Licenciado en filosofía por la Universidad de Buenos Aires y militante de una fracción de la izquierda argentina, Facundo Nahuel Martín emprende en este libro la tarea de traer nuevamente el pensamiento de Marx para enfrentar las preguntas de la política revolucionaria. Un intento por gestar una lectura que, a la vez, permita recuperar un Marx “clasista” y de los “nuevos movimientos sociales”.
Uno-
Hay una idea planteada al inicio del libro que recorrerá todo el trabajo: la hipótesis de que en Marx, el concepto de totalidad tiene principalmente una función crítica. A saber: desmontar –antes que afirmar– la totalidad que articula la lógica del capital. Una lógica que hace del “valor de cambio” su fundamento del nexo social. Por eso Facundo Nahuel Martín, autor de Marx de vuelta. Hacia una teoría crítica de la modernidad (Buenos Aires: El Colectivo, 2014), insiste en que “la totalidad de la crítica marxista no compone un universal genuinamente reconciliado con lo particular, sino que se eleva como totalidad al prescindir de los particulares que reúne, aplastándolos”. Y es por eso que, para Marx, la totalidad, lejos de ser “la realización de la libertad” es “la construcción de la opresión”, “la lógica de la dominación social devenida sistema”.
Resumiendo: la noción marxista de totalidad “no supone la sumatoria exhaustiva de los elementos dados en el cuerpo social, sino que se refiere al sentido de su articulación”. Es decir, que la totalidad no es “el conjunto de todos los elementos de la sociedad, sino la lógica que ordena esos elementos”.
Dos-
En una narración que se caracteriza por hacer bastante llevadera la lectura del libro, Facundo Nahuel Martín comienza realizando un erudito repaso por los Grundrisse (1857-1858) de Karl Marx. Los elementos fundamentales para la crítica de la economía política fueron, en su momentos (hace cuatro décadas atrás) una poderosa arma teórica-política para toda una generación de intelectuales de izquierda que opusieron su lectura a las formas (estalinistas) más vulgarizadas del marxismo, que construían un Marx hecho a la medida de las necesidades de las coyunturas históricas (de las burocracias de Estado). En este sentido, Martín reafirma con su escritura un rasgo fundamental pero no por eso menos central del pensamiento marxista: su anticapitalismo. “En la base del capitalismo se encuentra la acumulación como finalidad dominante de la actividad económica. No se produce para el consumo, sino para la reproducción ampliada del valor”, puede leerse en el primer capítulo. Y líneas más adelante agrega: “El valor, en suma, no es en la sociedad capitalista un mero fenómeno local de significación limitada. No se trata, por ejemplo, de un principio de la economía como una esfera aislada que pueda contraponerse a otras (la política, el derecho, la ideología). Por el contrario, el valor configura el nexo social fundamental de la sociedad burguesa, es la forma de existencia común de los sujetos en esta fase histórica”.
En su lectura de Marx Martín se apoya en otros autores, como Postone y Adorno, a partir de los cuales reafirma su posición respecto del concepto de totalidad crítica, en desmedro de la concepción más ligada al hegelianismo (por ejemplo de Lukács) que hacen de la totalidad una categoría “afirmativa”. Posición que no lleva a Martín a tomar partido por alguno de los autores trabajados como si fueran equipos de fútbol, sino que trata de buscar en cada uno de ellos lo que le sirve para repensar a Marx, en clave actual, o al menos, en la actualidad de los debates en los cuales se inmerso el autor como militante. De allí que señale: “Postone, al rechazar la noción de sujeto y objeto, no alcanza a comprender todas las implicancias lógicas y epistemológicas de la concepción crítica de la totalidad de la concepción crítica de la totalidad. Encontramos que, contra lo que Postone cree, la tesis adorniana de la no-identidad no es contraria a la autorreflexión histórica de la teoría”. Tras estas afirmaciones, de todos modos, Nahuel reconoce que Adorno, por su parte, no atribuyó con claridad la totalidad a la especificidad histórica del capitalismo, lo que puede dar pie a interpretaciones del tipo “histórico-universales”, lo que iría contra las propias observaciones de Adorno sobre el lazo entre totalidad y el primado del valor en la sociedad del intercambio. De allí que rescate, esta vez de Postone (“contra” Adorno), la importancia de vincular, sin ambigüedades, la construcción de la totalidad al capitalismo, y remate: “la articulación entre este aporte y la concepción adorniana de la totalidad antagónica señalan caminos promisorios para la continuación de la teoría crítica en el presente”.
Tres-
En su recorrido por Marx, Martín cuestiona las lecturas que dividen a un joven-idealista de uno maduro-científico, como la que realizó por ejemplo Louis Althusser en los 60, con su tesis de la “ruptura epistemológica”. Aunque ese cuestionamiento no lo aleja de la crítica a cierto “ontologismo obrerista” del joven Marx, presente en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844. “El pasaje a una concepción crítica de la totalidad social conlleva también una discusión sobre el rol histórico y ontológico del trabajo humano”, dice el autor. Y agrega que la dialéctica que postula un sujeto originario, “llamado a regresar a sí mismo por la superación de sus alienaciones en la objetividad social, debe ser superada por la crítica del capital como sujeto de la totalidad”. Esta nueva crítica, entonces, “aspira a levantar las constricciones estructurales que el capital impone a la acción humana, no a realizar un sujeto ontológicamente presupuesto como total, cuya auto posición final se vería bloqueada por la alienación capitalista”. En la misma línea, argumenta que “el concepto de desalienación como apropiación de la objetividad exterior por parte del sujeto debe ser abandonado”, ya que parte de un presupuesto que “lleva a una carrera imperialista del ser humano contra la realidad exterior que acaba en la depredación despiadada de la naturaleza, la persecución misantrópica del diferente y el olvido frenético del pasado”. Nahuel suma así, a las temáticas estructurales de clase, preocupaciones más contemporáneas en cuanto a la relación del hombre con la naturaleza, más típica de los movimientos sociales que de los sindicatos y los partidos revolucionarios.
Aunque no lo cita ni lo menciona, hay algo de Nietzsche en la lectura marxista que Martín realiza de la sociedad capitalista y su posible transformación. De allí que sostenga, entre otras cuestiones que, de lo que se trata, no es de “realizar un sujeto absoluto que ponga una totalidad social”, sino más bien, “suprimir la totalidad existente y su sujeto”. Y luego agrega: “no se aspira a un proyecto emancipador bajo los carriles del sujetocentrismo que querría, a falta de los viejos dioses, endiosar al hombre”. In citarlo, decíamos, el autor se acerca a cierto nietzscheanismo que entiende que el problema no es tanto Dios (judeo-cristiano, o de la religión que sea) sino el lugar mismo de Dios, que hace del hombre, necesariamente, un sujeto de rodillas ante la divinidad, que en algunos casos puede ser el mismo hombre.
Cuatro-
El debate con las denominadas “corrientes posmarxistas” ocupa todo un capítulo del libro, en el que Martín realiza un recorrido por autores tan disímiles como Ernesto Laclau, Claude Lefort y Jaques Rancière.
El “fracaso” de las expresiones “temporalmente victoriosas” del socialismo, sumado a ciertas “renovaciones teóricas” de las últimas décadas (“giro lingüístico”, “posestructuralismo francés”), que atacaron fuertemente la idea de “totalidad”, situándola en familiaridad con el totalitarismo, hicieron que el marxismo cayera no solo en un marcado proceso de debacle política, sino que además sufriera un “descrédito importante en términos teóricos”. Partiendo de este diagnóstico –y teniendo en cuenta su postura “crítica” respecto del concepto de “totalidad” en el marxismo–, Martín sostiene, de todos modos, que “no hay ningún marxismo que no esté informado por algún tipo de totalidad social”. Y se propone, a la vez que recuperar del “posmarxismo” esa noción crítica de la totalidad (“indeseable para afirmar un ideal emancipador para una sociedad poscapitalista”), cuestionar el postulado que afirma que lo político “atestigua una contingencia radical”, ya que no da cuenta que, en el capitalismo, la dominación se basa precisamente “en la supresión tendencial de la contingencia mediante la reproducción de las estructuras de reificación del trabajo abstracto”.
Por lo tanto, la idea de una sociedad poscapitalista, no se basaría tanto en la aspiración de construir una totalidad plena más allá de la política sino, más bien –concluye el autor– apunta a una “radical realización de la política en todos los ámbitos de la vida social, hoy sometidos a la dinámica automática y ciega del capital (de los cuales el Estado no está excluido)”.
Cinco-
La búsqueda por encontrar un Marx que pueda ser guía no solo de las corrientes obreristas sino también de las (nuevas) izquierdas latinoamericanas, con fuerte anclaje en los movimientos sociales, es un preocupación teórico-política que puede verse presente, más explícita o implícitamente, a lo largo de todo el libro.
El autor plantea que ya durante el siglo XX un importante sector de las izquierdas (en Argentina, Latinoamérica y el mundo) asistió a un proceso de “pluralización”, tanto de los sujetos como de las narrativas históricas. Así, junto con las luchas de la “clase obrera”, aparecieron en el horizonte otros sectores, diferentes a los del “proletariado fabril”, como los movimientos feministas y por la diversidad sexual, los pueblos originarios y más tarde, los colectivos centrados en la problemática ambiental”. Por lo tanto, según sostiene Martín, el “vigor del proyecto emancipatorio marxista y comunista” depende, en gran medida, de su capacidad para formular una “alternativa de modernidad”, capaz de lidiar con “los emergentes de la escena contemporánea en toda su complejidad”. Y agrega: “cualquier marxismo contemporáneo necesita preguntarse por la validez del proyecto moderno y su vínculo con los nuevos movimientos sociales, las políticas centradas en la subjetividad, la identidad, la relación con la naturaleza, las formas de interacción entre las personas”. En este sentido es que el autor propone pensar el proyecto marxista de emancipación del capital como una apuesta por “producir otra modernidad”.
Martín insiste en que el capitalismo, en tanto “lógica social”, tiene en la “división en clases” uno de sus “presupuestos históricos y lógicos”, pero también implicancias en cuento a cómo los seres humanos “se relacionan sistemáticamente entre sí y con la naturaleza”. De allí que la “crítica de la sociedad burguesa” exija la crítica de las formas de mediación social “que el capital acarrea en todos sus planos”.
Así entendido, el marxismo puede funcionar como la “conciencia crítica de la relación contradictoria y dinámica entre lo universal y lo particular de la sociedad capitalista”. Por ende, el marxismo no es solo una “teoría de la lucha de clases” (aunque, aclara el autor, no pueda prescindir de este aspecto sin dejar de ser lo que es), sino que puede ser entendido como una teoría de las “formas antagónicas y fetichizadas del nexo social en la modernidad, que aspira a realizar las posibilidades liberadoras que el capitalismo encierra pero no puede concretar”.
Desde esta perspectiva, la “crítica marxista” incluye la puesta en cuestión del proletariado como tal. Es decir, los cambios revolucionarios no pretenden una “realización del proletariado” sino su “abolición histórica”, ya que su existencia como clase está “ligada estructuralmente a la auto-reproducción del capital”.
Seis-
En el octavo –y último– capítulo, Facundo Nahuel Martín se propone aportar a “repensar el proyecto emancipatorio”.
“El marxismo contemporáneo debe asumir la imposibilidad ontológica de un ser social plenamente realizado, que coincida consigo mismo más allá de toda alienación”.
Allí es donde reivindica cierto linaje teórico ligado más al pesimismo que a la típica “antropología optimista”, que se sostiene en la tesis de que el “mundo liberado” sería el de la “coincidencia plena” del sujeto consigo mismo mediante la coincidencia con los otros. De nuevo sin nombrarlo –y acompañado esta vez de una filiación con el psicoanálisis freudiano– el autor se sitúa en claras cercanías con Federico Nietzsche. Tal vez por eso, antes de afirmar su inclinación por cierto “pesimismo antropológico” –del cual, comenta, la “izquierda radical” sacaría mejor provecho– Martín aclara que, de Hobbes a Schmitt, el pesimismo se constituyó principalmente como una doctrina “de derecha”.
Ese pesimismo es el que lleva al hombre a asumir la posición de que la incomodidad “es inevitable”, sostiene Martín. Y aclara que, por incomodidad, entiende –filosóficamente– la “imposibilidad del hombre de coincidir consigo mismo, con la naturaleza y con los otros”. Y aclara: “esa imposibilidad implica que la vida en común solo es posible a partir del conflicto y la distancia. Es preciso asumir el conflicto como una dimensión no superable de la coexistencia humana. En estos términos, la vida en común aparece como la posibilidad no-clausurable sobre la base de la imposibilidad de la coexistencia armónica. La constatación de esa imposibilidad lleva a asumir la hipótesis pesimista”.
Por otra parte, el autor plantea que una teoría crítica de la modernidad debe asumir que el “posmarxismo”, con su conflictivismo descriptivo, lleva necesariamente al reformismo. Al desconocer las compulsiones que el capital impone a la lógica de “lo político” en la sociedad moderna, el posmarxismo no haría más que recaer en posturas de “aceptación de lo existente”, entre otras cuestiones, porque “genera expectativas desmesuradas sobre las capacidades de los Estados nacionales” para morigerar la virulencia de “los mercados”. Lo mismo podría pensarse en cuanto a las “democracias formales” y sus defensores a ultranza (en otras épocas caracterizados como “parlamentaristas”). En esto Martín es claro: “la radicalización, profundización y superación de lo político como apertura a la contingencia no se resuelve en la discusión parlamentaria de proyectos de gestión estatal”.
En este sentido, el autor asume una propuesta que podría denominarse como “marxismo libertario”, alejado de las “desviaciones burocráticas” de muchos de los procesos del siglo XX. Así y todo, su postura no está exenta de la asunción de aceptar la necesidad concretar ciertos “compromisos” con las formas de sociabilidad heredadas del capitalismo, ya que –en la línea de los “clásicos” – se plantea que el socialismo no es más que una “fase transicional” hacia el comunismo. Aunque, de todos modos, el autor no deja de insistir en la necesidad de asumir también ciertos “reaseguros antiburocráticos”, que fortalezcan los “objetivos estratégicos” ante los “compromisos” que puedan no solo debilitarlos sino extinguirlos en el largo plazo.
Esta doble advertencia apunta a una crítica tanto de las versiones más “jacobinas” del marxismo como de sus primos-hermanos posmarxistas, que ven en la “multitud” el parangón de un horizontalismo que el autor cuestiona, por no tener en cuenta la necesidad de gestar “mediaciones políticas” que sean el correlato de una “organicidad” que no puede sino asumir momentos de “centralización” y “representación”. “La representación es la instancia en que todas las partes de un colectivo aceptan someterse unitariamente a una decisión o determinación común”, define, y agrega luego: representación es la “operación constitutiva” de un conglomerado humano que acepta actuar orgánicamente”.
Más adelante el autor vuelve sobre el tema. “La organicidad política implicada aun en las formas democráticas de toma de decisiones (e incluso en las formas de democracia directa, no delegativa) se alza sobre el hiato insalvable entre lo particular y lo universal. Este hiato funda un concepto de lo común de mayor intensidad, que no remite a una mera red horizontal de articulaciones inmanentes y contingentes sino que incluye la toma de decisiones de conjunto, orgánicamente”.
En sus tramos finales Martín aborda la concepción marxista del Estado, partiendo desde los propios pasajes escritos por Marx en La cuestión judía, pasando por el clásico de Lenin (El Estado y la Revolución) hasta llegar a interpretaciones más recientes de la problemática, como las propuesta por Miguel Abensour en La democracia contra el Estado. Más allá de los comentarios, glosas y apuntes, el autor realiza un esfuerzo por problematizar y repensar la crítica marxista, en el camino de resituar la teoría junto a los combates políticos contemporáneos.
Siete-
Tal como planea Omar Acha en el prólogo del libro (“Apuntes para una filosofía marxista”), el “retorno” a la lectura de Marx que el autor propone implica un “regresar a los textos marxianos con nuevas preguntas y el discernimiento de un ciclo histórico ocurrió –es decir, se consumó– durante el siglo veinte”. De allí que el movimiento que puede leerse en este texto es el que implica asumir, por un lado, un núcleo válido del pensamiento crítico de Marx, y por el otro, el carácter inacabado de su empresa. Según Acha, una de las virtudes de este autor, es que forma parte de una generación “liberada de las pesadillas con las que el saldo de la experiencia política oprimió el cerebro de los vivos tras la gran derrota histórica del proyecto socialista durante el siglo pasado”.
Militante del Frente Popular Darío Santillán, Facundo Nahuel Martín absorbió gran parte de su formación teórica transitando las aulas, pasillos y espacios de la academia, pero hoy –sobre todo– sostiene sus reflexiones y sus prácticas, con ambos pies, brazos, cabeza y corazón, junto a los explotados y oprimidos que, más allá de los vaivenes de la historia, batallan con construir la Historia, otra historia: la de la emancipación de los trabajadores.