Dispositivos de estimulación y actividad de la memoria
Inicialmente, en nuestros estudios sobre el teatro de Postdictadura, al tratar el problema de los desaparecidos y las consecuencias de la dictadura 1976-1983 en la democracia a partir de 1983 hasta el presente, propusimos el concepto de “el teatro de los muertos” para definir una tendencia muy extendida de la escena argentina: el teatro crea dispositivos, de diversa morfología, que operan como estimuladores de la evocación de quienes ya no están entre nosotros. En este sentido, siguiendo a Hugo Vezzetti (2002), hemos señalado que el teatro de Postdictadura opera como un constructo memorialista (Dubatti, 2006, entre otros trabajos). Esos dispositivos de estimulación (más que de comunicación) hacen que los muertos se presentifiquen en la memoria del espectador aunque no se esté hablando explícitamente de ellos. Cada espectador, cada público proyecta a partir de esa estimulación (que opera por construcción de ausencia o de vacío a ser llenado, como es el caso del personaje de Godot en la pieza beckettiana) aquello que lo involucra, lo compromete, lo desvela. Cada espectador, cada público, proyecta sobre esa ausencia sus propias preocupaciones, deseos, construcciones subjetivas. En la Argentina los muertos habitan la conciencia de los espectadores de la Postdictadura, y el teatro y otras formas artísticas se encargan de invocarlos. En el teatro argentino basta con dibujar una silueta para que ésta invoque, recuerde, presentifique, llame, estremezca con las resonancias del pasado que regresa en cada espectador de manera diversa. En el teatro de Postdictadura que hemos visto en los últimos 30 1años, hemos podido reconocer este procedimiento en piezas de Javier Daulte, Rafael Spregelburd, Ricardo Bartís, Eduardo Pavlovsky, Gonzalo Demaría, Mario Cura, Rodolfo Braceli, Marcelo Bertuccio y muchísimos otros.
Veamos brevemente tres ejemplos de rasgos diferentes. Un caso revelador –que hemos estudiado en esta dirección (Dubatti, 2005)– es el de ¿Estás ahí? (Teatro Nacional Cervantes, 2004), de Javier Daulte. La pieza tiene una deriva poética inesperada: comienza como una “sitcom” (comedia de situaciones) con el hombre invisible, de acuerdo a convenciones que provienen de los géneros codificados de la televisión o el cine americanos; de pronto se transforma en una comedia de muertos; vuelve a transformase, otra vez, ahora en una historia de amor imposible contada desde el punto de vista de una muerta. En esa deriva el personaje de Martín va mutando su carga referencial: del hombre invisible pasa a ser un fantasma, es decir, un muerto. Como todo fantasma, un muerto con un deseo o cuenta pendientes. En la Escuela de Espectadores fue inevitable, obvia la referencia a los desaparecidos y otras muertes nacionales. Sin embargo, la misma historia, en la versión catalana dirigida por Daulte, fue leída por el público y la crítica desde otra significación: el personaje del hombre invisible fue relacionado con el lugar de Cataluña en la Unión Europea.
En la pieza de Gonzalo Demaría, El cordero de ojos azules (Teatro Regio, dirección de Luciano Cáceres, 2011), en el contexto de la fiebre amarilla de 1871, en una Buenos Aires desolada, aparece un “muchacho”, mudo, hermoso, y al que el agua hirviente no quema. Demaría se vale de este personaje-jeroglífico, que conecta lo material con lo sagrado, como detonante de un thriller: su presencia evoca en el pintor y en la cuidadora de la iglesia la de dos muertos, una écuyère y un poeta, y pone metafóricamente a resonar todos los fantasmas de la historia argentina. De alguna manera, El cordero de ojos azules tematiza el mecanismo que observamos en el teatro de los muertos: el personaje-jeroglífico es el correlato de la poíesis, los personajes que recuerdan son el de los espectadores.
Finalmente, un caso en el que el teatro de los muertos se hace presente en la reescritura argentina de un clásico inglés del siglo XVII. Nos referimos a Los hechizados, pieza del dramaturgo y director Héctor Levy-Daniel estrenada en 2013, que, como aclara el programa de mano, está “inspirada muy libremente” en Lástima que sea una puta, de John Ford (Londres, 1632). ¿Qué política de la diferencia impone Levy-Daniel a su reescritura? Algunos cambios están a la vista: el título; la recontextualización en la Argentina (de la Parma de John Ford, que mucho le debe a la Italia imaginada por Shakespeare y que se parece demasiado a Inglaterra, se pasa a la Pampa y a un tiempo histórico más cercano); la reducción del texto y del listado de personajes (Levy-Daniel se centra en la intriga de los hermanos incestuosos y desecha otras líneas secundarias presentes en Ford). Pero hay otros cambios más sutiles y singulares. Uno de ellos es el procedimiento del teatro de los muertos: Levy-Daniel le da la palabra a los muertos como una forma teatral de presentificación del ausente y del que no tiene voz, procedimiento de compensación simbólica y fricción política en una cultura como la argentina, donde en la dictadura el horror institucionalizó las desapariciones y habrá por siempre miles de cuerpos sin duelo. Así, por ejemplo, a diferencia de los muertos cuyos cuerpos han desaparecido (y esa desaparición los ha enmudecido incluso físicamente, porque ni siquiera sus restos pueden hablarnos), los personajes de Ada y su ama pueden referir su experiencia después de la muerte (aspecto que no está presente en la pieza de John Ford). Levy-Daniel hace referencia a otra desaparición (la de Amalia, la viuda seducida y amenazada por Toranzo, personajes correlato de Hippolita y Soranzo en el texto de Ford) y al crimen organizado, al “ejército de asesinos” (en las actividades de Toranzo y su ayudante, personaje siniestro que evoca a los integrantes de los “grupos de tareas” paramilitares).
En Latinoamérica, en los últimos años, dos libros trabajan en complementariedad con esta problemática del teatro de los muertos, aunque transitan otros caminos de análisis: Poéticas de lo cadavérico (2011), de la argentina Adriana Musitano, sobre teatro, plástica y videoarte de fines del siglo XX como “resistencia al olvido”, y Cuerpos sin duelo (2013), de la cubana-mexicana Ileana Diéguez, sobre el que volveremos.
Ampliación del concepto
Pronto advertimos que el fenómeno no era privativo ni de la Postdictadura ni del teatro argentino, sino universal y de todos los tiempos. Según Marvin Carlson,
todas las culturas teatrales han reconocido, de una u otra forma, esta cualidad fantasmal, esta sensación de algo que retorna en el teatro, y así las relaciones entre teatro y memoria cultural son profundas y complejas. Así como uno podría decir que toda obra puede ser llamada Espectros (como la obra de Henrik Ibsen), con igual fundamento, uno podría argumentar que toda obra es una obra de la memoria (Carlson, 2003: 2).
Tal vez sea universal, pero todo parece indicar que ese mecanismo es contemporáneamente más efectivo que nunca. El director alemán Thomas Ostermeier afirmó en entrevista en la Escuela de Espectadores de Buenos Aires, con motivo de su magnífica apropiación shakesperiana presentada en el Festival Internacional de Buenos Aires de 2011: “Hamlet ama a su padre. Para él, el padre es un ejemplo que ilumina. Hay un buen libro de Jacques Derrida, Espectros de Marx,que para mí es la llave de la generación joven para entender Hamlet. Los espíritus de los hombres honrados nos envían un mensaje. Todo el cielo nos está gritando algo, pero somos pasivos. Y creo que ésta es la situación de Hamlet con el fantasma de su padre. En Alemania se dio una situación parecida a ésta después de la Segunda Guerra Mundial. Se corrompió todo el país. Y a nosotros, como tercera generación después de la guerra, la historia política nos está dando un mensaje. Y es que los muertos nos están llamando del pasado para reclamar venganza. Así leo el final de Hamlet: la real historia consiste en que la verdadera historia no va a ser contada. Ése es el horror” (citado en Dubatti, 2013, la traducción es nuestra). Para Ostermeier, Jacques Derrida también estaba preocupado por “los que regresan” –como Marx– a la memoria, aunque no necesariamente por la vía teatral. ¿Y acaso la afirmación de Carlson no vale para el conjunto de las expresiones artísticas, e incluso excede la esfera del arte? Baste recordar que en Espectros Ibsen observa a “los que regresan” en las múltiples herencias de la biología, la vida social, cultural, política. Justamente la fuerza del concepto del teatro de los muertos en la contemporaneidad está relacionado con la historicidad de su formulación: si hemos necesitado proponerlo es porque en el teatro de la Postdictadura argentina los muertos regresan y regresan a nuestra conciencia desolada bajo el trauma y las proyecciones lamentablemente aún vivas de la dictadura (Dubatti, 2008).
De esta manera, el concepto del teatro de los muertos fue ganando en extensión y pasó a tener para nosotros también un sentido genérico: designa, en particular, el dispositivo poético de la memoria advertido en el teatro de la Postdictadura respecto de las experiencias y representaciones del pasado; en general, la inabarcable masa de teatro de quienes nos precedieron, el teatro que hicieron los ya muertos –artistas, técnicos, espectadores- y que, de alguna manera misteriosa, regresa cada vez que se produce un acontecimiento teatral. La memoria del teatro de los muertos se hace presente en cada nuevo acontecimiento. Por todo el teatro que hemos hecho y hemos visto, ya estamos nosotros también, los que aún vivimos, en el espesor histórico del teatro de los muertos.
El teatro perdido: dos acepciones
El concepto del teatro de los muertos se vincula estrechamente al de teatro perdido. Ya señalamos en Filosofía del Teatro I y II que la historia del teatro es la historia del teatro perdido (2007, parágrafos 73 y 74; 2010, passim., y especialmente parágrafo 13, corolario 12) y que inspiramos este concepto en el diálogo con Ricardo Bartís para la escritura de su libro Cancha con niebla (2003), al que justamente subtitulamos: Teatro perdido: fragmentos. Comprendimos el concepto de teatro perdido al analizar la resistencia de Bartís frente a la posibilidad de conservar su producción teatral (en libro, en video) y publicarla. La poíesis teatral es justamente aquello que no se hace texto, lo incapturable por el texto que acontece en el acontecimiento y no puede ser escrito. Y no nos referimos principalmente al teatro perdido que puede ser encontrado, sino al que por su entidad de cultura viviente está irremisiblemente perdido. La pérdida es constitutiva de la cultura viviente en tanto acontecimiento, y esto vale para el teatro, que no puede –en tanto acontecimiento– ser capturado en estructuras in vitro. Pérdida y función ontológica del teatro son inseparables. Distingamos entonces dos acepciones de teatro perdido.
Muchas de las piezas escritas por Lope de Vega se consideran hoy perdidas, pero aún pueden ser encontradas, y de hecho sucede, como en el caso del reciente hallazgo –para dar un ejemplo– del manuscrito de Mujeres y criados. En nuestra investigación sobre el teatro de Pavlovsky encontramos tres piezas teatrales que autor y especialistas consideraban perdidas: Camello sin anteojos, Hombres, imágenes y muñecos y Circus-loquio (escrita en colaboración con Elena Antonietto), y las recogimos en el tomo VII del Teatro completo (2010) de Pavlovsky. La primera acepción de teatro perdido refiere, entonces, a textos (no sólo dramáticos) provisoriamente perdidos, que acaso pueden ser hallados. En este sentido juegan los términos “literatura perdida” y “literatura conservada” de la Antigüedad clásica según se desprende de cómo los emplea López Facal (2006). En una línea semejante, los citados R. M. Wilson y Alan Deyermond (cf. Dubatti: I, 2007) para la literatura medieval.
Pero hay un sentido mucho más radical de la pérdida: aquello que es incapturable y definitivo, inexorablemente se pierde, como la vida de los que han muerto. Lo único que podemos conservar o recuperar sobre los acontecimientos perdidos de la cultura viviente es información. Y entra aquí la vastísima cultura de la oralidad antigua, en referencia a lo afirmado por García Gual sobre el mito en parte conservado y en parte perdido (2012). Y también el teatro como acontecimiento. No conservamos los acontecimientos teatrales del pasado, apenas algunos textos y escasa información adicional (escasa respecto de la relevancia del volumen de acontecimientos perdidos). En esta segunda acepción de teatro perdido, la pérdida es inseparable de la entidad ontológica (y de la función ontológica: poner un mundo a vivir efímeramente) del acontecimiento teatral.
Y no hace falta para comprender esta segunda noción irnos a la Antigüedad o a la Edad Media: basta con reflexionar sobre los acontecimientos teatrales del pasado inmediato o del presente que volátilmente se hace pasado ante nuestra conciencia, la función teatral de anoche, o la función teatral que vemos transcurrir mientras acontece el acontecimiento y, con vértigo, ya sabemos –mientras acontece– irremediablemente conducida hacia su pérdida. Cuanto más excepcional es el acontecimiento teatral, más sentimos la dimensión de la pérdida en el mismo momento en que estamos viviendo el acontecimiento, y mayor es el vértigo de la vida que se escapa.
Actuación: pérdida y mito
¿Cómo se conserva para su estudio el trabajo de un actor, el gran generador del acontecimiento teatral? Las grabaciones de audio o audiovisuales, las fotografías, sus notas y testimonios, nunca están a la altura de la complejidad de su trabajo en el acontecimiento teatral, lleno de infinitos detalles, resoluciones, matices y componentes simultáneos. El trabajo del actor, en tanto cultura viviente y acontecimiento, es incapturable en su complejidad. Por eso duele tanto la pérdida de un actor genial, como en el caso de Alejandro Urdapilleta, porque mientras vive se tiene la esperanza de volver a asistir a su producción de acontecimiento. La información que conservamos en soportes
in vitro no alcanza para dar cuenta de su carácter prodigioso, e incluso puede atentar contra su memoria
[1]: insistamos en que el soporte
in vitro no es el acontecimiento viviente, y que la actuación teatral sólo es plenamente tal en el acontecimiento viviente. Nos queda una única compensación frente a la pérdida de un actor prodigioso: la construcción de su mito. ¿Cómo? Manteniendo vivo el recuerdo de sus trabajos irremisiblemente perdidos, y no tratando de reemplazar esa pérdida con información
in vitro. Pérdida y mito, felizmente, se llevan bien.
La memoria del teatro
Ahora bien: a pesar de la pérdida de los acontecimientos poiéticos conviviales, hay una memoria del teatro, no tanto (y no sólo) en la deficiente información conservada, sino principalmente en la dimensión del teatro-acontecimiento como transmisión cultural. El teatro se mantiene vivo como institución, como biopolítica, como convención e invención, como poética (en su triple dimensión: estructura, trabajo, concepción), a través del entramado rizomático de la historia. El recuerdo de Urdapilleta no es sólo “cosa mentale”, representación de la conciencia que evoca, sino que el arte de Urdapilleta se ha transmitido de alguna manera visible e invisible al arte de otros artistas: a sus cuerpos, a sus formas de resolver situaciones, a su manera de componer, a su mundo poético. Todo acontecimiento teatral es un gran acto formativo: quien trabaja con Urdapilleta en escena, quien lo ve desde la platea, se están formando –lo quieran o no– con él y esa formación se proyecta en futuros acontecimientos y legados. Así se han mantenido vivos la comicidad del sainete y el grotesco criollos, los saberes del teatro independiente, las enseñanzas que se implican y enlazan unas con otras, una forma más compleja de pensar los legados y la causalidad histórica de los acontecimientos teatrales. Al respecto recordemos a Jorge Luis Borges, quien escribió en “La poesía gauchesca” (1932):
Es fama que le preguntaron a Whistler cuánto tiempo había requerido para pintar uno de sus ‘nocturnos’ y que respondió: ‘Toda mi vida’. Con igual rigor pudo haber dicho que había requerido todos los siglos que precedieron al momento en que lo pintó. De esa correcta aplicación de la ley de causalidad se sigue que el menor de los hechos presupone el inconcebible universo e, inversamente, que el universo necesita del menor de los hechos (Borges, 2007: I, 207)
De acuerdo con Borges, pero seamos menos abarcadores: en la memoria del teatro se conservan muchos componentes pero otros también se pierden. Baste un ejemplo: ¿cómo se representaba ciertamente la tragedia griega en los siglos VI y V a.C.? ¿Se ha transmitido esa memoria en el acontecimiento actual? En realidad no todo se conserva: el teatro opera territorial, regional, históricamente una selección de los componentes que carga su memoria, que tampoco escapa a la pérdida.
Más allá de la dimensión de pérdida inevitable, teatro de los muertos no quiere decir teatro muerto. El teatro está más vivo que nunca, especialmente porque cumple una función memorialista y de duelo (Diéguez, 2013). Pero también porque hay una memoria del teatro en los componentes que confluyen en el acontecimiento teatral: la reunión, los cuerpos, el espacio y el tiempo, la
poíesis, la expectación, el principio de compañía y hermanamiento entre artistas, técnicos y espectadores en el convivio. Así entonces como observamos dos acepciones del teatro de los muertos y dos del teatro perdido, hay también dos dimensiones de memoria del teatro: podemos reconocer una memoria informativa, explícita, necesariamente incompleta y muchas veces desconfiable, constituida por los documentos, testimonios, materiales históricos conservados, la que puede atesorarse en una biblioteca, en una videoteca o en un museo
[2]; hay otra memoria, más relevante por su significación en la vitalidad y el legado del teatro, que es práctica, está implícita en el hacer, una memoria viviente del teatro en el acontecimiento teatral y en todo aquello que confluye en el acontecimiento (cuerpos, miradas, ritmos, procedimientos y resoluciones, pedagogía, debates, información circulante, mitos, etcétera).
Cultura viviente y duelo. Problemas epistemológicos
Tal como ya señalamos en Filosofía del Teatro I y II, la entidad incapturable, imprevisible, en muchos aspectos incognoscible del acontecimiento teatral por su relación con la cultura viviente, plantea a la investigación teatral un “fracaso” anticipado que, siguiendo las palabras de Beckett, es necesario no tapar, hay que asumir y enfrentar para “fracasar mejor” (recuérdese “Mal visto mal dicho” y Worstward Ho, de Beckett en 1983 y 1997).
Esas limitaciones deben ser incorporadas a las condiciones epistemológicas para el conocimiento científico del acontecimiento teatral. Lo primero es hacerse cargo, porque de lo contrario, para poder controlar lo incontrolable, se lo transforma en un supuesto texto (inexistente como construcción final en el acontecimiento) de límites precisos, cognoscible, mensurable, predicable, sobre el que se puede aplicar un conocimiento exhaustivo y sistemático. El acontecimiento teatral es más que texto, y el texto que incluye es abierto, incapturable en su multiplicidad, híbrido, de límites imprecisos. El acontecimiento es reducido a texto por la voluntad desesperada del optimismo teórico de la Semiótica (sin duda por su resistencia a adecuarse al teatro). En Teatrología, entonces, hay que mirar de frente el objeto de estudio y hacer duelo frente a la pérdida, sin el placebo semiótico que sugiere engañosamente que estudiando el texto conservado o construido se comprende cabalmente el acontecimiento teatral. Hacer duelo implica asumir la muerte de la cultura viviente, el teatro perdido; aceptar que se puede conocer sólo aquello que realmente se puede conocer y tratar de pensar de la forma más inteligente lo que no puede ser conocido (“fracasar mejor”). Esa actitud proveerá sin duda una forma de conocimiento más ajustada, más realista respecto de la singularidad teatral. En términos de conocimiento científico, y retomando las referencias a Ricardo Piglia y Javier Daulte en Filosofía del Teatro III (cf. Dubatti, 2014: “Introducción” y parágrafos 2 y 28), se trata más bien de descubrir, observar y enunciar con una actitud realista lo que acontece en el acontecimiento más que de inventar un texto inexistente.
En este sentido, el teatrólogo vive haciendo duelo: el sentimiento y la conciencia de pérdida irremisible forman parte de las condiciones epistemológicas del conocimiento del teatro, tanto para el artista y el espectador como para el científico. Estudiamos un objeto irremediablemente perdido: el teatro como acontecimiento. Ya no podremos volver a él sino a través de mediaciones incompletas que no son el acontecimiento y que por su cristalización traicionan su entidad efímera. El teatro, como ha señalado Ricardo Bartís, verticaliza la experiencia de la muerte. Por supuesto no hay una única forma de relacionarse con la muerte: habrá tantas como concepciones de teatro en el plano micropoético y en el de la poética abstracta (Dubatti, 2014: parágrafo 6). Cada base epistemológica implica una forma diferente de resolver la relación del teatro con la muerte. Pero la muerte no se puede ignorar, porque es constitutiva de la dimensión de acontecimiento viviente. Y aquí surge una diferencia raigal entre la Semiótica y la Filosofía del Teatro. La Semiótica realiza, en el sentido freudiano, “trabajo de duelo” (Freud, 1979), y logra sustituir un objeto perdido (el acontecimiento) por otro objeto (el constructo de análisis sígnico), realiza en esa sustitución una compensación, logra olvidar la pérdida del acontecimiento a través de la ilusión de conservación de un objeto hecho de signos (los textos de la palabra, o de la palabra-imagen-sonido fijados en soportes in vitro que pueden ser conservados, o del análisis construido). La Semiótica, como la literatura y el cine, creen que logran vencer a la muerte, o al menos reparar el dolor que produce la muerte. Por el contrario, la Filosofía del Teatro, como el psicoanalista Jean Allouch (2006), cuestiona esta ilusión: no puede haber olvido del duelo, ni sustitución, porque la pérdida del acontecimiento se realiza sin compensación alguna, es pérdida “a secas” (Allouch, 2006: 9). Ileana Diéguez, en Cuerpos sin duelo, analiza la teoría de Allouch y sintetiza:
El duelo, en opinión de Allouch, no puede ser reducido a un trabajo. Sumándose a la crítica realizada por Philippe Ariès, según la cual ‘Duelo y melancolía’ prolonga una versión romántica del duelo, Allouch pone en duda el poder sustitutivo del nuevo objeto que hará olvidar el ‘objeto perdido’ [...] Y pone como ejemplo de esa no sustituibilidad la resolución de Antígona –citada por Lacan en sus seminarios de mayo y junio de 1960– negándose al reemplazo del objeto de su amor y de su dolor (Diéguez, 2013: 176).
La Filosofía del Teatro propone entonces no generar ilusiones de sustitución ni olvidar la pérdida del acontecimiento, asumir el duelo y hacer de la asunción de la pérdida una nueva potencia de conocimiento. Apropiándose de la teoría de Allouch sobre el duelo, podemos afirmar que la conciencia del teatrólogo respecto de la relación inseparable entre acontecimiento teatral, cultura viviente, muerte y pérdida, “se acompaña de una transformación de la relación con la muerte” (Allouch, 2006: 333) que, como afirma Diéguez, constituye “un acto que deja al deudo habitado por sus muertos” (Diéguez, 2013: 177). En términos ontológicos, tanto el teatro como el acto de duelo del teatrólogo son dos acontecimientos que no se libran de la muerte ni del dolor de la pérdida. Retomemos la palabra de Diéguez sobre el pensamiento de Allouch: “Esta noción de duelo que propone Allouch también está en deuda con Kenzaburo Oé [Agwil el monstruo de las nubes, de Dinos cómo sobrevivir a nuestra locura], para quien el duelo no es reemplazar al muerto sino cambiar su relación con él, sacrificando algo. El duelo es entonces como un acto –ya no un trabajo- que reconoce una pérdida sin compensación alguna, pues el duelo no es perder ‘un objeto’, sino ‘perder a alguien perdiendo un trozo de sí’ (Allouch, 2006: 401), en el sentido de que el muerto se va llevándose un pequeño trozo de los que siguen viviendo” (Diéguez, 2013: 177). La Semiótica logra olvidar, sustituye, reemplaza el acontecimiento teatral; la Filosofía del Teatro asume su pérdida como pérdida de un trozo de la propia relación con el mundo, de la propia existencia.
¿Tendrá que ver la singularidad del teatro de Buenos Aires, sus poéticas, la fuerza de sus convivios, la valoración del teatro como patrimonio, el clima teatral, con la aceptación de base de esa transformación de la relación con la muerte? Como decíamos al comienzo del presente artículo, el teatro de Postdictadura está poblado de muertos y de alguna manera la asistencia al convivio y la relación con el teatro como cultura viviente ayuda a asumir la experiencia del duelo y a transformar la relación con la muerte.
Sin duda, es este núcleo, la transformación de la relación con la muerte, una de las razones de la potencia del teatro en la Argentina, de la necesidad nacional del teatro, como alguna vez propusimos en diálogo con Santiago Sánchez Santarelli (2009). Como dice Postales argentinas y buena parte del teatro de Ricardo Bartís, la Argentina “ha muerto” en la dictadura, la mató la dictadura, ya no existe o al menos ya no podrá ser la misma, y el gran acto de ratificación ritual de nuestra existencia es la teatralidad desde el cuerpo viviente. Por eso la Argentina se transforma en una especie de laboratorio de teatralidad social en la Postdictadura: para sostener que mientras los cuerpos viven, seguimos viviendo, y a la vez sostener desde la relación cultura viviente-muerte el duelo por el país muerto. Es por eso, acaso, también, que hoy el país tiene un nuevo pensamiento teatrológico. La Argentina no está pensando el teatro como se piensa en Europa o en Estados Unidos, básicamente por una razón de peso: hemos adaptado el pensamiento teatral a las prácticas teatrales. Pensamiento cartografiado; cartografía radicante (cf. Dubatti, 2014: “Introducción” y especialmente parágrafo 20). El teatro asume la muerte de/en la Argentina, y de alguna manera la transforma en el acto del duelo. La Argentina renace en la autoafirmación de la cultura viviente, de allí el sentido raigal que constituye al convivio en acontecimiento político.
Bibliografía
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Vezzetti, Hugo, Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina. Buenos Aires: Siglo XXI Argentina, 2002.
Artículo presentado como conferencia en el VII Coloquio Internacional “Teoría Crítica y Marxismo Occidental. Marxismo y violencia”.
[1] Muchas veces hemos proyectado videos o analizado fotografías sobre espectáculos del pasado, y esos registros resultan insuficientes para dar cuenta de la excepcionalidad de los acontecimientos teatrales.
[2] Empleamos el término en esta acepción en nuestro
Filosofía del Teatro III (2014) en el capítulo “El artista-investigador...”.