En la sociedad productora de mercancías, por consiguiente, el trabajo social, es decir, el trabajo de la sociedad en su conjunto, no se presenta inmediatamente como tal, sino disperso en una multiplicidad de unidades productivas privadas, aisladas e independientes entre sí. Pero, al mismo tiempo, como vimos, los productores privados no son verdaderamente autónomos porque su subsistencia depende de que logren intercambiar en el mercado sus productos particulares por los de otros. Ahora bien, ¿qué es lo que hace que una cantidad x de un producto A tenga el mismo valor mercantil que una cantidad y de un producto B? El hecho de que ambas requieran para su producción la misma cantidad de trabajo humano perteneciente a la misma sociedad. En efecto, el intercambio mercantil hace abstracción de las diferencias cualitativas entre los productos intercambiados y, por tanto, también entre los trabajos concretos que los realizaron. Solo toma en cuenta la cantidad que cada uno de los productos representa como “gasto de fuerza humana de trabajo en general”, como consumo “de trabajo humano igual, o de trabajo abstractamente humano”, de “trabajo humano indiferenciado, gasto de la misma fuerza humana de trabajo” de una misma sociedad, es decir, como “cantidad de trabajo social objetivado”, o porción de “trabajo social abstracto” (Marx, 2009a: 1021, 57, 48, 192, 243). En otras palabras, el valor mercantil de los productos está dado por la inversión de trabajo social que representan:
El conjunto de la fuerza de trabajo de la sociedad, representado en los valores del mundo de las mercancías, hace las veces aquí de una y la misma fuerza humana de trabajo, por más que se componga de innumerables fuerzas de trabajo individuales. Cada una de esas fuerzas de trabajo individuales es la misma fuerza de trabajo humana que las demás, en cuanto posee el carácter de fuerza de trabajo social media y opera como tal fuerza de trabajo social media, es decir, en cuanto, en la producción de una mercancía, solo utiliza el tiempo de trabajo promedialmente necesario, o tiempo de trabajo socialmente necesario (Marx, 2009a: 48).
El trabajo social, por lo tanto, oculto por su desmembramiento en trabajos privados, solo se hace valer como trabajo promedio, como trabajo general, abstractamente igual, como “forma general de efectivización del trabajo humano” en la sociedad dada (Marx, 2009a: 998-9). Pero, además, esta equiparación de los diversos trabajos privados como encarnaciones de un mismo trabajo social abstracto, solo se lleva a cabo en el mercado, y de manera inconsciente, cuando los productores particulares intercambian productos que poseen igual valor mercantil:
El cerebro de los productores privados refleja […] el carácter social de la igualdad entre los diversos trabajos, solo bajo la forma del carácter de valor [mercantil] que es común a esas cosas materialmente diferentes, los productos del trabajo. Por consiguiente, el que los hombres relacionen entre sí como valores los productos de su trabajo no se debe al hecho de que tales cosas cuenten para ellos como meras envolturas materiales de trabajo homogéneamente humano. A la inversa. Al equiparar entre sí en el cambio como valores sus productos heterogéneos, equiparan recíprocamente sus diversos trabajos como trabajo humano. No lo saben, pero lo hacen. El valor, en consecuencia, no lleva escrito en la frente lo que es. Por el contrario, transforma a todo producto del trabajo en un jeroglífico social (Marx, 2009a: 90-1).
De este modo, Marx nos ha explicado la “forma fantasmagórica”, “el carácter místico”, “misterioso”, “enigmático”, “sensiblemente suprasensible”, “rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas”, en suma: “el carácter fetichista de la mercancía y su secreto” (Marx, 2009a: 87-9):
Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos, existente al margen de los productores. […] Si los objetos para el uso se convierten en mercancías, ello se debe únicamente a que son productos de trabajos privados ejercidos independientemente los unos de los otros. El complejo de estos trabajos privados es lo que constituye el trabajo social global. Como los productores no entran en contacto social hasta que intercambian los productos de su trabajo, los atributos específicamente sociales de esos trabajos privados no se manifiestan sino en el marco de dicho intercambio. O en otras palabras: de hecho, los trabajos privados no alcanzan realidad como partes del trabajo social en su conjunto, sino por medio de las relaciones que el intercambio establece entre los productos del trabajo y, a través de los mismos, entre los productores. A éstos, por ende, las relaciones sociales entre sus trabajos privados se les ponen de manifiesto como lo que son, vale decir, no como relaciones directamente sociales trabadas entre las personas mismas, en sus trabajos, sino por el contrario como relaciones propias de cosas entre las personas y relaciones sociales entre las cosas (Marx, 2009a: 88-9).
A continuación, Marx puede mostrar con facilidad que el “
enigma que encierra el
fetiche del dinero no es más [...] que el
enigma, ahora visible y deslumbrante, que encierra el
fetiche de la mercancía” (Marx, 2009a: 113). Pero también señala hasta qué punto con el dinero se
consolida la apariencia del valor mercantil.
[1] El dinero se presenta como la
reina de las mercancías, porque es la única de ellas que renuncia por completo a su valor de uso no-mercantil y se dedica con exclusividad a desempeñar dos funciones sociales que son vitales para el mercado: la función de
equivalente general (o
medida del valor mercantil)y la de
medio de compra (o
medio de circulación o
moneda) (cf. Marx, 2009a: 115-178). El hecho de que el dinero sea la
cosa con la que todos los demás productos expresan y miden su valor mercantil, y, al mismo tiempo, la
cosa con la que se puede adquirir esos productos en el mercado, consuma la
cosificación del trabajo social invertido. El dinero aparece así como el
valor mercantil en estado puro, como la
sustancia de este valor, y no como su mera
forma:
Una mercancía no parece transformarse en dinero porque todas las demás mercancías representen en ella sus valores, sino que, a la inversa, éstas parecen representar en ella sus valores porque ella es dinero. [...] Las mercancías, sin que intervengan en el proceso, encuentran ya pronta su propia figura de valor como cuerpo de una mercancía existente al margen de ellas y a su lado. […] De ahí la magia del dinero (Marx, 2009a: 113).
De ahí la magia y de ahí el inmenso
poder real que la sociedad le confiere al dinero, más que a cualquier otra cosa. En efecto, el gasto de trabajo social genera el valor de toda mercancía, y este
valor mercantil no es otra cosa que el
poder de la mercancía como tal: su capacidad de ser intercambiada por otras en el mercado.
[2] Este
poder/valor mercantil creado por el trabajo social aparece, pues, como un atributo propio de la mercancía. Ahora bien, en el caso del dinero, ese valor/poder mercantil, ese
poder social enajenado y cosificado, se manifiesta –como acabamos de ver– en su forma más pura y directamente aprovechable. Esto significa que, en una sociedad donde
prácticamente todos los valores de uso, es decir, casi toda la riqueza y el
poder social en general, se convierten en mercancías que se intercambian directamente por dinero, el puro e inmediato poder/valor mercantil de éste lo convierte en
la cosa que concentra poder social en general.
Pero el dinero mismo es mercancía, una cosa exterior, pasible de convertirse en propiedad privada de cualquiera. El poder social se convierte así en poder privado, perteneciente a un particular (Marx, 2009a: 161).
[Por lo tanto] el poder que cada individuo ejerce sobre la actividad de los otros o sobre las riquezas sociales, lo posee en cuanto es propietario de valores de cambio, de dinero. Su poder social, así como su nexo con la sociedad, lo lleva consigo en el bolsillo (Marx, 1971b: 84).
El dinero pone el poder social, en cuanto cosa, en las manos de la persona privada, que en cuanto tal ejerce ese poder (Marx, 2008: 189).
Lo que mediante el dinero es para mí, lo que puedo pagar, es decir, lo que el dinero puede comprar, eso soy yo, el poseedor del dinero mismo. Mi fuerza es tan grande como lo sea la fuerza del dinero. Las cualidades del dinero son mis –de su poseedor– cualidades y fuerzas esenciales. Lo que soy y lo que puedo no están determinados en modo alguno por mi individualidad. Soy feo, pero puedo comprarme la mujer más bella. Luego no soy feo, pues el efecto de la fealdad, su fuerza ahuyentadora, es aniquilada por el dinero. […] Él puede, por lo demás, comprarse gentes ingeniosas, ¿y no es quien tiene poder sobre las personas inteligentes más talentoso que el talentoso? ¿Es que no poseo yo, que mediante el dinero puedo todo lo que el corazón humano ansía, todos los poderes humanos? ¿Acaso no transforma mi dinero todas mis carencias en su contrario? (Marx, 1993: 182-183).
Este fetichismo del
dinero en cuanto
puro valor de cambio y, por tanto, puro poder social concentrado, llega aún más lejos con el fetichismo del
capital en tanto dinero que tiene el mágico poder de reproducirse a sí mismo y acumularse en manos privadas.
[3] Pero un tratamiento detallado de la acumulación del capital como expropiación de la riqueza y el poder social, ya sea mediante la violencia “primitiva” o mediante la extracción de plusvalor mediante el “legítimo”
uso privado de esa mercancía tan especial que es la fuerza de trabajo, cae fuera de los objetivos de esta presentación.
En realidad, lo que aquí nos interesa es contrastar la genialidad y la profundidad de este análisis del
valor mercantil, llevado a cabo por Marx (cf. Rubin, 1974), con cierto simplismo y pobreza en su consideración del
valor de uso de la mercancía en general, a excepción de los particulares valores de uso de la
fuerza de trabajo y de los
medios de producción, esto es, de los
valores de uso que crean el valor mercantil (cf. Banfi, 1973). Nos apresuramos a aclarar que no se trata en nuestro caso de reclamar mayor hondura en la reflexión sobre el valor de uso por considerarlo el
valor “auténtico” o “natural” de las cosas que se ve subordinado al valor mercantil
[4], sino más bien por todo lo contrario: creemos que Marx subestimó el
carácter fetichista propio del valor de uso en una sociedad productora de mercancías
. Sin embargo, también nos apresuramos a aclarar que nuestra crítica a Marx en este punto no es tampoco la de Jean Baudrillard (1979), de cuya peculiar visión del
fetichismo del valor de uso nos ocuparemos brevemente más adelante.
Como es sabido, la distinción entre el “valor de uso” y el “valor de cambio”
[5] se remonta no solo a “los economistas ingleses” (Marx, 2008: 9), sino a Aristóteles, quien ya señalaba que intercambiar un determinado bien –por ej. un calzado– era ciertamente darle un
uso, pero un uso especial que no es el que le es “propio” o “natural” (cf. Aristóteles, 1988: 68; Marx, 2008: 9; Marx, 2009a: 104). Seguramente Marx se inspira también en este mismo filósofo griego cuando señala que el valor de uso es la “forma natural” de la mercancía (Marx, 2009a: 58). Esta expresión evidentemente no significa que Marx naturalice o deshistorice la producción de mercancías, ni que ignore que el valor de uso de éstas es casi siempre un producto humano y, por tanto, artificial. El valor de uso solo es la “forma natural” de la mercancía en el sentido de que reside en la
forma sensible,
material,
corporal, objetiva del producto, sin importar cuánta elaboración ella encierre.
[6] De este modo, Marx plantea la distinción entre las dos formas de valor de la mercancía en los términos siguientes:
La forma del valor de uso es la forma del cuerpo mismo de la mercancía, hierro, lienzo, etc., su forma manifiesta sensible de existencia. Esta es la forma natural de la mercancía. La forma de valor de la mercancía, en cambio, es su forma social (Marx, 2009a: 1017)
Ahora bien, el hecho de que Marx reserve el adjetivo “social” solo para el valor mercantil, que –como vimos– es ciertamente un efecto fetichista propio de un tipo de sociedad en la que el trabajo conjunto se encuentra inmediatamente fragmentado en unidades productivas privadas, se debe también a que nuestro autor no consideraba que este tipo de sociedad desmembrada generara ningún efecto similar en el valor de uso de los productos-mercancías. Así es, aunque cueste creerlo luego de haber conocido la agudeza con la que descubre el secreto de ese poder oculto que es el valor mercantil, para Marx el valor de uso es siempre transparente, en toda formación social, incluso en la desarticulada sociedad productora de mercancías. El famoso parágrafo de El capital sobre el fetichismo del valor mercantil lo proclama desde el comienzo:
A primera vista, una mercancía parece ser una cosa trivial, de comprensión inmediata. Su análisis demuestra que es un objeto endemoniado, rico en sutilezas metafísicas y reticencias teológicas. En cuanto valor de uso, nada de misterioso se oculta en ella, ya la consideremos desde el punto de vista de que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas, o de que no adquiere esas propiedades sino en cuanto producto del trabajo humano. Es de claridad meridiana que el hombre, mediante su actividad, altera las formas de las materias naturales de manera que le sean útiles. Se modifica la forma de la madera, por ejemplo, cuando con ella se hace una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo madera, una cosa ordinaria, sensible. Pero no bien entra en escena como mercancía, se trasmuta en cosa sensorialmente suprasensible. […] El carácter místico de la mercancía no deriva, por tanto, de su valor de uso (Marx, 2009a: 87)
Además de este ejemplo de la mesa de madera, Marx ofrece el del trigo:
Cualquiera sea la forma social de la riqueza, los valores de uso siempre constituyen su contenido, indiferente, en primera instancia, con respecto a esa forma. El sabor del trigo no revela quién lo ha cultivado, si un siervo ruso, un campesino parcelario francés o un capitalista inglés. A pesar de ser objeto de necesidades sociales, y hallarse por ende en un contexto social, el valor de uso no expresa, empero, relación social de producción alguna (Marx, 2008: 10)
A continuación, sin utilizar otros recursos que, por un lado, la propia teoría marxiana y, por otro, un conocimiento básico –que Marx no pudo tener– de los elevados niveles de complejidad que ha alcanzado la producción mercantil desde el siglo XX, intentaremos mostrar que nuestro autor cometió un descuido al considerar exento de fetichismo al valor de uso.
Como el mismo Marx nos enseña, bajo el régimen de producción de mercancías el trabajo social conjunto aparece inmediatamente fraccionado en unidades productivas privadas, aisladas entre sí. Esto hace que la pertenencia de estos trabajos privados a un mismo trabajo social no pueda observarse a simple vista, y que solo se ponga de manifiesto de manera distorsionada en la esfera del intercambio, como valor de las mercancías. De este modo, la articulación social directa queda reservada solo a las mercancías en el mercado, mientras es negada a los trabajadores en la producción. Y la visibilidad pública directa de los productos en circulación contrasta fuertemente con la inmediata invisibilidad de la esfera de la producción, incluso en cada una de sus células privadas, donde generalmente se trabaja a puertas cerradas y se guardan muchos secretos. Por no hablar ya de la completa opacidad de la producción social como un todo. Por lo tanto no es solo el valor mercantil el que “no lleva escrito en la frente lo que es” o de dónde proviene: también el valor de uso en su cualidad se presenta a simple vista como un poder propio de la mercancía y no como un producto del (invisible) trabajo social concreto. Sin embargo, por algún motivo, Marx se negó a considerar este efecto social fetichista sobre el valor de uso de la mercancía: “En cuanto valor de uso –escribe–, nada de misterioso se oculta en ella, ya la consideremos desde el punto de vista de que merced a sus propiedades satisface necesidades humanas, o de que no adquiere esas propiedades sino en cuanto producto del trabajo humano”. De estos dos “puntos de vista” planteados por Marx solo el primero es real como punto de vista dentro de una sociedad productora de mercancías. En efecto, no es ningún misterio que el valor de uso de una mercancía consiste en que “merced a sus propiedades satisface necesidades humanas”, pero, en cambio, sí aparece inmediatamente velado el hecho de que “no adquiere esas propiedades sino en cuanto producto del trabajo humano”. Ahora bien, esta última opacidad es la que hace toda la diferencia, precisamente porque en ella reside la clave del fetichismo de la mercancía en general: el poder objetivo creado por el trabajo social aparece enajenado como un poder propio y autónomo del objeto particular.
Cuando Marx afirma que “el sabor del trigo no revela quién lo ha cultivado, si un siervo ruso, un campesino parcelario francés o un capitalista inglés” y que, por tanto, “el valor de uso no expresa […] relación social de producción alguna” no advierte que el fetichismo del valor de uso consiste precisamente en que el sabor del trigo convertido en mercancía no solo no revela quién lo ha cultivado, sino que ni siquiera revela que alguien lo cultivó. Y aquí reside la diferencia principal entre el fetichismo del valor de uso y el del valor mercantil: mientras que el misterio de éste reside en su extraña manera de manifestar la cantidad de trabajo abstracto social que envuelve, el misterio del valor de uso consiste en que no manifiesta al trabajo social de ninguna manera, borra todo rastro de él en su cuerpo de mercancía autónoma, no dice que sus propiedades útiles son la objetivación cualitativa de trabajo concreto social. Por consiguiente, la afirmación de que el “valor de uso no expresa relación social de producción alguna” no solo no desmiente el carácter fetichista de esta forma de valor/poder, sino que constituye su descripción exacta para el caso de la sociedad productora de mercancías, y para el de cualquier otra sociedad en la que la relación entre el trabajo total y sus creaciones se encuentre interferida.
No vamos a negar que, en el caso de una simple mesa de madera y en el del trigo, aunque realmente no podamos asistir a sus procesos de producción, sí podemos esforzarnos por recordar que estos procesos existieron, y hasta creernos capaces de imaginarlos en cada uno de sus pasos. Sin embargo, esta supuesta transparencia del valor de uso en tanto producto desaparece por completo cuando la mercancía que consideramos es un poco más sofisticada. Cuando utilizamos, por ejemplo, una reluciente y confortable mesa hecha de una combinación de raros materiales sintéticos cuya composición ignoramos por completo; o cuando nos da igual si la excelente harina con la que cocinamos es o no de trigo transgénico; o, mejor aún, cuando lo que tenemos delante es un maravilloso aparato del que no solo ignoramos por completo el proceso de producción, sino también el complicado y oculto mecanismo que lo hace funcionar de una manera tan asombrosamente perfecta que nos hace olvidar del todo que es producto de trabajo humano concreto. Por no hablar ya de la ignorancia absoluta acerca de las condiciones laborales reales en que esos valores de uso fueron producidos...
En este sistema social de producción disgregada y privada, pues, las cosas parecen tener por sí mismas propiedades valiosas, poderes, tanto en el mercado como fuera de él. Pero lo interesante es que esto no solo vale para los objetos sino también para los sujetos producidos por esta sociedad. Así es, la total invisibilidad del trabajo social despedazado hace que también el individuo presente sus cualidades, sus virtudes, sus capacidades, su valor, su poder, como algo propio de él, como algo que le es inherente, como cosa suya, privada. En especial cuando no ha obtenido ese poder directamente gracias al dinero, y cuando tampoco está dispuesto venderlo como mercancía; es decir, cuando se trata de su valor no-mercantil, de su “valor de uso” o, como diría Marx, de la forma “natural” de su valor, que reside en su propio cuerpo. De este modo, el problema no es solo el fetichismo del valor mercantil, que bajo la forma de dinero y de capital expropia y acumula todo poder o riqueza social, sino también el fetichismo del valor no-mercantil, que presenta las fuerzas y virtudes de las cosas y de los individuos como una propiedad autónoma de éstos: inteligencia, belleza, gracia, salud, sabiduría, practicidad, habilidad, creatividad, etcétera.
Ahora bien, este fetichismo del valor no-mercantil acaba de revelar su carácter fundamental cuando advertimos que sobre él se asienta la existencia misma de la sociedad productora de mercancías. En efecto, ¿qué es la propiedad privada de los medios de producción, sino la apariencia de propiedad personal particular de lo que no es más que un producto del trabajo social o, en el caso de la tierra, de la naturaleza? ¿Y qué es el valor de uso o la productividad de esos medios, sino trabajo social previamente objetivado en ellos? Está claro que Marx sí pudo ver que la propiedad privada de los medios de producción está a la base de la producción de mercancías, así como también vio que la privación de la propiedad de esos medios para una parte mayoritaria de la sociedad –es decir, la creación de una masa humana desposeída–, es lo que hace posible la producción capitalista. Sin embargo, no acabó de percibir que el hecho de que las condiciones objetivas de trabajo aparezcan como propiedad privada del capitalista o del terrateniente solo se sostiene en un fetichismo pre-mercantil de éstos como propietarios autónomos de aquéllas, el cual no es más que un caso particular del fetichismo de las cualidades útiles de los objetos en general como propiedades independientes. Y es que, así como las mercancías “tienen que acreditarse como valores de uso antes de poder realizarse como valores” (Marx, 2009a: 105) en el mercado, quienes allí las llevan tienen que acreditarse previamente como sus propietarios privados. Es indudable que este hecho, en sí mismo, tampoco se le escapaba a Marx:
Las mercancías no pueden ir por sí solas al mercado ni intercambiarse ellas mismas. Tenemos, pues, que volver la mirada hacia sus custodios, los poseedores de mercancías. Las mercancías son cosas y, por tanto, no oponen resistencia al hombre. Si ellas se niegan a que las tome, éste puede recurrir a la violencia o, en otras palabras, apoderarse de ellas. Para vincular esas cosas entre sí como mercancías, los custodios de las mismas deben relacionarse mutuamente como personas cuya voluntad reside en dichos objetos, de tal suerte que el uno, solo con acuerdo de la voluntad del otro, o sea mediante un acto voluntario común a ambos, va a apropiarse de la mercancía ajena al enajenar la propia. Los dos, por consiguiente, deben reconocerse uno al otro como propietarios privados (Marx, 2009a: 103).
En suma, Marx contaba ya con todos los elementos teóricos adecuados, pero no acabó de asimilar que el fetichismo del valor mercantil solo se hace posible a partir del fetichismo de la propiedad útil autónoma, de los individuos y de los “entes” en general.
Por lo demás, aunque Marx no llegue a advertir ese carácter fetichista que también el valor de uso presenta dentro de una sociedad productora de mercancías, lo cierto es que, cuando analiza el proceso de trabajo mismo como propiedad privada del capitalista, no solo describe el secreto del fetichismo de la valorización mercantil del capital, sino también el del aparente poder propio del burgués como individuo socialmente útil. En efecto, el capitalista hace del valor/poder de uso de la fuerza de trabajo y de los medios de producción su propio valor/poder de uso, esto es, logra aparecer él mismo como “productivo [...] en cuanto personificación y representante, forma objetivada de las ‘fuerzas productivas sociales del trabajo’ o de las fuerzas productivas del trabajo social” (Marx, 1971a: 98). “La producción basada sobre el valor de cambio […] es, en su base, […] comportamiento del trabajo con sus condiciones objetivas –y, en consecuencia, con su objetividad creada por él mismo– como con una propiedad ajena: enajenación del trabajo.” (Marx, 1971b: 478). Lo cual, obviamente, vale también para el caso del terrateniente, que se presenta como productivo en virtud de que el suelo se manifiesta como una propiedad suya o, lo que es lo mismo, gracias a que la tierra tiene la propiedad de ser suya:
La figura de las condiciones de trabajo, enajenada al trabajo, autonomizada frente a él y por lo tanto transformada, o sea donde los medios producidos de producción se transforman en capital y la tierra en tierra monopolizada, en propiedad de la tierra, esa figura perteneciente a determinado período de la historia, coincide, por ende, con la existencia y la función de los medios producidos de producción y de la tierra en el proceso de producción en general. Aquellos medios de producción, en sí y para sí, son capital por naturaleza; capital es nada más que un mero “nombre económico” de aquellos medios de producción, y así la tierra, en sí y para sí, por naturaleza, es la tierra monopolizada por cierto número de terratenientes (Marx, 2009b: 1049).
Por todo lo expuesto hasta aquí, creemos que supeditar –tal como la economía política– el tratamiento del valor de uso al del valor mercantil constituyó una debilidad teórica de Marx. Pero no porque el valor no-mercantil estuviera exento de todo carácter fetichista, sino precisamente por todo lo contrario: porque solo el fetichismo del valor/poder propio de los productos sociales en general –incluyendo a los individuos mismos– permite explicar acabadamente el fetichismo del valor/poder propio de las mercancías en particular. De todas maneras, como hemos observado, es el mismo análisis marxiano el que nos enseña cuál es la causa estructural del fetichismo en el que nos encontramos inmersos, a saber: la fragmentación y la consiguiente invisibilización del trabajo social ocasionada por la apropiación privada de los grandes medios de producción.
Antes de finalizar nos referiremos, de manera concisa, a la muy diferente interpretación del “fetichismo del valor de uso” ofrecida por Jean Baudrillard en su Crítica de la economía política del signo. Este autor empieza por desplazar completamente la atención desde el ámbito de la producción al del intercambio y consumo de bienes, para luego, una vez allí, tomarse infinitamente más en serio al estructuralismo y al psicoanálisis que a Marx. En efecto, Baudrillard comienza por excluir del cuadro lo que la misma realidad le oculta, a saber: el trabajo social como poder creador de todo poder social, incluyendo el suyo propio. De este modo, el intelectual francés restringe su campo de reflexión a la mera superficie social, para mejor simular la máxima profundidad. Y ese simulacro de profundidad consiste básicamente en una dogmática reducción de todo valor a valor lingüístico o semiótico, es decir, a puro signo:
Y es que aquí, como en economía política, estamos ante la noción de valor, en las dos ciencias se trata de un sistema de equivalencia entre cosas de órdenes diferentes: en una, un trabajo y un salario, en la otra, un significado y un significante (Saussure, 1945: 105).
Este pasaje nos permite hacer dos observaciones paradójicas. Primero, que Saussure constituye la principal fuente de inspiración para Baudrillard. Y segundo, que las nociones de economía política del gran lingüista suizo no eran precisamente críticas.
Pero centrémonos en la extrapolación que hace el propio Baudrillard (1979: 52-107 y 138-93). La clave de la misma reside en que, según él, la producción y el intercambio de mercancías se enmarca en un sistema que nos oprime en la medida en que produce e intercambia meros valores-signos; es decir, que la economía política tradicional constituye solo un aspecto de la economía política del signo (Baudrillard, 1979: 143). En eso consistiría la perversa lógica de funcionamiento del capitalismo, su inconsciente social “estructurado como un lenguaje” (Lacan, 2005): se trata de un oscuro mecanismo semiótico-opresor al que Baudrillard le confiere el máximo poder, sin ahondar para nada en el origen y en la sustancia de semejante fuerza. Y tal es el contexto en el que este autor afirma que también es fetichista atribuir a la mercancía un valor de uso. Pero no lo es porque se pierda de vista que esa utilidad solo existe (1) como encarnación del trabajo social invisible y (2) en función de necesidades que están siempre histórico-culturalmente elaboradas. El extravío de Baudrillard es aquí supremo. Para él, la cuestión no reside en que no se perciba el trabajo social objetivado en cada valor de uso, o en que se descuide el hecho de que las necesidades están siempre histórico-socialmente moldeadas, sino en que se acepte la existencia misma de necesidades, que no son más que un puro efecto ideológico del sistema semiótico-opresor. Así es: según este autor, las necesidades, todas ellas, constituyen solo ficciones que funcionan como fuerzas productivas del orden existente y, por tanto, es preciso develarlas como meras abstracciones que encuentran su espejo en el supuesto valor de uso de los objetos. De este modo, alcanzando el colmo de lo paradojal, Baudrillard convierte el reconocimiento mismo de las necesidades materiales en un puro idealismo, del cual sería reo, en parte, el propio Marx. Ahora bien, ¿qué se ofrece como alternativa a este supuesto idealismo parcial, sino un idealismo redomado, una auténtica filosofía especulativa posmoderna?
Referencias bibliográficas:
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Banfi, Rodolfo, Significados del valor de uso en “El capital”. Trad. de Joan Mestre. A. Redondo Barcelona: Editor, 1973.
Baudrillard, Jean, Critica de la economía política del signo. Trad. de Aurelio Garzón del Camino. México D.F.: Siglo XXI, 1979.
Echeverría, Bolívar, Valor de uso y utopía, México D.F.: Siglo XXI, 1998.
Lacan, Jacques, “Dos entrevistas de Gilles Lapouge con Jacques Lacan para Le Figaro littéraire”, (1966) 2005. Trad. de María José Muñoz y Juan Bauzá. Disponible en: (Fecha última consulta: 08/09/2015).
Marx, Karl, El capital, libro I, capítulo VI inédito. Trad. de Pedro Scaron, Siglo XXI: México, D. F., 1971 [1971a].
———, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858. Trad. de Pedro Scaron. Vol. 1, 3 vols. Buenos Aires: Siglo XXI, 1971 [1971b].
———, Teorías sobre la plusvalía III. Trad. de Wenceslao Roces. 3 vols., México D. F.: Fondo de Cultura Económica, 1980.
———, Manuscritos: economía y filosofía. Trad. de Francisco Rubio Llorente. Barcelona: Altaya, 1993.
———, Contribución a la crítica de la economía política. Trad. de Jorge Tula, León Mames, Pedro Scaron, Miguel Murmis y José Aricó. México D.F.: Siglo XXI, 2008.
———, El capital, libro I. Trad. de Pedro Scaron. 3 vols. México, D. F.: Siglo XXI, 2009 [2009a].
———, El capital, libro III. Trad. de León Mames. 3 vols. México, D. F.: Siglo XXI, 2009 [2009b].
Rubin, Isaak Illich, Ensayos sobre la teoría marxista del valor. Trad. de Néstor Míguez. Córdoba (Arg.): Pasado y Presente, 1974.
Saussure, Ferdinand de, Curso de lingüística general, Trad., prólogo y notas de Amado Alonso. Buenos Aires: Losada, 1945.
Texto presentado en las X Jornadas Internacionales de Filosofía Política: “Marxismo y postmodernismo” (noviembre de 2013, UB), pero inédito hasta ahora. Una versión ampliada aparecerá próximamente en José Manuel Bermudo y Martha Palacio Avendaño (eds.), El marxismo en la postmodernidad, Horsori: Barcelona.
[1] “Pero es precisamente esa forma acabada del mundo de las mercancías –la forma de dinero– la que vela de hecho, en vez de revelar, el carácter social de los trabajos privados, y por tanto las relaciones sociales entre los trabajadores individuales” (Marx, 2009a: 92-93).
[2] “Sea como fuere, en el mercado únicamente se enfrenta el poseedor de mercancías al poseedor de mercancías, y el poder que ejercen estas personas, una sobre la otra, no es más que el poder de sus mercancías” (Marx, 2009a: 195).
[3] “El movimiento en el que agrega plusvalor es, en efecto, su propio movimiento, y su valorización, por tanto,
autovalorización. Ha obtenido la cualidad oculta de agregar valor porque es valor. Pare crías vivientes, o, cuando menos, pone huevos de oro” (Marx, 2009a: 188).
[4] Este es, como se sabe, un planteamiento habitual en los autores de la Escuela de Frankfurt y sus seguidores (cf. Echeverría, 1998).
[5] En aras de simplificar la exposición, tomaremos aquí al “valor de cambio” como sinónimo del “valor” de la mercancía
como tal, o “valor mercantil”. Véase la (discutible) diferenciación que entre ellos establece el Marx maduro (2009a: 74).
[6] “El
cuerpo mismo
de la mercancía, tal como el hierro, trigo, diamante, etc., es pues un
valor de uso o un bien. Este carácter suyo no depende de que la apropiación de sus propiedades útiles cueste al hombre mucho o poco trabajo” (Marx, 2009a: 44).