La universidad es una institución muy compleja. Su existencia depende tanto del ansia humana por el conocimiento como de la necesidad de sistematizar las aplicaciones prácticas de ese conocimiento. La investigación requiere libertad; las aplicaciones, planificación. El equilibrio entre ambas y la interrelación entre las disciplinas, las profesiones, la cultura y la economía, implican decisiones políticas y ponen a prueba, enfrentándolos, los intereses de los diferentes sectores sociales.
De los múltiples enfoques posibles para encarar este tema elegiré dos que considero decisivos.
El primero es la definición de la educación superior como un derecho. Si todo ciudadano ha de tener la posibilidad de seguir estudios universitarios, no deberían existir otros obstáculos que los meramente académicos o vocacionales para poder hacerlo. Así lo señalan la UNESCO (2009) y la Declaración Universal de Derechos Humanos (Naciones Unidas, 1948). Una real igualdad de oportunidades, sin condicionantes económicos ni discriminación de ningún tipo, implica la mejora de todos los niveles previos de enseñanza, la reorientación de los medios masivos de comunicación, un sistema de acceso a la universidad que contemple las desigualdades culturales, económicas y geográficas, y un sistema de seguimiento de los estudios con becas suficientes en cantidad y monto y apoyo psicológico y pedagógico que facilite la finalización de las carreras. Por cierto, nada de esto sería posible sin solucionar también el tema presupuestario, con edificios, laboratorios y bibliotecas apropiados, y docentes concursados en cantidad suficiente, con sueldos dignos y mecanismos que aseguren su estabilidad laboral. Muchas de estas cuestiones exceden el ámbito universitario y forman parte del cúmulo de desafíos de los gobiernos y la sociedad en su conjunto y de la relación de fuerza entre las clases en cada momento histórico.
El segundo enfoque es buscar la repuesta a una pregunta clave: ¿Cuál es la función o la misión de la universidad y de los universitarios en la sociedad? ¿Cómo y con qué objetivos deben formarse los profesionales y los investigadores?
Veremos que las clases dominantes quieren universidades que sirvan a sus intereses, y sectores populares, estudiantiles y docentes resisten ese proyecto. Esta puja repite, con las características de la sociedad contemporánea, un enfrentamiento que ya se produjo en otros momentos de la historia y que acompaña los vaivenes de la lucha de clases.
¿Está asegurado en la Argentina el derecho a la educación superior?
En las últimas décadas, a las universidades públicas tradicionales, encabezadas por las gigantescas de Buenos Aires, Córdoba, La Plata y Rosario, se agregaron muchas más de carácter estatal, tanto en el conurbano bonaerense como en ciudades del interior, y numerosas universidades privadas.
Entre 2003 y 2011 se crearon nueve universidades, la matrícula total es de cerca de dos millones de estudiantes y la inversión educativa pasó del 3,86% al 6,4% del Producto Bruto Interno (PBI) (Ministerio de Educación, 2013).
También se avanzó en ciencia y tecnología, donde la inversión actual es del 1,65% del PBI, y el presupuesto del CONICET creció doce veces, con una fuerte participación de los investigadores en las universidades. También los salarios de los docentes aumentaron significativamente.
Según el ME, quedó atrás “la época en la que los ministros de economía mandaban a lavar los platos a los científicos e investigadores y la carpa blanca era el símbolo de la lucha de los docentes que defendían la educación pública”: la educación superior, la ciencia y la tecnología se transformaron en una política de Estado.
La visión de “la década ganada” es compartida por las autoridades de la CONEAU, que sostienen que esa comisión es “una pieza fundamental para mejorar la calidad de la educación superior” (CONEAU, 2012), considerando que evitó la proliferación de universidades privadas de baja calidad. De 118 proyectos evaluados sólo se aprobaron 18 nuevas universidades privadas.
Curiosamente, la CONEAU afirma que sostiene la calidad, “la gratuidad, el cogobierno, la autonomía y la libertad de cátedra” en las universidades, afirmación incongruente con la inclusión dentro de una misma política de las universidades públicas junto con las privadas, que cobran aranceles, no tienen cogobierno, sólo defienden la autonomía en función de sus intereses sectoriales y carecen en general de libertad de cátedra.
Pasadas ya varias décadas desde que la dictadura militar redujo la matrícula, el presupuesto y la calidad de los estudios superiores, y también de la desvalorización de la ciencia en la década del 90, los primeros años del siglo XXI han mostrado una recuperación notable en varios indicadores cuantitativos. Sin embargo, la mayor cantidad de estudiantes debe ser acompañada por un crecimiento cuantitativo y cualitativo de aulas, laboratorios y docentes. Esto es así en el caso de las universidades nuevas, pero en las más grandes, que concentran la mayor parte de la matrícula, los problemas no se han resuelto.
Las ampliaciones edilicias son escasas y, aunque las escalas salariales hayan sido incrementadas, los sueldos docentes siguen siendo bajos. Según el censo de 2004, en la UBA el 37% de los docentes (11.003) trabajaban ad honorem (UBA, 2004). En 2007 se remuneró a 3000 de ellos, pero el resto continúa en la misma situación y no hay datos estadísticos actualizados.
Donde se crearon las universidades nuevas se posibilitó el ingreso de sectores sociales con escasa tradición universitaria, pero la mayoría de los jóvenes a nivel nacional encuentran muchas dificultades para acceder a los estudios y para completarlos, no solo por los déficits educativos sino fundamentalmente por los económicos y sociales: la pobreza que sigue existiendo, la falta de trabajo, el déficit de vivienda y el escaso estímulo cultural. El derecho a la educación pública, por lo tanto, no puede ejercerse plena y masivamente. Mientras tanto, la mayoría de las universidades privadas son aranceladas, limitativas y orientadas a la formación de una élite vinculada al poder económico y político.
¿Cuál es hoy la función social de las universidades argentinas?
Veamos lo que tienen en común: la legislación que las rige y cómo se aplica.
La Ley de Educación Superior fue sancionada en 1995 durante el gobierno de Carlos Menem (LES, 1995). En el Congreso Nacional se elaboraron algunos proyectos de reforma, pero ninguno progresó. Hoy rige esa ley exactamente igual que en la discursivamente repudiada década del 90.
La génesis de este instrumento legal del neoliberalismo es muy ilustrativa para nuestro intento de comprender al servicio de qué y de quiénes están hoy las universidades.
En mayo de 1994, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (BIRF), uno de los cinco integrantes del grupo del Banco Mundial (BM), fijó como criterios centrales para los llamados “países en desarrollo” favorecer las universidades privadas, diversificar las fuentes de financiamiento de las públicas, redefinir sus relaciones con el gobierno y establecer nuevos criterios de calidad y equidad (BIRF, 1994). Dio como ejemplo a Chile, cuyo sistema de educación superior es uno de los más limitativos y caros del mundo.
En un segundo documento, esta vez sobre nuestro país, el Banco Mundial estableció las condiciones para otorgar un préstamo por 165 millones de dólares para financiar la Secretaría de Políticas Universitarias del Ministerio de Educación, crear y mantener la Comisión Nacional de Evaluación y Acreditación Universitaria (CONEAU) y el Fondo de Mejoramiento de la Calidad (FOMEC) (World Bank, 1995).
Un mes después, el Congreso Nacional aprobó la LES y creó la CONEAU, aplicando la política impuesta por el BM y recibiendo el préstamo, que desde luego debió ser devuelto con los correspondientes intereses.
Las universidades privadas existen en la Argentina desde 1958, pero la nueva ley las incluyó en una normativa común con las nacionales. El Consejo de Universidades, que coordina el sistema, está integrado por siete representantes de las universidades nacionales, siete de las privadas y siete de los Consejos Regionales, que integran las universidades estatales y privadas de cada región, más un representante del Consejo Federal de Educación. En la CONEAU, las universidades privadas tienen una representación menor que las estatales, pero tienen voto en la evaluación y acreditación de todas las instituciones de educación superior.
La LES contempla para las universidades estatales la generación de recursos adicionales mediante venta de servicios, subsidios, contribuciones y cobro de aranceles, incluso para los estudios de grado (art. 59 c). Hasta ahora sólo se cobran aranceles en los cursos de posgrado, fondos que ingresan a los llamados recursos adicionales o “propios”, lo mismo que los obtenidos por la gran cantidad de acuerdos de diverso tipo con empresas privadas.
La entrada en vigencia de la LES, que orienta las universidades hacia las necesidades del mercado, provocó grandes resistencias, debido a la tradición democrática de los estudiantes y docentes argentinos, que desde principios del siglo XX defendieron su carácter público y autónomo, complementado, a partir de 1949, con la gratuidad de la enseñanza.
En las dos primeras décadas del siglo XXI, aunque con altibajos y con cierta debilidad, esta resistencia se mantuvo. Como en toda la sociedad, en las universidades también se manifiesta la lucha entre las clases sociales y sus expresiones ideológicas. De un lado el interés de la burguesía por modelar las universidades de acuerdo con sus intereses; del otro los sectores que postulan un cambio para reorientarlas hacia las necesidades populares.
Para comprender mejor este conflicto repasaré brevemente la historia de la universidad en el mundo, pues es una institución que mantuvo sus características básicas a lo largo de etapas históricas muy diferentes, y que ha sido la arena de un enfrentamiento que se reitera hasta nuestros días.
De los teólogos medievales a los Masters of Business Administration
En los últimos siglos de la Edad Media, las universidades eran controladas por la Iglesia Católica, para asegurar el poder del Papado y de los señores feudales.
La facultad más importante era la de teología, que permitía dominar ideológica y espiritualmente a los siervos. Le seguía en importancia la de derecho, que aseguraba el control político del Imperio, los reinos y los feudos. La de medicina, por último, permitía controlar, al nivel de las posibilidades de la época, la salud del clero, de la nobleza y de los recaudadores de impuestos. Las disciplinas prácticas se enseñaban en una facultad llamada “de artes”, considerada de menor jerarquía que las otras tres
[1].
Tuvo que producirse un cambio muy grande en la sociedad para que este esquema se modificara. Los viajes de descubrimiento, al auge del comercio y el crecimiento de las ciudades acompañaron el nacimiento del capitalismo, y con él aparecieron nuevas corrientes de pensamiento, presentes dentro mismo de las universidades, hasta llegar a la Revolución Científica en los siglos XVI y XVII, que modificó la forma de ver el mundo, y a la conmoción social de la Revolución Francesa de 1789.
Otro momento clave, que permite ver la relación estructural entre universidad y sociedad, se produjo a principios del siglo XIX. Las burguesías europeas en ascenso crearon por un lado escuelas profesionales, para cubrir las necesidades acuciantes de los nuevos estados, como en Francia, y por el otro, universidades dedicadas a la investigación, cuyo ejemplo arquetípico es la Universidad de Berlín.
Estos dos modelos se combinaron a lo largo del siglo XIX, cubriendo con diversos matices las necesidades de las clases dominantes, hasta adquirir sus máximas expresiones en las universidades de la época imperialista, a fin del siglo XIX y comienzo del XX, y vinculándose en Estados Unidos cada vez más con las empresas que se apropiaban paulatinamente de la economía mundial.
Sin embargo, el capitalismo en ascenso nunca pudo imponer de manera absoluta sus modelos universitarios ni utilizarlos sin contradicciones para sustentar su dominio. En el siglo XIX se produjeron en Europa varias revoluciones democráticas, donde los estudiantes jugaron un papel protagónico, estimulados por la rebeldía y la crítica propias de los estudios superiores. En nuestro país, los estudiantes cordobeses de la Reforma de 1918 fueron una expresión de este fenómeno recurrente.
Después de la Segunda Guerra Mundial el escenario cambió. Transformado EE UU en la gran potencia mundial, aumentó su poderío militar y político y se afianzó el dominio de las multinacionales y del capital financiero. Luego, caída la URSS, la llamada “globalización” borró fronteras también en el terreno cultural e invadió las universidades con sus criterios mercantilistas. El modelo de universidad norteamericano se fue imponiendo paulatinamente en todo el mundo, con un formato empresarial: dirigidas por administradores cuyo principal objetivo es obtener fondos privados, las universidades orientaron sus planes de estudio y sus temas de investigación para ajustarse a las necesidades de las grandes empresas. Esto incluyó la equiparación de títulos para generar un “mercado” internacional de graduados con la misma movilidad que los capitales, que se desplazan de una a otra inversión sin reconocer fronteras, en busca de mayores ganancias.
Este nuevo modelo, la universidad empresarial, fue convalidado cuando la Organización Mundial del Comercio incluyó en el GATS a la educación superior como un bien transable, o sea una mercancía sujeta a las “leyes” del mercado (Rüegg, 2011).
El modelo empresarial llegó plenamente a la Argentina a través de algunas universidades privadas, con escuelas de negocios donde se cursan los llamados Masters of Business Administration (MBA), que forman profesionales con salida laboral directa en las multinacionales, las grandes empresas de capital nacional, bancos y otros puestos de trabajo en el corazón del capitalismo, o se forman abogados, ingenieros y médicos que sostienen el aparato jurídico, técnico y sanitario de las clases dominantes.
La LES define y establece los mismos fines para las universidades públicas y privadas (arts. 26 y 27). Esto y la política que fija para sus fuentes de financiamiento y sus relaciones con las empresas muestran que se intenta imponer el criterio mercantilista a todo el sistema universitario.
Sin embargo, la tradición democrática, autónoma y científica de las universidades públicas permite resistir su conversión total al nuevo modelo, reproduciendo el conflicto ocurrido en otros momentos clave de la historia.
Más allá de la didáctica: una enseñanza para el mercado
El mayor vínculo que tienen las universidades con la sociedad son sus miles de graduados que egresan anualmente. Ellos se insertan en los organismos de gobierno, en las empresas, en los estudios jurídicos y contables, en los hospitales, en los consultorios, en los institutos de investigación, en la docencia de todos los niveles, en los medios de comunicación y en tantos otros puestos de alta responsabilidad laboral.
Por lo tanto, la pregunta clave es cómo y para qué han sido formados esos graduados. Qué se les ha enseñado a lo largo de sus carreras, qué tipo de personalidad se ha tratado de construir, con qué idea egresan de las aulas sobre la función que deberán cumplir en la sociedad.
En la mayoría de las carreras profesionales predomina el método memorístico, la autoridad del docente y de los textos canónicos. La enseñanza se restringe a la disciplina específica e incluye pocos contenidos sociológicos, históricos o éticos, que deberían ser la base de su formación humana. El objetivo, en cambio, es obtener un diploma habilitante para ejercer las profesiones liberales o las nuevas especialidades, muchas veces ligadas al mundo de la publicidad o el marketing.
Esto coincide con la expectativa de muchos estudiantes, urgidos por la necesidad de conseguir trabajos bien remunerados y que se supone otorgarán prestigio y privilegios sociales.
En las carreras orientadas a la investigación hay muy pocos contenidos interdisciplinarios, que son necesarios tanto en las ciencias exactas y naturales como en las sociales y humanas, para evitar la falsa dicotomía que existe entre ambas y favorecer en todos los casos un enfoque más global.
En algunos casos se renovaron equilibradamente los métodos pedagógicos. En otros hubo intentos innovadores que acentuaron excesivamente los criterios deliberativos o teóricos, con poca relación con la práctica profesional o científica.
Criticando la falta de enfoque social en las universidades argentinas, Risieri Frondizi (2005), sostenía que “Una universidad puede formar profesionales excelentes, aunque socialmente inútiles”. Pero agregaba que “A su vez, el fervor social no basta por sí solo; la ayuda tiene que estar respaldada por efectiva competencia técnica”.
El médico debe tener un conocimiento profundo sobre las enfermedades, pero ver también al ser humano que está detrás de esos síntomas, con problemas económicos o psicológicos que pueden ser la causa de sus males físicos. Una formación completa le posibilitaría también comprender que con un sistema de salud pública como el nuestro difícilmente se solucionen las enfermedades endémicas ni las condiciones de vida de buena parte de la población del país. La medicina privada de alta complejidad está al alcance sólo de los sectores más privilegiados. ¿No se parece esto al papel de los médicos medievales, que mantenían sanos sólo a los nobles, los sacerdotes y los recaudadores de impuestos?
Algo similar ocurre con los abogados, donde las contingencias prácticas de la profesión los obligan a complejas formalidades de procedimientos o a trabajar como mano de obra calificada en estudios de la burguesía, bancos o empresas, alejados de su función central, la defensa de la justicia, que requiere una visión global de los problemas sociales, temas que deberían formar parte esencial de su formación universitaria.
Arquitectos, ingenieros, diseñadores gráficos, psicólogos, sociólogos, farmacéuticos y muchos otros profesionales también son formados para aprender solo lo necesario para ejercer su título en un mercado laboral condicionado por el funcionamiento del sistema capitalista. Y la tendencia actual lleva a que también las carreras orientadas a la investigación se deslicen hacia una deformación similar.
Es lo que piden el Banco Mundial, la OMC y nuestra LES: universidades que produzcan profesionales útiles a las empresas y que se sometan a las llamadas leyes del mercado. En la última década, sectores docentes y estudiantiles intentaron modificar esta situación, como veremos más adelante, pero los intentos fueron débiles y consiguieron resultados parciales.
Investigación: ¿con los cánones del Primer Mundo?
Un hecho destacado de esta década es la creación en 2007 del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación Productiva (MINCyT). En el plan divulgado en 2012 (MINCyT, 2012), se plantean objetivos a mediano plazo y se mencionan numerosos proyectos en los que las universidades juegan un papel destacado. La mayoría de los investigadores, especialmente en el área de las ciencias exactas, naturales y biomédicas, muestran satisfacción por este impulso del gobierno a su tarea.
Sin embargo, en lugar de proponer centralmente políticas ejecutadas por los organismos del Estado, el plan fomenta los acuerdos entre universidades e instituciones de investigación estatales por un lado y empresas privadas por el otro. Y no sólo se trata de PYMES sino también de grandes empresas, como Glaxo-SmithKline (MINCyT, 2012), la segunda multinacional de la industria farmacéutica a escala mundial y que cuenta en su haber con varios escándalos por fraudes y prácticas médicas reñidas con la ética (BBC, 2012; The Guardian, 2013).
Dice el Plan que el objetivo es insertar a nuestro país en “el mundo”, sosteniendo que esta política producirá “desarrollo económico con inclusión social”, pero las prioridades que establece no son las necesidades más acuciantes de nuestra sociedad, como salud pública, vivienda, alimentación y sanidad ambiental, sino la nanotecnología, la biotecnología y las tecnologías de la información y la comunicación, disciplinas de punta que también son prioritarias en los países del Primer Mundo.
Coherentemente con esta política, junto a la sede del MINCyT funciona el Instituto de Investigación en Biomedicina de Buenos Aires (IBioBA), perteneciente al CONICET y “Partner de la Sociedad Max Planck”. Esta institución alemana es una de las de mayor prestigio científico del mundo, pero está directamente vinculada con grandes empresas transnacionales, como Siemens, BASF, Bayer, Volkswagen, Boehringer Ingelheim y otras, cuyos representantes integran sus organismos directivos (Max Planck Society, 2013).
En las universidades públicas también penetran estos criterios de vinculación directa con empresas privadas, que han modificado la mentalidad predominante entre la mayoría de los investigadores (Naidorf, 2009).
Los principios reformistas de autonomía y misión social de la universidad llevaron a que se estableciera en 1964 que “los proyectos de investigación que desarrolle la universidad no deben depender de subsidios u otra clase de ayuda externa” (UBA, Resolución 2011/64, citada por J. Naidorf, 2009). Sin embargo, las dictaduras militares y los gobiernos posteriores surgidos de elecciones facilitaron cada vez más los acuerdos con empresas, incluso con participación de los investigadores en los beneficios comerciales de su trabajo (Resolución 787/90 para la UBA; ley 23.877 de 1990 a nivel nacional; citadas por J. Naidorf, 2009).
Esta tendencia se acentuó en los últimos años, a pesar del discurso oficial. Además de las “incubadoras de empresas”
[2] aumentaron los acuerdos y contratos con sectores privados de diverso nivel, incluidos los más poderosos. También proliferan los auspicios institucionales de importantes laboratorios, editoriales y otras empresas, como se puede comprobar con solo recorrer las instalaciones de facultades como Ciencias Económicas, Derecho, Medicina, Farmacia y Bioquímica o Agronomía de la UBA.
El proyecto del gobierno en ciencia y tecnología apunta a fortalecer una supuesta “sociedad del conocimiento”, pero las prioridades fijadas favorecen a los grupos económicos con tecnología de punta, generalmente multinacionales, con los cuales las PYMEs difícilmente pueden competir (Gómez, 2012). Sectores que no requieren tecnología tan avanzada, como los ferrocarriles o la energía, de indudable importancia social, no son considerados prioritarios. Tampoco la producción pública de medicamentos u otras necesidades primarias postergadas.
¿No deberían las universidades orientarse a resolver ese otro tipo de prioridades?
Un proyecto positivo es el plan “La universidad con YPF”, lanzado por el Ministerio de Educación luego de que el gobierno desplazara a Repsol de la petrolera argentina (ME, 2012). Ese plan, que estimula las investigaciones que apunten al autoabastecimiento petrolífero, está en sus comienzos, y deberá esperarse un tiempo para comprobar sus resultados, que podrían potenciarse con los de YPF Tecnología (Y-Tec), creada en diciembre de 2012 entre el CONICET e YPF (Y-Tec, 2012). Estos planes públicos coexisten, sin embargo, con los acuerdos de la petrolera estatal con inversores privados, entre ellos la multinacional Chevron, que arrojan dudas sobre las intenciones reales del gobierno en cuanto a la soberanía energética.
¿Es posible otro futuro para las universidades argentinas?
El modelo de universidad empresarial que predomina en todo el mundo parece estar imponiéndose también en la Argentina, aunque la tradición reformista lo resiste.
Entre los docentes hubo movilizaciones salariales y laborales y también varios debates sobre pedagogía y política universitaria. Quizá los máximos ejemplos de esto último fueron el Primer Congreso Internacional de Pedagogía Universitaria, organizado por la Secretaría de Asuntos Académicos de la UBA en 2009, que reunió 2000 docentes e investigadores argentinos y latinoamericanos (UBA, 2009), y los encuentros sobre “La universidad como objeto de investigación”, que debaten cada cuatro años temas pedagógicos, históricos y políticos.
Las universidades públicas incluyen espacios de debate y crítica, aunque las iniciativas transformadoras son minoritarias y débiles, predominando un cierto conformismo entre la mayoría de los docentes y graduados. Las autoridades universitarias tampoco han implementado la mayoría de los cambios recomendados en esos eventos. La libertad académica y de debate, por otro lado, está limitada cuando se invaden ciertas esferas de poder o de intereses económicos regidos por criterios corporativos o de acuerdos interpersonales dentro de los claustros docentes.
La fuerza más dinámica para impulsar los cambios es, sin duda, el movimiento estudiantil.
Existe un sector que participa del proyecto empresarial y otro, pasivo, que es funcional al statu quo. Pero la gran mayoría de los estudiantes está dispersa y disconforme, porque no encuentra en las agrupaciones políticas más activas respuestas satisfactorias para sus problemas. Entre la enorme cantidad de tendencias y frentes, se destaca la izquierda tradicional, que ganó fuerza el último año y plantea críticas frontales y agitativas. Por su parte, la izquierda independiente propone además proyectos alternativos a corto o mediano plazo, que configuran en conjunto una perspectiva más viable. En este último caso, destacamos algunos encuentros nacionales de gran concurrencia, como el ENEOB (Encuentro Nacional de Estudiantes de Organizaciones de Base), reiterados ya por quinto año consecutivo.
Sin embargo, aún teniendo fuerte peso electoral, las asambleas y movilizaciones encabezadas por estas agrupaciones y frentes suelen lograr solo el apoyo de un número reducido de estudiantes, por lo cual el problema de ampliar su influencia pasa a tener gran importancia y no ha sido aún resuelto.
El desafío pendiente es encontrar la forma de imponer en la agenda de debate colectivo el papel que las universidades y los universitarios deben jugar frente a los grandes problemas sociales. De la comprensión de los conflictos que esta cuestión produce, y no al revés, surge la necesidad de reformar los organismos de gobierno, con claustro único docente, participación de no docentes y una mayor representación estudiantil, como recursos necesarios para posibilitar un cambio de modelo universitario.
En síntesis, en los primeros años del siglo XXI hubo en nuestro país algunos avances formales en educación y ciencia, pero se acentuó la tendencia hacia el modelo de universidad empresarial.
La oposición a este modelo comienza por rescatar la responsabilidad indelegable del Estado sobre la educación, pues las instituciones privadas no deberían tener derecho a otorgar títulos habilitantes y a incidir sobre las políticas educativas nacionales.
Así como se modificaron los modelos universitarios al final de la Edad Media o luego de las revoluciones democráticas de los siglos XVIII, XIX y XX, las fuerzas críticas y creativas que existen hoy en las instituciones educativas públicas, acompañadas por el resto de las luchas populares, podrían cambiar la orientación de los estudios y la mentalidad de los graduados. El objetivo es que la universidad deje de producir mano de obra calificada para el lucro capitalista, y se oriente a la satisfacción plena de los derechos humanos, comenzando por salud, alimentación, vivienda, educación y transporte.
Sería otro modelo de universidad, nuevo y complejo pero posible. Alcanzarlo requerirá que las fuerzas que propugnan este cambio se fortalezcan, superando sus debilidades actuales.
Bibliografía
BBC News US and Canada (2/7/2012), http://www.bbc.co.uk/news/world-us-canada-18673220
BIRF, La enseñanza superior. Las lecciones derivadas de la experiencia, Washington DC: Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento, 1994 (traducido al español en 1995).
CONEAU, La CONEAU y el sistema universitario argentino, Memoria 1996 – 2011, Buenos Aires: CONEAU, 2012.
Frondizi, Risieri, La universidad en un mundo de tensiones. Buenos Aires: Eudeba, 2005.
Gómez, Sebastián, “El modelo de acumulación post 2001 y la orientación de la política de ciencia y tecnología gubernamental (2003 – 2010) como marco de las actuales condiciones de producción intelectual en las universidades públicas (Argentina)”, en Judith Naidorf y R. Pérez Mora (coord.), Las condiciones de producción intelectual de los académicos en Argentina, Brasil y México. Buenos Aires: Miño y Dávila, 2012.
LES, 1995, Ley de Educación Superior N° 24.521, 1995.
ME, Resolución 142 SPU, 16/7/2012.
MINCyT, Plan Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación Argentina Innovadora 2020, Lineamientos estratégicos 2012 – 2015”. Buenos Aires, MINCyT, 2012.
Naciones Unidas, Declaración Universal de los Derechos Humanos, 1948.
Naidorf, Judith, Los cambios en la cultura académica de la universidad pública. Buenos Aires: Eudeba, 2009.
Rüegg, Walter (ed.), A history of the university in Europe. Cambridge: Cambridge University Press; Vol. 1, 1992; Vol. 2, 1996; Vol. 3, 2004; Vol. 4, 2011.
The Guardian, Londres, 19/7/2013 y 23/10/2013.
UBA, Censo Docente 2004.
UBA, Primer Congreso Internacional de Pedagogía Universitaria, Libro de resúmenes. Buenos Aires: Eudeba, 2009.
UNESCO, Comunicado final, Conferencia Mundial de Educación Superior, Paris, 2009.
World Bank, “Staff Appraisal Report. Argentina, Higher Education Reform Project”, 1995.
[1] El esquema de este apartado se basa en
A History of the University in Europe (Rüegg, 1992, 1996, 2004, 2011), que describe la historia social de las universidades europeas, difundidas en todo el mundo.
[2] Algunas universidades públicas disponen de dependencias especiales para ayudar a los graduados a crear empresas, apoyándolos económica, edilicia y académicamente.