El 2 de septiembre de 2012 se anunció el comienzo de diálogos entre el Estado colombiano y la insurgencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), con miras a alcanzar un "Acuerdo General para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. Los puntos definidos para la negociación incluyen: a) la política de desarrollo rural del país; b) garantías para la participación política; c) fin del conflicto armado; d) solución al problema de drogas ilícitas; e) resarcimiento de las víctimas y f) mecanismos de verificación, implementación y verificación de los eventuales acuerdos de paz.
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La apertura de los diálogos ha despertado variadas reacciones, las cuales oscilan entre el rechazo exacerbado y visceral que promueven los personeros de la extrema derecha, quienes sostienen que este ciclo de negociaciones es una concesión al terrorismo, hasta la sobrevaloración por fuerzas políticas de izquierda respecto a los alcances que pueda tener la firma de un acuerdo de paz. En esta polaridad resulta importante analizar el momento político en el que se genera este proceso de negociación, así como las realidades que demarcan el escenario político colombiano para reconocer los límites y los problemas sociales, políticos e institucionales cuya resolución no depende automáticamente de la firma de un cese del conflicto en su expresión armada. Algunas preguntas podrían formularse frente a este punto: ¿la firma de un acuerdo de paz garantiza el desmonte de los mecanismos de guerra y de la carrera armamentista desarrollada durante la última década por las clases dominantes de Colombia?; ¿los cambios jurídicos e institucionales estarán acompasados con la garantías de participación para las fuerzas de izquierda en el régimen político colombiano?; ¿la recuperación de la retórica del Estado de Derecho se cristalizará en hechos reales de sujeción del poder político a las reglas de juego de la legalidad?
El estado de la guerra y la injerencia de los Estados Unidos
El dialogo entre el Estado colombiano y la insurgencia de las FARC se debe analizar a la luz de la situación actual de la guerra, un hecho en torno al cual existen especulaciones de tipo propagandístico que pese a su efectismo político no permiten comprender la complejidad de la confrontación armada en Colombia. Desde hace diez años, por ejemplo, voceros e ideólogos del establecimiento vienen asegurando que el fin del conflicto se acerca por el triunfo militar del Estado y que los mismos diálogos de La Habana habrían detenido su empuje.
Sin embargo, una cosa es la propaganda y otra es la realidad si se tiene en cuenta que en Colombia se desarrolla una guerra irregular que no puede ser juzgada con los mismos parámetros de un conflicto convencional. En un tipo de guerra de esta naturaleza no cuenta simplemente las disparidades en hombres, armas y equipos entre las partes, y es necesario valorar aspectos como la capacidad de reorganización de los bandos en contienda. Así, pese a que el Ejército colombiano sumando todas sus fuerzas alcanza la cifra de 500 mil miembros -lo que lo convierte en uno de los quince ejércitos más grandes del mundo- no ha podido derrotar a las fuerzas insurgentes, cuyos miembros sumados llegarían, según las mismas cifras oficiales, a unos 15 mil. A eso debe agregársele que en los últimos doce años el gasto militar en Colombia alcanzó la cifra de 100 mil millones de dólares, por concepto del Plan Colombia, otras “ayudas” de Estados Unidos e inversión propia, el cual se ha invertido en mantener la tropa, comprar armas, sofisticados equipos, aviones, helicópteros, y alimentar una creciente burocracia militar y civil ligada al aparato de guerra.
Resulta revelador que, pese a los continuos anuncios sobre el fin del conflicto por el triunfo militar del Estado, la insurgencia haya asimilado los golpes recibidos y se acopló a una forma de guerra de guerrillas clásica, caracterizada por la disminución en el tamaño de las unidades, mayor movilidad, cambios en sus formas de comunicación, ataques sorpresas y uso de francotiradores. Esto significa un cambio en la táctica militar con respecto al tipo de guerra que llevaron a cabo en la década de 1990, que se caracterizó por grandes concentraciones de tropa que atacaban a los batallones del Ejército, a los cuales les propinaron grandes golpes. Esto ha cambiado, básicamente por el poder de fuego aéreo del Ejército, lo cual no indica que la guerra haya terminado, ni que se vislumbre, en términos estrictamente militares, que vaya a finalizar en corto tiempo. El mismo Juan Manuel Santos ha reconocido que si este proceso de dialogo fracasa la guerra se extendería por otras décadas.
Partiendo de este presupuesto, miembros del Estado, de las Fuerzas Armadas y diversos ideólogos del régimen afirman que la presión de las tropas y los golpes propinados a la insurgencia, la obligaron a sentarse a dialogar. Esto es lo que afirmaban representantes del estamento militar como Fredy Padilla de León, quien fuera Comandante de las Fuerzas Armadas entre 2006 y 2010 y se hiciera famoso por la reiterada afirmación de que Colombia estaba a las puertas del “fin del fin”, es decir, cerca de la victoria militar. Ahora, esta misma persona cuando se presenta como candidato al Senado señala que ve muy difícil la derrota militar de las FARC, pero que existe un “proceso mediante el cual se le debilita en todos los órdenes, principalmente en el político, desde el punto de vista del apoyo de la población y del orden internacional”, con lo cual se le obliga a dialogar.
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Dicha afirmación es emblemática por su procedencia, puesto que desde el 2002 se aseguraba por boca de los militares y áulicos del régimen de Álvaro Uribe Vélez que a las FARC se le acabaría en cosa de semanas o de meses y por eso se justificaba la concentración de los recursos del Estado en la agenda de la guerra, lo que no ha dado los frutos esperados por el establecimiento. Y esto por una simple razón: en una guerra irregular de larga data como la que soportamos, no puede considerarse definitiva una fase como la que hoy se vive, en la cual en teoría el Estado tiene la iniciativa pues no pueden dejarse de lado los costos económicos y políticos. ¿Durante cuántos años puede mantenerse el gasto anual del Estado colombiano en el terreno militar, a niveles cercanos al 6% del PIB? ¿Cuánto tiempo puede sostenerse la solvencia fiscal del Estado para mantener una nómina salarial de medio millón de personas, así como el dinero para pagar las pensiones y los lisiados en la guerra? Adicionalmente, habría que preguntarse ¿se va a mantener el mismo nivel de “ayuda” de los Estados Unidos, que inyectaron millones de dólares a la lucha contrainsurgente en los últimos años?
Al considerar estos aspectos, puede afirmarse que el Estado, tras confirmar en forma sucesiva que no puede imponerse en el terreno militar, se ha visto obligado a dialogar, y lo hace lleno de ambigüedades, porque siempre le apostó a la derrota de la insurgencia. Por esta razón, uno de los puntos álgidos de la actual negociación de la paz es acerca si lo que se debate es una desmovilización de la insurgencia o un conjunto de reformas para la sociedad colombiana. Con esto se evidencia que en las actuales circunstancias ninguna de las dos partes puede imponerse militarmente, y por eso se plantea una necesaria solución política al conflicto, que no solamente es armado sino social.
Ahora bien, la prolongación del conflicto se ha convertido en un negocio rentable para importantes sectores de las Fuerzas Armadas y diversas fracciones de las clases dominantes, que obtienen fabulosas ganancias con la compra de armas y material de guerra, así como con la corrupción asociada. Esto explica que la extrema derecha colombiana esté fuertemente ligada al estamento militar que, además, ha sido formado en la contrainsurgencia, el anticomunismo y la Doctrina de Seguridad Nacional, y por lo mismo, no renuncia a atizar el odio, a sabotear los diálogos, con la perspectiva de que estos se rompan como en otras ocasiones.
Por otra parte, Estados Unidos desempeña un papel central en la guerra interna de Colombia, como lo ratifican dos informaciones recientes: la existencia de un programa secreto e ilegal de 9.000 mil millones de dólares, por fuera del Plan Colombia, con la finalidad de asesinar a los altos mandos de la insurgencia y ese plan opera bajo el control directo de la CIA y otros organismos de los Estados Unidos; la participación directa de la CIA en la implementación del espionaje interno y externo que se efectúa en y desde Colombia, como mecanismo ilegal de inteligencia
[3]. Esta participación directa del imperialismo estadounidense tiene la finalidad de asegurar el control de una zona geopolíticamente vital, tanto por su privilegiada posición geográfica, como por sus reservas de bienes naturales, incluyendo agua y biodiversidad. Por eso, tras la “colaboración militar” se dibuja la instalación de decenas de bases militares en territorio colombiano, la firma de un Tratado de Libre Comercio con los Estados Unidos, el establecimiento de la Alianza del Pacífico, y el activo papel de los gobiernos colombianos en el saboteo de la Revolución Bolivariana, como se demuestra con las frecuentes incursiones de paramilitares desde este territorio.
El discurso de la legalidad y el aparente cese de la retórica de la guerra
Uno de los fracasos más estrepitosos de las élites colombianas ha sido la implementación de una estrategia de guerra sin fin que no derrotó a la insurgencia armada y propició el aislamiento político y económico del país en la región. El Estado colombiano ocupa un lugar preponderante como aliado del poder estadounidense en Sudamérica, lo cual implica la recepción de cuantiosos recursos económicos en el marco del Plan Colombia que, bajo la retórica de la lucha antidrogas, se constituyó en el principal motor del armamentismo, garantía de la presencia militar estadounidense en tierras sudamericanas y de sus proyectos de desestabilización de los gobiernos progresistas que emergían en el continente. Los resultados de la “guerra integral contra el terrorismo”, y del gobierno de la seguridad (anti)democrática hacia finales del gobierno de Uribe Vélez eran elocuentes. En efecto, los incesantes señalamientos hacia los gobiernos vecinos como supuestos aliados de la insurgencia, así como las recurrentes operaciones militares en territorios fronterizos desencadenaron la ruptura de las relaciones diplomáticas del Estado Colombiano con Ecuador, Venezuela y Nicaragua. En el mismo sentido, la violación de Derechos Humanos por el Estado colombiano determinaban que los Tratados de Libre Comercio con Estados Unidos y la Unión Europea se encontraran en un punto muerto ante las presiones de sindicatos y organizaciones de Derechos Humanos, que ponían de presente la crisis humanitaria por la que transitaba la sociedad colombiana.
En este escenario, las opciones del gobierno de Juan Manuel Santos se reducían a profundizar la “guerra preventiva” y la “lucha contra el terrorismo” o a procurar el restablecimiento de las relaciones políticas, institucionales y económicas, no solo con los países de la región, sino con sus aliados del Norte, Estados Unidos, Canadá y La Unión Europea. Un viraje en la forma de administrar estas tensiones, pasaba por una intensiva campaña de reconquista del discurso de legalidad, del Estado de Derecho y de la suspensión del discurso de guerra y de confrontación militar hacia los países de la región. No resulta fortuito que uno de los primeros pasos de la administración de Santos haya sido el restablecimiento del clima institucional con el Gobierno del Hugo Chávez, quien durante un lustro había señalado los riesgos de la guerra interna en Colombia para los nuevos proyectos políticos de Sudamérica y la necesidad de construir un bloque regional que potenciara la desactivación de ese conflicto armado. En esa dirección, no es casual que el Estado venezolano participe en el grupo de países observadores y garantes de los actuales diálogos de paz. Aunada a esta agenda diplomática, frente a las sistemáticas y graves violaciones de los Derechos Humanos protagonizadas por agentes estatales, el gobierno actual hizo lobby ante el Sistema de Naciones Unidas con el ánimo de granjearse su respaldo para promocionar una agenda legislativa orientada formalmente a “garantizar los derechos de las víctimas del conflicto armado interno”.
El discurso institucional de la paz y la seudodemocracia colombiana
Un sector de las élites colombianas representado por el gobernante de turno ha apropiado el discurso de los Derechos Humanos, de la reparación de las víctimas y de la paz como uno de los pilares sobre los cuales se sustenta su modelo de gobernabilidad. Durante su gobierno se ha desarrollado una labor legislativa que incluye una Ley de Víctimas y de Restitución de Tierras, así como reformas orientadas a institucionalizar un “Marco Jurídico para la Paz” que abriría la puerta a posteriores reformas legislativas para un período de “postconflicto”. Si la retórica de la paz y el discurso de los Derechos Humanos son recursos centrales en la táctica política de un sector de las clases dominantes en Colombia, también es cierto que, mientras se desarrollan los diálogos entre el gobierno y las FARC, se expresa una tendencia de larga duración en los regímenes políticos latinoamericanos en la que conviven discursos políticos y jurídicos garantistas con sistemas políticos cerrados, en los que por las propias vías de derecho y de hecho se cercenan las posibilidades de participación política y de ejercicio de una democracia real. Esta tendencia cobra terrenalidad porque, pese a las “reformas institucionales”, las elites colombianas le dan un tratamiento militar a los conflictos sociales y políticos y preservan una estructura política excluyente y cerrada para las voces disidentes y los movimientos sociales y populares. Y al mismo tiempo se han negado a acordar un cese bilateral de fuego con la insurgencia y siguen bombardeando campamentos guerrilleros y adelantando planes con los Estados Unidos para mantener la guerra interna e incluso prepararse para librar una posible guerra contra Venezuela y Nicaragua, como se acaba de revelar en un documento secreto del Ministerio de Defensa que se filtró a la prensa.
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Entre las particularidades del contexto de la paz se puede señalar, en primer lugar, la ambigüedad del gobierno que al tiempo que “promueve” la retórica de la paz, le confiere un tratamiento policivo y militar a los conflictos sociales. De tal suerte, no cesa la violencia oficial contra los movimientos sociales, populares, campesinos e indígenas, que a lo largo del país se enfrentan a la reprimarización de la economía y al despojo que generan los proyectos agroindustriales y minero energéticos. El peor ejemplo de esta tendencia se muestra con la brutal represión del paro agrario que se desarrolló en el mes de agosto de 2013, cuando organizaciones y movimientos campesinos protagonizaron más de doscientas movilizaciones en distintos puntos de la geografía nacional, como forma de oponerse a los tratados de libre comercio firmados por el Estado Colombiano. El saldo de la represión estatal ascendió a 12 campesinos asesinados, decenas de heridos y 830 detenidos. Ante esto, vale preguntarse: ¿Es consistente el discurso de la paz con la represión de la movilización popular?; ¿De qué manera la agenda de la paz se verá reflejada en un tratamiento diferente de los conflictos que signan la realidad colombiana?
En segundo lugar, el contexto político en el que se adelantan los diálogos está signado por la presencia de los poderes mafiosos en el seno de las instituciones estatales. Aunque el discurso de la justicia transicional y de tránsito hacia el postconflicto sugiere en su formalidad que el Estado debe tomar las medidas necesarias para la recuperación de la confianza en las instituciones, es evidente que la clases dominantes han acudido y alimentado las alianzas con los poderes del narcoparamilitarismo para reforzar los límites de la participación en el sistema político y no se vislumbran señales que apunten a sanear los poderes públicos. No hay que olvidar que, a comienzos del actual gobierno, al menos 250 dirigentes que ocupaban cargos públicos, que pertenecen a las fuerzas políticas del bloque dominante, eran investigados por sus pactos con los grupos narcoparamilitares
[5]. Por ello, se suscitan algunos interrogantes con respecto a las garantías de participación política, un aspecto central en los debates acerca de la paz: ¿Cuáles son las condiciones reales que permitan el ejercicio de la diferencia política tanto en el contexto nacional, como en el nivel local?; ¿Cómo redundarán los acuerdos de paz en el establecimiento de condiciones para ejercer las libertades democráticas?
Este aspecto es relevante porque la exclusión política es uno de los factores que ha alimentado el conflicto armado interno y ha imposibilitado que, desde la arena institucional, se promuevan transformaciones en aspectos tan sensibles como la propiedad rural y el ordenamiento territorial, en los cuales se expresan las desigualdades estructurales de la sociedad colombiana. El régimen de exclusión política se sustenta en la articulación de estrategias, tales como la corrupción del sistema electoral, el exterminio físico de las fuerzas políticas opositoras, la consolidación de redes clientelares en torno a barones electorales, y la consolidación de las alianzas entre las familias políticas tradicionales y el poder narcoparamilitar, situación que se torna particularmente sensible a nivel regional. Estas realidades impactan no sólo en las condiciones de participación en instancias electorales, sino en la reproducción de dinámicas de acumulación por desposesión, en virtud de las cuales se consolida la estructura latifundista y ganadera en el campo colombiano y se concentra aún más la tierra en fracciones de las clases dominantes ligadas a la agroindustria, explotación de minerales y apropiación de la biodiversidad y de los bienes naturales. Vale destacar que instituciones como el PNUD han reconocido que factores como la exclusión política y la inamovilidad de las estructuras de poder redundan en la consolidación de un orden rural excluyente que hacen de Colombia uno de los países más desiguales del mundo en materia de acceso a la tierra, con un índice de Gini de 0,87.
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Perspectivas
La conquista de una paz sostenible para la sociedad colombiana y la desactivación de un conflicto armado que cuenta con profundos impactos en las regiones pasa por la firma de unos acuerdos de paz, pero, más importante, por la realización de profundas transformaciones en la arena política e institucional para superar la militarización de los conflictos sociales y políticos, el cierre de los canales de participación política y las dinámicas de despojo que perpetúan la violencia como mecanismo de desposesión de las poblaciones, campesinas, indígenas, afrodescendientes y de las comunidades urbanas populares.
La superación del conflicto armado en Colombia debe ser considerada como un punto en la agenda de los escenarios multilaterales y de integración regional en el entendido que durante más de cuatro décadas ha representado la puerta de entrada del proyecto militar estadounidense a la región, como se evidencia en el Plan Colombia y en la instalación de bases militares de Estados Unidos en suelo colombiano. En un continente en el que los movimientos indígenas, campesinos y populares que se oponen al poder del capital transnacional, claman por una superación definitiva del coloniaje, el saqueo y pillaje promovido por los poderes imperialistas, la desmilitarización de la región es una demanda ineludible para salvaguardar los proyectos políticos que pretenden recuperar la soberanía para los pueblos de nuestra América.
Las tentativas golpistas en Venezuela y Ecuador, el espionaje a los gobiernos progresistas de la región y la guerra mediática de las grandes corporaciones de (des)información, demuestran cuan vivaces son los apetitos intervencionistas del imperialismo y la persistencia de la lógica de guerra fría, para la cual son cruciales los países enclaves en América del Sur. Por esta razón, la participación de los países de Sudamérica implica la observación, el seguimiento a lo que acontece en Colombia, así como el respaldo a las propuestas de los movimientos sociales y populares que aspiran a construir una paz que contribuya al desmonte de los mecanismos de injerencia imperialista en la región. Cabe resaltar que una de las consecuencia más nefastas -fruto de la hostilidad de los gobiernos colombianos hacia los procesos políticos alternativos de América Latina- ha sido el aislamiento de las fuerzas sociales y políticas populares de Colombia con respecto a los procesos de organización, movilización e incidencia política por la independencia, la soberanía y la autodeterminación de la región sudamericana.
En consonancia con lo anterior, importantes sectores de los movimientos sociales y populares en Colombia demandan una participación activa en la construcción de la paz, de tal suerte que sus voces sean incorporadas en un debate que debe convocar a las mayorías tradicionalmente excluidas en los escenarios políticos nacionales. Pese a los rigores del conflicto armado y en particular a la represión estatal de los sectores alternativos, las organizaciones populares promueven un universo de propuestas por la recuperación de la memoria Histórica, la construcción de paz desde espacios locales, exigiendo el respeto de los proyectos de vida comunitarios y las apuestas políticas que han sido silenciadas por la guerra. En este caso, el acompañamiento, observación y seguimiento por parte de gobiernos alternativos así como de los movimientos populares latinoamericanos es fundamental para que las promesas de apertura de las estructuras políticas, el respeto a la vida de quienes ejercen opciones políticas disidentes y la participación efectiva en los espacios políticos públicos no resulten meras declaraciones de papel y se cristalicen en canales reales, efectivos y decisorios en los que se debatan las propuestas para la superación de las determinantes estructurales de la guerra en Colombia.
Para estas expresiones del movimiento popular, estas acciones resultan más que necesarias si se toma en consideración la experiencia histórica colombiana en la cual, los momentos posteriores a las negociaciones y acuerdos de paz se han caracterizado por ciclos intensos de hostigamiento y persecución de las fuerzas políticas de oposición. Esta realidad encuentra una dura constatación en el genocidio político del que fue víctima la Unión Patriótica después de 1985, que soportó el asesinato de 5000 militantes políticos
[7]. Una apuesta de paz sostenible y duradera supone que estos hechos no queden condenados al olvido y de una acción renovada, creativa de las fuerzas sociales y populares del continente para que no se repita este pasado de dolor y se dé un salto adelante en la conquista de una sociedad democrática en Colombia.
2.”Es muy difícil llegar a la derrota militar de las FARC”. Disponible en http://www.elespectador.com/noticias/politica/muy-dificil-llegar-derrotamilitar-de-farc-articulo-476748.
4. Ver al respecto: Los secretos de la agenda de MinDefensa en EE.UU. Disponible en http://www.semana.com/nacion/articulo/los-secretos-de-la-visita-de-juan-carlos-pinzon-ee-uu/378689-3.