Es por todos sabido que la caída del Muro de Berlín desencadenó debates y polémicas, estimulando inclusive la formulación de tesis extravagantes sobre el “fin de la Historia”. Quizá no sea mera coincidencia el hecho de que, por esta misma época, empezó a circular el enmarañado de ideas postmodernas que valorizan el pastiche, la parodia y la metaficción. Aprovechando el vacío dejado por la derrota de la izquierda post 68, el nuevo programa se impuso como único modelo en los departamentos de Teoría y Literatura Comparada, definiendo nuevos criterios de juicio y valor. Estos permanecen en pauta, aunque ya no con la misma fuerza que un día tuvieron.
La tesis de la integración de las minorías, con la que en principio nadie está en desacuerdo, no coincide con la realidad concreta del capitalismo, que dispensa cada vez más de la fuerza de trabajo (Kurz, 1997) o la inutiliza en la precarización o el desempleo (Schwarz, 1999: 162). Resulta ocioso decir que los postulados postmodernos jamás previeron ese inventario de perversidades. A estas alturas, sus ilusiones de progreso son ya parte de la Historia.
He recordado todo lo anterior, ya que Rubem Fonseca suele ser exhibido como trofeo por el mainstream académico. Contribuye para eso el hecho de que su novela El gran arte haya sido publicada durante la boga postmoderna. Por aquel entonces todo hacía creer que se trataba del maridaje perfecto entre la obra oportuna y la teoría de prestigio. Además, la manía de citar interminablemente autores y textos y de siempre traer a cuento pequeñas tesis sobre todo lo que encontraba a su paso (habanos, vinos, anatomía, fisiología humana) parecía confirmar la tesis recién salida del horno de que el texto es un juego. En este punto, es preciso recordar que dichas estrategias nunca fueron ajenas a las obras anteriores de este autor. Como si no bastase, la plasmación de tipos extraños parecía funcionar, por partida doble, como entretenimiento y efecto de juego de intertextualidades, alimentando un humor de gusto dudoso que, no obstante, ya contaba con un público familiarizado con la nueva doctrina. Ese mismo público, a su vez, se encargaba de afirmar que El gran arte era un libro ejemplar de la era postmoderna. El personaje de nombre Zakkai ilustra muy bien eso: enano y negro, lidera a un grupo de mafiosos, aunque en sus ratos libres no renuncia a actuar como payaso en un circo en el centro de la ciudad de Rio de Janeiro. Su pasado de penurias suele ser visto por él mismo con escarnio. Así, pasar de la pobreza a la riqueza se explica, antes que nada, gracias a la astucia (en este caso, de Zakkai) y, por consiguiente, a la movilidad interna propia del sistema. Como frecuentemente ocurre en este y otros libros de Rubem Fonseca, no se piensa ni remotamente en la hipótesis de “conciencia de clase”, ni mucho menos que el ascenso derive, o pueda ser consecuencia, de un empeño colectivo. En este sentido, el recado del escritor está dado: ¡olvídense de eso!
Con su habitual agudeza, Antonio Candido percibió que parte del éxito de Rubem Fonseca se debe a la incorporación de “temas, situaciones y modo de hablar del excluido, de la prostituta o del inculto de las ciudades, lo que para el lector de clase media tiene el atractivo de cualquier otra forma pintoresca”. (Candido, 1987: 213)
Desde mi punto de vista, Rubem Fonseca desarrolló, a lo largo de su trayectoria, un modo peculiar de reflexionar sobre la historia contemporánea del país, y alusivamente sobre el golpe cívico-militar de 1964. Puede parecer extraño que un escritor, aparentemente tan directo, tan reacio a ejercicios retóricos y florituras verbales, pueda ser presentado como alguien particularmente sutil. Y aquí cabe una explicación. Al contrario de otros escritores brasileños que trataron el tema de manera clara y explícita, Rubem Fonseca se especializó en elaborar una representación artística de la realidad social de una forma oblicua. Sin embargo, por más que haya tenido éxito en su objetivo, no se preocupó demasiado por borrar los rastros que dejó en el camino. Es necesario, por lo tanto, seguir esas pistas con lupa y sentido de las mediaciones.
En una reseña consagratoria que le dedicó a Rubem Fonseca, Mario Vargas Llosa (1986) fue uno de los primeros en destacar la dimensión política de su obra. Con el espaldarazo del escritor peruano, la novela que aquí venimos estudiando obtuvo rápidamente la gloria, y el nombre de su autor comenzó a circular con facilidad en el continente. Según Vargas Llosa, este artista brasileño hace una literatura de calidad mediante la asimilación “de materiales y recetas robadas a los géneros de gran consumo popular”. (1986: 60-62) A primera vista, el argumento parece endosar la oleada postmoderna. Vargas Llosa, sin embargo, es mucho más astuto. Al escribir su reseña, tres años después de la publicación de El gran arte, o sea, en 1986, y ya completamente sintonizado con el catecismo neoliberal, percibió que las artimañas del narrador (Mandrake) podrían ser explicadas a la luz de la historia contemporánea brasileña; y eso, a pesar de que el propio Vargas Llosa (por no disponer de tales informaciones) no haya llevado hasta sus últimas consecuencias las pistas que muy bien intuyó. Comoquiera que sea, acertó ante “el caleidoscopio de alusiones y paráfrasis históricas, mitológicas y literarias” diseminado a lo largo de la novela. Solo le faltó añadir que el desfile de ideas, en El gran arte, se extiende también al derecho, la economía, las finanzas, la geopolítica, así como al funcionamiento del aparato policial y jurídico. Mientras tanto, los lectores propensos, o ya convertidos, a la cultura filosófica postmoderna, solo tenían ojos para la intertextualidad, además de una obsesión por las técnicas para manipular objetos punzocortantes y armas de fuego, que Rubem Fonseca describía a la manera de Google. A ese respecto, no fueron pocos los que vieron en tal “gesto” un deseo desmesurado, por parte del escritor, de ostentar una cultura enciclopédica que no haría ninguna falta si fuese eliminada de la narrativa.
A contramano de la hipótesis del “Fin de la Historia”, El gran arte está repleta de historias que corren paralelas y después se entrecruzan, formando una especie de mosaico en el que no faltan acción, misterio, sorpresas, revelaciones escabrosas, personajes poco edificantes que encarnan la política de aquellos años, robos espectaculares, y claro, escenas tórridas de sexo, ya que el lector se encuentra ante un texto de Rubem Fonseca. El ajuste de cuentas con el pasado reciente del país es, por lo tanto, la materia narrativa del libro. La historia continuaba viva y en abierto.
En suma, si la primera parte de El gran arte parece cumplir con todos los postulados del género policial, la segunda, “Retrato de familia”, se encarga de deshacer, o al menos relativizar, la impresión inicial, imprimiendo otro ritmo y sentido a la narrativa. Aquí, el narrador se esmera en contar la saga de la familia Prado: su formación y el auge de su prestigio en la década de veinte (es decir, en los tiempos del movimiento modernista brasileño), su decadencia, y, finalmente, su resurgimiento en la figura del financista Thales Lima Prado, pieza clave en la novela. Veamos eso con más detenimiento.
Desde muy joven, Thales nunca estuvo seguro de quién fue su padre. Hijo de una relación incestuosa, y nostálgico de la fortuna de sus antepasados, Lima Padro criticó con dureza a su abuelo, José Priscilio Prado, a quien responsabilizó de haber dilapidado el dinero de la familia, dejando a sus descendientes en la penuria. Su imprudencia obligó al joven Thales a entrar en la academia militar (“un reducto de la clase media baja”), impidiéndole seguir su “verdadera vocación de pensador, de hombre de letras”. A los diecinueve años, descubrió que no era hijo de Fernando Lima Prado (ya que “además de estéril, era impotente y había tenido la mala suerte de casarse con una adúltera”), sino del estafador francés Bernardo Mitry, que abandonó a la familia así que supo que el “dinero se había acabado”. La Revolución Constitucionalista de São Paulo y el primer gobierno de Getulio Vargas (1930-45) incidieron negativamente en el destino del clan Lima Prado. Curiosamente, el narrador, Mandrake, no explica el proceso que condujo a Thales Lima Prado a transformarse en un poderoso financista, con libre tránsito, en el auge de la dictadura brasileña, por los altos circuitos del poder. Esa laguna, sin embargo, no constituye exactamente una falla en la construcción ficcional: en realidad, el silencio del narrador traslada a las entrelíneas de la novela el secreto de la ascensión del financista. A partir de entonces, la trama gira en torno a los negocios, y éstos condicionan la praxis de los personajes. Los asesinatos que se desencadenan desde las primeras páginas cobran sentido si son examinados a la luz de la acumulación de capital. A propósito: hay un capítulo revelador en el que Mandrake elabora una lista de las empresas que integran el conglomerado Aquiles, liderado por Thales Lima Prado. Vale la pena transcribir el fragmento integralmente:
Como era su costumbre, Thales Lima Prado llegó a las nueve de la mañana al edificio de la Plaza Pio X, en el centro de la ciudad, ocupado por la Aquiles Financiera. El Sistema Financiero Aquiles estaba compuesto por las siguientes empresas: Banco Aquiles S. A., Banco Aquiles de Inversiones S. A., Aquiles – Crédito, Financiamiento e Inversiones, Aquiles Crédito Inmobiliario S. A., Aquiles Casa de Cambio y Valores Mobiliarios S. A., Aquiles Compañía de Seguros S. A., Aquiles Participaciones y Administración S. A., Aquiles Administración de Inmuebles S. A., Aquiles Agro Florestal S. A., Aquiles Turismo S. A., Aquiles Hoteles S. A., Aquiles Procesamiento de Datos S. A., Aquiles Minería S. A. Además de eso, varias empresas del grupo tenían participación minoritaria en el capital de decenas de compañías comerciales e industriales” (Fonseca, 1983: 179).
¿Cuál sería el motivo de colocar tan extensa y aparentemente innecesaria enumeración, a no ser el de llamar la atención sobre la forma que adquirió la acumulación de capital durante el período aludido? La formación de grandes conglomerados marcó el modelo de modernización conservadora que se impuso en el país a partir de la dictadura cívico-militar. En ese sentido, la genealogía de la familia Prado y su evolución patrimonial a lo largo de las décadas, con el consiguiente auge durante la dictadura de 64, no deja de ser, también, una forma oblicua de streap-tease de las élites brasileñas.
Es preciso notar, además, que ni siquiera el casamiento consigue escapar de esa “lógica” infernal. A modo de ejemplo, vale recordar la trayectoria de uno de los personajes: Rosa. Ella es una jovencita pobre de los márgenes de la ciudad, forzada por las circunstancias a vender caramelos junto con su madre para asegurarse el sustento. Con el correr del tiempo, va desarrollando una cierta habilidad para hacer negocios. Más adelante, percibirá que el casamiento es una escalera, una especie de mapa del tesoro, que le facilitará la ascensión a “dama de sociedad”, como de hecho ocurrirá. La estrategia era simple: emplear su belleza para atraer, uno a uno, a los hombres. En orden de acontecimientos: se casó con Ari, el Bolinha, propietario de un pequeño restaurante en Rocha, barrio de clase media-baja del suburbio de Rio de Janeiro. Después, conoció a Nildo, dueño de una pequeña tienda de confección y habitante de Copacabana. Finalmente, se casó con Gonzaga Leitão, mudándose para Leblon, barrio elegante de la Zona Sur carioca. Rosa usó siempre la misma estrategia para conseguir sus objetivos. “A fin de cuentas, los hombres eran todos iguales”. Y concluye el narrador: “Una historia de arribismo que no tenía nada de singular. En realidad, cambiando un detalle aquí y otro allá, era bastante parecida a la de otras grandes damas de la sociedad” (1983: 273).
El caso de Rosa Gonzaga Leitão guarda semejanzas con la de Zakkai, el enano circense que describimos anteriormente. En realidad, la novela está repleta de ese tipo de historias que, por su parte, se encuentran subordinadas a los engranajes sociales de los que los personajes no pueden desvincularse.
Escenas como esa son comunes en la obra de Rubem Fonseca; es decir, que los personajes nunca son movidos por una idea, por más vaga que sea, de conciencia de clase. Por el contrario: ahora, el dinero es quien manda.
Me parece que ya estamos en condiciones de esbozar un juicio a respecto del narrador de El gran arte. Para eso, nada mejor que tomar, como punto de partida, las declaraciones del propio autor, emitidas en un evento realizado en Perú, en las que expone, de manera abierta, cómo concibió a Mandrake. Con la palabra, Rubem Fonseca:
Siempre imaginé un personaje (Mandrake) que fuese cínico, mujeriego [...]. Al mismo tiempo, una persona muy ética, incapaz de cometer algún acto deshonesto. Él sabe que el mundo es muy perverso, y que en él abunda la gente deshonesta. Él ve el mundo como lo hace un abogado criminalista, es decir, como alguien para quien solo ocurren cosas así, como [...] crímenes, estafas, fraudes. [...] Pero él es capaz de vivir y transitar por ese tipo de vida sin corromperse. O sea, cada uno de nosotros puede vivir en un mundo corrupto sin corromperse. Ese es el mensaje de Mandrake. Eso es lo que Mandrake quiere decir.
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De hecho, el narrador es cínico y malicioso al exponer la parte sombría de los personajes. Al contrario de lo que dice su creador, Mandrake es capaz, sí, de circular con desenvoltura por los entresijos del poder. Y en caso de que no tenga acceso a sus entrañas más sórdidas, nunca le faltará un amigo providencial que le ayude a abrir todas las puertas. Uno de ellos es el agente Raúl, que de manera oportuna le revela informaciones y datos que deberían ser confidenciales entre las autoridades policiacas y judiciales. El tráfico de influencias es un recurso permanentemente empleado por Mandrake (cuya apariencia en nada difiere de la índole del brasileño “atildado”), práctica que la sociología pasó a conocer como “ingenio a la brasileña”, expresión que dista mucho de ser un elogio. En síntesis, “la parte alta” de la sociedad no le resulta tan ajena al narrador, como la opinión de Rubem Fonseca quiere hacernos creer. En realidad, Mandrake está muy lejos de ser un ejemplo de virtud republicana.
Desde siempre, Rubem Fonseca fue un estratega de la lucha de clases. Pocos artistas brasileños se encuadran en ese perfil. No me refiero apenas a que se trata de un escritor inteligente, capaz de formular problemas, de explicar su obra y las fórmulas artísticas que utiliza, de configurar conscientemente sus personajes, etc. No es a esto a lo que me refiero. Entiendo por estratega a alguien capaz de reflexionar minuciosamente sobre el campo literario en el que se inserta, de discernir las fuerzas presentes y actuantes en su interior, y de elaborar un modo eficiente de intervención, de tal suerte que pueda alterar los códigos y reglas a favor de sus posiciones políticas y estéticas. En Brasil, un caso ejemplar fue el de Machado de Assis, quien intervino, como tan bien lo han demostrado Antonio Candido (1997: 104) y Roberto Schwarz (1990), con un propósito crítico con relación al status quo vigente en aquel entonces. Ese compromiso no se encuentra de manera alguna en Rubem Fonseca, que, al contrario, hace una defensa enfática del orden establecido. Es verdad que ambos, Machado de Assis y Rubem Fonseca, pertenecen a ciclos estéticos diferentes. Pero el caso de Rubem Fonseca es único, ya que actuó en un contexto altamente convulso, cuando la decisión sobre los destinos del país estaba en la agenda.
El fin de la experiencia socialista en el Este europeo parecía confirmar y dar crédito a aquellos señorones, libres de toda sospecha, que lideraron durante la década de 1960 una lucha encarnizada contra la izquierda, moldando la sociedad brasileña a partir de sus valores privatistas y pro-americanos. Lo que consiguieron no fue poca cosa, así que no resulta difícil imaginar lo que sintió Rubem Fonseca al presenciar la caída del Muro, conforme aludimos en el párrafo que abre este artículo. Los años ochenta fueron de consagración de este escritor; a partir de entonces, no pararía de acumular premios, entre los cuales figuran una distinción en lengua portuguesa y otra en castellana. Me refiero, respectivamente, a los premios Camões y Juan Rulfo, otorgados en 2003. El eminente Jurado de este último justificó la concesión de la siguiente manera:
Fonseca no es un escritor que esté contento dentro de su cuerpo, ni dentro de su país, quiere cambiarse a sí mismo, quiere cambiar a Brasil y, como todos, quiere que el mundo donde vivimos sea más justo y agradable [...]. Fonseca quiere a los pobres, a los desvalidos, a los que no tienen techo, comida, medicina o escuela, en comparación con otros novelistas a los que no les importa el mundo de fuera, sino el mundo interior (Mateos-Veja, 2003).
El escritor brasileño no podría haber deseado un elogio mejor. La justificación del Jurado parece apoyarse más en la lectura de sus cuentos, ya que en estos sí se observa que están dirigidos preferencialmente hacia el mundo exterior. Insisto en este punto, ya que el “brutalismo” presente en los cuentos, en El gran arte es deliberadamente atenuado y subordinado a un principio de estilización en el que predomina una muy particular ironía que revela cierta convivencia, y coincidencia, con el clima yuppie de los años de conservadurismo neoliberal. En ese sentido, El gran arte es un libro de transición, pues marca un cambio con relación a las narrativas cortas de libros anteriores del autor, en los que predominaba el punto de vista de los pobres, los marginales, los bandidos y las prostitutas. En esta novela, el movimiento es inverso, es decir, el escritor muestra una increíble familiaridad con el repertorio de diálogos, gestos y perspectivas comunes a las capas medias y altas de la sociedad, por donde de hecho circuló profesional y políticamente. Comoquiera que sea, Rubem Fonseca conquistó prestigio internacional, entrando para el canon literario contemporáneo, lo que no es poco. Por otro lado, sería equivocado negar sus virtudes artísticas, independientemente de su filiación de clase e ideología, habitualmente conservadora. A fin de cuentas, lo esencial es saber cómo se consubstancia en la forma artística una posición de clase. Entiéndase por forma el contenido social sedimentado, decantad _ definición ampliamente utilizada en la tradición marxista.
Quiso la ironía del destino que las transformaciones del campo literario bajo la dictadura, con la ascensión de un modelo de representación artística de la realidad centrado en la violencia y en su estetización, viniera de la mano de Rubem Fonseca, quien ayudó a deponer un presidente constitucionalmente electo y colaboró intelectualmente con la dictadura brasileña que duró veintiún largos años (1964 – 1985). Los personajes que la construyeron no usaban, como se imagina, uniforme, sino que vestían traje y corbata, y se presentaban como exitosos hombres de negocios. Rubem Fonseca jamás escondió esa condición. “Yo fui uno de los hombres de empresa que participó en la Fundación del IPES”. (Fonseca, 1981: 11) Dejando la ironía de lado, el escritor brasileño no tiene la culpa de que jurados y lectores, brasileños y extranjeros, lo vean como el escritor de los desheredados. Elemental, mi querido Watson.
El gran arte es una novela ejemplar de fin de etapa. Cuando el libro fue publicado, la dictadura brasileña daba signos de agotamiento. La obra capta ese clima al desarrollar una visión sarcástica de políticos y tecnócratas involucrados en el poder. En oposición a ellos, Mandrake parece vivir al margen del trabajo formal, ya que es un abogado que dedica poco tiempo a su profesión. El discurso hedonista que tanto parece agradar a los lectores nada tiene de rechazo al ethos del trabajo capitalista. Es, en realidad, la expresión de un privilegio de clase, que Mandrake no tarda en ostentar y alardear. Por eso le sobraba todo el tiempo del mundo para sus experiencias detectivescas y amorosas. Los lectores van al delirio cuando en realidad se deberían preguntar sobre el gran privilegio que le es concedido a Mandrake.
Aquí está la clave del misterio. Rubem Fonseca concibió a Mandrake para ser una especie de héroe de la libre iniciativa. En este punto, es necesario recordar que por esa época el gobierno dictatorial del general Ernesto Geisel adoptó medidas de restricción a la libre expansión del mercado, contrariando, con ello, los valores defendidos originalmente por los golpistas del IPES. En ese sentido, sin duda hay una crítica velada, por parte del escritor, a sus antiguos aliados que permanecían acomodados en el poder. Su propósito es, por lo tanto, mejorar el funcionamiento del sistema, no criticar sus fundamentos.
De esta forma, la explicación dada por el escritor páginas atrás solo es parcialmente verdadera. Mandrake entra y sale por las puertas del poder simplemente porque siempre estuvieron abiertas para él. Dicho de otro modo: Mandrake es beneficiario de un proceso social que su creador, Rubem Fonseca, jura que Mandrake rechaza. Sin duda alguna, se trata de alguien cínico y mujeriego, pero no es solamente eso. Decir que es capaz de “vivir en un mundo corrupto sin corromperse” es igualmente parcial. Mandrake está, en realidad, bien protegido por parte de los poderosos.
Únicamente alguien como Rubem Fonseca, que circuló por las entrañas del poder, puede saber lo que él sabe y escribir lo que él escribe. Insisto, y creo que eso ya no sorprenderá: Rubem Fonseca escribe desde un punto de vista interno al poder. Se trata de un escritor experimentado en la lucha de clases. Pocos escritores brasileños pueden ostentar semejante título. Y ese tal vez sea el principal de sus triunfos. Mayor inclusive que todos los premios que ha recibido hasta este momento.
Siempre que las luchas sociales hacen tambalear al sistema, emergen las mejores inteligencias disputando posiciones. Rubem Fonseca fue y continúa siendo una de ellas. Glauber Rocha, mientras estuvo vivo, fue un oponente a su altura. Como puede observarse, la lucha de clases potencializa la inteligencia, tanto en el campo de la izquierda como en el de la derecha. Creo que ya no restan dudas sobre el lado en que participó Rubem Fonseca. Cum grano salis.
Bibliografía
Auerbach, Erich, Mímesis: la representación de la realidad en la literatura occidental. 6ª reimpresión. México: FCE, 1996 [1946].
Candido, Antonio, Formação da literatura brasileira. 8ª ed. Belo Horizonte: Itatiaia, 1997 [1959].
–, “A Nova Narrativa”. En: –, A educação pela noite. San Pablo: Ática, 1987.
Fonseca, Rubem, “IPES”. En: Jornal do Brasil. Cuaderno especial (30 de junio de 1981).
–, A grande arte. Río de Janeiro: Francisco Alves, 1983.
Kurz, Robert, “O colapso da modernização”. En: –, Os últimos combates. Petrópolis, Río de Janeiro: Vozes, . 1997.
Schwarz, Roberto, Um mestre na periferia do capitalismo: Machado de Assis. San Pablo: Duas Cidades, 1990.
–, Sequências brasileiras. San Pablo: Companhia das Letras, 1999.
Vargas Llosa, Mario, “A ‘Grande Arte’ da paródia”. En: Revista Status 60/62 (diciembre de 1986).
Artículo enviado especialmente para su publicación en Herramienta.