Frente a esta escena surge la pregunta acerca de cómo podemos caracterizar la situación de la clase. Para poder hacerlo, me serviré de lo que tienen en común diversas propuestas de definición de clase trabajadora: la ubicación material, simbólica y subjetiva de una porción mayoritaria de la población en el lugar de “antagonista” del capital. Trataré de argumentar a continuación que ese antagonismo es la condición de posibilidad, entre otras dinámicas, de la disposición a actuar como clase (Thompson, 1980), de la configuración de una subjetividad política de clase (Mezzadra, 2014) y de la emergencia de una conflictividad “clasista”.
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Para avanzar en el camino propuesto me interesa desentrañar dos bloques de sentido que hacen a la clase y al conflicto. Trataré como anverso y reverso las situaciones de antagonismo-contradicción y subalternidad-conflicto, no como pares excluyentes sino como expresiones alternas de las posiciones sociales que engendra el capital y que sin embargo refieren, como veremos, a niveles de análisis diferentes. Para no perdernos, podemos afirmar con Marx que el antagonismo porta un significado estructural:
Las relaciones burguesas de producción son la última forma antagónica del proceso social de producción, antagónica, o en el sentido de un antagonismo individual, sino el de un antagonismo que surge de las condiciones sociales de vida de los individuos, pero las fuerzas productivas que se desarrollan en el seno de la sociedad burguesa crean, al mismo tiempo, las condiciones materiales para resolver este antagonismo (Marx, 1982: 67).
En nuestras sociedades, el antagonismo es la base constitutiva de la relación que se establece entre las personificaciones sociales del trabajo y el capital. El antagonista es producto del capital y se constituye a partir del despojo original de los medios de subsistencia. Sobre la apropiación privada de los medios de producción, se edifica la regulación del orden social que vincula a través del mercado al proletario, despojado de todo salvo de su potencia vital, y el propietario de dichos medios. Esto significa que no solo los “obreros” son antagonistas del capital o junto con ellos, los “empleados”, sino que nos referimos al conjunto de la población que el capital ubica en la forma asalariada de subsistir, o a los que excluye de cualquier forma autónoma o autodeterminada de satisfacer su vida, la que, de modo tal queda aprisionada por sus condicionamientos. Recordamos que es el capital en su dinámica socio-histórica específica el que establecerá el quantum de población “ocupada” y de población “sobrante” para servir a la acumulación.
Sin embargo, para que el capital pueda usar productivamente la fuerza de trabajo, activa a la vez un espejismo: la del ciudadano libre. Es decir que la relación antagónica asume una máscara de “igualdad” civil y política entre las partes. Como trabajadores-ciudadanos vivimos inmersos en el antagonismo constitutivo de las sociedades capitalistas, que se naturaliza y legitima por medio de la ciudadanización. En otras palabras, nuestra vida transcurre en una “contradicción”: entre, por un lado, la sujeción del trabajo al capital que se transforma y cambia todo el tiempo, y por otro lado, una ciudadanía (también cambiante, más o menos ampliada o restringida) que como ficción-real nos promete el “reino de la libertad”. La constatación del antagonismo genera la flagrante contradicción entre ser social y (deber) ser político. Así, la experiencia antagónica no hace a la conciencia, la conciencia se expresa una vez que la contradicción se presenta como divorcio entre el ser social y el (no) lugar político. Y he aquí que esta situación estructural es mediada por el estado: la institución de la ciudadanía legitima la diferencia y, a su modo, morigera la condición subalternizada de los que viven del trabajo.
El orden político, que crea la posibilidad de la ciudadanía y su ficción igualitaria, abre el planteo de la recusación eficaz, ya que en cada una de las trincheras en las que el estado se fortifica se da asoman las fisuras presentes y actuantes en la hegemonía (que incluye tanto los desacuerdos entre las fracciones de clase en el poder como los límites del consenso activo de la subalternidad, la necesidad y puesta en marcha de la coerción y las organizaciones y acciones que se enfrentan al dominio hegemónico), y pueden en dinámica (y en relación a la lucha de clases), cambiar el signo de las correlaciones de fuerza.
Entonces, el divorcio entre el lugar subordinado en que ubica el capital a los trabajadores y la posibilidad política de recusar ese orden permite la emergencia de la conciencia en términos de “disposición a actuar como clase”, es decir, ubica a la clase en una historia singular, en un proceso social específico, en confrontación concreta con el capital en un espacio dado (una red de relaciones de fuerza con su historicidad), entrecruzado por la estatalidad del poder.
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Detengámonos ahora en nuestro “momento” histórico para pensar coordenadas más específicas en dicha relación antagónica. El momento actual del capitalismo se caracteriza por la gubernamentalidad neoliberal, una forma de dominación política particular que se centra en la relación entre estado y población (si seguimos a Foucault) o para nosotros, entre estado y proletarios.
La forma de gobierno neoliberal deja de ajustar o gestionar institucionalmente lo social para dar paso “naturalmente” a su autoregulación, en otras palabras, para solo administrar los riesgos de la población en tanto especie. Esto se vincula con el mundo de los proletarios en el modo que adopta su inserción social: los que no quepan en el mercado laboral serán administradores autogestivos de su sobrevivencia o se sostendrán por medio del estado. En todo caso, si no pueden reproducir su vida como asalariados se pueden incorporar bajo la nueva ficción-real igualadora que alienta un orden social diferente: el consumo.
El estado neoliberal se asienta de tal modo en un gobierno económico frugal (máximos resultados con mínimos esfuerzos) y su técnica central de dominio es lo que llamamos la precarización vital del trabajo, fórmula social por la cual todo trabajador adquiere consciencia de su prescindencia, de su intercambiabilidad, de la auto-responsabilización acerca de su trayectoria y desempeño vital-laboral y de los riesgos que implica asumir a su fuerza de trabajo como capital humano (el que bajo su propia gestión puede ser valorizado o desvalorizable), y que llega hasta el extremo de experimentar su fecha de caducidad. Su contracara es la inmensa productividad que produce para el capital la potencia laboral y que no solo es fruto del aumento de la explotación relativa y absoluta de sus capacidades, sino también, la razón del excedente poblacional expulsado fuera del régimen salarial. Digamos algo más; la existencia de esa cantidad de población expulsada por el capital es la razón de la nueva función social del estado en relación a la administración de riesgos: la estadolatría es necesaria para forjar la dependencia de la población respecto del estado, quien establece su inserción social a través del consumo. En otras palabras, si el capital expulsa a los trabajadores y genera una sobreabundancia de población sobrante, a fin de sostener la gobernabilidad y disminuir los riesgos, el estado debe actuar forjando supletoriamente un nuevo lazo e integración social: lo hará a través de diversos modos entre los que se encuentran los subsidios y los programas sociales y cualquier otra forma de monetización de la exclusión social.
En este orden de dominación pan-económico, la experiencia de la clase se vive como subalternidad, mientras que lo subalternoes expresión de la experiencia y la condición subjetiva del subordinado, determinada por una relación de dominación (Modonesi, 2010)
La subalternidad no es una experiencia que se ajusta solo al ámbito de trabajo, sino que lo trasciende para disponerse como condición de vida de la población en diferentes órdenes. Es el modo como se configura la relación orgánica entre estado y sociedad en esta etapa histórica del capitalismo. Veamos cómo opera esto en la vida de los trabajadores.
La subalternidad se dirime entre los múltiples modos de sujeción que impone el capital en cada puesto de trabajo bajo formas concretas que pretenden hacer dócil la fuerza laboral, al mismo tiempo que propician el aumento de su productividad. Para ello, la disciplina y el control conforman mecanismos altamente eficaces en términos económicos y políticos. Mientras la disciplina descompone, fragmenta y taxonomiza las formas de hacer, el control, sea simple, técnico o burocrático (Edwards, 1990), modula las subjetividades operando directamente en las posibilidades de confrontación y resistencia de los sujetos.
Empero, la experiencia concreta sub-ordinada lleva a múltiples expresiones de enfrentamiento y confrontación, es decir que da lugar a recusaciones, rebeldías, demandas, exigencias, boicot, hasta éxodos o exilios (como fugas transitorias de la relación salarial-antagónica) tanto individuales como colectivas, y que marcan la in-sub-ordinación del trabajo frente al orden del capital. Es decir que, aun cuando disciplinas y controles sean garantes de la regulación de la experiencia de la subordinación, esta se mueve siempre complicadamente entre la aceptación, la resistencia y el rechazo.
Así las cosas, esta configuración de relaciones de poder, como dijimos, no se circunscribe al ámbito de trabajo: la productividad del neoliberalismo consistió en implementar un sinnúmero de mecanismos y dispositivos en el concreto social, que fortalecieron la subordinación de la población al capital. El paroxismo del consumo (forjado por el mercado y por el estado), la financiarización de lo social por vía del endeudamiento, la transformación del tiempo vital en tiempo de producción o tiempo de gasto son algunos de los elementos que repliegan a los trabajadores a la sola consecución de una vida “económica”. El triunfo del gobierno neoliberal es la afirmación de la emancipación de su propia particularidad, sólo (y una vez más) para reafirmarla: su lógica actúa en la vida de cada individuo, se vuelve social.
Por ello para los trabajadores asalariados es difícil, aunque no imposible, enfrentar al capital, mientras que cuando logran enfrentarlo, la mediación del estado los conmina a mantenerse en los cauces de la negociación de los términos de la explotación, pero no a cuestionar las bases de la explotación misma. Lo mismo pasa con otros grupos poblacionales: la función del estado es atarlos a la dependencia de la vida centrada en la auto-responsabilización de su subsistencia, ya que el mismo estado se postula como prescindente. Para estos grupos algunas veces es más difícil enfrentar al estado y menos difícil confrontar al capital, puesto que quien los despoja directamente y con mínimas mediaciones es la dinámica del capital (como en el caso de los movimientos socio-ambientales, los movimientos de desocupados, los movimientos campesinos o de los pueblos originarios), mientras que el estado, vigilante nocturno, es el garante de la gobernabilidad.
Aún con estas dificultades, la experiencia múltiple de la subordinación embebida en la sociedad toda, vivenciada de modos diversos, trae aparejada la permanente recusación de dicho/s órden/es en tanto intenta de cualquier modo rebasar la subjetivación adaptada. Dice Mezzadra (2014:113) “(…) la clase obrera se libera constituyéndose en sujeto político sobre la base de las mismas condiciones que determinan la sujeción y la explotación”. Lo que dispara la necesidad de insubordinación es su experiencia práctica que lleva a la necesidad imperiosa de lograr autonomía, la no dependencia, la independización de las condiciones sociales impuestas por el capital y la emancipación de quien sostiene esas condiciones sobre la vida particular y la vida colectiva. La autonomía, como horizonte al cual llegar, se conforma en un proceso complejo de paulatina autonomización, es el camino por el cual transita la experiencia, a través de la cual el proletariado va construyendo su consciencia en cada espacio de agregación, en cada conflicto, enfrentamiento o rebelión.
En la sociedad desigual impuesta por el capitalismo (con toda la complejidad que asume en la actualidad), los trabajadores luchan (solos o con sus sindicatos), las mujeres luchan, lo hacen los jóvenes y los originarios, también los ambientalistas, aunados por la experiencia de la subordinación y su contracara, la resistencia al orden. Sin embargo, solo cuando el enfrentamiento coagula en una manifestación colectiva articulada, cuando emerge como lucha antagónica contra el capital y su estatalidad, estamos frente a un conflicto de clase. Multiplicidad de conflictos son característicos de la sociedad desigual, pero no todo conflicto es “clasista”: la conflictividad, como la misma clase, para capitalizar la experiencia debe transitar más rupturas que la mera evasión de la inacción, la fragmentación y el individualismo, debe calar más hondo que la simple recusación o el enfrentamiento (contra el capital y contra el estado); en otras palabras, debe adquirir una singular impronta para ser considerada “clasista”.
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Siempre he pensado que la crisis del estado “bienestarista” a manos del giro neoliberal sinceró ciertos aspectos de la sociedad capitalista. Por ejemplo, dejó de oscurecer las diversas formas de trabajo y trabajadores realmente existentes que, en general, se limitaban a visibilizar predominantemente a los sectores formales y dinámicos de la economía para iluminar más allá de los varones, de las ciudades, de los cordones industriales, de los blancos, de los occidentales. Al desarmarse la pretendida inclusión generalizada vía salario, se expulsó a la población hacia otros modos de subsistencia o a la recuperación de viejas formas. Claro que esto no fue en un contexto de liberación sino de crisis y hambruna. Crisis del capital para recomponerse y tornar más productivo al trabajo, crisis y reconfiguración para tornar la relación social aún más desigual. Esto llevó, junto con otras confusiones, a pregonar el fin de la centralidad del trabajo y la disputa se volvió sobre el protagonismo de los que enfrentan al capital. En nuestro país, las discusiones reconocen varias etapas. Primero, el lugar pareció llenarse con los movimientos de desocupados. Cuando el clamor de los trabajadores sin empleo devino exigencia de planes sociales, volvimos a pensar en el relevo de los trabajadores insertos nuevamente como figuras centrales en el lugar de recusación conflictual. A principios del año 2000, se abrieron a la par conflictos que traían nuevamente a los trabajadores al ruedo público como “ocupados” defendiendo su condición y su salario, y como “población” asumiendo la defensa de sus territorios afectados, entre otros motivos, por la expansión sojera (con sus consecuencias productivas y contaminantes), por las fumigaciones, que afectan la salud, por los desastres ambientales, por los remates de minifundistas rurales o por el acoso a la propiedad campesina, por la extracción megaminera y por los desalojos de las poblaciones originarias. Innúmeras personificaciones sociales se ponían como antagónicas al capital y empezaban a expresarse con voz política propia, en tanto proletarios. Estos conflictos mostraban un común denominador: enfrentar la búsqueda capitalista de nuevas o renovadas áreas de explotación, rentabilidad o ganancia. Mientras que, del lado de los sujetos, el avance del capital se padecía y aún hoy lo padecen los cuerpos y las subjetividades en formas diversas como explotación, expropiación, apropiación, laceramiento o despojo.
La magna tarea de la hegemonía neoliberal fue tornar a los conflictos y sus personificaciones extraños entre sí y, en algunos casos, competitivos; orientarlos a confrontar dentro de la misma subalternidad con el fin de establecer cada vez más particiones y menos acuerdos. En vez de tener una receta unívoca frente a la complejidad, a cada antagonista se le postuló un competidor, se le creó un enemigo, una otredad que deslindara al capital de la responsabilidad del desbarranque social. El artilugio de la ciudadanía fue utilizado para confrontar derechos: el de educarse frente al de hacer paro; el de circular frente al de peticionar; el del buen vivir contra el del empleo; el de la salud frente al desarrollo; el del progreso frente a la subsistencia; el del ambiente puro al de la actividad económica, entre muchos otros. Todo esto sucede en un marco en que nadie cuestiona quién accede o no a derechos, quién los garantiza, quién los ejecuta, quién se conforma en su tribunal. Trabajadores en favor del “desarrollo” contra “ambientalistas” en favor de la naturaleza; citadinos contra piqueteros; docentes contra padres y alumnos; médicos contra enfermeros y ambos contra pacientes; empleados contra clientes; jóvenes precarizados frente empleados estables y podríamos seguir ad-infinitum. Derecho contra derecho, ficción contra ficción, siempre en un caos regulado para no padecer desbordes, y enfocando el conflicto en una línea horizontal: entre nosotros. Invención acertada para obnubilar el antagonismo del conjunto de la población frente al capital y para apresarlo en su propia contradicción: la fuente de la igualdad/desigualdad de los ciudadanos puede ser inagotable desde dónde se la mire; lo que importa es que desde este lugar “vinculado a derechos” hace impotente políticamente a cada fragmento.
Ahora veamos que pasó en el mundo de los trabajadores ocupados. El análisis del retorno de los trabajadores a la escena pública y visible del conflicto laboral parte del retroceso que le impuso el neoliberalismo a su posición. La impronta que adoptó la conflictividad laboral en nuestro país fue socialmente defensiva: los conflictos en su conjunto se dedicaron a re-establecer algunas condiciones laborales perdidas, sobre todo en términos salariales, a cambio de aceptar la polifuncionalidad, la flexibilización funcional y el aumento de las cargas de trabajo. De tal modo, podemos afirmar que no se retrotrajo la condición de los trabajadores al momento anterior a la instauración de la precariedad-flexible; mucho menos se llegaron a instituir mejoras sustanciales en la relación capital-trabajo. Es decir que los arreglos a los que se arribó se orientaron limitadamente a ponerle precio a una mayor intensificación del trabajo. A este incremento de la intensidad se la premió con diferenciaciones mayores (tanto como antes se segmentaba por tareas, funciones y jerarquías), basadas ahora en cada cual según su ítem por productividad, con el fin de profundizar y volver más competitivas (entre trabajadores) las escalas salariales.
Por otro lado, a cada experiencia sindical independiente que emergió de la nueva oleada de conflictividad laboral pos-crisis, el gobierno supo oponer un sindicato de “empresa” o “de estado” con el objeto de afianzar su dependencia o debilitar la posibilidad de autodeterminación y la expansión o generalización de dichas experiencias hacia otros ámbitos laborales. La re-emergencia de los sindicatos, denominada “revitalización sindical, puede ser ponderada como expresión de re-estatalización del conflicto laboral y encauzamiento dentro de su ámbito.
Para vincular esta situación con las categorías que venimos trabajando, podemos decir que con la expansión del capital a nuevas esferas o áreas se produjo paralelamente un aumento de las expresiones antagónicas, las que llevaron y llevan a un recrudecimiento de las contradicciones en que el capital ubica social y políticamente a los subalternos. Sin embargo, la estatalización del conflicto (la acción hegemónica del estado integral de la clase dominante), intenta llevar el campo de las contradicciones hacia direcciones que enfrenten a la subalternidad entre sí. En tanto, las particiones sociales provocadas por esta “diversidad” actúan como particularidades a la hora de defender derechos y evitan la coagulación de acciones colectivas enfrentadas al capital. En igual medida, esto también acontece con los trabajadores quienes, en el terreno de disputa propiamente laboral, defienden derechos colectivos o demandan mejoras comunes, mientras que, a la hora de pesar los logros son llevados a la esfera de la competencia por las vías de la diferenciación salarial, las desigualdades impositivas, los intereses corporativos, la defensa de sus productividades, entre otras particiones cuyos efectos laceran la constitución del colectivo.
Sin embargo, algunos conflictos muestran importantes recursos para profundizar un interés común y disposición de clase. Para “emerger”, la mayoría de los conflictos laborales precisaron de un proceso previo de re-agregación, de establecimiento de lazos para dar lugar al colectivo (en este caso laboral). Su conformación denotó, en algunos casos, la potencia que rebasa disciplinas y mecanismos de sujeción y el pasaje del miedo a perderlo todo (el puesto de trabajo) a la convicción de no tener qué perder (intensificación del desgaste y deterioro manifiesto de la condición laboral). Por ello, la expresión en sí de una voluntad colectiva vuelta acción apareció oportunamente como uno de los grandes logros de la conflictividad de los trabajadores en el intento de remontar el desmembramiento y la fragmentación.
En términos de trascender el interés corporativo, algunos trabajadores del estado esgrimen la defensa de bienes públicos sustantivos, como la salud y la educación, los que aún pesan en el sentido común y, potencialmente, pueden rebasar fracturas e imponer una voluntad colectiva en su defensa; mientras que los movimientos que defienden los bienes comunes como el agua, el aire o el paisaje muestran la potencia de incluir una variedad de reclamos no auto-excluyentes en su seno y de conformar ámbitos de acción de múltiples personificaciones sociales.
La pregunta que queda pendiente es cómo articular los antagonismos en su multiplicidad en enfrentamientos direccionados a resquebrajar la estatalización y la mercadorización propias de la actual gubernamentalidad/acumulación del capital. Sin apostar por recetas unívocas, muy probablemente esto dependa de que cada acción y enfrentamiento logre progresivamente un camino de mayor autonomización de la clase, que evada particionamientos sectoriales, partidarios y corporativos, hasta arribar a una autonomía que no empeñe en su consecución el presente o el futuro del conjunto de la población, ni ponga en una personificación única (en general la más vulnerable), la responsabilidad de emancipar al conjunto de la subalternidad. Ni esperemos nosotros sentados que los condenados del mundo toquen a nuestra puerta para salvarnos.
Bibliografía
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Modonesi, M., Subalternidad, antagonismo, autonomía. Marxismo y subjetivación política. Buenos Aires: Prometeo-CLACSO, 2010.
Thompson, E. P., Miseria de la teoría. Barcelona: Crítica, 1980.
Artículo enviado especialmente para su publicación en Herramienta.