Hernán Aliani
Usualmente el hipertexto es definido como una estructura textual que funciona como red, es decir no lineal o secuencial; es un texto que se multiplica, que se abre en otros textos. También usualmente el hipertexto es designado como menester de orden tecnológico, al ser asociado con los tiempos de la digitalización de la escritura y la Internet. La aparición de este neologismo abre un falso dilema: si el hipertexto modifica definitivamente la experiencia de la lectura, o si representa la adaptación al propio proceso común de asociación de ideas. Decimos falso dilema porque se dice toda tecnología en definitiva surge como adaptación a una “necesidad” previa. George Landow, en su investigación sobre el concepto de hipertexto, cita a Vannevar Bush quien en 1945 ya pensaba en un dispositivo para el manejo de la información que se amoldase “a la manera de trabajar de la mente”. La idea no solo incluía una ampliación de la memoria en la forma de asociar el material, sino también la posibilidad de realizar anotaciones y comentarios al mismo. Esto último es lo que sugiere la redefinición del concepto de lectura, que al volverse un proceso activo –de búsqueda, selección y anotación- ofrece una versatilidad no contemplada en la linealidad del libro clásico.
La cuestión entonces es pensar que no se ha desarrollado una nueva forma de lectura, sino que se ha puesto de manifiesto cómo siempre ha sido posible la misma. A tal punto de llegar a considerar que lo que ahora se muestra como hipertextualidad podría serle más natural al lenguaje que la misma linealidad. La idea es tomar a la hipertextualidad como una función de enlace de sentido, que va más allá de las disponibilidades tecnológicas.
La problemática en torno al sujeto sobre la cual se ha venido debatiendo desde hace más de un siglo, junto con esta especial situación histórica de redefiniciones sobre el lenguaje, nos abre paso a un nuevo tópico: el problema de la autoría. El tratamiento a dicho problema que pretendemos dar aquí no tiene que ver con fenómenos comunicacionales, sino específicamente con la producción y la condición de posibilidad de obras de arte en este contexto. ¿El hipertexto es el medio perfecto? ¿Es el medio maldito? ¿Es un final? ¿Final del arte? ¿Final del autor? Son trampas retóricas que queremos analizar.
Hipertexto y linealidad
A menudo leemos que la aparición del texto digital representa una revolución tecnológica comparable con el desarrollo del libro impreso. Pero resulta muy difícil determinar sobre qué punto debe hacerse la comparación, quizá porque aún no se termina de comprender los efectos de la última tecnología. Si la imprenta significó la concepción de la Literatura como hecho universal, la digitalización aparece o como la reafirmación de ese proceso de aculturación –en su carácter democratizador- o como la amenaza más directa a dicho proceso.
Aquellos que se entusiasman con las posibilidades que abre el hipertexto hacen hincapié en la revolución que significa el acceso casi ilimitado a las mismas lecturas, es decir, destacan aún aspectos que tienen que ver con la anterior revolución tecnológica. Los nuevos pedagogos se ven obligados a censurar las nuevas posibilidades que ofrece también esta revolución, a través de un compromiso ético y crítico de los contenidos fragmentados que ahora surgen. Se ven compelidos a imprimir linealidad en un medio que propicia lo opuesto. Todo lo que circula ahora está libre de la policía editorial e institucional, y la crítica a veces resulta superflua porque se realiza sobre contenidos que quizá nunca fueron pensados para este tipo de circulación, incluso muchos de ellos pueden ser definidos como contenidos “involuntarios”.
Al dejar de existir estos filtros –o al menos al dejar de ejercer una influencia decisiva- se producen dos tipos de revoluciones: sin el filtro editorial se accede de manera gratuita a contenidos rentables; y sin el filtro institucional se accede libremente a contenidos no educativos. Dos revoluciones de discutible valía (al encontrarse significante cantidad de detractores y apologistas en ambos casos) que, como hemos dicho, debilitan los efectos y la importancia de la crítica, o fuerzan a una reformulación de la misma. Si es imposible determinar los alcances de estos fenómenos de descentralización, ¿hacia dónde debe apuntar la crítica? ¿acaso debe cumplir ahora solo una función censora?
Pero antes de comprender esta cuestión de la descentralización debemos indagar un poco más sobre lo que entendemos por linealidad. Lo lineal aquí no es sinónimo de textual, más aún si hacemos la referencia obvia a la etimología del vocablo “texto”. Volver a darle a la textualidad el sentido de tejido o de red, convierte a la linealidad o a la lectura secuencial casi en una coacción cultural. Las unidades mínimas de sentido (lo que para J. Derrida sería el gram y para R. Barthes la lexía) pueden relacionarse de múltiples maneras, Landow entiende incluso que estas unidades pueden ser no verbales (visuales, sonoras, animadas, etc.), por lo tanto la linealidad que está puesta en cuestión tiene más que ver con la significación que da la cultura del libro antes que el hecho de la lectura secuencial misma. Además, el libro privilegia la asociación de palabras, no de signos, y menos aún de unidades mínimas de sentido (que sí privilegia el hipertexto). Más allá de esto, no se trata solo de la forma de abordaje del texto sino también de una cosmovisión específica. La modernidad por ejemplo, responde a un paradigma lineal de representación de los conocimientos y la información, basada principalmente en su idea de progreso. Esta idea naturalmente es producto de un desarrollo de una metafísica heredada, una metafísica occidental que representa la totalidad –o la centralidad- en la secuencia progresiva propia del libro. “Un todo es aquello que tiene principio, medio y fin” dice Aristóteles en La Poética, y cita Landow (2006: 218) para fundamentar esta fuerte herencia que liga totalidad con linealidad. Ahora bien, la novedad está en observar que sin este orden el sentido aún puede ser salvado; pero no porque el orden es superfluo, sino porque el enlace está dado en la lectura. Afirmamos, excediendo incluso las conclusiones de Landow, que el hipertexto no termina con la “narratividad” del libro, sino que pone evidencia la crisis en la relación autor-lector, deducible también como crisis de todo aquello que ofrece un sentido de antemano (crisis de la metafísica).
Derrida en De la gramatología en el capítulo “El fin del libro y el comienzo de la escritura” identifica a la metafísica occidental como logocéntrica. Esta le ofrece un lugar privilegiado al logos o razón en tanto pensamiento, y su privilegio consiste en portar el sentido previo a todo símbolo. Aristóteles al afirmar que “los sonidos emitidos por la voz son los símbolos de los estados del alma” establece una proximidad natural entre el alma y el logos, sin ser este último aún palabra escrita. El logocentrismo deviene fonocentrismo por esta proximidad entre el ser y la voz; el sujeto se afecta a sí mismo al oírse hablar, es testigo de la verdad que reside en su alma, es testigo de la “presencia” del sentido. La escritura de esta manera queda en segundo plano, diferenciación original entre significado y significante. Pero incluso siendo la palabra escrita pura representación, pura “copia”, es la idea de libro la que salva su importancia en nuestra historia. Derrida dice: -“La idea de libro es la idea de una totalidad, finita o infinita del significante; esta totalidad del significante no puede ser lo que es, una totalidad, salvo si una totalidad de significado constituida le preexiste, vigila su inscripción y sus signos, y es independiente de ella en su idealidad.” (1986: 25). Es decir, el libro obtiene significado en una linealidad pero que tiene principio y fin, una linealidad cerrada, atada a su significado previo (y por lo tanto a su autor).
Derrida infiere que nunca ha existido ni existirá una “palabra plena”, o sea una palabra aferrada inseparablemente a un concepto. La gramatología investiga las condiciones de posibilidad de sistemas conceptuales, pero no propone un sistema específico. Con esto tampoco hay posibilidad de una “buena lectura”, las lecturas son infinitas. El gram –el elemento de la gramatología- abandona su presencia en sí mismo y fluye en sus múltiples posibilidades, dejando una traza (deleble) que se encadena con otras trazas de otros elementos, formando un tejido, un texto. El hipertexto sería el ejemplo más identificable con tal textualidad.
Hay una cita de Derrida que nos acerca un poco a lo que creemos es el núcleo de este problema: “El signo y la divinidad tienen el mismo lugar y el mismo momento de nacimiento. La época del signo es esencialmente teológica. Tal vez nunca termine. Sin embargo, su clausura histórica está esbozada.” (1986: 20). Este solapado obviamente no es casual; como unión de lo sensible y lo inteligible –la divinidad-, y del significante y significado –el signo-, ambos también en sus postrimerías (históricas) acarrean consecuencias sincrónicas. Es decir, a la caída de la metafísica le corresponde también una escisión del signo. Puede ser el hipertexto el mejor ejemplo (también histórico) del notorio divorcio entre significante y significado. Si el signo se comporta como divinidad, como Genio Maligno del significado, el sujeto quedará mudo; y creerá hablar solo cuando la historia decida escribir.
Hipertexto y escritura
Nos hemos reservado hasta aquí de hablar de la escritura, para darle la centralidad temática necesaria en lo que sigue. Consideramos que merece un tratamiento diferido porque ya en la escritura no solo hablamos del medio, sino de lo que hace o intenta hacer el sujeto en ese medio. Sin embargo, para Barthes (como para Derrida) la escritura significa la disipación de los efectos del autor: -“La escritura es ese lugar neutro, compuesto, oblicuo, al que va a parar nuestro sujeto, el blanco-y-negro en donde acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe.” (1994: 65) Esto sucedería cuando lo relatado tiene fines intransitivos, es decir, cuando no hay intención de “actuar directamente sobre lo real” (1994: 65). Por eso podemos inferir que la escritura surge cuando no hay comunicación. Pero la pregunta que nos surge es, ¿el que decide qué es escritura y qué es comunicación todavía sigue siendo el autor? ¿Sigue siendo su intención? ¿Son Mallarmé, Baudelaire o Balzac los que designan estos nuevos caminos de la Literatura a partir de su retiro intencional de los efectos de la subjetividad?
Este cuestionamiento surge porque tememos que “la muerte del Autor” de la que habla Barthes sea solo la adaptación necesaria para que el autor no ceje en su poder. Si “la Literatura es una cacografía intencional” (2009: 18) ¿por qué se dice aún que el privilegio está en la lectura? En S/Z observamos cómo Balzac se entrega intencionalmente a la escritura posible en tiempos de metafísica caída, y cómo Barthes realiza su lectura sólo a partir de la habilitación cacográfica previa de Balzac. La nouvelle Sarrasine sería como una secuencia de indicadores que rezan “aquí usted duda del significado”. Este texto “legible”, como texto clásico, intransitivo, abre un juego que imita el proceso de “lo escribible”.
El problema entonces es el escritor, su conciencia y su intención. La contra-comunicación o la cacografía se vuelve requisito de escritura porque el escritor se ha dado cuenta de que la Historia –y su Literatura- no son una secuencia de intenciones. En esa contradicción trágica, desgarradora, la cacografía se vuelve código. Pero para que esa cacografía intencional tenga lugar, debe producirse una cacografía previa, la del escritor con el sentido en general, con el significado universal, con la metafísica logocéntrica. El escritor refleja y plasma esa caída, esa ruptura que le es propia e intransferible (incomunicable). La escisión entre el significado y el significante no es “leída” en la Literatura, nace en cada caso que el escritor pierde ese sentido, y por eso siempre es “original”. El hipertexto es una metáfora más cercana a ese sentido inacabado; no es una obra, no es un libro, no tiene principio ni fin, es un tejido inconmensurable, es la versión desmaterializada de lo que el texto siempre ha sido.
Con esto no queremos decir que el análisis de Sarrasine por parte de Barthes es un mal ejemplo, sino que a la contra-comunicación no le cabe ejemplo alguno, porque de darse se convierte en modelo comunicativo. La crítica literaria establece un hilo comunicativo entre varias escrituras, pero esas escrituras son posibles en cada caso porque su autor corta a su vez los hilos intersubjetivos. E insistimos con el privilegio del hipertexto porque precisamente es también el ideal de una “era de la comunicación”, que tiene a la intersubjetividad como primer objeto. Si falla esa intersubjetividad –caso no poco frecuente- el hipertexto se convierte en la fuente más grande de escritura que se pueda imaginar. Porque justamente cortar los hilos comunicativos es equivalente a reconocer que todos los hilos forman una trama inconmensurable, sin principio, ni fin, ni autor. Nuevamente encontramos la oposición linealidad-texto.
Hipertexto y arte
Podemos vislumbrar una analogía entre esta nueva acepción de escritura y las condiciones de posibilidad del arte contemporáneo. La muerte del Autor significa en definitiva la muerte de un tipo de enlace del sentido, o como aclara Foucault en ¿Qué es un autor?, no se trata de que el autor no existe, sino de analizarlo como función. La muerte del autor es también la crisis de la función “artista” que configuró la crítica del siglo XVIII. Cae el sentido del genio creador que produce desde un intelecto propio y excéntrico. Muerte del Autor, muerte del Arte, muerte de Dios, son modos caídos de enlace de sentido, que representan solo cierta caducidad histórica, y que sin embargo aún “funcionan” sincrónicamente y resisten a la periodización que parecen indicar. El dilema trágico del artista no termina de consumar esta muerte y deviene en una interminable agonía, convirtiendo ya al arte contemporáneo mismo en decadente.
En nuestra opinión, la tragedia -o agonía- del artista se asemeja a la búsqueda del “grado cero” de la escritura o la de la “archiescritura” que se propone la gramatología. La idea de una separación total del significado y significante es el mismo efecto que hace que el autor pierda todo control sobre los destinos semánticos de lo que ha escrito. Ese efecto es el que vemos cada vez de manera más evidente en el hipertexto: todo el que entra allí pierde su voz. Pero repetimos, no implica esto el final de la subjetividad o algo parecido, sino solo la nivelación de todo tipo de enlace de sentido; creer en el Arte, en el Artista, en Dios, en una nueva crítica literaria, o en la ciencia gramatológica es comprender metafísicamente el signo. Del otro lado la escritura huérfana hace su propio desarrollo, sin otra invariante más que la inintencionalidad. La comunicación es un fugaz momento en la hipertextualidad, al cual siempre le espera el vaciamiento del significante, la desaparición del enlace y la intención.
La hipótesis que queremos defender aquí es la siguiente: la caída de la comunicación no es un accidente; tanto la caída como la totalidad del sentido tienen la misma naturaleza, la “clausura histórica” del signo puede tomarse como una nueva apertura. Cuando Derrida dice que “el signo y la divinidad tienen el mismo lugar y el mismo momento de nacimiento” nos da indirectamente la pauta de que podemos igualar signo y divinidad. El problema es que si pensamos de esta manera se hace imposible la superación del logocentrismo, objeto central de la gramatología. Opinamos que si “no hay nada fuera del texto” –una de las máximas derrideanas- entonces es posible pensar la separación total entre significante y significado, pero ello no implica el fin del significado sino solo el fin de su determinación, el fin o muerte de la intención. El sujeto moderno se encuentra privado de ese poder de (auto)determinación y por ello infiere el fin del sentido. Esto en nuestra opinión es una falsa preocupación: el sujeto se encuentra determinado nuevamente por algo indeterminable, antes era Dios, ahora es una discursividad incontrolable, una hipertextualidad autónoma.
¿Es esta hipertextualidad según la entendemos aquí un nuevo logo/fonocentrismo? Es probable, o al menos sigue siendo una metafísica de la presencia, pero solo que más efímera. Se abren muchos más canales de comunicación, pero también se caen con mayor facilidad y velocidad. El hipertexto se ha convertido en algo así como un acelerador de dialécticas de contenido, una maquinaria de deconstrucción automática, que borra indiscriminadamente todo “origen”. En este sentido la gramatología resulta superflua, esa deconstrucción automática no necesita de nuestra complicidad; todo lo contrario, se alimenta aún de la fe en la presencia, ayudada incluso por las nuevas teorías de la comunicación.
¿Y qué lugar tiene el arte aquí? Creemos que el arte viene luego de la comunicación (luego de su caída), y no a partir de ella. Si no comprendemos esto caemos incesantemente en las trampas dialécticas que han sufrido todas las vanguardias autoconscientes
[1]. Los procesos dialécticos del arte también se aceleran, las distancias entre arte bajo y alto se acortan cada vez más, los motivos del artista se vuelven cada vez menos relevantes. Todos efectos similares o idénticos a los que competen a la escritura.
El arte deja de ser una obra de la misma manera que el texto deja de ser un libro. Esta impotencia del sujeto moderno, esta coartada a la genialidad es interpretada muchas veces con sentimiento fatalista. Ni la desesperanza adorniana, ni el cándido impulso al acuerdo habermasiano debe marcar por completo nuestras perspectivas. Estos son efectos de simples “heridas al narcicismo”, parafraseando a Freud.
Como conclusión, podemos decir que se producen patrones de enlace de sentido cada vez más particulares, donde cobran importancia también los “ruidos” de la comunicación, en tanto elementos inintencionales. Toda alteración de linealidad previa se convierte en un acto creativo, hipertextualizar es ser artista en cada caso, hipertextualizar o deconstruir no es solo borrar el “origen” sino crear origen en cada caso, donde aparecen nuevos elementos no historizables o “linealizables” como son: el olvido, la discontinuidad, la locura, la sexualidad, el inconsciente, la negación, la decadencia. Todos estos, patrones irónicos de una genialidad que hasta ahora nos era escondida.
BIBLIOGRAFIA
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SAN MARTÍN, P. Hipertexto, seis propuestas para este milenio. Bs. As.: Ed. La crujía, 2003.
[1] Sin embargo son varios los exponentes que insisten en una revitalización de la actitud vanguardista (J. Habermas, P. Bürger, A. Wellmer, A. Huyssen), los cuales también naturalmente son depositarios de la fe en la acción comunicativa.