28/03/2024

Cuando “la política pasa al frente de la historia”: Gramsci y Benjamin en el pensamiento de Daniel Bensaïd

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“A todo momento, ustedes suponen otro momento siguiente que no es aquel que acontece: a todo
presente imaginario en que se colocan, imaginan otro futuro que no es aquel que se realizó”
(Paul Valery, Discurso sobre la Historia, 2007, p. 114)
 
Recién fallecido en París, en enero de 2010, Daniel Bensaïd es, sin duda, uno de los principales nombres de la izquierda intelectual francesa contemporánea. En toda su trayectoria intelectual y política, el filósofo nacido en Toulouse estableció un amplio espectro de interlocutores. Particularmente en las dos últimas décadas, Bensaïd se dedicó – apoyándose en las reflexiones de Gramsci y, sobre todo, de Walter Benjamin – a la reflexión sobre la política como campo de posibilidades para la reapertura completa de la historia. El objetivo de este artículo es exactamente sistematizar, de forma introductoria, las implicancias teóricas de esta recuperación contemporánea –llevada a cabo por Bensaïd-  de las reflexiones de Gramsci y Benjamin, cuyas obras no son meramente instrumentalizadas con el fin de servir a investigaciones académicas específicas, más sí tomadas como punto de partida para una relectura creativa del marxismo, que procura reforzar la relevancia de la praxis humana –y, por consiguiente, de la política en sentido amplio-, en la constitución de la historia.
 
Retorno al presente: Gramsci y Benjamin en la obra de Daniel Bensaïd
 
Sin duda, Daniel Bensaïd era, hasta su reciente muerte en enero de 2010, uno de los principales nombres de la izquierda intelectual francesa contemporánea. De origen argelino y judaico, aunque nacido en Toulouse (Francia), Bensaïd encontró en París los ecos de la “capital de las revoluciones”, del sueño y del despertar benjaminiano del siglo XIX al “mayo del 68” en el que desempeñó un destacado papel, como estudiante en la Universidad de Nanterre – donde eclosionó la revuelta- y como militante de la entonces Juventud Comunista Revolucionaria (JCR). No por casualidad, desde mediados de los años 1960 hasta su fallecimiento, la trayectoria de Bensaïd se confunde parcialmente con el itinerario de una tradición específica de la izquierda revolucionaria (radicalmente anti-estalinista) francesa internacional. Después de ingresar en el Partido Comunista Francés (PCF), en 1962, con apenas 16 años, y ser expulsado de él tres años después, participa activamente, en el final de los años 60, de la fundación de la Liga Comunista (LC) –que después de 1973 sería nuevamente denominada Liga Comunista Revolucionaria (LCR), sección francesa de la IV Internacional. Más recientemente, ya con las limitaciones que la vida – y sus males que aceleraron el deterioro físico- le impuso, no dudó en contribuir directamente a la formación del Nouveau Parti Anticapitaliste (NPA), organización cuyo objetivo es ampliar el espacio del debate plural entre corrientes diversas de la izquierda política francesa contemporánea, a partir de la crítica de la cultura política estalinista, con su “despotismo de izquierda”.
Filósofo de formación, ex alumno de Henri Lefebvre –con el cual hizo su tesis de maestría, sobre la crisis revolucionaria en Lenin-, Bensaïd detenta una vasta obra teórica, que abarca un amplio espectro de interlocutores, desde los “clásicos” Marx, Lenin, Rosa Luxemburgo, Lukács, Gramsci, pasando por los “heréticos” Walter Benjamin, Charles Péguy, Auguste Blanqui, Ernst Bloch, por Pascal, Hannah Arendt, Derrida, E. P. Thompson, Ernest Mandel y Michael Löwy, entre varios otros. Pero, de este conjunto de interlocutores, hay dos en especial que servirán como referencia fundamental a los últimos trabajos de Bensaïd: el filósofo italiano Antonio Gramsci y el ensayista alemán Walter Benjamin. Y con razón, el motivo fundamental de estas presencias intempestivas es inequívoco: “Sus destinos trágicos de outsiders les permitieron oír lo que permanecía inaudible para la mayoría de los discípulos declarados, llenos de apuro en traducir las palabras insólitas de Marx en un lenguaje familiar, que es forzosamente el de la ideología dominante” (Bensaïd, 1999, p.15). Signos de la derrota – lo que los hacía escapar de cualquier optimismo triunfalista -, Gramsci y Benjamin se mueven en un terreno singular, generalmente menospreciado por el marxismo oficial: “contra el culto somnoliento del progreso y sus promesas casi siempre ilusorias, ambos van al encuentro de Marx por caminos notablemente convergentes, arduos y pocos frecuentados” (Bensaïd, 1999, p.15, 16)[1].
Y, si el momento es particularmente provechoso para las reinterpretaciones, Gramsci y Benjamin pueden, en opinión de Bensaïd- proveer elementos para una actualización crítica del marxismo. En sus palabras: “El derrocamiento de los regímenes burocráticos ofrece hoy una oportunidad de releer a Marx, derrumbando el muro de ese “marxismo” petrificado en ideología, cuya ortodoxia se constituye en buena parte en la ignorancia de su pensamiento” (Bensaïd, 1999, p.23). Pues, “cuando se remueve la costra de las ortodoxias, la hora es propicia para el despertar de virtualidades hace mucho despreciadas o ignoradas” (Bensaïd, 1999, p.15). En una aparente paradoja, el “punto extremo del desencantamiento”, bajo la proclamación elocuente del fin de la historia, se transforma en un “instante precioso” a partir del cual “todo se torna posible”; instante “de un despertar proustiano” favorable a una relectura herética de Marx y, bien entendido, de toda la tradición marxista (Bensaïd, 2004, p.409).
Es con esta perspectiva “abierta” que Bensaïd se propone enfrentar, a partir del marxismo, los nuevos desafíos intelectuales y políticos puestos por el capitalismo contemporáneo – en particular aquellos que emergieron con la “triple crisis anunciada”: de la “historicidad moderna”, de las “estrategias de emancipación” y de las “teorías críticas” (Bensaïd, 2009, p.152). Confrontar este “agotamiento del paradigma político moderno” es, para Bensaïd, un imperativo fundamental para la urgente y necesaria revitalización teórico-política de las fuerzas potencialmente anticapitalistas. Su lectura de los autores del pasado, de Benjamin y de Gramsci en particular, es, por lo tanto, eminentemente selectiva (quiere decir: “política”), orientada por las preocupaciones y expectativas de su presente. Porque él sabe bien que “la herencia no es una cosa inerte o un capital que se pone en un banco”; ella existe “y es apenas lo que de ella hacen (y harán) los herederos” (Bensaïd, 2008, p.9).
 
Política en el (y del) presente: la filosofía política de la historia en Bensaïd
 
No por casualidad, en sus ensayos, al “actualizar” las reflexiones de Gramsci y de Benjamin, Bensaïd se aproxima a una tradición específica en el ámbito del marxismo[2]. En Walter Benjamin, sentinelle messianique, en La Discordance des temps. Essais sur les crises, les classes, l’histoire y, especialmente, em el ambicioso Marx l´intempestif : Grandeurs et misères d´une aventure critique (XIXè, XXè siècles), Bensaïd se apoya en Gramsci y, sobre todo, en Benjamin, para releer a Marx como crítico radical de la “razón” y de la “norma” históricas, y, por lo tanto, como un autor cuyas formulaciones teóricas se realizaron a contramano de las concepciones abstractas del progreso, que legitiman la historia de los vencedores. Bajo la mediación de Gramsci y de Benjamin, Bensaïd busca reconocer en la obra de Marx la primera expresión de una “nueva escritura de la historia” que deconstruye la creencia metafísica de la historia universal, marcada por etapas determinadas de desarrollo.
 
Al contrario de lo que muchos suponen, Marx no es un “filósofo de la historia”, pero si –y mucho antes que la segunda Consideración Intempestiva de Nietzsche, La Eternidad por los Astros de Blanqui, el Clio de Péguy, las tesis Sobre el Concepto de la Historia de Walter Benjamin, o el libro póstumo de Siegfied Kracauer La historia– uno de los primero que rompió categóricamente con las filosofías especulativas de la historia universal: providencia divina, teleología natural u odisea del Espíritu. (Bensaïd, 2009, s/p).
 
Teóricos de las luchas y de la política revolucionarias, Marx, Gramsci y Benjamin rompen con las filosofías especulativas de la historia en dirección a una concepción del presente que no es un simple “eslabón perdido en el encadenamiento mecánico de los efectos y las causas, y sí una actualidad repleta de posibles, donde la política supera a la historia en el desciframiento de tendencias que no hacen ley” (Bensaïd), 1999, p.30). El presente “es el tiempo por excelencia de la política, el tiempo de la acción y decisión, en el cual se juega y vuelve a jugarse permanentemente el sentido del pasado y del futuro” (Bensaïd, 2009, s/p).
En las reflexiones de estos autores, “el pasado y el futuro están bajo la atracción del presente”, de modo que “el pasado no determina más el presente y el futuro, según el orden de una conexión causal”. Y el futuro, a su vez, “no ilumina más retrospectivamente el presente y el pasado, conforme al sentido único de una causa final. El presente se convierte en la categoría temporal central” (Bensaïd, s/p, traducción libre del francés), en el ámbito de una especie de “tiempo entrecruzado”, como dice Benjamin en su ensayo sobre Proust (Benjamin, 1994, p.45). A diferencia de las concepciones de Ernst Bloch, que encuentra en el futuro (en el “todavía-no-ser”) su categoría dominante, las reflexiones de Benjamin y de Gramsci apuntan hacia la centralidad del concepto de política en sentido amplio, como campo de fuerzas, en el presente, abierto a lo aleatorio, punto de reapertura de la historia que perturba la norma y el continuum histórico. “La antigua filosofía de la historia se extingue, por un lado, en la crítica del fetichismo de la mercancía y, por otro, en la subversión política del orden establecido” (Bensaïd, 1999, p. 13).
En oposición a las tentaciones neo-hegelianas –que conforman al marxismo en un sistema teórico cerrado, sustentado por la creencia de la razón histórica-, Bensaïd se apoya en Gramsci y Benjamin para sustentar que “la ´historia universal’ no es el cumplimiento de un destino o de un escrito”; en verdad, en cuanto “resultado del proceso de universalización efectiva de la consciencia (especialmente por el desenvolvimiento de la comunicación), ella misma es un producto histórico, del cual conviene darse cuenta, y no el principio explicativo” (“La historia como historia universal es un resultado”, dice Marx en las notas introductorias a los Grundrisse). La historia “no tiene sentido filosófico. Pero es políticamente inteligible y estratégicamente pensable” (Bensaïd, 1999, p.46), pues, “en la historia real, el vencido no está forzosamente equivocado, y el vencedor no está necesariamente con la razón” (Bensaïd, 1999, p. 57) En el límite, “no hay historia sino en la medida en que acontece lo que podría no haber acontecido” (Bensaïd, 1999, p. 391). La política es exactamente el espacio de conflicto sobre el estatus y la interpretación de los “hechos”.
A partir de un presente que no es mera transición cronológica, de un presente suspendido, que no es pasaje, sino bifurcación y constitución de alternativas, Bensaïd se pone a reflexionar sobre la temporalidad específica de la política, en sus contratiempos y continuidades en relación a las demás esferas de la totalidad social. En las reflexiones de Gramsci, el filósofo francés encuentra aportes fundamentales para la comprensión de las mediaciones entre condición social y formación política de clase, o sea, entre localización estructural en la pirámide productiva y social y la construcción de proyectos políticos con capacidad (contra) hegemónica, con vistas a la formación de una voluntad colectiva capaz de hacer frente a la vulnerabilidad de las clases subalternas frente a las iniciativas materiales y psíquicas de “cooptación” por parte de las clases dominantes[3]. En Benjamin, a su vez, Bensaïd visualiza una especie de potencialización de esta visión radical de la política como “estrategia de despertar susceptible de interrumpir el encadenamiento catastrófico del tiempo mecánico” (Bensaïd, 1999, p. 191). Para Benjamin, el despertar es el momento en el cual –al quebrar el continuum temporal de la historia vivida como un sueño petrificado- los “vencidos” emergen como cuerpo colectivo revolucionario, intentando atravesar, a cada segundo, la estrecha puerta por donde puede surgir el mesías colectivo.
En un plano político más propiamente “concreto”, tanto Lenin –con su teoría del eslabón más débil- como Trotsky –con la teoría del desarrollo desigual y combinado- son responsables directos por la “traducción” estratégica de esta nueva escritura de la historia inaugurada por Marx (Bensaïd, 1999, p. 45). Para ellos, como para Marx o Gramsci, “crisis política y madurez de las condiciones económicas no coinciden forzosamente” (Bensaïd, 1999, p. 77). La política no es una simple prolongación de la lucha social y económica; “la lucha política es irreductible al movimiento social” (Bensaïd, 2008, p. 31). Mucho más allá, la política posee también una función estructurante de lo social, articulando la lucha de clases en un nivel concreto-estratégico.
En el límite, las relaciones de fuerza, objetiva y subjetivamente, se deciden en la praxis de las clases sociales en lucha. “En Marx la antinomia de la necesidad y de la libertad se resuelve en el azar de la lucha” (Bensaïd, 1999, p. 297). Racionalidad que hace historia, la política “contra-hegemónica- de los oprimidos arraiga la libertad en un terreno aparentemente petrificado por la “necesidad” del mismo, del “eterno retorno del siempre-igual”, como decía A. Blanqui. Es como espacio de lucha que la política se presenta como temporalidad específica, que no necesariamente (y casi siempre no) converge con el desarrollo de las fuerzas productivas. Bajo los imperativos del “atraso” económico ruso, Lenin y Trotsky comprendieron que la revolución social es, antes que todo, un acto político, cuyas determinaciones siempre terminan por escapar a los modelos abstractos. “Los motines y las revoluciones no obedecen a los decretos de la teoría” (Bensaïd, 1999, p. 55).
Aunque al final de la década de 1960, bajo la efervescencia política de un momento en el cual se tenía la sensación de que la “historia golpeaba en la nuca” (como él mismo dice en su autobiografía Une lente impatience), Bensaïd escribió una tesis de maestría sobre “La noción de crisis revolucionaria en Lenin”. Bajo la orientación de Henri Lefebvre, que ya había denunciado la incapacidad del “estructuralismo” de pensar las crisis y las bifurcaciones históricas, Bensaïd visualiza en la política la posibilidad de una ruptura profana en el ámbito inmanente de la historia (“profana” porque rechaza no solamente la trascendencia religiosa, sino también el fetichismo- tan trascendente como el de la “religión” de la Historia Universal). Articulando temporalidades discordantes, el “tiempo quebrado” de la crisis es comprehendido, en Lenin, a partir del punto de vista de la política estratégico-revolucionaria de un sujeto en capacidad potencial de “resolverla” (Bensaïd, 2004, p. 116). En consecuencia, a contramano de las explicaciones estructuralistas, Bensaïd cree que, en las reflexiones de Lenin, “la crisis revolucionaria es también, a su modo, la forma bajo la cual se ajusta al presente la dupla determinación del pasado y del futuro” (Bensaïd, 2004, p. 115). La crisis revolucionaria “es pluritemporal. En ella, diversos tiempos se mezclan y se combinan” (Bensaïd, 2000, p. 189). Y la política, cuya temporalidad específica es el presente concentrado, es el locus efectivo de la posibilidad de instauración de una verdadera discontinuidad en la historia[4].
En este contexto, la propia idea de transición revolucionaria cambia de tono. Generalmente concebida como la locomotora de la historia y del progreso, que hace acelerar el desarrollo de las fuerzas productivas del hombre, la revolución se presenta ahora como política de ruptura con la catástrofe resultante de la evolución y de la crisis de la economía capitalista. En suma: la revolución es, encima de todo, un “freno de emergencia” (en la expresión de Benjamin), esto es, una forma de interrupción –en el “tiempo-de-ahora”) del continuum histórico. “No-contemporánea”, la política revolucionaria se constituye en las fisuras de la lógica contradictoria del sistema del capital, canalizándolas hacia la posibilidad de superación efectiva del orden vigente.
Gramsci y Benjamin sabían bien de esto. Y sabían también que la revolución es una apuesta (como diría Pascal, en los términos recuperados por Lucien Goldmann) siempre imprevisible. Según decía Gramsci, “sólo se puede prever la lucha”, y no su desenlace concreto (Gramsci, 1999: 267)[5]. En las palabras de Bensaïd (1999, p. 85): “Inactuales, extemporáneas, des-contemporáneas, las revoluciones no se integran en los esquemas preestablecidos de la “supra-historia” o en los pálidos modelos supra-temporales”. Concretamente, “su ocurrencia no obedece al ordenamiento de una Historia Universal” (Bensaïd, 1999, p. 85). “Mientras la política parlamentaria conoce apenas una dimensión temporal, la del encadenamiento monótono de las sesiones y de las legislaturas, el tiempo de las revoluciones es concentrado, redoblado sobre sí mismo (Bensaïd, 2000, p. 188).
 
La lucha de clases al frente de la historia: la  temporalidad de los oprimidos
 
Esta concepción de la política, como relación entre clases en el ámbito de una historia hecha por los propios hombres, se encuentra en franca oposición, por ejemplo, a la reducción habermasiana de la política en la búsqueda de un consenso fundado en un hipotético (en los límites del capitalismo) “espacio público”. En la visión de Daniel Bensaïd (1999, p. 216), en su  tentativa de establecer principios normativos para la reconstitución del “espacio público”, Habermas coloca “entre paréntesis el conflicto social”, concibiéndolo “no como el fundamento, y sí como la consecuencia del conflicto entre doctrinas comprensivas inconciliables”; la política es, entonces, ligeramente reducida “a un consenso desencarnado, en levitación” (Bensaïd, 1999, p. 216). Pero en verdad, “en cuanto los sujetos consensuales de la comunidad comunicacional ideal (formulada por Habermas) aparecen como angelitos etéreos y ectoplasmas sin emociones ni pasiones, la lengua es un lugar en el que los ‘hablantes’ se enfrentan: el discurso perentorio de los dominadores y la palabra subalterna de los dominados”. En última instancia, “la acción comunicativa no escapa de los conflictos y de las relaciones de fuerza. Hay palabras que hieren y palabras que matan” (Bensaïd, 2008, p. 44).   
La posibilidad de “actualización” del marxismo se vincula, para Bensaïd, a la capacidad de revitalización de la lucha de clases como concepto central del materialismo histórico. La centralidad del concepto de lucha de clases permite un abordaje de la historia como concepto de posibilidades, en el pasado y en el presente, en oposición a las concepciones mecanicistas de la “necesidad histórica”:
 
“El carácter central de la luchad e clases y sus inciertos desenlaces exige […] una parte de contingencia y un concepto no mecánico de causalidad, una causalidad abierta cuyas condiciones iniciales determinan un campo de posibles, sin determinar mecánicamente cuál triunfará” (Bensaïd, 2009, s/p)
 
Hasta por esto, no se trata, exactamente, de la clase social como categoría sociológica, a ser clasificada en sus múltiples estratificaciones. Como ya había demostrado E. P. Thompson –inspiración importante para Bensaïd-, “la dinámica de las relaciones de clase no es un principio de clasificación categorial” (Bensaïd, 1999, p. 252). A contramano de la clasificación sociológica, “no hay clase sino en la relación conflictual con otras clases” (Bensaïd, 1999, p. 148). Más precisamente, “no hay –en opinión de Bensaïd- , en El capital, definición clasificatoria y normativa de clases”, hay sí, “un antagonismo dinámico que gana forma, en primer lugar, en el nivel del proceso de producción, en seguida, en el del proceso de circulación y, finalmente, en el de reproducción general” (Bensaïd, 2008, p. 35). Fenómeno histórico, la clase no es una “estructura”, tampoco una “categoría”, y sí un proceso de formación asimétrica[6] que ocurre efectivamente en las relaciones sociales y humanas. “No podemos tener amor sin amantes, ni sumisión sin señores rurales y campesinos” (Thompson, 1987, p. 10).
A diferencia de un concepto esencialista (“ontológico”, en cierto sentido), Bensaïd sugiere una noción estratégica de clase, que ya se encuentra en el propio Marx:
 
El papel central atribuido por Marx a la clase obrera no realza un determinismo sociológico que conduciría mecánicamente al proletariado a actuar en conformidad  con su esencia. Él es de orden estratégico: agrupar las demandas particulares y traspasar las diferencias en un combate común, en la dirección de un proceso de universalización. (Bensaïd, 2002, p. 95 – traducción libre del francés).
 
A las clases oprimidas, cabe forjar un proyecto contra-hegemónico en la esfera del cual se torne posible estimular nuevas experiencias de lucha política y social. El protagonismo de la política significa, para Gramsci, Benjamin y Bensaïd, la tentativa de reabrir la historia a partir del punto de vista de los oprimidos, vale decir, a partir de la perspectiva de la lucha anticapitalista, escapando de la “eternidad mórbida de las estructuras” (Bensaïd, 2004, p. 113). Conjugación político-revolucionaria de la estrategia hegemónica de las clases subalternas en un contexto de complejización creciente de la lucha de clases: este era el horizonte que pautó las reflexiones de Gramsci en torno de la intervención política activa de las clases oprimidas en la concretización de alternativas históricas al orden establecido.
Con una concepción “abierta” de las clases sociales –que enfatiza la importancia de la experiencia concreta de la lucha política en el proceso de formación– Gramsci y Benjamin nos permiten fundamentar una agenda intelectual capaz de establecer un criterio interpretativo para el análisis de las configuraciones contemporáneas de la lucha de clases. Si Benjamin rastrea su perspectiva anti-determinista en una recusa sustantiva del carácter fundamentalmente limitado de las narrativas del progreso, Gramsci rechaza el reduccionismo economicista (CF., p. ej., su crítica al “Ensayo popular” de Bukharin) por medio del énfasis concreto en la política como temporalidad decisiva en la realización de la historia, punto nodal de una perspectiva anticapitalista de largo alcance, capaz de relatar los lazos entre las luchas del pasado, del presente y, en fin, de las posibilidades orientadas hacia el futuro[7].
 
Marxismo abierto y profecía profana: Gramsci y Benjamin a la luz del “tiempo-de-ahora”
 
En busca de la “actualidad todavía activa” de los “clásicos”, Bensaïd prefiere lidiar con sus espectros a partir de los desafíos del presente, y no como irrupciones de una verdad ya rebelada. Heredero activo de los predecesores, el filósofo los desvía para el ágora, colocándolos a la prueba de las transformaciones de la época. Gramsci y Benjamin son recuperados a partir de la necesidad de una ruptura con el mecanicismo que condicionó las formulaciones de una parcela significativa del marxismo. Reabrir la historia implica, antes de todo, reabrir la reflexión sobre la historia, especialmente, sobre la posibilidad de acción revolucionaria en la historia.
De ahí la importancia de la temporalidad específica de la política como campo de los posibles. Para Bensaïd, la revitalización de una “política profana como arte estratégico” es un imperativo fundamental para la pretendida reapertura de la historia, en oposición tanto al culto somnoliento del progreso en sentido único como a la disolución contemporánea de la historia en el instante fugaz de un presente eternizado. Ni progreso lineal, tampoco fin de la historia, la política revolucionaria es irreductible a los esquemas economicistas del marxismo vulgar, que se contentó en encontrar en las relaciones económicas el termómetro exacto de las de más esferas de la totalidad, renunciando a la apreciación de las rupturas y de las bifurcaciones de la historia.
Bajo los tormentos del avance de la mercantilización del mundo, la temporalidad política permanece amenazada por el peligro siempre renovado del “totalitarismo”[8]. Y por eso mismo su recomposición es urgente, en la medida que ella forma el horizonte de posibilidades de futuro, a partir de un hoy cuyo desenlace deja atrás un ayer mirando hacia el mañana. Contratiempos, discordancia de los tiempos, es ahí que se revelan en nuestro tiempo:
 
…cuando se quiebra la cadena del tiempo, cuando el pasado ya no aclara el futuro y cuando el futuro ya no justifica el presente, los acontecimientos surgen como ruptura y bifurcación en un equilibrio salpicado de una pluralidad de posibles. Como resultado, “la política pasa a prevalecer frente a la historia”. (Bensaïd, 2009, p. 71).
 
La “inversión” de la relación entre historia y política provoca un “reordenamiento radical de la semántica de los tiempos históricos”. Se trata de “atribuir a la política la primacía sobre la historia” (Bensaïd, 2006, p. 433). El pasado se torna así, no un conjunto de hechos más o menos coherente, y sí un momento de la disputa política del presente, cuyos ojos están vueltos, sin ningún fatalismo, hacia las posibilidades del futuro. “En otras palabras, la historia es considerada desde un punto de vista estratégico y no como un tribunal de hechos consumados que emite su veredicto en el crepúsculo” (Bensaïd, 2009, p. 71). Al contrario de lo que proyectan los “adoradores del hecho consumado” –siempre dispuestos a justificar las atrocidades del vencedor-, no hay juicio definitivo en la historia: el pasado, el presente y el futuro permanecen “abiertos”, como campo político de batallas. La Historia como tribunal es siempre la tentativa de imponer la última palabra de los vencedores, el avance de las concepciones jurídicas de la historia significa, en proporción inversa, la declinación de la política como mediación fundamental de toda concepción efectiva de justicia (Cf. Bensaïd, 1999, sobre todo pp. 7-26).
En este proceso, Daniel Bensaïd consolida una lectura de estos dos filósofos centrales del marxismo, Benjamin y Gramsci, a contramano de la tendencia –que se comprueba en la recepción internacional de los autores- en circunscribirlos al conformismo que amenaza la tradición revolucionaria. La recepción “hegemónica” de Benjamin, bajo los infortunios de la academia, se centró en un abordaje especializado, ora en el terreno de la teoría de las comunicaciones- con lectura del célebre ensayo “La obra de arte en la hora de su reproductibilidad técnica”- ora en el campo de la crítica literaria y/o del ensayo filosófico. En común, se daría una subestimación deliberada de la dimensión político-revolucionaria de Benjamin, así como de su relación teórica con el marxismo (Además de Bensaïd, otra honrosa excepción a estas interpretaciones es Michael Löwy, intelectual brasileño radicado en París cuyas afinidades –y algunas diferencias- con el filósofo francés son impresionantes, sobre todo en sus lecturas benjaminianas; cf. Querido, 2008).
El caso de Gramsci, como se sabe, no es menos sintomático, sea por su dilución en el reformismo político oriundo del llamado “eurocomunismo”, sea por la tentativa académica de restringirlo a la condición de un teórico, sin adjetivos, de la ciencia política, tarea para la cual las interpretaciones influenciadas por Norberto Bobbio cumplieron un papel destacado. En ambos procesos, se puede observar el predominio de una tonalidad semi liberal, que se aparta del carácter incontestablemente marxista de la obra de Gramsci. Es solamente después del colapso de las sociedades pos-capitalistas del este europeo y la desagregación del PCI (Partido Comunista Italiano), que se da un proceso de abertura del pensamiento gramsciano con vistas a la reflexión sobre las nuevas cuestiones de las luchas sociales y políticas anticapitalistas. La lectura que Daniel Bensaïd realiza de Gramsci es parte de este proceso de liberación, pero se orienta por un camino bien diferente tanto de las interpretaciones semi liberales (que todavía persisten[9]), como de algunas tendencias neo-gramscianas en el campo de los estudios culturales contemporáneos.
Ahí está, entonces, la originalidad y la importancia de la interpretación realizada por Daniel Bensaïd de las reflexiones de Walter Benjamin y de Antonio Gramsci: osar traspasar el abanico de posibilidades de las lecturas apaciguadas, conformistas. Benjamin es presentado, en efecto, como el filósofo que sustentó la necesidad de la ruptura revolucionaria con el continuum histórico de la catástrofe, mientras que Gramsci, a su vez, aparece –si no como un leninista ortodoxo- como un teórico atento a las sugestiones de Lenin sobre el tiempo de la política y su inserción en la historia. En un caso como en el otro, Benjamin y Gramsci son movilizados a partir de la necesidad de retomar la praxis de los oprimidos, lo que presupone, hoy, la elaboración de un nuevo léxico político de las clases subalternas[10].
En esta renovación de la “apuesta” estratégica, en medio del agotamiento del paradigma político moderno, Bensaïd contribuye de forma valiosa a la rememoración de la inquietud revolucionaria de estos dos vencidos extraordinarios del pensamiento y de la praxis anticapitalista. Él sigue, en esta empresa, al propio Benjamin, para quien “el don de atizar en el pasado la centella de la esperanza pertenece solamente a aquel historiador que está atravesado por la convicción de que también los muertos no estarán seguros delante del enemigo, si él fuera victorioso. Y ese enemigo no ha cesado de vencer” (Benjamin, 2005, p. 65).
 
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(1975). Écrits Politiques III. Paris: Gallimard.
Konder, Leandro (1999). Walter Benjamin. O marxismo da melancolia. Rio de Janeiro: Civilização Brasileira.
Querido, Fabio Mascaro (2008). “Michael Löwy e Daniel Bensaïd: o marxismo e a crítica da modernidade”. Revista Aurora, n. 3.UNESP-Marília, pp.99-109.
Thompson, Edward Palmer (1987). A formação da classe operária inglesa. Vol.1. A árvore da liberdade. Rio de Janeiro: Paz e Terra.
Valery, Paul (2007). “Discurso sobre a história”. En: Variedades. San Pablo: Iluminuras, pp.111-118 (organização: João Alexandre Barbosa).

 


Artículo enviado especialmente por el autor para ser publicado en Herramienta
Traducción del portugués: Raúl Perea
 
 
[1] Daniel Bensaïd jamás dedicó una obra específica a Gramsci, como sí lo hizo con Benjamin. El filósofo italiano es, por sobre todo, un punto de partida para una relectura de Marx afinada con la reflexión sobre desafíos y cuestiones polémicas del marxismo contemporáneo. La misma perspectiva orienta su lectura de Benjamin, pero con un énfasis diferente: más que Gramsci, Benjamin constituye, sin exagerar, la figura central y decisiva en sus obras de las últimas dos décadas.
[2] Incluso porque, como sabemos, no se puede hablar de la existencia de un marxismo; “los abordajes de Karl Kautsky o de Rosa Luxemburgo, y las de Nikolai Bukharin o de Karl Korsch, las del Louis Althusser o de Roman Rosdolsky no conducen al mismo Marx” (Bensaïd, 1999, p.15).
[3] Quizás por la necesidad de este horizonte estratégico en cualquier lucha social, Daniel Bensaïd (2009, pp. 217-229) repruebe con tanta vehemencia el “rechazo de la política” implícito en la defensa de John Holloway (basándose en un cierto “zapatismo imaginario”) de un programa del “anti poder” para las clases subalternas, creyendo que, así estaría liberando a las fuerzas anticapitalistas de la “ilusión estatal” que habría condicionado incluso a nociones como la de hegemonía. Cf. También Daniel Bensaïd, “La Révolution sans prendre le pouvoir? A propos d’ un recent livre de John Holloway” (2003).
[4] Hasta el fin de su trayectoria, Bensaïd todavía apostaba que “Lenin fue uno de los primeros en concebir la especificidad del campo político como un juego de poderes y de antagonismos social transfigurados, traducidos en un lenguaje propio, lleno de dislocamientos, condensaciones y de lapsos reveladores” (Bensaïd, 2004, p. 121). No sorprende, por lo tanto, que –al lado de Alain Nair, en un artículo de 1969- Bensaïd haya rechazado la creencia de Rosa Luxemburgo en la evolución espontánea de las masas, en el curso de lo cual la clase en-sí se tornaría progresivamente en una clase para-sí, como si el sujeto social coincidiese inmediatamente con el sujeto político (portador de una conciencia de clase revolucionaria).
[5] A propósito, cf. Gramsci (1975); o, para una lectura “desde el Sur”, cf. Aldo Casas (2004).
[6] “Entre los opresores y los oprimidos, la lucha es siempre asimétrica” (Bensaïd, 2004, p. 211). Y sus resultados también. No es casualidad que Gramsci distinga las diferentes formas de ejercicio de la hegemonía a partir de las clases sociales que la ejercen: en cuanto la hegemonía de la burguesía dominante permanece una hegemonía restricta, que, en el límite, sirve para resguardar la dominación de una fracción de la clase sobre el conjunto de las clases subalternas- bajo la mediación del Estado-, la hegemonía de las clases dominadas expande la base social de la política y del Estado, por medio de las posibilidades sociales y políticas de las clases subalternas en ascenso, constituyéndose, entonces, una “hegemonía plena o expansiva”. A tal respecto, cf. Bianchi (2007, p. 20).
[7] En Brasil, Leandro Konder destacó las afinidades anti-deterministas de Gramsci y Benjamin. “Benjamin no conocía a Gramsci (y Gramsci también ignoraba las ideas de Benjamin). Paralelamente al pensador italiano, entre tanto, y sin un compromiso político semejante al de él, el ensayista alemán, de cara al determinismo, reflejaba preocupaciones idénticas” (Konder, 1999, p. 13)
[8] Apoyándose en la contribuciones de Hannah Arendt y, en menor medida, de Carl Schmitt, Daniel Bensaïd incorpora críticamente el concepto de “totalitarismo” para describir los procesos de eliminación de la política, cuando esta es totalmente subsumida a imperativos que le son externos –diluyéndose en el control total de la burocracia o en las “aguas heladas del cálculo mercantil (Marx).
[9]Basta mencionar al respecto, la tentativa de Luiz Werneck Vianna, en Brasil, de atribuir un significado programático a la idea de revolución pasiva, transformándola en una estrategia política “positiva” de las clases subalternas, “que debería apropiarse de esta forma de movimiento político de la burguesía con el objetivo de subvertirla, invertirla o modularla” CF. Bianchi (2005, p. 35-36), para quien “la estrategia gramsciana camina en el sentido opuesto de esa positivación. Es una estrategia de anti-revolución-pasiva”.  
[10] Bensaïd mantiene cierta reserva crítica en relación a las nuevas tendencias de las luchas sociales, aunque, al mismo tiempo, procure visualizar sus potencialidades renovadoras. Con la insurrección zapatista (1994), las huelgas en Francia (1995), con la aparición del movimiento alter-mundista después de las manifestaciones de Seattle (1999), y, en fin, con los procesos de “Foro Social Mundial” a partir de 2001, dice él, “se entró en un periodo que llamo de ‘fermentación utópica’, en el seno de lo cual la imaginación recomienza a trabajar” (Bensaïd, 2008, p. 94).

 

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