Cada capitalista […] recurre a todos los medios para incitarlos a consumir [a los obreros], para prestar a sus mercancías nuevos atractivos, para hacerles creer que tienen nuevas necesidades, etc. Precisamente a este aspecto de la relación entre capital y trabajo constituye un elemento fundamental de la civilización; sobre él se basa la justificación histórica, pero también el poder actual del capital.
(Marx, 1971b: 230).
“Marx hizo famoso el término ‘fantasmagoría’, utilizándolo para describir el mundo de las mercancías que, en su mera presencia visible, oculta todo rastro de trabajo que las produjo. Echan un velo sobre el proceso productivo y, al igual que las pinturas de estados de ánimo, alientan a sus espectadores a identificarlas con sueños y fantasías subjetivas”.
(Buck-Morss, 2005: 201)
“La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un ‘enorme cúmulo de mercancías’, y la mercancía individual como la forma elemental de esa riqueza. Nuestra investigación, por consiguiente, se inicia con el análisis de la mercancía” (Marx, 1988: 43). Con estas palabras se abre el primer capítulo de El capital, publicado en 1867. Salvo para los habitantes de Inglaterra, esa afirmación era enigmática y hasta exagerada, puesto que el capitalismo propiamente hablando –es decir, que se hubiera apoderado de la producción– solo existía en ese país, pero en ningún otro lugar había alcanzado ese nivel de desarrollo, en unos cuantos países se estaban gestando y peor aún en muchos lugares del mundo ni siquiera había surgido. En este sentido, los lectores contemporáneos de Marx podían pensar que su punto de partida, el análisis de la mercancía, no era muy convincente y dudoso que la mercancía se hubiera generalizado.
Hoy, un siglo y medio después, las palabras de Marx son de una impresionante actualidad, casi una trivialidad, puesto que la forma mercancía reina a lo largo y ancho del planeta. En efecto, la expansión mundial del capitalismo lleva aparejada la universalización de las mercancías, lo cual debe ser entendido en un doble sentido. De un lado, en el ámbito geográfico, el dominio del capitalismo en los cinco continentes supone, de manera automática, la generalización del reino mercantil. Y de otro lado, la forma mercancía ha colonizado todas las esferas de la sociedad, la vida y la naturaleza, incluso en niveles que se suponían impensables hace unas cuantas décadas, como sucede con los óvulos y los espermatozoides. Por primera vez en la historia humana todo ha sido convertido en mercancías, desde elementos microscópicos (como los genes) hasta gigantescas estructuras (como los satélites artificiales). El mundo ha sido transformado en un inmenso bazar planetario donde se compran y se venden las cosas más inverosímiles: órganos del cuerpo humano, genes, bebes, futbolistas, modelos y vedettes de la farándula, junto con los sentimientos más abstractos y sublimes (empezando por el amor). Cualquier necesidad de los seres humanos se ha vuelto una vulgar mercancía que se cotiza en el “libre mercado”, como acontece con los alimentos, la salud, la educación, la recreación y la cultura.
La mercancía y las necesidades
En principio, puede pensarse, como lo hacen los capitalistas y sus ideólogos, que producir mercancías es indispensable para satisfacer necesidades humanas y, en consecuencia, está más que justificada su producción puesto que la misma beneficia a los seres humanos y ello haría no solo inevitable la producción de mercancías sino que convertiría en benefactores a los capitalistas.
Este supuesto debe discutirse, y Marx lo hace, a partir no solo de la diferenciación entre valor de uso y valor de cambio, el doble carácter de la mercancía, en el que predomina el segundo aspecto, sino considerando las necesidades humanas. Al respecto, puede diferenciarse entre necesidades básicas, vitales, y necesidades superfluas o instrumentales. Las primeras hacen referencia a la satisfacción de los requerimientos biológicos y animales que tenemos los seres humanos (tales como comer, vestirnos, tener un techo que nos cobije, mantener relaciones sexuales y reproductivas), como a algunas necesidades históricas y culturales, que se van construyendo en el proceso de evolución social. En ese sentido, Marx indica que se puede hablar de “medios de consumo necesarios”, “siendo indiferente que tal o cual producto, como por ejemplo el tabaco, sea o no un medio de consumo necesario desde el punto de vista fisiológico; bastará con que lo sea por la fuerza de la costumbre” (Marx, 1984: 493).
Pero Marx anota en otra de sus escritos que existe una relación directa entre la producción y el consumo, ya que “la producción es mediadora del consumo, cuyos materiales crea y sin los cuales a este le faltaría el objeto”. Pero
[…] el consumo es también mediador de la producción, en cuanto crea para los productos el sujeto para el cual ellos son productos. El producto alcanza su final solo en el consumo. […] Sin producción no hay consumo pero sin consumo tampoco hay producción ya que en ese caso la producción no tendría objeto. El consumo produce la producción de dos maneras: 1). En cuanto el producto se hace producto solo en el consumo […]; 2) en cuanto el consumo crea la necesidad de una nueva producción, y por lo tanto el móvil ideal de la producción, su impulso interno, que es su supuesto. El consumo crea el impulso de la producción y crea igualmente el objeto que actúa en la producción como determinante de la finalidad de ésta. Si resulta claro que la producción ofrece el objeto del consumo en su aspecto manifiesto, no es menos cierto que el consumo pone idealmente el objeto de la producción, como imagen interior, como necesidad, como impulso y como finalidad. Ella crea los objetos de la producción bajo una forma que es todavía subjetiva. Sin necesidades no hay producción. Pero el consumo reproduce las necesidades (Marx, 1971b: 11y s.).
Dicho en forma resumida: salvo las necesidades biológicas, las demás son históricas y culturales y, algo acentuado en el capitalismo, la producción genera el objeto del consumo, el modo de consumo, el impulso del consumo y, por supuesto, al propio consumidor. En ese análisis ya se insinúa lo que hoy es dominante a nivel mundial, que el consumo “reproduce las necesidades”, lo que conduce a plantear el consumo de lujo o consumo suntuario. En principio, durante las primeras fases del capitalismo en un territorio determinado, ese consumo suntuario se limitaba a las clases dominantes, pero luego a medida que se abarataba la producción de mercancías y aumentaba el poder adquisitivo de los trabajadores ese consumo suntuario tendió a incrementarse. Marx eso lo vio asociado a los momentos de prosperidad en el ciclo capitalista, cuando florece la especulación, instante en el que
no solo aumenta el consumo de medios de subsistencia necesarios; la clase obrera (a la que ahora se incorpora, de manera activa, su ejército de reserva en pleno) participa momentáneamente también en el consumo de artículos suntuarios, que en otras circunstancias le son inaccesibles, y además, asimismo, en la clase de artículos de consumo necesarios que en la mayor parte son, de ordinario, medios de consumo “necesarios” sólo para la clase de los capitalista, lo cual provoca a su vez un aumento de los precios (Marx, 1984: 501 y s.).
Después del fin de la Segunda Guerra Mundial se produce una “explosión del consumo” –lo que llevo a que algunos autores acuñaran la vaporosa denominación de “sociedad de consumo” – que está asociada a los incrementos en la producción de mercancías, que a su vez son el resultado, desde el punto de vista material, de la existencia de fuentes abundantes de energías fósiles, principalmente petróleo, y de los notables desarrollos de la tecnociencia aplicada a la industria y a la agricultura. Y desde el punto de vista social, eso solo es posible con la explotación de importantes contingentes de fuerza de trabajo en el mundo. Con petróleo y materiales se produce una gran cantidad de mercancías, muchas de las cuales en la época de Marx podían considerarse como propias de un consumo suntuario (como los medios de transporte privados, v.g. el automóvil) o que incluso no existían (como los electrodomésticos), pero que en algunos lugares, como en Europa central y nórdica, así como en los Estados Unidos se extienden al consumo cotidiano de importantes sectores de la población, incluyendo a los trabajadores. Ese proceso se ha extendido en las últimas décadas a otros países, China por ejemplo, donde se impone el mismo modelo de producción-consumo derrochador de energía y materiales, y se origina en la explotación intensiva del trabajo humano.
Así las cosas, ¿qué queda de lo necesario e indispensable y a donde llega lo superfluo o innecesario? Por necesario deberíamos definir a aquello que es indispensable para mantener el organismo humano y desarrollar una vida socialmente aceptable. Necesario es el consumo diario de 3000 calorías que requiere el organismo humano para reponer las energías gastadas, más allá de ese punto puede considerarse el consumo de calorías como innecesario, lujoso e incluso perjudicial, lo que se evidencia, para señalar un caso, en el consumo de calorías, en forma de alimentos, de un estadounidense promedio, con respecto a un haitiano. Mientras el primero consume 3620 kilocarías, el segundo consume 1830. Es decir, que uno está sobrealimentado y el otro se encuentra subalimentado y desnutrido. Pero si tenemos en cuenta el consumo de energía per cápita (en la que se incluye el uso de cualquier fuente energética y su conversión final en electricidad) las diferencias son más apabullantes: en el 2003, un haitiano tenía un consumo de 270 kilocalorías, mientras que un estadounidense consumía 7795
[1]. Necesario que una persona cuente con un techo adecuado y con la ropa indispensable para preservar su salud y su autoestima, superfluo que como, David Beckham, estrene calzoncillos todos los días y al otro día los bote a la basura (es decir, bota al año 365 calzoncillos) o como el caso de Imelda Marcos de Filipinas, la esposa de un dictador de ese país, que tenía una colección de 3000 pares de zapatos.
Para aumentar la producción de cosas innecesarias se fomenta el consumo y se crean necesidades artificiales, sin las cuales se puede vivir y de las cuales se puede prescindir, pero que en muchos casos aparecen como signos de estatus, de superioridad de clase, de género o de raza. José Saramago en su crítica al centro comercial alude en forma sarcástica a la propaganda mercantil encaminada a crear necesidades artificiales: “En la fachada del Centro, sobre sus cabezas, un nuevo y gigantesco cartel proclamaba, VENDERÍAMOS TODO CUANTO USTED NECESITARA SI NO PREFIRIÉSEMOS QUE USTED NECESITASE LO QUE TENEMOS PARA VENDERLE” (Saramago, 2001: 365). Algunos voceros capitalistas, como un directivo de la General Motors, reconoció en una ocasión que “la clave para la prosperidad económica consiste en la creación organizada de un sentimiento de insatisfacción” (Charles Kettering, citado en Sempere, 2009: 57), lo cual confirma lo dicho por Saramago.
De la misma forma, se reduce el tiempo de duración de las mercancías (la obsolescencia programada) para que el consumidor se vea obligado a comprar nuevos productos que sustituyan a los que han fenecido en forma rápida. El colmo de ese proceso es el de los productos desechables, que desaparecen en el acto mismo del consumo, como sucede con artefactos plásticos (platos, vasos, cubiertos…)
Así, la vida media de los artefactos microelectrónicos cada vez es más breve, llegando a ser en el mejor de los casos de unos 18 meses. Para inducir al consumo, y por tanto producir más mercancías, un instrumento indispensable es la publicidad y la propagada, a través de lo cual se ofrece lo divino y lo humano a través de la inducción de necesidades ficticias y artificiales, que aplauden lo efímero y desechable, como pretendida característica inherente a la naturaleza humana. Esto tiene que ver con el “efecto rebote”, que supone simplemente que a medida que mejora la eficiencia de una mercancía o disminuye su costo aumenta su consumo, como lo demuestra hoy la adicción a aparatos microelectrónicos, empezando por el celular, que hace que una persona, aunque solo tenga dos oídos, y pueda solamente escuchar por uno solo de ellos, use dos o tres celulares, con lo que además se produce una gran cantidad de chatarra electrónica, además que se despilfarra energía a granel.
Podría hablarse en esta dirección de lo que István Mészáros denomina como la tasa de utilización decreciente en el capitalismo, lo que quiere decir que se impone un aumento de la producción de mercancías y un menos uso de las mismas y en menos tiempo del que se podrían emplear, o sea que son desechadas en forma prematura
[2]. Un ejemplo al respecto es el del automóvil privado, que por lo general solo lleva un pasajero, su conductor, cuando está hecho para cuatro o cinco personas, y a veces suele utilizarse solo una parte de su vida útil o también que aunque un coche todavía funcione normalmente sea cambiado, por imperativos de la moda, cada uno o dos años y terminen en los “cementerios de autos”.
La mercancía, el trabajo y las ganancias
Decir que en el capitalismo la forma mercancía se generaliza resulta una afirmación incompleta, si a ella no se agrega que se está hablando de una producción de mercancías capitalista, cuya finalidad es obtener ganancias, y que la fuente de las mismas solo puede ser la explotación de fuerza de trabajo, también convertida en una mercancía. De manera explícita, Marx sostiene en el llamado capítulo VI de El capital, inédito, tres premisas indisociables:
1. la producción capitalista por primera vez convierte a la mercancía en forma general de todos los productos.
2. La producción de mercancías lleva necesariamente a la producción capitalista, tan pronto como el obrero ha cesado de ser parte de las condiciones de producción (esclavitud, servidumbre) o la comuna primitiva (India) ha dejado de ser la base. Desde el momento en que la fuerza misma de trabajo se ha convertido de manera general en mercancía.
3. la producción capitalista suprime la base de la producción mercantil, la producción dispersa e independiente y el intercambio de los poseedores de mercancías o el intercambio de equivalentes. El intercambio entre el capital y la fuerza de trabajo se vuelve formal.
Más enfáticamente, y en forma resumida, Marx asegura: “Como la plusvalía es el producto específico del proceso de producción, su producto no solo es mercancía, sino capital […] es un proceso en el que no sólo se produce mercancía, sino plusvalía y en consecuencia capital” (Marx, 1971a: 112-113 y 50-53).
Sin embargo, cuando las mercancías se encuentran en los escaparates en que se ofrecen y se venden da la impresión que no poseen ni un solo átomo de trabajo, es como si hubieran sido producidas de la nada y sin haber empleado a ningún trabajador. Este es el verdadero carácter fantasmagórico de la mercancía, cuya mera presencia oculta el trabajo que las ha producido; los objetos mercantiles son como velos que ocultan los procesos productivos e invitan al consumidor a identificarlas con sueños y fantasías subjetivas. Como lo dijo Theodor Adorno: “En el objeto de consumo debe hacerse olvidar la huella de su producción. Debe tener una apariencia como si no hubiera sido hecho en absoluto, no vaya a ser que delate que el que lo intercambia no es el que lo ha hecho, sino que se apropia el trabajo contenido en él” (Adorno, cit. en Zamora, 2017).
En términos prácticos, esto quiere decir dos cosas: primero, que la producción de cualquier tipo de mercancías, de las cuales está literalmente inundado el planeta, solo son posibles por la explotación intensificada de los trabajadores en los cinco continentes; y segundo, que las extraordinarias ganancias que obtienen unos cuantos supermillonarios en el mundo, que hacen de la época actual la época más injusta y desigual en la historia de la humanidad, solo pueden explicarse por esa explotación.
China, el taller del mundo de nuestro tiempo, produce mercancías a granel, con las que está repleto el globo terráqueo, y eso es resultado de la explotación de millones de hombres y mujeres, que han sido convertidos en el nuevo proletariado industrial, que se arremolina en fábricas de la muerte. Las ganancias de esa producción, y de la venta de mercancías allí producidas, beneficia en forma directa a las grandes multinacionales y a sus dueños capitalistas.
Ya Marx había dicho que “de ningún modo corresponde al curso del desarrollo social que porque un individuo haya satisfecho su necesidad, cree ahora su excedente; sino porque se obliga a un individuo o clase de individuos a trabajar más allá de lo preciso para la satisfacción de su necesidad, porque se pone el plustrabajo de un lado, se ponen el no-trabajo y la plusriqueza del otro lado” (Marx, 1971b: 352 y s.). Esto es lo que permite que una parte de la sociedad, minoritaria, se aleje del trabajo material duro y agobiante, mientras que otra parte, mayoritaria, se vea obligada a trabajar para otros en las peores condiciones, que en muchos casos son propias del esclavismo, como acontece en Bangladesh y en otras países.
Cuando se habla de una explotación intensificada del trabajo, lo que se está constatando es que la vida laboral de la clase que vive del trabajo es más difícil, precaria y produce sufrimiento, si tenemos en cuenta que la mercancía que más se ha abaratado y envilecido es la fuerza de trabajo. Eso puede constatarse en cualquier lugar del mundo: en China, en la frontera norte de México, en las zonas de maquila, en las fábricas de la muerte, en las “oficinas inteligentes”, en los call-centers, en Silicon Valley y donde se nos ocurra imaginar. Al respecto, Marx había indicado que “la baratura del sudor y la sangre humanas, transformados en mercancías, […] expandió constantemente y expande día a día el mercado donde se colocan los productos” (Marx, 1988: 574).
También Marx había señalado las consecuencias sobre la vida de los trabajadores del aumento de la producción y de la extracción de plusvalía en el siglo XIX, una descripción que es de una impresionante actualidad:
Todos los órganos de los sentidos son uniformemente agredidos por la elevación artificial de la temperatura, la atmosfera cargada de desperdicios de la materia prima, el ruido ensordecedor, etc., para no hablar del peligro moral que se corre entre la apiñada maquinaria, la cual produce sus partes industriales de batalla con la misma regularidad que se suceden las estaciones (ibíd.: 519 y s.).
Esto trasladado al mundo de hoy quiere decir, entre algunos ejemplos, feminicidio laboral en las maquilas de México y América Central; muerte de miles trabajadores en las fábricas de confecciones de Bangladesh y otros “nuevos países industrializados”; suicidios en Telecom France y en las fábricas de electrodomésticos de China; millones de accidentes que dejan a miles de trabajadores lisiados de por vida, por no tener elementales instrumentos de seguridad laboral, y un interminable etcétera. Nada de este dolor se ve, ni se aprecia en las mercancías que se exhiben en los escaparates del bazar planetario.
El fetichismo de la mercancía
La mercancía es un producto que tiene como finalidad venderse en el mercado, sin que cuente la utilidad del producto (valor de uso) sino el hecho que se venda (valor de cambio) por dinero y este luego se convierta en otra mercancía. Para acceder al valor de uso que tiene cualquier mercancía, es necesario comprarla con dinero, puesto que el trueque directo entre mercancías ha desaparecido. Las mercancías que se ofrecen en el mercado son producto del trabajo, pero cuando nos enfrentamos a cualquier mercancía en ella no encontramos de manera evidente ni pizca de actividad humana, dando la impresión de que son un resultado casi mágico de fuerzas impersonales que nos controlan a todos. La mercancía se convierte en un sujeto autónomo, aparentemente dotado de vida propia, que se realiza en el mercado, de tal forma que “los procesos vitales de los hombres quedan abandonados a la gestión totalitaria e inapelable de un mecanismo ciego que ellos alimentan pero no controlan” (Jappe, 2017).
En el mundo mercantil capitalista, el valor de uso se convierte en un mero portador del valor de cambio, lo que lo diferencia de todas las otras formas de sociedad en donde primaba el valor de uso, es decir, la satisfacción de las necesidades humanas. El valor de cambio no puede, sin embargo, prescindir del valor de uso, lo cual se constituye en la contradicción suprema de la mercancía, lo que implica que el capitalismo tiene un límite contra el que se estrella su tendencia a incrementar el valor de cambio y el dinero de manera indefinida.
La mercancía es una forma específica e histórica de la acción humana, una forma social que no siempre ha existido (aun hoy sobreviven algunas sociedades indígenas en el Amazonas y en otros lugares de la tierra que no conocen las mercancías) y sólo se ha generalizado en la última parte del siglo XX. A pesar de esa breve fracción de tiempo, los portavoces del capitalismo (encabezados por los economistas) nos dicen que la mercancía siempre ha existido, que es consustancial a la naturaleza humana y, en consecuencia, es imposible concebir un mundo sin mercancías y, sin la principal de ellas, el dinero.
Para adorar las mercancías han aparecido los sacerdotes del culto, economistas, teóricos de la comunicación, mercachifles y comerciantes. Ellos se han encargado de difundir por el mundo la buena nueva de que la existencia de mercancías es sinónimo de progreso y su consumo garantiza el confort y la libertad. No es de extrañar que hayan cobrado fuerza las teorías que exaltan la soberanía del consumidor como máxima expresión de la libertad humana y algunas de sus versiones más “refinadas” lleguen a afirmar sin ningún desparpajo que las “mercancías ayudan a pensar” y “los ciudadanos somos también consumidores” y “el mercado de opiniones ciudadanas incluye tanta variedad y disonancia como el mercado de la ropa y los entretenimientos”
[3].
Los centros comerciales y los supermercados han sido erigidos como los templos en los que se adoran de día y de noche las mercancías y ante ellas, brillantes y lustrosas, se inclinan millones de seres humanos. Las mercancías son adoradas como cualquier fetiche: automóviles, teléfonos celulares, computadores, televisores, perfumes, vestidos… aparecen dotados de vida propia, como si no fueran productos sociales –resultado del trabajo humano– sino cosas misteriosos que han resultado de la nada o que siempre han existido porque son productos naturales, sin tiempo y sin historia, cosas embrolladísimas, llenas de “sutileza metafísica y caprichos teológicos”, como decía Carlos Marx al comenzar El capital.
En el capitalismo actual el culto a la mercancía se ha convertido en todo un espectáculo, por ello Guy Debord señalaba a fines de la década de 1960 que “el espectáculo es el momento en que la mercancía ha conseguido la ocupación total de la vida social”, y en esa sociedad “la mercancía se contempla a sí misma en un mundo por ella creado”, en donde “el espectáculo no canta a los hombres y sus armas, sino a las mercancías y sus pasiones” (Debord, cit. en Jappe, 2017).
El fetichismo de las mercancías como cualquier otro fetichismo (que dota de vida propia a cualquier objeto inanimado) le da un hálito misterioso a las mercancías, atribuyéndoles las características del mundo social a esos valores de cambio. Los seres humanos parecemos ser controlados por las mercancías, las cuales se han hecho independientes tanto de sus productores en los procesos de producción como de quienes las consumimos. Desde este punto de vista, el culto fetichista de las mercancías es una manifestación más alienante que el culto que ciertas sociedades le profesaban a sus tótems y dioses, puesto que se ha generalizado a las diferentes actividades de la vida cotidiana como resultado de la universalización del mercado capitalista. De esta forma, nuestras necesidades, sueños y deseos se expresan en el consumo de mercancías, las cuales han pasado a ser adoradas como fetiches poderosos. La mercancía ha embrujado a toda la vida social porque “todo lo que la sociedad hace o puede hacer se ha proyectado en las mercancías” (Jappe, 2017).Por eso, el fetichismo de la mercancía es el secreto fundamental de la sociedad capitalista y uno de los lugares emblemáticos donde se le rinde culto es el centro comercial, como lo indicó críticamente el escritor José Saramago en su obra La Caverna, nombre alegórico del mercado capitalista.
Muchas décadas antes, el pensador alemán Walter Benjamin al estudiar las exposiciones universales del siglo XIX y comienzos del siglo XX, como anticipos de los centros comerciales había anunciado que “Las exposiciones universales glorifican el valor de cambio de las mercancías. Crean un marco donde su valor de uso pasa a segundo plano. Abren una fantasmagoría donde el hombre ingresa para distraerse. Y la industria del entretenimiento le alivia este pasaje al elevarlo a la altura de la mercancía” (Benjamin, 2012: 52).
Recordemos que fantasmagoría significa representaciones fantasmales. En el caso de la mercancía lo había dicho el mismo Walter Benjamin:
La mercancía se ha vuelto una abstracción. Una vez que huyó de las manos del productor vaciándose de especificidad real, ha cesado de ser producto y de quedar bajo el dominio de los hombres. Ha alcanzado una “objetualidad fantasmal” y lleva una vida propia […]. Se inscribe, desligada de la voluntad de los hombres, en un orden jerárquico misterioso, desarrolla o inhibe su capacidad de intercambio, actúa según sus leyes propias, como un actor sobre un escenario espectral. En los informes de la Bolsa, el algodón “sube”, el cobre se “precipita”, el maíz “revive”, el lignito se “estanca”, el trigo “atrae”, y el petróleo “tiende al alza o a la baja”. Las cosas se han entendido a sí mismas, adoptando ademanes humanos. La mercancía se ha transformado en un ídolo que, aun producto de la mano del hombre, manda sobre los hombres (Benjamin, 2007: 201).
En últimas, los seres humanos convertidos en consumidores compulsivos de mercancías hemos sido transformados en zombis, muertos vivientes, que deambulamos por el centro comercial y los supermercados, vampirizados por el capital en su afán de chupar hasta la última gota de sangre, expresada en dinero, que se abalanza sobre el consumidor como el vampiro Drácula lo hace sobre sus indefensas víctimas. Sólo de esta forma, es posible transformar la “sangre capitalizada” (y el término es de Marx) de hombres, mujeres y niños que se encuentra inmersa en la mercancía, aunque no se vea por ninguna parte, en la ganancia del capitalista. Si se duda de esta afirmación, no más obsérvese cualquier teléfono celular, a ver si vemos la sangre de los millones de congoleses que han muerto en los últimos años extrayendo el coltan, una materia prima sin las cuales esos fetichizados aparatejos no funcionarían
[4].
El carácter destructivo de la forma-mercancía
Si la forma mercancía, universalizada en nuestro tiempo, que se basa en el principio de la lógica capitalista de una producción ilimitada, para obtener cada vez más ganancias e incrementar la acumulación de capital, se produjera en un planeta que tuviera recursos inagotables (materiales y energía) no enfrentaría ningún límite natural. Pero eso mundo no existe, salvo en la mente enceguecida por el afán de lucro del capitalismo. En ese sentido, algunas indicaciones de Marx son pertinentes para entender lo que sucede hoy con la destrucción ambiental y de los seres humanos, sobre todo con los pobres y trabajadores. Ya Marx había anunciado que “la producción capitalista […] no desarrolla la técnica y la combinación del proceso social de producción sino socavando, al mismo tiempo, los dos manantiales de toda riqueza: la tierra y el trabajador” (Marx, 1988: 613).
Si eso fue anunciado hace 150 años, que no decir hoy cuando esa destrucción ha llegado a extremos antes impensados. Y ese carácter destructivo se encuentra en la bomba de tiempo que es la producción mercantil, algo que se deduce de la lógica individual, apartemente racional, de cada capitalista que en su relación con el mundo natural se basa en el supuesto “Después de mí, el diluvio”. Esa misma lógica depredadora fue expresada en varias ocasiones por Marx, tanto en
El capital como en otras de sus obras, con la figura del vampiro. En efecto, el capital efectúa una relación vampiresa con la naturaleza, algo así como una especie de muerto viviente que solo se mantiene porque chupa la sangre del mundo. “El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa” (ibíd.: 2179 y s.). Lo que finalmente absorbe el vampiro capitalista (la sangre) es fuerza de trabajo de los seres humanos y naturaleza, y a ambos destruye y aniquila. Dicho con el lenguaje propio de Marx, el capitalismo tiene una sed de plusvalía que nunca podrá ser saciada, siempre quiere arrancar más y más trabajo excedente, para aumentar su acumulación de capital y de riqueza. Y, como ya se ha dicho antes, esa plusvalía se plasma en mercancías, las cuales se producen, materialmente hablando, con materiales y energía, incluso las llamadas “mercancías inmateriales”. Algunos ejemplos ilustran ese carácter destructivo con respecto a la naturaleza. Un concepto de la ecología nos ayuda a entender lo que estamos diciendo, el de
mochila ecológica, que involucra “la suma de todos los materiales que han sido necesarios para la elaboración de un determinado producto, durante todo su ciclo de vida (extracción de materias primas, transporte, producción y vertido)”. Algunos ejemplos son ilustrativos de ese carácter destructivo de la producción mercantil capitalista: para fabricar un cepillo de dientes se necesitan 1,5 kilos de materiales, 75 kilos para un teléfono móvil, 1,5 toneladas para un computador, 14 toneladas para un automóvil, y un chip electrónico “que pesa 0.09 gramos tan solo, requiere 20 kilogramos, ¡más de 220.000 veces su peso!”; fabricar un computador, con una pantalla plana de 17 pulgadas, necesita de 240 kilogramos de combustibles, 2.2 kilogramos de productos químicos y 1500 kilogramos de agua; cuando un automóvil circula expulsa a la atmosfera más de mil sustancias diferentes, sin que tengamos ni idea de sus efectos sobre la salud humana y animal
[5].
La mercantilización de la vida, de la naturaleza, de la cultura, del medio ambiente tiene límites económicos, ecológicos y políticos que no son otra cosa que la expresión a basta escala de las contradicciones de la mercancía y del capitalismo que la ha universalizado, que en el fondo consiste en el intento imposible de hacer que las mercancías se liberen del valor de uso y el valor de cambio pueda crecer de manera ilimitada.
Como la mercancía es la célula económica y social del capitalismo, su análisis y comprensión es esencial para entender fenómenos tan diversos como las guerras contemporáneas (tras las cuales asoma el control del petróleo, un producto natural convertido en mercancía), las crisis económicas (con la sobreproducción y no realización de las mercancías), los desastres hidrogeológicos de nuestros días (por la mercantilización, entre otras, de las selvas, bosques, ríos y sistemas ecológicos del mundo), la crisis de los Estados nacionales (obligados a plegarse al “libre comercio”, un eufemismo para dejar entrar y salir mercancías), el hambre en el mundo (ya que los alimentos se han transformado en bienes mercantiles, y quien no tiene como comprarlos no es un “ciudadano solvente” que la mejor contribución que puede hacerle a la “civilización capitalista” es morirse de hambre) y así sucesivamente. Como lo dice Cipriano Algor, el alfarero que protagoniza La Caverna: “Ojalá estas figurillas de ahora no tengan la misma suerte, La tendrán más tarde o más pronto, como todo en la vida, lo que ha dejado de tener uso se tira, Incluyendo a las personas, Exactamente, incluyendo a las personas, a mí también me tirarán cuando ya no sirva” (Saramago, 2001: 170).
Bibliografía
Benjamin, Walter, El Libro de los pasajes, Editorial Akal, Madrid, 2007,
–, Escritos franceses. Buenos Aires: Amorrourtu, 2012.
Buck-Morss, Susan, Walter Benjamin, escritor revolucionario. Buenos Aires: Interzona, 2005.
García Canclini, Néstor, Consumidores y ciudadanos, Conflictos multiculturales de la globalización. México: Grijalbo, 1995.
Herrero, Yayo et al. (coords.), Cambiar las gafas para mirar el mundo. Una nueva cultura de la sostenibilidad. Madrid: Libros en Acción, 2011.
Jappe, Anselm, “Las sutilezas metafísicas de la mercancía”. Disponible en: http//bsquero.net/ new/wikka.php?wakka=txtsutilizasmetafisicas (último acceso: 20/6/2017).
Karl Marx, El capital, libro 1, capítulo VI (inédito), Ediciones Signos, Buenos Aires, 1971a.
–, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (borrador), 1957-1958, 1. Buenos Aires: Siglo XXI, 1971b.
–, El capital. Crítica de la economía política. El proceso de circulación del capital, Libro segundo, Volumen V. México: Siglo XXI, 1984
–, El capital. Crítica de la economía política. El proceso de producción de capital, Libro primero, Volumen I. México: Siglo XXI, 1988.
Mészáros, István, Más allá del capital. Valencia y Caracas: Vadell Hermanos, 2001.
Saramago, José, La Caverna. Bogotá: Alfaguara, 2001,
Sempere, Joaquim, Mejor con menos. Necesidades, explosión consumista y crisis ecológica. Barcelona: Crítica, 2009
· Artículo enviado especialmente por el autor para su publicación en este número de
Herramienta.
·· Historiador. Profesor titular de la Universidad Pedagógica Nacional de Bogotá, Colombia. Doctor de la Universidad de París VIII. Diplomado de la Universidad de París I en Historia de América Latina. Autor y compilador de los libros
Marx y el siglo XXI. 2 volúmenes. Bogotá: Pensamiento Crítico, 1998-1999;
El Caos Planetario (Buenos Aires: Herramienta, 1999);
Gente muy Rebelde. 4 volúmenes (Bogotá: Pensamiento Crítico, 2002);
Neoliberalismo: mito y realidad. Entre sus últimos trabajos, podemos mencionar:
Los economistas neoliberales, nuevos criminales de guerra: el genocidio económico y social del capitalismo contemporáneo (2010). La República Bolivariana de Venezuela le entregó en 2008 el Premio Libertador por su obra
Un mundo incierto, un mundo para aprender y enseñar. Dirige la revista CEPA (Centro Estratégico de Pensamiento Alternativo). Es integrante del Consejo Asesor de la Revista Herramienta, en la que ha publicado varios de sus trabajos.
[1]. Datos de 1998 proporcionados por la FAO. Ver:
El nuevo mapa de nutrición de la FAO revela un fuerte desequilibrio en la disponibilidad de alimentos entre países ricos y pobres, disponible en: http://www.waternunc.com/esp/fao3sp.htm¸https://es.wikipedia.org/wiki/Anexo:Pa%C3%ADses_por_consumo_de_energ%C3%ADa_per_c%C3%A1pita
[2]. Cf. Mészáros,
2001: 635 y s.
[3]. La desafortunada expresión es de Néstor García Canclini en su libro
Consumidores y ciudadanos, Conflictos multiculturales de la globalización (1995), un libro que puede considerarse como una apología del fetichismo de la mercancía.
[5]. Cf. Yayo Herrero, 2011: 72, 119 y 164.