Resumen
El rechazo de la organicidad y la centralización política constituyó una nota característica de la militancia política en la revuelta popular de 2001. Algunas corrientes marxianas en boga durante este ciclo (Holloway, Negri) tendieron a identificar la crítica del capital con la crítica de la representación política como tal. Bajo estas miradas se ha tendido a negar la construcción de cualquier institucionalidad relativamente coagulada en formas de articulación orgánicas, donde las determinaciones de conjunto de la unidad política tuvieran carácter vinculante para las partes.
En este trabajo nos proponemos mostrar que ciertas críticas a la representación política y la organicidad obturan el desarrollo consistente y sólido de una práctica prefigurativa del socialismo, en la medida en que no pueden tramitar la conflictividad humana como dimensión no eliminable de cualquier forma de organización social. Ofreceré una reflexión gestada desde la militancia en el Frente Popular Darío Santillán, intentando proponer una visión del poder popular y la democracia de base que no caiga en el vano utopismo que reniega de todo poder. Desarrollaré, pues, una interrogación por el rol del conflicto y la representación políticos en el desarrollo del poder popular, tratando de romper con las visiones horizontalistas extremas que intentan presentarse como única alternativa a las degeneraciones burocráticas de la izquierda vanguardista.
Introducción
El espacio político al que pertenecemos es heredero del ciclo de luchas cuyo epicentro fueron las jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, pero no podemos tramitar esa herencia sin atender las reformulaciones exigidas por la proyección política desplegada en los últimos más de 10 años. La revuelta popular de 2001 estuvo signada por la emergencia de formas de asociativismo espontáneo donde muchas veces las definiciones políticas quedaban en segundo plano. Primaba entonces la tendencia a reunirse sin importar las procedencias u orientaciones políticas previas, en marcos de coordinación inorgánicos a menudo también desideologizados. El rechazo de la organicidad y la centralización política constituyó una nota característica de la militancia política de la etapa. Algunas corrientes marxianas en boga durante este ciclo (Holloway, Negri) tendieron a la vez a identificar la crítica del capital con la crítica de toda representación política. Bajo estas miradas se negó la construcción de cualquier institucionalidad relativamente coagulada en formas de articulación orgánicas, donde las determinaciones de conjunto de la unidad política tuvieran carácter vinculante para las partes.
Hoy nos enfrentamos a una doble tarea. Por un lado, el legado del 2001 argentino constituye la más potente y característica de las notas constitutivas de una nueva izquierda a la que pertenecemos. Este legado se actualiza en la apuesta antiburocrática por la participación directa del pueblo trabajador en la toma de decisiones. El rechazo del dirigismo vanguardista y la práctica de la democracia de base son características persistentes de la nueva izquierda. Sin embargo, la fidelidad a la herencia de la democracia de base no implica una negativa ciega a abordar los problemas del poder y la representación política. Los propios movimientos populares argentinos recuperaron el concepto de poder popular para precisar estas reformulaciones. La idea de poder popular conserva la irrenunciable apuesta por la democracia de base pero la articula hacia formas orgánicas de unidad política. La vindicación del poder popular sintetiza el rechazo de la burocratización dirigencial y la superación de la improcedencia política del horizontalismo radical.
En este trabajo me propongo mostrar que ciertas críticas a la representación política y la organicidad obturan el desarrollo consistente y sólido de una práctica prefigurativa del socialismo, en la medida en que no pueden tramitar la conflictividad humana como dimensión no eliminable de cualquier forma de organización social. Sobre esta base, también intentaré proponer una visión del poder popular que no caiga en el vano utopismo que reniega de todo poder. Esto llevará a una interrogación en torno al rol del conflicto en las prácticas de prefiguración del socialismo.
Críticas a la representación política
La nueva izquierda practica una concepción de la democracia de base que se diferencia tanto del verticalismo burocrático como del horizontalismo radical. Sin embargo, a menudo se confunden democracia de base y horizontalidad, lo que nos obliga a volver sobre el concepto de poder popular y precisar los puntos de ruptura con las propuestas anticapitalistas que reniegan de la organicidad política como tal. Nos detendremos en especial en la tesis de Negri y Hardt sobre la “multitud” como sujeto político del cambio social. También dedicaremos cierta atención al pensamiento de Holloway.
John Holloway (2002, 2011), formado en el marxismo abierto, nos insta a “cambiar el mundo sin tomar el poder”. A su criterio, la lucha anticapitalista es un “flujo” constante que tiende a verse interrumpido por cualquier coagulación institucional, se dé o no en el Estado. Holloway propugna una institucionalización mínima o nula de la lucha anticapitalista y reniega, por lo tanto, de toda institucionalización centralizada de la lucha contra el capitalismo.
De modo parecido, Negri y Hardt, en Imperio (2002) y Multitud (2004) diagnostican la pérdida de eficacia de los Estados nacionales por el desarrollo de un único “Imperio” global de carácter supranacional que forzaría una mutación profunda de la idea moderna de la soberanía. Frente a este Imperio se alzaría la heteróclita multitud, fuerza colectiva que no se somete a la operación de reducción de la diferencia a la identidad subyacente en la constitución de todo pueblo unitario. Se supone que la multitud sería capaz de “producir lo común” de una manera “monstruosa” que evitaría toda reducción de lo múltiple a lo uno, pero aún así no crearía “el caos y el desorden social” (Hardt y Negri, 2004. 232).
¿Cómo podría la inorganicidad de la multitud o del flujo del hacer producir lo común, si no prevé ninguna instancia decisora central capaz de imponerse a las partes del cuerpo político? El proyecto inmanentista supone la posibilidad de desarrollar la unidad política a partir de la acción independiente y no centralizada de los particulares. Intentaremos delimitar las implicancias de este proyecto inorgánico contrastándolo con algunas precisiones conceptuales sobre la idea de representación.
Hablamos de representación política como correlato de la organicidad, que exige la toma de decisiones en forma centralizada por la instancia representativa, sea individual o colegiada. La organicidad política siempre supone cierto grado de reducción de la diferencia a la identidad, es decir, cierta subordinación de los particulares a una unidad relativamente trascendente. La representación es, pues, la instancia en que todas las partes de un colectivo aceptan someterse unitariamente a una decisión o determinación común. La toma de decisiones de carácter vinculante para los grupos particulares vertebra el concepto de representación. La representación no se identifica necesariamente con la delegación de la toma de decisiones en una persona física. Representación es en cambio la operación constitutiva de un conglomerado humano que acepta actuar orgánicamente. Lo que diferencia a la representación democrática de la inorganicidad es fundamentalmente que en este último caso los particulares (individuos o subgrupos) conservan la independencia para actuar fuera de marcos acordados de conjunto.
La multitud de Hardt y Negri, como el “flujo del hacer” de Holloway, apuntan a una producción de lo común no mediada por la lógica de la representación. Las partes de la multitud, por caso, no están aisladas en la medida en que mantienen entre sí una serie de vínculos siempre cambiantes. Sin embargo, su unidad no les viene dada por un universal trascendente, de modo que su “politicidad” no exige instancias vinculantes de decisión. La unidad se gesta inmanentemente en forma de red, mediante relaciones horizontales entre las partes y sin subordinación a una instancia superior “trascendente”. Lo común se diferencia por lo tanto de “lo mismo”. Las partes de la multitud existen en común por la serie de vasos comunicantes que se trazan entre ellas horizontalmente sin que ninguna instancia central (y por ende “jerárquica”) las conmine a “hacer lo mismo”. Lo común se identifica con los lazos móviles y horizontales entre partes y no con la toma de decisiones vinculantes desde una instancia central (incluso si esa instancia central fuera “democrática”, asamblearia, etc.). En los cursos de Deleuze, la imagen de la manada provee una noción de esta producción horizontal de una existencia en común que no apela a la unidad “trascendente” de la representación política:
En la manada cada uno se guía por su compañero, y al mismo tiempo, las posiciones varían permanentemente. Las posiciones varían todo el tiempo y cada uno se define a través de las distancias entre los miembros de la manada, distancias que son constantemente variables e indescomponibles. Esto es lo que hace que la manada y sus miembros estén siempre repartidos sobre un contorno. (DELEUZE, 2005: 171).
Este juego de distancias continuamente variables e indescomponibles entre las partes supone un específico régimen de producción de lo común donde no hay aislamiento de cada particular pero tampoco centralización en términos de representación. A continuación voy a reseñar algunas críticas “clásicas” a este tipo de planteos. Luego plantearé las que considero son las “nuevas” críticas a la crítica de la representación, lo que permitirá abrir algunas preguntas en torno a la prefiguración del socialismo en la construcción de poder popular.
La crítica de Lenin a los comunistas de izquierda
La escasa proyección política de los planteos inorganicistas que reseñamos arriba es manifiesta. Es común que, cuando las distintas corrientes de izquierdas se enfrentan a la necesidad de diferenciarse de las vertientes horizontalistas extremas, lo hagan en términos instrumentales. Las críticas instrumentales al horizontalismo tienen un modelo clásico en la discusión de Lenin con el “izquierdismo" como “enfermedad infantil del comunismo” (si bien esta discusión, obviamente, no se da en los mismos términos en la actualidad). Lenin sostiene una disputa contra las la oposición “izquierdista” a todo “compromiso” con los legados estructurales del capitalismo. Defiende la necesidad de que los revolucionarios participen tanto en parlamentos como en sindicatos “reaccionarios”. La intervención parlamentaria no puede dirimirse en términos de principio: no se puede decidir en general si participar en las elecciones o negarse a participar en ellas, sino que es preciso contemplar las situaciones específicas en cada caso:
La conclusión es clara: rechazar los compromisos «en principio», negar la legitimidad de todo compromiso en general, es una puerilidad que es difícil tomar en serio. Un hombre político que quiera ser útil al proletariado revolucionario, debe saber distinguir los casos concretos de compromiso que son precisamente inadmisibles, que son una expresión de oportunismo y de traición. (LENIN, 1975: 14).
La aceptación de algunos “compromisos” con las formas de sociabilidad heredadas del capitalismo responde a la concepción del socialismo como fase transicional hacia el comunismo. El proletariado que alcanzó el poder del Estado mediante el partido se encuentra con la burguesía expropiada de los medios de producción, pero sin que ello implique inmediatamente la supresión de todos los trazos históricos, objetivos y subjetivos, del capitalismo.
El argumento general a favor de los “compromisos” con algunas marcas persistentes del capitalismo en la fase de transición tiene implicancias para la discusión de las formas de organización. En el debate con la “oposición de principio” alemana Lenin defiende la necesidad de una dirección de partido centralizada y no necesariamente controlada democráticamente. Los comunistas de izquierda planteaban la pregunta: “¿dictadura del partido o bien dictadura de la clase” (LENIN, 1975: 29). Con esto querían señalar que los partidos comunistas tendían a una centralización desmedida de la toma de decisiones en las direcciones en detrimento de los órganos democráticos de participación directa (consejos obreros, soviets, etc.). Lenin les responde que las necesidades de la lucha contra la burguesía, en particular la necesidad de combinar acciones legales e ilegales, forzaron al partido bolchevique a asumir procedimientos de centralización política “«poco cómodos», «no democráticos»” (LENIN, 1975: 31).
Lenin no parece ser menos “anti-estatalista” que Negri o Holloway en términos de la idea del comunismo. En
El estado y la revolución sostiene claramente que los procedimientos de centralización estatal son necesarios únicamente en sociedades de clase. Podríamos suponer que todos estos autores comparten que la representación política, por la que la sociedad se reduplica proyectando una instancia representativa, es un producto específico de las sociedades de clases antes que una necesidad general de toda coexistencia humana.
[1] Sólo que las tareas inmediatas de los revolucionarios, para Lenin, no radican en la construcción “aquí y ahora” del comunismo sino en el despliegue de una larga fase transicional y preparatoria. “Negar, desde el punto de vista comunista, la necesidad del partido, es dar un salto desde la víspera de la quiebra del capitalismo (en Alemania), no hasta la fase inferior o media, sino hasta la fase superior” (LENIN, 1975: 32). Dado que “Las clases han quedado y subsistirán en todas partes durante años después de la conquista del poder” (LENIN, 1975: 33); en lo inmediato se necesita organizar un partido con métodos no democráticos de toma de decisiones, que desarrolle las tareas de la transición.
Las críticas instrumentales al horizontalismo radical (para las que Lenin constituye, podríamos decir, un precedente paradigmático) no rompen con la idea de que la más genuina prefiguración del comunismo implicaría abandonar toda forma de representación. Se supone, en otras palabras, que comunismo y poder (el poder supuesto en cualquier unidad representativa) son contrapuestos radicalmente. Pero, como parece improbable que se pueda ganar la batalla contra el capital sin ningún tipo de construcción orgánica, se acepta la necesidad de hacer algunas concesiones. Este razonamiento es doblemente peligroso. Primero, presupone un horizonte utópico desmedido (el comunismo como sociedad inmediatamente armónica, no necesitada de mediaciones político-representativas). Segundo, introduce la semilla del burocratismo al aceptar consideraciones instrumentales profundamente contrarias a los objetivos estratégicos, consideraciones que sería preciso contrapesar con reaseguros antiburocráticos. Parece que enfrentamos una dicotomía trágica: o bien nos damos aquí y ahora prácticas prefigurativas de la sociabilidad emancipada que aspiramos a construir, cayendo en la inoperancia política; o bien construimos un partido no-democrático pero eficaz para la lucha contra la burguesía. Para romper esta dicotomía de hierro presentaré una reflexión sobre la necesidad prefigurativa (y no sólo transicional) de la representación política.
Poder popular
Desde una incipiente nueva izquierda argentina y latinoamericana concebimos el poder popular como medio y fin fundamental de la lucha revolucionaria. El poder popular se construye a partir del protagonismo directo de los oprimidos en la toma de decisiones. Constituye la principal directriz para la lucha contra las formas de dominación de la sociedad capitalista, así como el objetivo estratégico de esa lucha. Como medio de lucha y lógica organizativa, supone que el antagonismo contra el capital debe articularse, aquí y ahora, a partir de la prefiguración del socialismo. Esto implica que no alcanzaremos una sociedad sin clases organizándonos en lo inmediato con prácticas burocráticas y verticalistas sino que los medios de lucha deben ya contener los gérmenes del fin perseguido. A la vez, el poder popular es la finalidad estratégica de la lucha por el socialismo, concebido como un orden social sin clases donde los propósitos y formas de la vida humana sean definidos democrática y colectivamente. En la sociedad capitalista, el poder popular se constituye a partir de un conjunto de núcleos de antagonismo hacia las relaciones de producción y dominación vigentes. De cara a la construcción del socialismo, el poder popular aparece como promesa de una sociedad capaz de autodeterminarse. A esta correspondencia entre medios y fines en la construcción del poder popular la llamamos socialismo desde abajo.
La democracia de base implica para nosotros que el poder se ejercita a partir de instancias asamblearias. Esto no es necesariamente incompatible con la formación de cuadros militantes o incluso referentes y dirigentes políticos. Se trata en cambio de disponer las articulaciones orgánicas y medidas contrarrestantes que eviten la conversión de los referentes en una casta burocrática autonomizada. Esto implica cruzar permanentemente compañeros más formados y referenciados con compañeros menos formados o que empiezan a tomar tareas orgánicas. También supone, evidentemente, que todo militante de la organización debe respetar los acuerdos orgánicos refrendados en asamblea, sin que una dirigencia especializada pueda digitar por sí los destinos de todo el conjunto.
La apuesta por el poder popular y el socialismo desde abajo tomó vigor a partir del ciclo de luchas que pusieron fin al neoliberalismo pero debe comprenderse en el marco de un balance histórico del desempeño de la izquierda en el siglo XX. Los desafíos que el presente propone al pensamiento y la acción socialistas son muy grandes. El proyecto de la emancipación del capitalismo sale maltrecho del fin de siglo, con la derrota o degeneración burocrática de la mayoría de las experiencias socialistas. Esto nos exige un serio esfuerzo de reconstrucción (y parcial reinvención) de nuestra estrategia política. Por un lado, desde la caída de la Unión Soviética el capitalismo acabó por expandirse finalmente al conjunto del globo, configurando un vigoroso régimen de dominación histórico-mundial. Por otro lado, parece que la revolución socialista fracasó incluso donde triunfó. Los Estados erigidos bajo las banderas del socialismo no lograron configurar una alternativa durable y socialmente superadora frente al capitalismo. La descomunal concentración del poder en las cúpulas partidarias y los aparatos estatales llevó a esas experiencias por la senda del totalitarismo y la burocratización, lejos de la autodeterminación colectiva y la abolición de las clases sociales. Por otra parte, la socialdemocracia y el reformismo, que se proponían la paulatina introducción de mejoras progresivas en el régimen del capital; acabaron por integrarse como una variante suave de la explotación, claudicando en toda perspectiva emancipatoria.
Con ese balance histórico en mente, apostamos al socialismo desde abajo como una estrategia de cambio social basada en el compromiso y protagonismo inmediatos de los oprimidos en la lucha por liberarse. Rechazamos el dirigismo vanguardista que es semilla de la deformación autoritaria. Pero también descartamos de plano cualquier funcionalización de las organizaciones revolucionarias en la lógica oportunista de la socialdemocracia que, golpeada tras décadas de neoliberalismo, se limita a festejar cualquier mínima concesión de los dominadores como si fuera un salto revolucionario, olvidando toda aspiración programática al socialismo.
La construcción de nuevas formas de institucionalidad basadas en la democracia de base configura la principal directriz estratégica de esta nueva izquierda, a la que también podríamos llamar, de modo más preciso, “izquierda por el poder popular” o “por el socialismo desde abajo”. Lo órganos de poder popular y democracia de base son nuestro reaseguro estratégico que contra las deformaciones burocráticas o reformistas que han empantanado el proyecto emancipatorio y socialista a lo largo del siglo XX.
Con todo, no podemos conformarnos con caracterizar el poder popular en términos exclusivamente organizativos y procedimentales. Construir poder popular no es sólo realizar asambleas periódicamente y organizarse con criterios de democracia de base. El poder popular, junto con sus inclaudicables aspectos organizativos, supone también una finalidad política y social: la ampliación de los márgenes de intervención, articulación y dirección política de las clases subalternas en el conjunto de la sociedad. Tener prácticas genuinas de democracia de base que sólo referencien a una minoría de convencidos también refrenaría la construcción de poder popular. El poder de las clases subalternas necesita formas organizativas democráticas e independientes del Estado; pero no puede realizarse al margen de la incidencia concreta en los destinos de la sociedad como un todo. Así como no hay poder popular sin participación directa del pueblo en mecanismos de democracia de base; tampoco hay desarrollo de poder popular que no contemple la construcción de hegemonía de las clases subalternas.
[2]
Por esto hablamos de un doble carácter del poder popular: como conjunto de formas de autoorganización de los oprimidos en una institucionalidad original pero también como proyección del poder de la clase desposeída en el conjunto de la sociedad, como incremento de la capacidad de los de abajo para incidir en la realidad y apropiarse de trazos de la sociabilidad cada vez mayores. El poder popular, por lo tanto, no puede definirse en términos procedimentales sino que es un concepto político y social amplio que apunta a la ampliación general del poder de los sectores subalternos para incidir en el conjunto de la sociedad.
Críticas contemporáneas al horizontalismo radical
Entendemos que la apuesta por el “poder popular” supera sanamente la inorganicidad de los planteos horizontalistas. Para comprender la importancia de este concepto proponemos una discusión de los aspectos estratégicos, que hacen a la prefiguración del socialismo, antes que a las exigencias instrumentales de la lucha contra el capital. Intentaremos mostrar que planteos como el de Negri y Hardt no pueden dar cuenta de la inevitabilidad del conflicto entre los seres humanos, ni de la consecuente necesidad de instituir instancias decisoras centrales y orgánicas en cualquier sociedad posible, incluso en una hipotética sociedad sin clases. Michael Löwy, en su crítica a Holloway, da un buen ejemplo de lo que queremos decir:
Empecemos con un ejemplo muy simple: un grupo de diez personas se encuentran en un cuarto pequeño con una ventana pequeña para hablar sobre el libro de John Holloway. Algunos de ellos no son fumadores y otros sí lo son. Hay una discusión sobre si se debería permitir o no fumar, y hay desacuerdos. ¿Cómo resolverlos? Sólo existen tres soluciones: 1) La ley del más fuerte: algunas personas, que son más grandes o tienen un palo grande, imponen su poder sobre los demás. Por supuesto, esto no es lo que queremos... 2) Consenso: continuar con la discusión hasta que todos se pongan de acuerdo sobre la misma solución. Ésta es la situación ideal, pero no siempre funciona. 3) Todos se ponen de acuerdo en tener una votación y la mayoría decide si se permite o no fumar. La mayoría tiene poder sobre la minoría. No un poder absoluto: tiene límites y tiene que respetar a la dignidad de los demás. Pero, aún así, tiene poder sobre. Desde luego, la minoría puede siempre dejar el cuarto, pero ésta también será una forma de reconocer el poder de la mayoría. Puedes aplicar la misma lógica a todo tipo de comunidades humanas, incluidos los pueblos zapatistas. (HOLLOWAY y LÖWY 2002-2003, cursivas agregadas).
El argumento de Löwy señala el límite con que se encuentra todo intento de fundar una política no representativa o inorgánica. Ese límite es el conflicto, es decir, la instancia en que las aspiraciones recíprocas de las partes divergen y no puede hallarse una solución que satisfaga a todas. El ejemplo es interesante, además, porque el problema no surge por consideraciones técnicas ligadas al número de personas o la distancia geográfica. El conflicto puede darse en todo su vigor intensivo aún en grupos pequeños. Simplemente, las personas en un cuarto no pueden fumar y no fumar a la vez. Si se deja la situación librada a cada parte y se permite fumar a algunos, se obliga a otros a respirar el desagradable humo. Si se preserva a estos últimos, se prohíbe fumar a los otros. El conflicto presenta una lógica de “suma cero” o “sábana corta” donde no pueden ganar todos. Si unos obtienen lo que quieren, otros deben perderlo (o, siguiendo con la metáfora de la sábana, si uno consigue taparse, tiene destapar al otro). No resulta difícil acordar con Löwy en que es imposible imaginar una sociedad donde estas instancias conflictivas o de “suma cero” no se presenten. Estas situaciones exigen lógicamente el paso a instancias representativas (que deben ser democráticas, pero no por eso dejan de ser representativas) como única alternativa a la nuda fuerza.
El conflicto se estructura en una peculiar tensión entre identidad y diferencia. Cuando todos estamos de acuerdo, es manifiesto que no hay conflicto. Cuando no estamos de acuerdo pero es posible que cada uno haga lo que quiere, tampoco hay conflicto. El conflicto se distingue de la mera diferencia porque es una diferencia en torno a lo mismo, una no-coincidencia en lo común. Volviendo al ejemplo del grupo de estudios, si todos quisieran fumar no habría conflicto alguno, pero tampoco lo habría si la reunión se diera (por caso) mediante internet desde cuartos separados. El problema surge cuando algunos quieren fumar en un cuarto compartido con otros que no toleran el humo. La conflictividad es la emergencia de un diferendo en lo común o la puesta de lo común en cuestión. Esta diferencia en lo común no puede despacharse sin el tránsito traumático por la experiencia de una pérdida. Hay conflicto porque es imposible la satisfacción plena de todos, porque la coexistencia plural no se vive sin menoscabo. El conflicto atestigua la imposibilidad de convivir con otros sin deponer la autonomía total de cada parte, esto es, la necesidad de socializar una pérdida para existir en común.
El poder popular como concepción orientadora del pensamiento y la acción política de los oprimidos se diferencia de la negación de todo poder en las lógicas puramente horizontalistas. La organicidad política, implicada aún en la democracia de base, se alza sobre el hiato insalvable entre lo particular y lo universal. Ese hiato funda un concepto de lo común de mayor intensidad, que no remite a una mera red horizontal de articulaciones inmanentes y contingentes sino que incluye la toma de decisiones de conjunto, orgánicamente, en instancias centrales con primacía sobre los particulares. La construcción de poder popular supone siempre una vertebración política que no se agota en la proliferación de devenires o experimentaciones descentralizados.
El concepto de poder popular se monta sobre el carácter paradójico de la representación democrática. La representación democrática es paradojal porque evidencia que la sociedad no coincide consigo misma, que la estructuración política de la coexistencia humana excede la mera yuxtaposición de una multiplicidad de elementos, pero a la vez no se encarna en una persona física trascendente. Representación democrática es el acto por el cual el conjunto de un conglomerado humano delega la toma de decisiones en el propio conjunto. La sociedad se desdobla, se reduplica en la representación, componiendo su propia trascendencia. Cada uno acepta, entonces, el carácter vinculante de las decisiones tomadas de conjunto. En ello radica la delegación: las partes políticas deponen su autonomía a favor del conjunto. Sin embargo, esa delegación no se corporiza en un individuo que monopolice la toma de decisiones sino que el monopolio pertenece a todos (que ese “todos” se exprese en instancias de delegación mandatada y revocable o en instancias plenarias es una discusión secundaria de técnica organizativa). La representación democrática permite tramitar el conflicto en la medida en que asume el carácter no-idéntico, no-total de la sociedad, introduciendo esa no-coincidencia en cierta forma de institucionalidad.
Repensar el proyecto emancipador
Negar la organicidad política como un aspecto prefigurativo de las sociedades postcapitalistas es suponer la abolición de las clases sociales llevaría a suspender todo conflicto humano. Ello implica asumir que los hombres somos lo bastante dóciles o lo bastante parecidos como para ponernos siempre de acuerdo. Las implicancias totalitarias de esa presunción son manifiestas. Negarse a deponer la autonomía radical de cada parte (individuo o grupo) en favor del todo es negar el conflicto y por lo tanto la diferencia en sentido fuerte (como diferencia en torno a lo común y no mero particularismo atomístico).
Hay una lista de críticos del marxismo (Lefort, Rancière, Laclau) que sostienen que tras los sueños emancipatorios por una humanidad reconciliada se esconde una pesadilla totalitaria. Esos críticos sostienen que la pretensión marxiana de suprimir la representación política para lograr la realización plena del "ser genérico" humano o augurar la venida del proletariado revolucionario como "sujeto-objeto idéntico" de la historia encierra inherentemente la deriva totalitaria (que entonces no sería un desvarío casual, sino un mal intrínseco del proyecto emancipador). Esas críticas tienen un momento de verdad, si bien es preciso movilizarlas para la reformulación del proyecto socialista y no para la legitimación del capitalismo (como hacen los propios autores posmarxistas). La pesadilla totalitaria anida tanto en las dictaduras estatistas (que quieren suprimir todo resto de diferencia entre Estado y sociedad para construir un "Estado total") como en las utopías horizontalistas que reniegan de la representación política y la organicidad. El trasfondo totalitario de ambas concepciones se evidencia en su incapacidad para lidiar con el conflicto.
Lo anterior significa que necesitamos dejar de identificar la prefiguración del socialismo con la proyección de una sociedad sin conflictos, espontáneamente armónica. Asumir formas orgánicas de representación política es una necesidad para la construcción de prácticas prefigurativas estratégicamente más solventes, que puedan asumir la inexorabilidad del conflicto aún más allá de las sociedades de clase y su antagonismo característico. El marxismo ha confundido demasiado a menudo la crítica del capital con la crítica de la representación política sin más. A la vez, la defensa “instrumental” de la centralización política discute la pertinencia de los métodos democráticos para encarar la lucha contra el capital, sin ofrecer una reflexión sobre el problema del conflicto en una hipotética sociedad post-capitalista. Sin embargo, crítica del capital y crítica de la representación política pueden separarse. Mientras el capital articula un modo de producción históricamente determinado, guiado por el imperativo de reproducir la ganancia y sometido a una dinámica fetichista y ciega; la organicidad política tiene un alcance histórico sumamente amplio (existió antes del capitalismo y aventuramos que probablemente siga existiendo después). Esto se debe a que el nervio conflictivo de la sociedad humana es transhistórico: es imposible construir una sociedad donde los hombres no entren en diferendos en torno a su vida en común. Los antagonismos objetivos del capital, basados en el carácter contradictorio de la economía del plusvalor, tienen en cambio una factura histórica precisa, ligada a los últimos siglos de historia europea y mundial. La crítica al capital necesita dejar de orientarse por la promesa mítica de un más allá de la historia que absorba la mediación política en la inmanencia de lo social; para asumir la condición límite del conflicto humano como insuperable. En otras palabras, no podemos circunscribir el conflicto humano al antagonismo que desgarra las sociedades de clase. Éste último puede y debe ser abolido, no así el primero.
La propuesta emancipadora que aquí presentamos no apunta a la cancelación de lo político en una hipotética sociedad total ni comprende la mediación política como una forma de alienación del “ser genérico” absoluto. Por el contrario, la crítica del capital revela la naturaleza fundamentalmente “apolítica” de éste, en la medida en que su dinámica histórica ciega constriñe sistemáticamente a la toma de decisiones políticamente mediada de los colectivos humanos. La idea de una sociedad postcapitalista no se basa en la aspiración a construir una democracia absoluta que reabsorba lo político en lo social; sino en una radicalización política en todos los ámbitos de la vida social sometidos a la dinámica automática y ciega del capital.
Aventuramos, además, que cuando los movimientos populares argentinos “poder popular” (y no “anti-poder”) a sus prácticas prefigurativas del socialismo, sientan las bases para esta reformulación de la crítica marxiana que acepte la necesidad del poder, el conflicto y la representación política no sólo para la lucha contra el capital, sino también para la construcción de una sociedad emancipada. Esto permite precisar los contornos ideológicos de una nueva izquierda que pretende superar la dicotomía heredada entre dirigismo vanguardista y horizontalismo extremo.
Lo anterior nos lleva a repensar la idea misma de emancipación, más allá de los marcos trazados por Marx en La cuestión judía (“toda emancipación es la reducción del mundo humano, de las relaciones, al hombre mismo”, Marx, 2004: 31). La idea de emancipación que convidamos para el debate apunta a una profundización radical de la irresoluble interrogación democrática, que esté más allá del totalismo ciego de la lógica del capital, pero no más allá de la institución de las indispensables coagulaciones institucionales de la representación política.
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[1] El trasfondo de estos argumentos es desarrollado en
La cuestión judía (Marx, 2003). Marx sostiene que el Estado como unidad-trascendente de la coexistencia humana es un correlato estructural de la fragmentación en intereses egoístas en la sociedad civil. Este argumento lleva a creer que, superadas la propiedad privada y la sociedad de clases, la misma distinción entre la unidad política y la pluralidad de lo social debería perder sentido.
[2] Estas consideraciones llevan a matizar la crítica a Lenin planteada más arriba. En efecto, rechazar por principio toda consideración instrumental ligada a las necesidades de la lucha por el poder es un error. La propuesta del socialismo desde abajo y la democracia de base, entonces, exige (como condición mínima) que todo procedimiento de centralización que pueda acarrear los riesgos de una deriva no-democrática sea contrarrestado por “anticuerpos” definidos en cada caso particular. No se trata, pues, de construir un partido eficaz pero no democrático, ni un movimiento social democrático pero inoperante; sino de “combinar democracia con eficacia” evitando tanto la deriva burocrática como la parálisis.