; Camarero y Herrera, 2005).
Pero esa discusión se había instalado dentro del partido.Una antigua corriente de izquierda en el seno de la organización dirigida por Juan B. Justo, que impugnó de cuajo esas posiciones por su abandono de la política obrera y sus claudicaciones ante la guerra, y oponiéndola a las tradiciones del marxismo, quiso recibir la herencia del Octubre ruso desde su periódico La Internacional. Esa pequeña tendencia política se agrupó primero en el Partido Socialista Internacional, y desde 1920 en el Partido Comunista (Corbière, 1984). A partir de noviembre de 1918, esa organización ganó las calles todos los 7 de noviembre en conmemoración de la Revolución, convirtiéndose en una suerte de efemérides anual impostergable. En su manifiesto de saludo por el fin de la guerra señalaba:
¡Gloria a los maximalistas rusos! Gracias a su acción la horrenda carnicería mundial se ha acortado en algunos años, ahorrando a la humanidad varios millones de muertos […] Los maximalistas rusos, heroica vanguardia del socialismo internacional, han echado los cimientos de una Humanidad nueva, la Humanidad redimida del porvenir, sin castas ni privilegios sociales, sin guerras y sin déspotas. Firmes en nuestros principios pacifistas e internacionalistas, trabajemos en nuestro medio por el advenimiento de hora tan venturosa. Estimulados por la aurora roja que apunta en Europa, seamos solidarios en nuestra obra, cooperemos todos en ella, apresuremos la marcha y preparemos la transformación revolucionaria de la sociedad americana.
Dos años después, en su proclama donde comunicaba su cambio de nombre por el de Partido Comunista, otra vez, la referencia a 1917 fue inevitable: “La Revolución Rusa es nuestra antorcha. Ella encierra un caudal inmenso de experiencias revolucionarias. La Revolución Rusa tiene un valor universal. Sus principios son los únicos que pueden servir de base a las próximas revoluciones proletarias en todos los países”. Pero a esta tendencia le costó definir una identidad política homogénea. Vivió en tensión, reformulación y diferenciación interna durante varios años. Ese partido de iniciales rasgos revolucionarios, hostil al parlamentarismo, consustanciado con la lucha de clases y fusionado con el movimiento obrero en lucha que se pretendía conformar no fue fácil de plasmar. El proceso decantó expectativas y equívocos. La nueva corriente encontró en la Revolución rusa la matriz donde afincar su identidad, su programa y sus formas de organización. Es decir, octubre de 1917 fue el hilo rojo que terminó galvanizando la nueva fuerza, aunque dejó jirones en el camino. “Cada partido comunista fue el producto del matrimonio de dos consortes de difícil avenencia, una izquierda nacional y la Revolución de Octubre”, sostenía Hobsbawm (2000). La clave está en poder calibrar cuánto incidieron cada uno de estos factores y cómo se combinaron, a veces, en tensión. La constitución del PC y la total adhesión a las pautas políticas, programáticas y organizativas provenientes de la Komintern en Moscú supuso un salto en el proceso de homogeneización. Los laberintos de esa relación con la IC, una historia interna e incluso clandestina, aún poco conocida, resulta decisiva y muy útil de comprender, pues fue por allí donde circuló buena parte de los vínculos, las informaciones y las políticas entre Buenos Aires y Moscú (Jeifets, V. y Jeifets, L., 2014). Las peripecias de ese proceso dicen mucho acerca de los modos en los que la Revolución rusa operó en la sociedad política de la Argentina.Lo cierto es que el PC no estuvo en condiciones de reclamar el monopolio de la representación de la Revolución. Se erigió en el mayor propagandista de la causa del régimen soviético y de la Komintern, pero en esos primeros años alcanzó niveles reducidos de actuación y tuvo dificultades para aparecer como una suerte de embajada de la república socialista (Campione, 2005; Camarero, 2007).
El proceso de 1917 conmovió a varias culturas e identidades ideológico-políticas de las izquierdas y provocó reflexiones o reconsideraciones doctrinarias y estratégicas (Doeswijk, 2013; Pittaluga, 2015). Dentro del heterogéneo campo del anarquismo hubo disimiles posicionamientos, aunque de conjunto inicialmente hubo un saludo el movimiento revolucionario de las masas. Se aludía a la construcción de una “nueva era” destinada a tener un impacto en todo el mundo, siempre que se mantuviera como desafío al orden establecido y evitara la tentación de un curso político. La Protesta del 17 de febrero de 1918 afirmaba: “Rusia representa hoy la síntesis de un período histórico: como Francia representó otro período en el año 1789-93, en su revolución contra la nobleza feudal y la tiranía ignominiosa del Imperio. Y no es posible, por lo tanto, que la revolución rusa responda a los fines de un determinado partido político, como tampoco que ésta haya sido hecha única y exclusivamente para derrumbar al zarismo”.
Pero luego, ya con fuerza desde 1919, y con total definición desde los hechos de Kronstadt en 1921, las corrientes mayoritarias del anarquismo (tanto las nucleadas en torno a La Protesta y la FORA como a las referenciadas en el periódico La Antorcha) pasaron a una crítica radical ala “dictadura de partido” encarnada en el régimen de Lenin y convocaron a una “tercera revolución rusa” contra el partido. No obstante, hubo grupos libertarios más heterodoxos que, aun desde un ángulo crítico, siguieron abrigando esperanzas en el curso soviético hasta inicios de los años veinte. Luego conocidos como “anarcobolcheviques”, en buena medida quedaron referenciados por el diario que editaron en 1921, Bandera Roja y por el periódico El Trabajo. Todavía en septiembre de 1921 se podía afirmar desde este último órgano de prensa: “Si bien es cierto que en Rusia se denomina “dictadura del proletariado” al poder que ejerce el partido comunista, por nuestra parte entendemos que en un Estado proletario, si es necesario un Estado de fuerza, él debe ser ejercido por los mismos trabajadores mediante las organizaciones obreras”. Dos meses después en la revista Cuasimodo se podía reconocer, incluso, la necesidad, aunque sólo por cierto tiempo, de una dictadura del proletariado. La aclaración, sin embargo, era clave: “Surgida fatalmente, de circunstancias excepcionales, esta dictadura no debe sobrevivir a las circunstancias que la generan”.
La Revolución Rusa también provocó una conmoción en las filas del sindicalismo revolucionario. Algunos de sus militantes revisaron parte de sus tradicionales preceptos a favor de la autonomía y el apoliticismo. La adhesión al proceso soviético cuestionó la práctica gremial conciliadora de esta corriente y presionó hacia una recuperación del contenido antisistémico y de objetivos “finalistas” que tuvo en sus primeros años. Surgió así un ala revolucionaria dentro de este espacio, conocida como “sindicalistas rojos”, un pequeño núcleo de militantes que hizo propias algunas ideas y prácticas de los bolcheviques. Aceptaron la disputa por el poder político, por considerar que la lucha económica era insuficiente. Reivindicaron la implantación transitoria de la dictadura del proletariado en tensión con la teoría del sindicato como “embrión” del socialismo. Impulsaron desde entonces la creación de núcleos compactos de militancia considerados permanentes y más allá del obrerismo, lo que indicaba su afinidad con una suerte de “teoría de la vanguardia”. Desde 1919 estos grupos se aglutinaron en la Federación de Agrupaciones Sindicalistas Revolucionarias (FASR), que impulsó el periódico La Batalla Sindicalista, editado entre 1920 y 1923 (Aquino, 2015). Claro que, en perspectiva, el camino sindicalista para la Rusia soviética incluía la necesidad de una “tercera revolución” (el mismo término empleado por el anarquismo), que gracias al progresivo crecimiento de los sindicatos debía heredar el sistema soviético y presenciar la indolora salida de escena de los partidos políticos, o bien, con mayor realismo político, enfrentar a los bolcheviques mediante la acción conjunta de los sindicatos con los anarquistas, sindicalistas y comunistas de extrema izquierda. Estos posicionamientos y debates complejos, llenos de matices y áreas grises, se percibieron en el rico mundo de la prensa político-gremial y en las diversas estructuras del movimiento obrero y popular, como las dos FORA(la del V y la del IX Congreso), y también la Unión Sindical Argentina (USA), cuyo devenir estuvo parcialmente afectado por la discusión acerca de cómo ubicarse ante la Revolución y la Internacional Sindical Roja.
Esta problemática surcó también el mundo de la cultura, la intelectualidad y el arte. Empalmó con el movimiento de la Reforma Universitaria surgida en Córdoba, cuyos jóvenes fijaron amplias simpatías hacia la Rusia soviética. Tampoco fue infrecuente encontrar escritores o pintores que saludaban la “gesta maximalista” desde comarcas ideológicas no ortodoxas, de perfiles comunistas libertarios. Jorge Luis Borges fue el caso más relevante, por su posterior trascendencia como literato. Sin espacio para poder desarrollarlo aquí, sólo señalemos que se trató de un fenómenoque irradió hacia territorios muy vastos, cruzados por las vanguardias estéticas y el compromiso político y social.
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La relación entre la Argentina y la Revolución rusa es un asunto difícil de abarcar en todas sus implicancias, aristas y temporalidades. Nos concentramos sólo en el primer lustro, cuando el proceso soviético mostró su mayor dinamismo como experiencia de emancipación social, aún no anulado por el fenómeno de burocratización que luego sobrevino, y que tiempo después acabó montando ese Leviatán moderno al que Stalin rindió culto. Aquel fue un período en el que Rusia atraía las miradas y despertaba la esperanza de muchos trabajadores, oprimidos y militantes que encontraron allí experiencias de liberación nunca antes vistas; fue cuando recibió el pánico y el odio de los poderes instituidos de todo el mundo. Un lustro, aproximadamente, que expresó el ciclo fundador y ascendente del movimiento surgido en octubre de 1917, signado por el protagonismo de las masas y las grandes transformaciones revolucionarias, prolongado internacionalmente por las estrategias de la IC.
Como vimos, en la Argentina de esos años, en parte porque operaron aquellas influencias, se conoció una notable actividad de lucha, organización y reflexión emancipatoria por parte de trabajadores, estudiantes, intelectuales y artistas en estado de radicalización ideológica y política. Fue eso lo que despertó la reacción brutal del Estado, las clases dominantes y las derechas. También aquí, desde 1921-1922, hacia el fin del gobierno de Yrigoyen, tras una serie de derrotas que concluyeron varios años de intensa conflictividad laboral, terminó ese ciclo distintivo del movimiento obrero y las izquierdas.En buena medida, aquellos pueden ser imaginados como los “tiempos rojos”, tanto en Rusia como en la Argentina. Los años en los que operaron una serie de temerarios “espectros” contra el capitalismo. A un siglo de distancia, necesitamos examinar esas primeras huellas críticamente, como pistas pararelanzar el camino del socialismo.
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· Artículo enviado por el autor para su publicación en este número de
Herramienta.
·· Doctor en Historia por la Universidad de Buenos Aires, Investigador Independiente del CONICET en el Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani” y Profesor Regular a cargo de Historia Argentina III en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA). Algunos de sus libros son
A la conquista de la clase obrera. Los comunistas y el mundo del trabajo en la Argentina, 1920-1935 (Siglo XXI) y, en coedición,
El Partido Socialista en Argentina. Sociedad, política e ideas a través de un siglo (Prometeo). Es Director de la revista
Archivos de historia del movimiento obrero y la izquierda y del Centro de Estudios Históricos de los Trabajadores y las Izquierdas (CEHTI).