23/11/2024
Formas de Estado y de gobierno en la globalización
Creo que para intentar caracterizar y analizar las nuevas formas políticas, dado lo que llamamos globalización, deberíamos tomar distancia ‒sin abandonarlas, por supuesto‒ de las formas clásicas de Estado y de gobierno asentadas sobre el Estado-nación moderno. Aunque más no sea en los territorios geográficos donde la o las nuevas formas políticas aparecen y se ejecutan.
Sobre todo a partir de la ya conocida relación entre el manejo de los recursos ‒como decía el Sub. Marcos en el año 97‒ que hacía que los gobiernos nacionales se encargaran de la tarea de administrar los asuntos en nombre de las megaempresas, y que ahora se trata de que los fondos y flujos de los grandes grupos financieros ocupen el aparato (o su forma) con su propio personal. Sus propias burocracias (o algún socio de la cadena de valor financierizada) administran directamente los “Estados” como departamentos o unidades administrativas del poder absolutista: son los Jean-Baptiste Colbert, gestor financiero de Luis XIV. El que dijo: “El Estado soy yo”.
Estrategia del poder público privativo
Según muchos, hoy vivimos la economía de la deuda, de las deudas públicas y privadas. Es decir, donde un futuro intangible e incierto genera las expectativas de ganancias en base a la cual circulan los flujos financieros que son la condición de toda la economía. Ello da por resultado un mundo de acreedores, pocos, y de deudores, muchos. Las sucesivas crisis, y no sólo las de las deudas soberanas, han puesto en evidencia la volatilidad de la economía, de la producción y del consumo. El riesgo es la expresión más común de los negocios y las finanzas. El riesgo de que los muchos deudores no cancelen los créditos que se apilan (“apalancan”) unos a otros autogarantizándose. Y que consiste en que cuando cae una ficha caen todas las demás.
Créditos que constituyen una nueva forma de apropiación del trabajo ajeno, fundamentalmente por medio del consumo que generan las deudas. Consumos y usos “públicos” y privados. Deudas para unos, créditos para otros que se pagan con trabajo futuro y, por lo tanto, incierto.
Hay acuerdo también en que este riesgo es cada vez mayor, precisamente, por esa incertidumbre. Para capearlo, los acreedores intentan siempre nuevas estrategias. Una es sustituir la garantía de créditos inciertos por la de explotaciones efectivas que aseguren que las inversiones se van a cobrar. Y ello requiere el manejo y el control directo de la inversión.
Entonces, en este mundo de acreedores y deudores las formas de explotación se confunden con las de dominación, dando lugar al poder político privado (no privatizado, sino privativo), como estrategia del capitalismo financiero en su conjunto al que los otros sectores se hallan subordinados, fusionados o absorbidos. Objeto de luchas sin cuartel para lograr posiciones dominantes, que escapan al viejo poder estatal, cuya subsistencia depende de ellos. Como los antecesores del Luis XIV del absolutismo dependían de la banca de los Médici.
Esta estrategia actual tiene lugar en un momento de crisis (las economías en recesión) y de transición, tanto de las formas productivas y de circulación como de las relaciones sociales en ellas y sus formas. Economía en recesión significa que existen límites para el endeudamiento. La saturación de deudas generadas en su momento por el consumo del consumismo y, con esa baja del consumo, la baja de la producción. La saturación también de la capacidad de generación de deuda soberana, límites para nuevas re-estructuraciones (Grecia, España). Por tanto, las deudas garantizadas que se buscan son las de las infraestructuras (bienes natural y generalmente públicos) que, además, ofrecen las perspectivas de necesaria renovación frente a las nuevas formas productivas y comerciales. Las estrellas son las comunicaciones informáticas y viales, las fuentes de energía necesarias, incluidas nuevas capacitaciones y control represivo.
El poder político privado significa la sustitución del Estado como “ilusión de comunidad” (Marx) secular, en su legitimidad contractual y en su soberanía, ajustada al Estado de Derecho y el monopolio legítimo de la fuerza (Weber), por la soberanía absoluta del capital en la toma de decisiones (proveyendo o no recursos) sin sujeción a más normas que las que derivan de las relaciones de fuerza entre los grandes grupos de inversión. Relaciones de competencia, en alianzas temporales, fusiones, absorciones y acuerdos estratégicos u otros mecanismos más o menos agresivos, como las ofertas públicas de compra extorsivas. Mecanismos con nula o escasa regulación. De allí surgen las decisiones tanto o más inapelables que las del Rey Sol.
Sin embargo, por sus formas de generación, no aparece “encarnado”, ni unívoco, sino como “poder soberano difuso” (J.R.Capella). Lo cual no quita que sus decisiones sean inapelables (más aun, no hay a quién apelar), y la garantía de su cumplimiento es el suministro o la “huelga” de los capitales, de lo que depende la vida, como del flujo de la sangre (Harvey). Poder reforzado por los múltiples mecanismos de control y selección a través de la información y el acopio de datos, desde los que se ejerce la soberanía silenciosa, sin bandos, algorítmica. Generando súbditos complacientes de ese control y vigilancia. Seducidos por el consumo y la posesión de presuntos títulos de propiedad (Bauman).
En este panorama, el viejo Estado-nación cumple la función de gestor, ya no solo, de deudas, sino también, de inversiones, a las que dota de un supuesto carácter público en virtud de su vieja imagen, cuando en realidad oculta una verdadera satrapía: los ojos y oídos (así dijo Macri de sus ministros) del rey (financiero).
Los grandes capitalistas pueden ahora decir: “El Estado somos nosotros”. En ejercicio de una metasoberanía, difusa pero efectiva.
Su toma de decisiones constituyen política en el sentido de que su conjunto, ahora en base a otras formas de legitimidad, afecta la conducta de grandes grupos humanos (R. Dahl-Foucault). “La capacidad de tomar decisiones colectivas vinculantes y llevarlas a cabo” (Claus Offe).
El Estado Absolutista
Una figura es inseparable del absolutismo francés: Colbert.
Allá por los años setenta, se discutió entre historiadores y teóricos del marxismo sobre el papel del Estado absolutista en relación al capitalismo, en particular sobre el carácter y resultado de las alianzas entre la realeza, la nobleza y la burguesía mercantil. Como se recordará, uno de los puntos fue el del cambio del personal del Estado, una nueva burocracia no perteneciente a la nobleza.
Independientemente de aquellas interpretaciones, no parece discutible que ese proceso y, particularmente, las medidas de Colbert no hayan constituido una condición y un punto de partida para el capitalismo industrial, por entonces mercantil y manufacturero.
Si esto es así, el absolutismo político, de punto de partida histórico ha devenido resultado del proceso capitalista de acumulación en el momento actual de financiarización.
Y el trabajo de Colbert fue financiero, de las finanzas reales. La economía monetaria estaba desarrollada en los Países Bajos, y Amsterdam ya tenía su Bolsa.
En un período de crisis y transición, las finanzas reales fueron la condición de un Estado moderno soberano para una economía nacional.
Jean-Baptiste Colbert fue el administrador de las finanzas del cardenal Mazarino, quien, a su vez, administraba la hacienda real de Luis XIV. Había sucedido a otro cardenal, Richelieu. Seguidor ardiente del concepto de Razón de Estado, como forma de legitimación de medidas excepcionales. Y medidas excepcionales fueron las que tomó Colbert, siendo ya el responsable de las finanzas reales. Medidas fiscales para generar una flota colonial, implantar las nuevas manufacturas reales, generar infraestructuras para el mercado, canales, rutas y puentes en los que ‒pese a los avatares bélicos‒ se asentó esa economía nacional del nuevo capitalismo. Con las disposiciones de un Estado que, en la transición, todavía se confunde con el cuerpo del rey, su encarnación ya no necesariamente divina. La legitimación teórica es el pacto con el Soberano.
Y la Ley es su voluntad, el monarca es la Ley. Ejecutada ‒entre otros‒ por Colbert, después de la destitución de Fouquet, lograda por él a través de denuncias por malversación de fondos, por las cuales, una vez derrocado le tomaron sus propiedades. Y es claro que las acusaciones no eran arbitrarias.
También se lució embelleciendo París. Claro que su gestión terminó amargamente con un Estado endeudado, pero los nuevos procesos capitalistas estaban ya en marcha. Continuidades, discontinuidades y coincidencias.
La nueva monarquía electoral
El Reino de hoy no luce monarcas ostentosos, sí lo hacen algunos miembros de sus Cortes.
Su mega y metasoberanía no posee cuerpo físico visible, es intangible, como muchas de sus capitalizaciones que conforman las armas de su poder. Son tangibles los resultados de sus decisiones. Más que arbitrarias, volátiles y volubles.
Ni siquiera tienen la forma de los Acuerdos de los Organismos Intergubernamentales de Crédito.
Éstos no hacen más que “recomendar” a sus Estados miembros la aplicación de políticas de adecuación a las decisiones que surgen de la competencia de fuerzas que concentran cada vez más el capital, concentrando a su vez su poder absoluto y discrecional. Aunque esta concentración no tenga formas tangibles, corpóreas ni solemnes más que algún espectáculo en Davos para bajar línea en forma vulgar, entre otros a los propios organismos internacionales.
No se trata ya de razones de Estado sino de mercado. De capitales.
Los bancos centrales, pilares del estado moderno, dependen de ellos. Sus reservas, sus monedas y sus tasas. El Fondo Monetario Internacional perdió su función monetaria desde la inconvertibilidad y su función de crédito desde el Plan Brady, con el que los aportantes lograron cobrar sus deudas soberanas, librando a los países a las decisiones de los capitales no gubernamentales de riesgo, vale decir de la especulación. La función del Fondo es controlar que las deudas pendientes se puedan pagar, que esos capitales puedan cobrar. Lograr esto, con la famosa recesión, se está haciendo difícil; los grupos se garantizan ahora con las infraestructuras. Y la Agenda 2030 del Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas propagandea esta estrategia como medio para el “Hambre Cero”. Y los gobernantes lo repiten: “Minería o hambre”, acaba de decir el Presidente Correa (Telesur, 18/01/17). Y, para ello, Trump ofrece un fabuloso plan de infraestructuras por billones de dólares.
Y los grupos ponen en los gobiernos a su propia tropa, con vestiduras locales. Entre ellos a algunos “burgueses nacionales”.
Esto se logra a través de la técnica electoral sobre la que se construyó históricamente la ilusión de la democracia representativa (nunca democrática, porque representativa).
El branding de los logos políticos y el marketing del candidato-producto, eficiente para gestionar cualquier actividad.
El ciudadano juega el papel de consumidor y, una vez que usa de su “derecho”, el consumo se agota. Para el candidato la utilidad se consume ni bien fue electo, para el elector ni bien votó.
Esta técnica parece suficiente para legitimar el poder: imagen personal y sufragio. Un simple porcentual en la opción por una imagen. Con algo más de apariencia política cuando vienen de ella los que devienen gestores de negocios y, a la inversa, en esa “puerta giratoria” entre empresas y Estado. Se pierde así la identidad de los mecanismos y las lógicas clásicas de la política (que llegó a considerarse autónoma) y del Estado moderno.
Pero detrás de esa apariencia de política como mercado no hay más que formas y técnicas de mercado. La política está en las decisiones metasoberanas que no necesitan legitimación, basta la fuerza en la competencia de capitales. De allí emana el poder absoluto frente al cual todos quedamos sujetos a sus bandos. En “estado de excepción”. A merced de que nos alimenten, nos vistan y nos cobijen. Sólo a los que consumen y se endeudan, quienes sin saberlo, cuando legitiman la economía de la deuda, están vendiendo a sus hijos. Los demás quedan excluidos, como decía Bauman, vagabundos. Homo sacer de Agamben.
Los sátrapas doctorados
Le asiste la razón a Alberto Bonnet cuando critica la ligera expresión “ceocracia”, utilizada para caracterizar a estos nuevos gobiernos (Herramienta n° 59). A lo sumo, afirma, ella no señalaría más que un “estilo de gobierno”.
Estos nuevos funcionarios de carrera gerencial son los Colbert del nuevo reino.
Jean-Baptiste no era noble, no era de los de la clase de los que gobernaban, y arribó a la carrera de los cargos cuando su padre le compró el de director de suministros de las tropas.
Propició obras públicas en infraestructura, la flota colonial del reinado, manufacturas de la corona que sirvieron de base para la nueva clase, su producción y su comercio. Por ello luego los liberales le acusarán su “dirigismo”.
Hoy hay un nuevo dirigismo de un nuevo absolutismo. Con la máscara fundamentalista del libre mercado que oculta acuerdos y negocios “transparentes”. Mecanismos con los que el absolutismo a través del logo estatal ejerce su poder efectivo no reglado. Las normas sólo formalizan sus decisiones heterónomas. Sus tomas de decisión que afectan la conducta y la vida de miles de millones de humanos y que, por eso, insisto, son políticas.
Decisiones tomadas en acuerdos generalmente ocultos, objeto de espionajes y delaciones. Diplomacia secreta y guerras silenciosas. De las que pocos se enteran, si no es por sus resultados. Los ministros de Hacienda, sus “ojos y oídos” entre los propios gobernantes. Técnicamente sátrapas, con masters y doctorados en Harvard. Los “expertos” con sustanciosos bonos y participaciones. Algunos también poseen sus propias empresas de las que el gobierno es una más, pero no la monarquía.
Absolutamente funcionales para custodiar la garantía de las inversiones.
La propia tropa de ellas desembarcando en el Estado, cualquiera sea su nacionalidad de origen. Tanto en los países llamados emergentes como en los desarrollados. Los capataces doctos. Ejecutores simultáneos de la dominación, la explotación y la exclusión.
Sin prejuicios fronterizos, pese a los alardes del pichón de nazi, Trump.
Transiciones y fascismos
Parece indiscutible la presencia de una transición en el modo de producir y sus relaciones técnicas de producción, con evidentes consecuencias ya en nuevas relaciones sociales e interpersonales. Sintéticamente, una producción de base cognitiva en muy distintos campos.
A eso se refiere la robótica, la producción 3D, la biotecnología, las comunicaciones, etc.
Con esa transición, simultáneamente, la economía de la deuda, iniciada incipientemente ya antes de que se instalaran todos estos cambios tecnológicos, se halla en peligro. De este modo, la nueva estrategia de refugio seguro del capital financiero coincide temporalmente con esa transición.
El período absolutista fue también una transición (Poulantzas) y, como en ella, se hace necesaria una nueva forma de Estado y una nueva burocracia para terminar de imponer y consolidar la nueva forma de producir y las nuevas relaciones sociales, entre ellas, nuevas formas de propiedad.
En estas satrapías que investidas en los viejos Estados mantienen cierta imagen de ilusión de comunidad, es decir, pública, aparece la propiedad llamada participación pública privada. El concepto no es del todo nuevo, pero ahora delinea una institución “jurídica”, a partir de su consagración por el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas, que ha sido adoptada por varios países, incluido el nuestro. Y esta forma es expresión del absolutismo político-financiero, pues la inocente palabra “participación”, en todas sus aplicaciones legislativas, oculta la dirección y control real de los inversores. Oficiando de legitimación doméstica o local. Para la pequeña tribuna electoral.
Porque, en realidad, el poder absoluto ya no requiere ninguna legitimación ni divina ni secular. Como ya no es necesaria la representación popular para arribar al “poder” de la vieja forma Estado, no es necesario invocar al Pueblo trascendente, basta la técnica electoral.
Con el “aval” trascendente del Pueblo, los gobiernos aun fueron usados para pagar y seguir endeudados con otros titulares de las deudas soberanas (Grecia es un último ejemplo y caricatura). Que no otra cosa fueron las re-estructuraciones.
La desmesura y el desenfado de los nuevos gobiernos sin ese aval de trascendencia no tienen a nadie a quién responder ni rendir cuentas. Lo que no significa que suceda efectivamente así, pero esa es ‒hasta ahora‒ la tendencia. Preñada de conflictos, por supuesto. Por eso, el absolutismo de conjunto ha impedido todos los intentos de regulación de los Acuerdos de Basilea, que prácticamente ya cayeron en el olvido.
Y de esa declinación, abdicación de la regulación, aflora entre otras cosas la corrupción. Si no hay regla, todo vale y nada es ilícito. Se trata, en suma, de las mismas bonificaciones o incentivos para auspiciar deuda tóxica. Ahora, para promover inversiones.
Absolutismo y globalización, ¿mirada hacia atrás o hacia adelante?
La opción por el término “absolutismo” puede parecer arbitraria. La calificación de “sátrapas” para los Estados, también.
Como es sabido, las satrapías fueron una forma de gobierno establecidas más o menos cinco siglos antes de Cristo por el Imperio Persa para la administración de territorios conquistados convertidos en provincias vasallas. El sátrapa era designado directamente por el monarca para recaudar, mantener el orden y reprimir. Como Darío I no confiaba en que los sátrapas no hicieran sus propios negocios, les nombró una especie de supervisor a cada uno para asegurar la integridad de lo recaudado. De éstos se decía que eran “sus ojos y oídos”. La autoridad absoluta y discrecional era la del rey, para los sátrapas quedaba la tarea de ejecutar, disponiendo de la fuerza conforme fueran las necesidades. Y para que lo hicieran bien estaban los supervisores. Función que cumplen hoy los ministros de hacienda, finanzas o economía, oriundos todos de las grandes consultoras financieras o bancarias transnacionales.
Pero, como vimos, estas formas de dominación y explotación tienen sus límites y, con ellos, las viejas formas políticas de las satrapías. De modo que el absolutismo tiende a imponerse con otras formas que también remedan tiempos pasados, pero no tan lejanos. Apelando a una aparente antiglobalización. Los capitales se disfrazan de nación. Y los sátrapas de nacionalistas, abriendo el refugio a las inversiones y cerrándolo a las víctimas que dejaron en el camino. Aparente protección de los nacionales para una nueva transición. Y parece que esas nuevas formas de ejecución no pueden apelar más que a una radical derechización.
Para señalar las nuevas características de muchos Estados en pos de una nueva derechización, Enzo Traverso (Herramienta 58) se inclina por el término postfascismo. Lo hace ‒dice‒ porque todavía no aparece alguno más preciso. La tentación es llamarlos fascistas. Traverso se encarga de señalar las diferencias históricas para impugnar esa tentación, no obstante, algunas características formales similares. De modo que, señalando las diferencias, la elección del nombre de pila es más o menos convencional. Traverso también se encarga de señalar las nuevas características ideológicas que encarnan estos procesos señalados como derechización radical en cada Estado.
El término fascismo, además de todas las polémicas a que ha dado lugar, está hoy muy “gastado”, puesto que ha sido utilizado para nominar muy distintos procesos y conductas, a veces abusivamente.
El respetable expediente, provisorio según el mismo Traverso, del agregado de post no precisa demasiado, apenas señala una novedad, algo que no es estrictamente fascismo, y que él trata con mucha fecundidad de precisar, analizando las bases sociales de los discursos políticos de nuestro tiempo.
No es ese mi cometido, sino el de la relación entre un carácter absolutista de la dominación del capital y su naturaleza política, a través de gobernantes de los Estados que operan como protectorados. De allí que cierto “independientismo” hasta pueda resultar indiferente o hasta funcional (Bauman).
Creo que, dispensado de cierta rigurosidad académica, es necesaria, tanto para marcar una discontinuidad en la continuidad, como para alertar sobre la gravedad y magnitud del asunto (xenofobia, muros, belicosidad, homofobia, misoginia, patriarcalismo, irracionalidad ambiental y de las otras), la utilización de un término fuerte, con una carga acusadora, contundente, condenatoria.
Y las palabras siempre se resignifican, algo nuevo se puede señalar con viejos términos. Además, esa resignificación solo es tal para quienes conocen su significado histórico, algo bastante lejano y ya poco usado por el común de las personas, dado el declive educativo global que ha fomentado el último capitalismo.
Hay hechos formales y hasta anecdóticos en los que el proceso evoca el surgimiento de una nueva burocracia. Por supuesto, no puede ser ello decisivo para proponerlo.
Se trata de algunas cuestiones que referí al pasar. Por eso mencioné a Colbert, buen gestor financiero para ejecutar políticas de recaudación que generaron en Francia la culminación de la economía mercantil capitalista, condición del capitalismo de la manufactura, transición sobre la que se basará el de la gran industria.
El personaje y el proceso tienen aristas que, aunque pueden ser anecdóticas, poseen cierta analogía. De aquéllas que Agamben no desprecia como “iluminadoras” de los procesos actuales, es decir, que ayudan a dar relieve a sus características. Como el arcaico homo sacer al actual hombre sujeto a la discrecionalidad del poder financiero, que otorga la vida y la muerte sin sujeción a ninguna regla.
La salida de la crisis financiera, acompañada de corrupción y de su acusación como elemento legitimador de la imposición de una nueva burocracia para una nueva estrategia. Con aparentes fenómenos de izquierda y con efectivos fenómenos de derecha, parece suceder en todos los continentes. Lo que hizo Colbert con Fouquet, desplazarlo por malversación, ha hecho caer varios gobiernos. Acusaciones directas, Temer con Dilma, Macri con Cristina, o veladamente, Trump con Obama. Anécdotas, simples coincidencias curiosas. Que desembocan en gobernar sin reglas, ni rendición de cuentas.
Otra cuestión es la transición, que no es anécdota.
Si bien la superficie de ciertos “argumentos” políticos, sea por el lado de un nacionalismo cerril, sea por el fundamentalismo “neoliberal”, parecen no aportar nada nuevo al asunto del dirigismo estatal o la apertura de libre comercio, esa misma mezcla parece señalar precisamente la naturaleza del asunto. Porque la forma de la participación público-privado, esa aparente “sociedad”, tiene al Estado como sinónimo formal de lo público y lo público como adjetivo material de lo privativo.
Para “asociarse” al Estado-nación, de cuyo término Estado se ha hablado y se habla tan mal, es necesario hablar entonces de la nación. Y ahí están los Trump y los Le Pen. Paradójico nacionalismo de libre mercado y mercado libre de impuestos y de reglas. Dirigismo sin más plan que la soberanía del gran capital financiero.
Transición señala acá un período, al menos un aspecto de los tiempos que venimos viviendo. Como dice Le Goff, no se trata de “cortar el tiempo en rebanadas”, sino de aprehender algunas disrupciones significativas en la continuidad. Una continuidad que no es lineal, ni mucho menos un rollo de papiro que se cuenta a medida que se desenrolla. Ni un ciclo que se repite periódicamente en la historia, ni una etapa de algo prefigurado que no podemos decir que es o que será.
Pero en esas transiciones hay estrategias de dominación, espontáneas o elaboradas. Generalmente elaboradas, las de los dominantes, y espontáneas, las de los dominados.
La lucha contra el absolutismo tiene al menos un horizonte de libertad, de igualdad y de lo común, que debería ser naturalmente lo público.
Pero esto no es fácil desde el Estado-nación, porque su imagen ha sido vaciada de lo público, lo común. Ello no ha sido expropiado solamente en su materialidad, sino en su concepto. Por cuanto lo público se ha separado de lo común, lo comunitario: la res publicae. Todo lo opuesto al absolutismo. Al devenir aquélla solo formalidad institucional. Se ha borrado hasta la idea del liberalismo de la utilidad pública.
Pero un presupuesto para una lucha eficaz, me parece, es saber distinguir qué papel juega lo que ha quedado de ese Estado, su fantasma, en las formas de dominación y explotación. Tarea bastante urgente, que sería obligatorio universalizar, si es que queremos resistir eficazmente a la barbarie absolutista.
Que, después de todo no todas fueron innovaciones y luces con el Rey Sol. Para las colonias, Luis XIV creó la Real y Militar Orden de San Luis, que recién fue suprimida con la revolución de 1789 (Le Goff). Para los pobres, inauguró la temporada de “Caza de vagabundos” y las “Casas correccionales”, en las que realizaban trabajos forzados para los que así obtenían mano de obra esclava como privilegio de la corona (Dobb). Forma de unir la pobreza con la riqueza a través de la fuerza del absolutismo.
Mirando hacia atrás, entonces, la gran diferencia está en que hoy no se trata de incorporar trabajadores, sino recluir a los que sobran, cuando no exterminarlos (Bauman), si no sirven para deudores.
Y frente a ésto, aunque no haya certeza del triunfo, es una obligación intentar cambiar las cosas. re-evolucionar, re-editar la lucha contra todo absolutismo, intentar inaugurar otro período.
Quizá desde el pan y el vino. En las barricadas de París de 1789 se asaltaban las barreras aduaneras exigiendo el vino a un peso (Rudé). Deberíamos hoy exigir pan y vino gratis. Sin barreras ni muros.