Hace medio siglo, al menos en América Latina, la actividad intelectual estaba menos regulada por matrices académicas. Si la casa, alimentación y vestido de las y los intelectuales no estaba asegurada por un ingreso mensual por “investigar” o “enseñar”, en revancha las presiones hacia una producción monográfica y atenida a un canon universal de referatos eran más laxas, y en algunos casos inexistentes. Pensemos en la producción de David Viñas, Oscar Masotta o Juan José Sebreli. No creo que se deba lidiar con esa mutación en términos de pérdida de independencia o de progreso en el profesionalismo. Simplemente ha ocurrido en el triunfo de la lógica capitalista de los “campos”, con sus efectos ambivalentes de aperturas y clausuras.
Como sea, quienes se encontramos en el espacio universitario y de la investigación actual, debemos demostrar periódicamente nuestro disciplinamiento a un sistema de evaluación. Por cierto que en las ciencias sociales y en las humanidades ese sistema posee una flexibilidad difícil de encontrar en otros órdenes del conocimiento, y es viable una mezcla de discursos que si desde otras perspectivas revela la frágil cientificidad de las “ciencias humanas”, desde el interior de sus prácticas habilita algunas excursiones interesantes, más ligadas a la política y al quehacer propiamente intelectual. Ese no es el problema. La dificultad reside en que son excursiones individuales, propias de francotiradores, y sin coagulaciones colectivas, que son aquellas forjadoras de huellas perdurables por cuanto se exigen en una disputa por “visiones del mundo”.
El tras el fin de la “transición democrática”, entre la caída del gobierno de la Alianza y la recomposición del orden burgués encarado por la presidencia provisional de Eduardo Duhalde entre principios de 2002 y mediados de 2003, se produjo un acontecimiento inédito, sin duda fugaz y en peligro, que fue la experiencia conocida como “2001”. Fue nombrada como una “crisis”, luego como un “infierno”, y para el horizonte del “país normal” kirchnerista fue un mal recuerdo que debía ser superado en pos de la gobernabilidad burguesa, la inclusión social y una industrialización modesta pero capaz de abastecer de una fracción de empleo formal y mercancías al mercado interno. Fue por así decirlo, nuestro modo de realizar los consejos del Post-Consenso de Washington. En realidad fue también otras cosas, sobre las que aquí no puedo demorarme. Sí me interesa rescatar una dimensión intelectual del 2001. El agotamiento de la problemática intelectual que hasta entonces había gobernado los intereses culturales, bajo el paradigma de una democracia republicana.
El segmento ochentista de la intelectualidad argentina tuvo un continente progresista con dos vertientes, la socialdemócrata y la nacional-populista. Ambas vertientes compartían el humor post-revolucionario, la apuesta por la gobernabilidad de una joven democracia bajo el fuego graneado de las fuerzas procesistas y militares todavía con poder, y una conflictividad socioeconómica jamás licuada. Ante el 2001 ese progresismo adoptó actitudes divergentes. La mirada socialdemócrata, atenida a sus convicciones previas, leyó el acontecimiento como peligro de derivas autoritarias. Por eso, parapetado en la democracia liberal como horizonte insuperable del pensamiento, vio en el “Qué se vayan todos” un error o una ingenuidad. En cambio, el siempre más flexible lenguaje nacional-populista pudo reconocer rasgos democráticos en una dinámica situación de novedades populares y renovaciones en los repertorios de la protesta social. Pero ante la recomposición del orden burgués y republicano en clave peronista, primero con Duhalde y sobre todo luego, elecciones mediante, con Kirchner, esa fracción progresista volvió al redil jamás abandonado y apostó decididamente por el horizonte del Post-Consenso de Washington que propuso la nueva administración. Como es conocido, la fórmula del Post-Consenso rezaba desarrollo más inclusión social. Esa gestión agregó otros aspectos, como la política de derechos humanos, una vindicación del setentismo, que construyeron una hegemonía que hoy parece de corto plazo (diez años son poco en una longue durée). Para lo que importa aquí, generó una divisoria entre progresismo populista y progresismo republicano que necesitamos poner en cuestión como continente de nuestra imaginación. Mientras esto ocurría, la izquierda intelectual autoproclamada radical se debatió entre la actitud conservadora y resiliente de la “defensa del marxismo” y las imaginarias ilusiones pluralistas encuadradas en el abanico de figuras buena como el autonomismo, el postestructuralismo, y el reactivo antileninismo.
Quisiera situar el libro de Martín Cortés en esa coyuntura político-intelectual, donde la figura de José Aricó provee una entrada posible, entre otras, en la conquista de una proyección intelectual alternativa a los trazos básicos, pero dobles, del progresismo (dejaré para el final una referencia al marxismo tradicional incapaz de prohijar un diálogo productivo con el legado de Aricó). Afortunadamente Cortés lo hace con una actitud abierta en la que Aricó, integrante de la auto-reforma progresista de la intelectualidad de izquierda, es un insumo, un interlocutor. La hermenéutica no es discipular, y si detenta una veneración aparente en la cita, incluso en la multiplicación de la misma, trataré de mostrar los pliegues con que la comba de la lectura cabe mal en el cuerpo cóncavo de los textos y prácticas de Aricó.
Munido del concepto de “traducción” como operador o pasador entre las diversas vetas de los textos de Aricó, Martín Cortés propone una construcción conjetural y convincente de una “obra”. Entonces, no se refugia en el gesto desencantado de acariciar las nervaduras de un archivo textual para detectar sus fracturas, sus puntos ciegos y sus ambigüedades. Para emplear el vocabulario nietzscheano, Cortés rechaza la actitud del siervo ladino que cuchichea sobre las debilidades ajenas, para lanzarse con la actitud del señor que conquista. No se restringe entonces al placer menor del resentimiento, polvito acuoso del desmitificador rencoroso que ya no puede creer. Avanza así sobre el auténtico momento de la faena crítica, que no consiste tanto en operar un ataque negativo (sin duda imprescindible y el primer instante de todo pensamiento) como en la invención de conceptos.
Cortés da por buena la conjetura de Oscar Terán de que “influyó” a José Aricó en la interpretación del marxismo como una serie heterogénea de “puntos de fuga” antes que como sistema teórico autosuficiente y total. Pero si volvemos a releer el texto de Terán, podemos notar en él un reproche que se pierde en esa toma de la palabra por Cortés. Escribió Terán: “nuestras charlas se llenaron de esos puntos de fuga de un marxismo en dispersión como su propia palara, pero que una y otra vez ‘suturaba’ sus propios desgarramientos” (p. 22). Lo que se destaca tras el adversativo “pero” es el resto del marxismo en Aricó, que no iba a acompañar al “marxismo en dispersión” de Terán, antesala de su postmarxismo por pluralización.
La aceptación del recuerdo de Terán es uno de los pocos momentos en que Cortés deja de atenerse a la letra de Aricó. El libro que estamos revisando cita numerosos pasajes de textos de Aricó. Y también de entrevistas concedidas por el intelectual nacido en Villa María, en la que explica retrospectivamente sus propias ideas. Por eso el volumen de reportajes preparado por Horacio Crespo y aparecido en 1999 es el texto más referido en Un nuevo marxismo para América Latina. Entonces, no solo Cortés cede en varias ocasiones la palabra a Aricó en el cierre de un par de capítulos y en varias secciones, sino que también apela a la auto-interpretación de Aricó para comentar la significación de posiciones adoptada por el autor de La cola del diablo. Desde luego, este uso de Aricó sugiere la interrogación de en qué lugares Cortés se pliega a la palabra de Aricó y en qué momentos se desliga de aquella, sobre qué asiente y sobre qué sospecha.
Cortés reconstruye un derrotero selectivo en el que Aricó proporciona textos, traducciones e ideas para un marxismo preocupado por la política. El programa intelectual de Pasado y Presente, la serie de los Cuadernos, las investigaciones concretadas en tiempos de exilio, convergen en un desfasaje respecto de la figura del marxismo como doctrina teológica secularizada. Diría, más precisamente, respecto a la funcionalidad del marxismo con los requerimientos de una legitimación del Estado (sea o no “revolucionario”), ante cuyas exigencias el marxismo cumple con las demandas impuestas a cualquier otro cuerpo de ideas, esto es, atenerse con mayores o menores circunloquios a las necesidades del poder establecido. En otras palabras, Cortés traza con pluma decidida los filamentos necesariamente trémulos de una teoría crítica, de una teoría que no obtiene su fuerza de la compacidad interior de un sistema infalible sino de su nacimiento siempre prematuro en las entrañas de aquello que critica. La crítica es así siempre un hijo bastardo y materialista, y no la afirmación de “la ciencia”, un ideal pre-crítico, incluso en el alcance kantiano, que capturó a buena parte del marxismo segundointernacionalista, al estalinista e incluso a alternativas antiestalinistas. Justamente, el problema de la historicidad del marxismo es una cantera donde Cortés intenta perfilar las figuras como el escultor que inventa el cuerpo en el bloque de mármol virginal. Para esa tarea en América Latina, sin duda, Aricó no está solo.
Como en Mariátegui, Flores Galindo y Zavaleta Mercado, la distancia con el espacio europeo es productiva, involucra un desafío de reinterpretación del marxismo más allá de una formulística a priori, sin por ello desplomarse en un originalismo que evade la transformación del subcontinente latinoamericano por la lógica del capital (esto es, su “universalidad por dominación”). En esa reinterpretación Aricó, según Cortés, enfatiza un desplazamiento en el Marx posterior a la fractura señalada por José Sazbón hacia 1850: es el convencimiento marxiano de que la imagen provista tanto por la Ideología alemana como por el Manifiesto comunista, esto es, la realización inexorable del comunismo por una historia que genera sus propios enterradores, se ha desmoronado. Como es sabido, esa decepción con la burguesía en las revoluciones de 1848 no condujo a Marx hacia el pesimismo ni al escepticismo, sino a un recomienzo de su investigación.
Para Martín Cortés, lector de Aricó, la cuestión de la nación y la controversia con las lecturas de Marx como filósofo de la historia configuran un solo problema y poseen un mismo corolario:
“Desplazada la filosofía de la historia, la nación deviene un problema que contemplar específicamente, pues constituye el lugar donde se entrecruzan las relaciones que articulan una formación social determinada. Allí radica la ‘distancia’ que Marx se esforzó por recorrer rechazando de antemano las aplastantes generalizaciones que pueblan la historia del pensamiento socialista, internacional y latinoamericano”. (p. 177)
Pienso que en esa conclusión Cortés converge con los estudios más recientes y exhaustivos de la relación de Marx con el universalismo. Tal cosa sucede en el libro de Kevin Anderson, Marx en los márgenes, quien demuestra que a mediados de la década de 1850 (es decir, alrededor de dos décadas antes del epistolario con los populistas rusos), el futuro autor de El capital ya había puesto en suspenso las categorías teleológicas que participaron –sin ser las únicas– en la forja de su pensamiento anterior.
Cortés sigue con detalle la argumentación de Aricó, pues es el paso previo a una concepción específica de la política en la que se reconoce la contingencia determinada y, por lo tanto, la exigencia “gramsciana” de la construcción de una voluntad nacional-popular orientada hacia la acumulación política socialista, que en tanto que tal no se encuentra en relación de exterioridad con la democracia burguesa (una denominación adecuada pues no la devalúa en detrimento de otra más sustantiva o real; en cambio, subraya los mestizajes entre lo civil y lo político que caracteriza al nacimiento de la política).
Ahora bien, un texto nodal en el planteo de Aricó es Marx y América Latina. Es conocido que Aricó reprochó a Marx una mala tramitación de su desasimiento de Hegel. En efecto, ya en los textos de 1843-1844, Marx avanzó una ruptura con Hegel a través de una desmitologización feuerbachiana de la dialéctica. Sintetizado en dos palabras, Marx amonestó el obrar especulativo de la dialéctica idealista que invierte la eficacia práctica del producto sobre el productor, una “alienación” que hegelianamente trueca al Estado, generado por las necesidades de la sociedad civil, en el principio racional constituyente de la totalidad. Puesto que el Estado es desde entonces predicado y no sujeto, la investigación marxiana se dirige a la producción y al intercambio en el ámbito de las clases y el sistema económico. En un equívoco de proporciones el prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política de 1859 consagró ese esquema como la clave de la base y superestructura en que cristalizó el marxismo como “materialismo histórico”.
La subordinación explicativa del Estado que a partir de entonces primó en el pensamiento de Marx, argumentó Aricó, lo condujo a la ceguera fundante de sus prejuicios sobre Simón Bolívar. Hacia el año 1980 en que escribía Aricó, la cuestión del Estado alcanzaba cada vez mayor relevancia para una izquierda que reiteraba, de nuevo, el desencanto ante la capacidad autónoma de la clase obrera para construir una política socialista. Desde tal convencimiento la historia latinoamericana se podía leer de otro modo que el esbozado por Marx en su artículo enciclopédico de 1858. La reconstrucción provista por Cortés es al respecto impecable. A la vez me pregunto si su método de atenerse a la letra de Aricó no deja de inducir la sustracción de temas posibles, e incluso cardinales, ausentes del planteo originario. Me refiero al uso operativo de la crítica a Hegel con que Aricó detecta el error de Marx.
La manera en que Aricó resuelve la dificultad marxiana entraña un problema decisivo para la propia tarea de una “reconstrucción” del marxismo como teoría crítica y no, desde luego, como doctrina. Quiero explicar por qué la crítica de la filosofía especulativa de la historia no debe necesariamente arrastrar consigo a la recuperación de la dialéctica hegeliana por Marx desde los Grundrisse en adelante.
En esta cuestión se dirimen vínculos decisivos con el tejido teórico que enlaza al postmarxismo con el postestructuralismo. Es sabido que el abandono del marxismo tuvo una prosa antidialéctica, en la exacta medida en que la dialéctica entendida en su alcance filosófico involucra una totalidad lógicamente inmanente donde todas sus partes están de antemano contempladas como pars totalis, es decir, son “puestas” (en el lenguaje hegeliano) por el todo. El rechazo de la totalidad como garantía de la lógica de lo real es lo que caracteriza al “marxismo en dispersión” de Terán que Cortés, si no lo leí mal o aviesamente, asume sin mayores discusiones como prisma de lectura.
Sin embargo, el reencuentro con la dialéctica bajo la figura evidentemente opaca de la “puesta sobre sus pies” desde la redacción de los Grundrisse es una cuestión central imposible de evadir aunque haya sido tan visitada en las prosas marxológicas. No porque concierna a una indagación exhaustiva que Cortés con razón se podría juzgar dispensado de encarar en un libro sobre Aricó. Es que la conversión de la dialéctica materialista es la que habilita la concepción teóricamente más adecuada para fundar una crítica radical del capital sin apelar a una filosofía de la historia. Y es además la más convincente para elaborar la tensión inerradicable entre la universalidad de la dominación social capitalista con la multiplicidad de sus formas propias de las experiencias históricamente situadas. En otras palabras, la reflexión sobre el lugar de la dialéctica en el Marx “maduro” constituye el plexo conceptual donde se dirimen los insights más agudos del planteo de Aricó. En cambio, Aricó, Terán, y quizás Cortés, se preservan en el corte feuerbachiano de un Marx de la crítica empirista a la filosofía hegeliana del Estado. Esto quiere decir que la detección de “autonomías” (por supuesto, siempre relativas) se constituye en el punto de partida para la búsqueda de recomposición no de la totalidad, sino de las composiciones históricas de un objeto histórico no dialéctico, tal como pueden serlo un militar como Bolívar, una confrontación como la Guerra del Pacífico (1879-1883) o una formación hegemónica como la del cardenismo en los años treinta mexicanos (1936-1940). Usualmente en las humanidades y en las ciencias sociales la definición de un tema de “investigación” favorece esos recortes empiristas. No sucede exactamente lo mismo en la filosofía.
Louis Althusser lo supo bien al intentar conciliar estructura y coyuntura en su totalidad desigual a la vez que jerarquizada. El punto de vista postestructuralista gusta mostrar que el proyecto althusseriano era inviable: no sólo la “determinación económica en última instancia” nunca llegaba, sino tampoco la “totalidad” podía ser reconstruida a posteriori. En rigor, Hegel tenía razón en reivindicar la razón especulativa: solo la “idea” podría dar lugar a la racionalidad del todo puesto de antemano. De allí que el Althusser postestructuralista del “materialismo aleatorio” no se revelaría tanto un fracaso como la conclusión adecuada ya implícita en su “dialéctica materialista”. En suma, Althusser no percibió cuán cerca se hallaba del fracaso de Sarte en la Crítica de la razón dialéctica, con su sueño de forjar una dialéctica por acumulación categorial, sin una totalidad orgánica que oprimiera al individuo existencial.
Regresando a Aricó, su crítica empirista a Marx se mantiene en el mismo horizonte que el momento feuerbachiano de Marx, solo que mientras éste subrayaba las eficacias de los conflictos en la sociedad civil como supuesto del Estado, Aricó reclama para la historia latinoamericana de los primeros decenios postcoloniales una actividad constructiva mayor para las potencias estatales. Estado y sociedad civil se mantienen así en un dualismo pregramsciano, es decir, como si no fueran co-constitutivas, lanzándose al atolladera infértil de las prelaciones históricas. Cuando el Aricó de avanzados los años alfonsinistas se tornara más societalista, con ello no traicionaría sus puntos de vista previos. Solo reordenaría el compuesto de empirismo e historicismo con que deploró el texto marxiano sobre Bolívar.
Por supuesto, no puedo detenerme aquí a mostrar por qué una noción crítica de dialéctica se restringe a la sociedad capitalista (y por ende no es transhistórica) y es negativa (y en consecuencia no positivista). Y tampoco puedo dedicarme a mostrar por qué el postestructuralismo es ahistórico y abstracto, tal como lo muestran los alcances universales y transhistóricos de las teorías políticas de Ernesto Laclau y Jacques Rancière, válidos para la polis griega y para la retórica política de Mao Tsé-Tung. Solo me interesa destacar que tal vez una distancia mayor con Aricó –o lo que es lo mismo, creerle menos– hubiera permitido observar en su lectura de Marx algunas vetas irresueltas que constituyen uno de sus enigmas: ¿por qué Aricó continuó siendo y diciéndose marxista cuando la inmensa mayoría de su red de amigos y colegas de generación intelectual había devenido postmarxista? (La referencia generacional no es baladí pues Aricó siempre pensó y actuó en configuraciones eliasianas y de redes intelectuales, nunca fue un individuo aislado). He allí una pregunta que el propio Aricó no logró formular, tal vez no podía formular, porque el pensamiento también es sentimiento, y pensamos con quienes nos quieren (nuestras amistades) y quienes nos detestan (nuestros colegas), pero quisiera creer nosotrxs que podemos expresar hoy.
Desde luego, antes que neutralizarlo como un editor de libros importantes (lo que hacen recientemente en un artículo de Historical Materialism dos colegxs argentinxs), la apuesta de Cortés va más allá, y no se preserva de la crisis del marxismo. Lo hace producir interrogaciones. En esa tarea de reconstruir un marxismo apto para conocer-transformar críticamente nuestras realidades nacionales y regionales, el libro de Martín Cortés es un texto importante. No se refugia en certezas imaginarias que sueñan asaltos al Palacio de Invierno ruso en 1917, con todos los buenos, menos Stalin, en esta Argentina macrista de fines de 2015 con su tórrido verano.
Justamente por eso, hay algo que quisiera rescatar de la crítica externa y antagónica, tan poco dialéctica y tan afín al marxismo tradicional, de lxs amigxs Daniel Gaido y Constanza Bosch en la revista Historical Materialism, no para sumarme a ese juicio exento de esfuerzos por pensar las condiciones del pensamiento, sino para recuperar una cuestión real en su lectura antagónica de uno de los más relevantes marxistas argentinos. A saber, las erráticas posiciones políticas de Aricó (dejo de lado la enorme dificultad de unificar a Aricó y Pasado y Presente como una unidad indivisa) y las continuidades de un proyecto intelectual en apariencia más sofisticado que el oportunismo de seguir las tendencias guevaristas, montoneras, alfonsinistas, sin beneficio de inventario respecto de convicciones teóricas sustantivas.
En síntesis, me parece que el libro de Martín Cortés viene a proporcionar una lectura de “nueva generación” en la proyección de una reconstrucción crítica del marxismo en América Latina. Ojalá la izquierda política pueda nutrirse de sus envites e ideas, sin allanarlo en el denuesto de la derrota y el postmodernismo, defensas que solo interesan a sus heroicos bastiones que nadie ataca. La izquierda marxista que se cree dueña del 3% de los votos debe saber que difícilmente alguien se inquiete por ese guarismo que para ella siempre preanuncia la revolución (yo he votado a esa izquierda, me parece la única real en la Argentina y apuesto por su crecimiento, lo que no impide percibir sus enormes falencias). Para concluir mis preguntas son, entonces, dos:
¿Si la adhesión a la palabra de Aricó no requiere un gesto más decidido de poner en cuestión su horizonte generacional, y por ende formularle preguntas que él no se hizo, demandando respuestas que él no se dio en sus entrevistas tan profusamente citadas? Mi interrogación se puede frasear de este modo: ¿qué puede interrogar Martín Cortés desde su lugar y tiempo (que es el nuestro), que no podía ser pensado desde los que contuvieron al esfuerzo intelectual de Aricó? En segundo lugar, ¿qué hacer con la distancia entre un andarivel teórico productivo como el de Aricó, en las diversas facetas estudiadas en el libro, con sus veleidades políticas en bandazos no siempre explicables por la razón teórica? Mas creo que la interrogación final se orienta hacia la dialéctica, un problema fundamental que preocupa a las nuevas cohortes marxistas en este tiempo nuevo. El que suscite estas y otras interrogaciones con sus argumentos y elaboraciones constituye uno de los méritos del libro con que Martín Cortés se lanza al ruedo de los debates de su generación intelectual.
Referencias
Althusser, Louis, “Sur la dialectique matérialiste (De l’inégalité des origines)”. En: Pour Marx. París: Maspero, 1965.
Anderson, Kevin, Marx at the Margins: On Nationalism, Ethnicity, and Non-Western Societies. Chicago: Chicago University Press, 2010.
Aricó, José, Marx y América Latina. Lima: CEDEP, 1980.
Aricó, José, Entrevistas 1974-1991, ed. Horacio Crespo. Córdoba: UNC-CEA, 1999.
Gaido, Daniel, y Constanza Bosch, “‘A strange mixture of Guevara and Togliatti’: José María Aricó and the Pasado y Presente group in Argentina”. En: Historical Materialism, nº 22, 2014.
Sartre, Jean-Paul, Critique de la raison dialectique: Tome I, Theorie des ensembles pratiques. París: Gallimard, 1960.