Desde la muerte de Carlos Marx, hemos asistido al despliegue interminable de una extensa serie de marxismos. Se habló y se habla de un marxismo engelsiano, leninista, trotskista, estalinista, maoísta. También de un marxismo soviético, chino, eurocéntrico, occidental, latinoamericano; o de uno escolástico, mecanicista, legal, funcionalista, estructuralista, historicista o analítico. A lo largo de la historia se identificaron marxismos economicistas o humanistas, productivistas o culturalistas, deterministas o subjetivistas, dogmáticos o heréticos, ortodoxos o heterodoxos, cerrados o abiertos, gélidos y calidos.
C. Wrigth Mills habló de un marxismo “creativo”. Ernst Bloch identificó una corriente cálida del Marxismo. José Carlos Mariátegui propuso una traducción fecunda del marxismo a la realidad de Nuestra América: un “marxismo mestizo”. Pier Paolo Pasolini habló de un “marxismo visceral”, que era un componente básico de su empirismo herético y mágico. Jean Paul Sartre definió al marxismo como “una filosofía hecha mundo” y como el “horizonte insuperable de nuestro tiempo”. Michael Löwy habló de un “marxismo romántico” llamado a corregir los desaciertos de la ilustración y, retomando a Mariátegui (entre otros pensadores marxistas), le adosó a los fundamentos racionales del marxismo los derechos de la tradición y el sentimiento. Más recientemente se planteó una diferenciación entre los marxismos del siglo XIX, el XX y el XXI. Hasta se ha perpetrado el anacronismo que sugiere un “marxismo dieciochesco”, modernizador y cientificista.
Tanta adjetivación, indirectamente promovió la afirmación sustantiva y así también tenemos un marxismo “a secas”. Pero, tal vez, este sea uno de los menos fiables: reivindica un marxismo en estado puro, niega contextos, mediaciones y subjetividades, rechaza las progresivas estratificaciones de aportaciones, tiende a negar la esfera axiológica. No deja de exhibir altas dosis de jactancia mientras blande un fósil, un abalorio teórico. Siguiendo a Theodor Adorno debemos tener presente que la teoría concebida como definitiva y universal se objetiva frente al hombre y a la mujer que piensa. Desde este emplazamiento, la teoría indirectamente promueve una actitud a-crítica frente a la pseudorealidad de las objetivaciones del capitalismo.
Podríamos prolongar la lista de marxismos –e intentar calificativos ingeniosos– hasta lo indecible. Por ejemplo, podríamos haber partido de los “humores” del médico griego Claudio Galeno e identificar un marxismo colérico, uno melancólico, otro sanguíneo y, finalmente, uno flemático. O, inspirados en la literatura de Julio Cortázar, instituir un marxismo fama y otro cronopio. Es decir, un marxismo que consiste “en dejarse ir” y otro marxismo que saber ser “contra cada cosa que los demás aceptan”.
Algunos de los marxismos listados partieron a Marx en dos o reivindicaron fragmentos de su obra. Usaron partes de su obra a modo de desechos para confeccionar embutidos. Los y las que estaban convencidos y convencidas de la autonomía epistemológica del marxismo, cultivaron el purismo para preservarlo incontaminado de otras filosofías pero, en general, este emplazamiento aséptico oculta filosofías segundas de la peor catadura: racionalistas, positivistas, liberales. Otros y otras propiciaron las mixturas, los ensamblajes. O, simplemente, los aceptaron como consecuencias lógicas de los procesos históricos de la periferia, en particular en aquellas sociedades con tiempos fracturados y discontinuos, como las de Nuestra América; en fin, como efecto de las intromisiones del mundo y de la vida,
Asimismo, se puede ser marxólogos y no ser marxistas. Va de suyo que para ser marxista no necesariamente hay que ser marxólogo. Porque el marxismo, en contra de lo que promueve cierto dandismo académico, no es una etiqueta ni un signo de distinción intelectual. Por supuesto, un marxista debe asumir con esfuerzo y dedicación, a lo largo de toda su vida, la tarea de alcanzar, peldaño tras peldaño, todo el Marx que se pueda. Por supuesto, nunca conviene encarar esta faena en soledad. Creemos que las cimas del marxismo sólo se alcanzan en el marco de procesos colectivos.
El mismo Marx, frente a las tempranas interpretaciones empalagosas de su obra y su pensamiento, frente a los recortes que sugerían caricaturas, llegó a afirmar que no era marxista. O sea: que no se reconocía en muchas formulaciones y planteos que invocaban su pensamiento en vano, porque lo tergiversaban o acotaban, porque querían hacer cuadrada o rectangular una obra que es poliédrica.
Sin dudas, Antonio Gramsci fue uno de los discípulos del maestro de Treveris más certeros cuando definió al marxismo como la filosofía de la praxis (y no precisamente una “filosofía de la materia” o una “filosofía del logos”). Una filosofía que exige una teoría crítica: de la economía política, de la ideología, la cultura, etcétera. Una praxis que articula ciencia y ética. No tenemos ninguna duda que esa es la definición que mejor se aviene al marxismo de Aldo Casas.
En Karl Marx, nuestro compañero, Aldo nos propone un camino para adentrarse en Marx y en el marxismo. Nos presenta a un Marx de carne y hueso, próximo. Ni una divinidad intelectual inabordable y misteriosa como un menhir, ni un revolucionario embalsamado.
Aldo describe con minuciosidad el obrador de Marx, se detiene en cada compartimiento del pañol, nos presenta las herramientas apiladas en la mesa de trabajo, nos suministra valiosa información sobre los usos persistentes de algunas de ellas y sobre el proceso que llevó a Marx a readaptarlas y a crear otras nuevas, originales y más aptas para comprender/transformar el mundo erigido por el capital.
Aldo reconoce los puntos débiles y las contribuciones más valiosas del marxismo y pone de relieve la necesidad de reconocer los primeros y afincarse en las segundas. Gesto de enorme valor teórico-practico, en tiempos en donde no es extraño toparse con lecturas que proponen exactamente lo contrario.
Asimismo, presenta al marxismo como un lenguaje: el de la lucha de clases, a la que la que considera uno de los factores decisivos. Un lenguaje confeccionado con palabras hechas para desmenuzar la realidad, para horadarla y, claro está, para cambiarla radicalmente. Una “lengua viva”, aclara Aldo. Vale tener presente que Georg Christoph Lichtenberg decía que el lenguaje era filosofía condensada. (También decía que era posible “vivir cómodamente en el mundo haciendo profecías, pero no diciendo verdades”).
Aldo sostiene su propuesta en una lúcida reflexión sobre las relaciones entre el contexto histórico, las circunstancias personales de Carlos Marx y su producción teórica. Pero, principalmente, Aldo nos muestra su relación íntima con el marxismo. Su vía al marxismo. Su modo de vivirlo, sentirlo y ejercerlo a lo largo de su trayectoria como imprescindible militante orgánico de la clase trabajadora que ha sido y es. Su modo de militarlo y hacer que brote de él una inteligencia nueva. Esta condición es clave para comprender el aporte político-pedagógico de Aldo Casas a varias generaciones de militantes de la izquierda argentina y de otros parajes del mundo.
Claro está, Aldo se sitúa en las antípodas del marxismo ontologizador y esencializador que congela a los objetos y a los sujetos que considera. El marxismo de Aldo no es logocéntrico, ni fijista, ni rígido. No tiene todo programado y resuelto, y apuesta a la función vivificadora de la praxis (del pensamiento, el lenguaje y la acción). Jamás es binario: causa/efecto, mando/obediencia, ser/conciencia, estructura/sujeto, determinismo/voluntad, etcétera. El marxismo que nos propone Aldo no es de Biblia ni de digesto. No es un marxismo asumido como una partitura o como una fórmula litúrgica y rancia.
Aldo insiste en aunar las categorías de/para la lucha con las categorías de/para el análisis. Es intransigente en este punto. Y estamos de acuerdo con él. ¿Acaso pueden las categorías analíticas dejar de remitir a la praxis de los hombres y las mujeres? ¿Acaso estas categorías no están mediadas por los sujetos? En efecto, como lo demuestra este libro, tal dicotomía es absolutamente falsa y de ninguna manera está presente en Marx.
Aldo deja bien en claro que el marxismo invoca una universalidad, al tiempo que para poner en práctica sus categorías principales necesita fondear en materialidades concretas, es decir, en particularidades. En ese terreno suelen hacer agua las aproximaciones sistemáticas más atadas a las verdades sintácticas. Porque se trata de desarrollar aproximaciones sistemáticas al marxismo pero en función de las verdades semánticas, exponiéndose a los riesgos, a los accidentes, a los errores implicados en toda praxis colectiva que busca ir más allá del capital. Esa es la única posibilidad de estar a la altura del horizonte emancipatorio del marxismo.
Por lo tanto, si el marxismo no logra consubstanciarse con el universo que nos circunda: con las cosas, los seres y la vida; con el dolor, la angustia, el sufrimiento, la pasión y el amor; si no se desarrolla al “aire libre”; si cultiva la razón, pero a expensas de otras facultades, indefectiblemente se auto-boicoteará como filosofía de la praxis emancipatoria y pervertirá nuestros sentidos, nuestro entendimiento.
El Che decía que para no caer en dogmatismos extremos y en fríos escolasticismos había que tener una gran devoción por la humanidad, y que había que luchar todos los días y todas las horas para transformar esa devoción en hechos concretos y en acciones. Aldo Casas es una de las pocas personas que conocemos que, en la Argentina, ha permanecido fiel a esa orientación guevarista durante más de medio siglo, toda la vida.
Este libro, no solo habla del obrador de Marx. Profundo, didáctico, generoso, cálido y transparente, Aldo nos abre las puertas de su propio obrador. Exhibe el escaparate donde resalta una vida de lucha, estudio y fraternidad. Nosotros y nosotras, como de costumbre, agradecidos al compañero imprescindible.
Lanús Oeste, 16 de agosto de 2016