18/04/2024

El Estado Narco: neoliberalismo y crimen organizado en México

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Introducción
 
Desde hace algunas décadas, en América Latina y en México en particular, el crimen organizado alrededor de las actividades del narcotráfico, la trata de personas, el tráfico de armas, el secuestro y la extorsión han experimentado un crecimiento exponencial que lo ha llevado a tener una presencia muy significativa en la vida económica, política, social y hasta cultural en la región (Astorga, 2003). Este fenómeno, lejos de ser un hecho aislado, obedece a una serie de factores tanto internos como externos. A los factores endógenos de crisis del anterior modelo de acumulación basado en la sustitución de importaciones, se han sumado los factores derivados de la crisis del capitalismo global y de la aplicación de las políticas neoliberales que las han acompañado. Esto ha conducido a México hacia una profunda crisis orgánica, constituida por un déficit de racionalidad en la intervención económica del Estado (más de tres décadas sin crecimiento económico, con aumento rampante de la pobreza y las desigualdades sociales) y un déficit de legitimidad del Estado y sus instituciones.
Ello ha desembocado en niveles de violencia e inseguridad pública sin precedentes en la historia contemporánea de México, y en una creciente militarización del aparato de Estado (Reveles, 2010). Tanto el modelo económico neoliberal vigente, basado en la apertura externa, como el sistema corporativo autoritario heredado de la época del “nacionalismo revolucionario” (el cual ha permanecido sin cambios mayores a pesar de la supuesta “alternancia en el poder”), han constituido el caldo de cultivo para el surgimiento de una economía, sociedad y gobiernos con una creciente penetración y control por parte del narcotráfico y de las distintas agrupaciones del crimen organizado (Smith, 1997).
Se está de hecho ante el surgimiento en México de una nueva forma de Estado capitalista periférico[1], que hemos caracterizado como Estado narco, la cual se ha manifestado externamente (es decir, en tanto que forma fenoménica y, por lo tanto, específica del Estado) en la instauración de un régimen político neoliberal tecnocrático (Rodríguez Araujo, 2009) con una fuerte presencia de representantes del crimen organizado en el seno de sus diferentes instituciones, en la economía y la finanza. Este fenómeno está indisolublemente vinculado con la emergencia en los años noventa de un nuevo régimen de acumulación, fuertemente transnacionalizado y volcado hacia el exterior, con una participación creciente del narcotráfico como una de las fracciones más dinámicas y rentables del capital pero, desde luego, no la más importante[2].
En el plano político, esto ha llevado al gobierno en turno a agravar la contradicción entre las exigencias derivadas de la reproducción del capital y las relativas a la legitimidad de las instituciones. Esta contradicción ha conducido a la agudización de las tendencias estancacionistas de la economía y a la militarización del aparato de Estado, cuyo subproducto más visible e inmediato ha sido una guerra fallida contra el narcotráfico y el crimen organizado (Alonso, 2012: 5-6), emprendida por el gobierno de Felipe Calderón (2006 – 2012), la cual ha costado al país decenas de miles de muertos y desaparecidos, amén de los cuantiosos recursos presupuestales usados para financiarla y de una creciente inseguridad pública a todo lo largo del territorio nacional.
En la primera parte de nuestro trabajo, se analiza brevemente el surgimiento del actual modelo de acumulación en México, a raíz de la crisis de su deuda externa y en el contexto de la crisis actual del capitalismo global. La segunda parte está dedicada al análisis de la emergencia del Estado narco en México como resultado de la presencia de esta no tan "nueva rama de la industria": el tráfico de drogas (Osorno, 2010). También se analiza la alteración de las relaciones sociales de producción y de dominación política de clase generada por la omnipresencia del narcotráfico en la sociedad mexicana.
 
México en la crisis del capitalismo global
 
La evolución reciente de la economía mexicana en el marco del actual proceso de globalización, llevó a su conformación en términos de un modelo de enclave secundario-exportador fincado en la presencia cada vez más importante en el interior del territorio nacional de las llamadas empresas “maquiladoras”[3], así como en la configuración de un sector industrial crecientemente desnacionalizado y desintegrado internamente, dominado por grandes conglomerados transnacionales. Esto dio lugar a la transformación del país en una enorme plataforma de producción y exportación de manufacturas bajo control externo, cuyas condiciones de competitividad y rentabilidad en los mercados globales están determinadas (además del uso intensivo de capital) por los bajos costos salariales imperantes en el mercado laboral mexicano, así como por materias primas y recursos naturales baratos y abundantes. A todo esto se añade el hecho de que el país es un verdadero “paraíso fiscal” para las empresas extranjeras, que se benefician también de una política de estabilización macroeconómica[4] funcional para el capital externo, pero que ha contribuido a sumir al país en el estancamiento productivo en que se encuentra desde hace más de tres décadas.
El dinamismo de las industrias y empresas “export-oriented” contrasta así con una planta industrial doméstica, constituida principalmente por pequeñas y medianas empresas (Pymes) con bajos niveles de competitividad y rentabilidad, y orientada hacia el estrecho mercado interno[5]. Durante la década de los noventas, el gobierno mexicano, bajo la influencia de las políticas neoliberales preconizadas por el llamado "Consenso de Washington", renunció de hecho a intervenir en la reproducción del capital nacional. Paralelamente, reorientó su acción hacia la reproducción del capital global, particularmente de su fracción transnacional instalada en el seno de la economía mexicana. Este fenómeno ocurrió en un contexto de dependencia económica y política creciente vis-à-vis los Estados Unidos, a raíz de la entrada en vigor, en 1994, del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA en inglés).
Además, la transferencia del sistema bancario del país a bancos extranjeros durante la década de los noventa, llevó a la aparición de una "economía de casino"[6], apoyada en la dominación y la libre circulación del capital financiero especulativo internacional, en detrimento del financiamiento de las inversiones productivas, particularmente aquéllas destinadas a las Pymes. Así, México experimenta durante la década de los 2000 y hasta la actualidad, un proceso de "desindustrialización precoz", similar al vivido por Brasil en este mismo período (Salama, 2012)[7].
Desde principios de los años 2000, las tendencias recesivas de la economía han exacerbado la caída del empleo en el sector "formal"[8], en tanto que el mismo ha experimentado un alza en las actividades informales. De hecho, la atrofia crónica de la economía campesina y la participación marginal del Estado en la reproducción de la fuerza de trabajo, han tenido como contrapartida una tendencia estructural a la hipertrofia del sector informal (Solís González, 1991), que se ha agravado en los últimos años. Sin embargo, este sector actúa como una válvula de seguridad frente a los conflictos sociales derivados de la crisis y la falta de empleos. Pero representa también la fuente de nuevos conflictos, como los provocados por la emergencia incontrolada de barrios marginales (cinturones de miseria) en las grandes ciudades y, principalmente, los derivados de sus estrechos vínculos con el crimen organizado.
En un contexto de globalización económica y financiera, la deslocalización de segmentos enteros de ramas industriales de las economías centrales hacia economías periféricas, como las de América Latina, ha jugado un papel fundamental en el surgimiento, a lo largo de los años noventa, de nuevos regímenes de acumulación. Estos regímenes no se basan, como en el pasado, en la sustitución de importaciones industriales o en las exportaciones primarias de bajo valor agregado, sino en las exportaciones de productos manufacturados[9].
En México, esto ha dado lugar a la conformación de un aparato industrial compuesto de dos sectores: uno constituido básicamente por pequeñas y medianas empresas domésticas de baja rentabilidad, orientadas al mercado interno y poco integradas con el resto del aparato industrial; estas Pymes generalmente producen bienes de consumo de baja y mediana complejidad tecnológica, así como algunos bienes intermedios con técnicas intensivas en mano de obra. El otro sector está integrado por grandes conglomerados transnacionales y locales (generalmente asociados con los primeros y subordinados a éstos), los cuales producen bienes de consumo duradero y bienes de capital (equipamiento productivo) de alta complejidad tecnológica de tipo labor saving, así como bienes intermedios de alta y mediana complejidad, intensivos en mano de obra, producidos por empresas "maquiladoras" bajo el control del capital transnacional[10]. Este último sector, altamente dinámico, genera alrededor del 90% del valor agregado industrial, pero solamente el 20% de los puestos de trabajo. Sin embargo, ha sufrido los efectos de la crisis global, particularmente en el ámbito financiero[11]. De hecho, se trata de un sector desnacionalizado, desintegrado del  aparato productivo doméstico pero integrado hacia el exterior, cuyas ramas más dinámicas y rentables son parte de cadenas productivas situadas al exterior de la economía nacional, en los países centrales. El capital transnacional, principalmente el de Estados Unidos, se ha convertido así en la fracción hegemónica del capital en la estructura industrial del país.
Teniendo en cuenta el carácter labor saving de los procesos de producción de los grandes conglomerados industriales en México, existe actualmente una tendencia estructural de crecimiento lento del empleo, e incluso hacia su caída[12]. En consecuencia, la participación de los salarios en el ingreso nacional ha ido disminuyendo desde hace más de tres décadas. Con la crisis, la existencia de las Pymes se ha visto seriamente amenazada, debido a que en México no hay, en la actualidad, una política industrial que: a) las proteja de la competencia extranjera (sobre todo la de los países asiáticos); b) les asegure financiamiento productivo en condiciones no onerosas y; c) favorezca su integración como proveedores de bienes intermedios y servicios para los grandes conglomerados que dominan la industria. Sin embargo, las Pymes representan aproximadamente el 70-80% de los empleos en el país, por lo que su precariedad ha redundado en menores niveles de inversión productiva y empleo, profundizando tendencia hacia el estancamiento crónico de la economía nacional
 
Neoliberalismo y crimen organizado: la emergencia del Estado Narco en México
 
En las economías periféricas como la de México, la legitimidad del Estado no se basa en el fetichismo de la mercancía y el dinero, como en los países del capitalismo central; la difusión de las relaciones de cambio es incompleta y específica. A diferencia del centro, la penetración de las relaciones mercantiles y la dominación del modo de producción capitalista en la periferia no implicaron necesariamente la disolución de las relaciones sociales de producción preexistentes (Assadourian et al., 1973)[13]. Estas relaciones fueron más bien sometidas a un proceso de deconstrucción/adaptación según las exigencias impuestas por la valorización del capital, pero sin transmutarse necesariamente en relaciones mercantiles capitalistas. En consecuencia, el campo histórico de clases sociales es profundamente heterogéneo. El fetichismo de la mercancía no funciona plenamente, lo que no permite que las relaciones de explotación capitalista aparezcan y se realicen como relaciones de intercambio de equivalentes. La "interiorización" de estas relaciones por los agentes sociales es así parcial y defectuosa (ver recuadro:“Algunas referencias sobre la teoría de la "derivación" del Estado”).
 
Algunas referencias sobre la teoría de la "derivación" del Estado
 
En un trabajo de investigación pasado, Pierre Salama y Gilberto Mathias (1983) establecieron dos niveles de abstracción para analizar el Estado y el gobierno. El primero, más elevado, se sitúa en el nivel de las categorías definidas por Marx: mercancía–valor–dinero–capital. Cada una de estas categorías se deduce –o más exactamente se “deriva”– de la precedente. Cada una se comprende a la ayuda de aquélla que la antecede, pero sólo puede existir si la siguiente ha sido definida. Se trata de una deducción lógica y no histórica. Estos autores mostraron que, para ser completa esta deducción, es necesario hacer seguir la categoría "capital" de la de "Estado". Esta definición del Estado como "abstracción real" –deduciendo el Estado y su naturaleza de clase de la categoría capital– ha sido calificada de escuela "derivacionista" (ver Holloway y Piccioto, 1978). Según esta escuela, el capital y el Estado están orgánicamente vinculados: la expansión de las relaciones capitalistas de producción se realiza directa e indirectamente gracias al Estado. El mercado no preexiste al Estado y la intervención de este último no se limita a compensar las deficiencias del mercado. Del mismo modo, el Estado capitalista no preexiste al mercado. El segundo nivel es el de los regímenes políticos, su legitimidad y su racionalidad.
Al asumir la hipótesis de la generalización de la forma-mercancía, las relaciones de intercambio mercantil entre los individuos parecen ser de igualdad. Por consiguiente, se dice que están fetichizadas: las relaciones de explotación y de dominación de clase son camufladas por esta relación de aparente igualdad entre los agentes sociales, ya sean empresarios o asalariados. Este fenómeno constituye el fundamento de la legitimación del poder estatal. Sin embargo, la generalización de la mercancía es una hipótesis fuerte. El mundo de la no-mercancía también existe, particularmente en los países periféricos subdesarrollados. En ellos, la base de la legitimidad está constituida por una amalgama entre la legitimidad derivada del fetichismo mercantil y la legitimidad no-mercantil, reposando sobre el fondo cultural de cada sociedad, él mismo en constante evolución.
En las economías actualmente semi-industrializadas, el modo de aparición particular del capital y del asalariado, sus condiciones específicas de existencia, hacen en efecto aún menos pertinente la hipótesis de la generalización de la forma-mercancía en la base de esta sucesión de categorías. No son tanto los modos de producción anteriores que "dan a luz" al capital en el dolor, sino la dominación y la inserción de estos países por las economías centrales en la economía-mundo, proceso que históricamente se realizó a través de la violencia.
 
 
En consecuencia, el fetichismo de la mercancía no constituye una base sólida y homogénea para garantizar la legitimidad del poder. A esta interiorización parcial y defectuosa de las relaciones de cambio por los sujetos sociales, corresponde entonces una interiorización frágil y superficial de la democracia formal burguesa. Por lo tanto, el Estado capitalista periférico debe buscar en su propio bagaje cultural (en la tradición, la religión, el nacionalismo, e incluso en la violencia) los contenidos legitimantes necesarios para asegurar un mínimo de consenso social. Paralelamente, los procesos de acumulación del capital en estas sociedades se acompañan a menudo de modalidades extensivas de explotación de la fuerza de trabajo (plusvalía absoluta), asociadas a bajos niveles de remuneración salarial y a mecanismos de pauperización que tienden a debilitar aún más el fetichismo de la mercancía: el trabajo no aparece como una mercancía enteramente pagada por el salario y, por consiguiente, la naturaleza explotadora del sistema queda al descubierto.
Además, los efectos deslegitimantes de la actual crisis económica en México y el fracaso de los "automatismos del mercado" preconizados por la ideología neoliberal profundizan la falta de legitimidad del Estado, convirtiéndose en un obstáculo para la esperada recuperación económica y agravando mayormente el déficit de racionalidad existente. La ausencia relativa del "Estado Social", que podría de alguna manera atenuar las desigualdades sociales y la pobreza, actúa en el mismo sentido. De hecho, la liberalización de la economía ha erosionado la capacidad de intervención del Estado, tanto en la reproducción del capital nacional como en la reproducción de la fuerza de trabajo lo que, en el caso de México, se ha acentuado a raíz de la inserción del país en el esquema del NAFTA.
Por lo tanto, el Estado en México se ha convertido principalmente en un vector de reproducción del capital de los países centrales[14], especialmente el de Estados Unidos, a través de la adopción de políticas neoliberales que han favorecido la instauración del actual régimen de acumulación secundario-exportador.
El déficit de legitimidad que enfrenta el Estado mexicano no puede entonces ser resuelto en el marco de un régimen político dominado por la ideología neoliberal y los intereses del capital transnacional (incluido el tráfico de drogas), y que ha renunciado en los hechos a intervenir activamente en la economía nacional. A su vez, esto ha resultado en la profundización del déficit de racionalidad que ha sufrido durante más de tres décadas. Así, cada vez más sectores de la población ven en la economía de la droga una fuente alternativa de ingresos para mejorar su nivel de vida, así sea a costa de sus propias vidas o de su libertad. Este fenómeno está en proceso de constituir una tendencia hacia cierta legitimación del tráfico de drogas, lo que erosiona mayormente los últimos vestigios de legitimidad que le restan al Estado, favoreciendo al mismo tiempo la aparición de anti-valores que socavan la cohesión social.
Por otro lado, la corrupción y la impunidad, endémicas en México a lo largo de su historia, han alcanzado niveles sin precedentes, debilitando aún más el tejido social e institucional del país. Se ha operado de hecho una interiorización del fenómeno de la corrupción por parte de los agentes sociales, que la viven como algo normal, como un elemento más de su existencia cotidiana. Además, la hasta ahora fallida transición a la democracia formal burguesa y la crisis de representatividad que vive el sistema político, han ocasionado en la población la pérdida de credibilidad en las instituciones y el desencanto por los partidos políticos de cualquier signo. Así, el “Estado de derecho” es sólo una ficción en la actual sociedad mexicana, la cual es testigo y víctima a la vez de un Estado que se expresa a través de un régimen político autoritario, represivo y sin legitimidad. El Estado aparece así, sin mediaciones, como un instrumento directo del capital y de la oligarquía en el poder. En este sentido, la reducción del Estado a la sola expresión de los intereses de la clase dominante es, a la vez la causa y la consecuencia de la emergencia en fuerza del narcotráfico.
Este vacío de legitimidad se traduce en que el ciudadano mexicano no se reconoce a sí mismo como parte del Estado (es decir como miembro de una comunidad –ciertamente ilusoria– de ciudadanos libres y jurídicamente iguales entre sí), sino como sujeto pasivo de explotación económica y sometido a una relación coercitiva y arbitraria de dominación política de clase, que se le impone caprichosamente como un poder de facto por encima de la ley y las instituciones.
En este contexto de crisis orgánica reside la base material de la enorme capacidad de corrupción y penetración del crimen organizado en las instituciones y los aparatos del poder público en México, convirtiendo al país en un caso paradigmático (Astorga, 1996). Dicha crisis expresa una profunda parálisis funcional del Estado (Montero, 2012: 8), tanto en su función de regeneración del capital (lo que ha conducido a un déficit creciente de racionalidad) como en su función de legitimación[15]. Esto se ha traducido en la pérdida de consenso social del gobierno en turno (el de Felipe Calderón hasta diciembre de 2012) y, por consiguiente, en el estallido de la violencia social en todo el país.
A partir de los ochentas se han agravado las tendencias hacia la hipertrofia del llamado sector informal[16] y hacia el crecimiento de los flujos migratorios de mano de obra indocumentada hacia América del Norte; fenómenos que constituyen hoy por hoy las únicas válvulas de escape para una economía mexicana sin perspectivas de crecimiento en el corto y mediano plazos. El NAFTA, al no contemplar mecanismos equitativos y justos para hacer frente a las corrientes migratorias existentes en la región, ha contribuido, por omisión, a la criminalización de la migración indocumentada.
En las últimas décadas, el crecimiento de la informalidad ha ido de la mano del crecimiento exponencial del crimen organizado. El ejército de desocupados ha engrosado las filas de los cárteles del narcotráfico, esparcidos en todo el territorio nacional. Los mismos controlan por igual, además del tráfico de estupefacientes, el tráfico de armas, la trata de personas (prostitución, trabajo forzado, trabajo infantil), el secuestro, la extorsión, el juego, el contrabando de artículos “pirata”, el robo de vehículos, etcétera. Su enorme capacidad de corrupción y penetración de los aparatos e instituciones del Estado a nivel local, regional y nacional (Rivelois, 1999: 11-19), así como el control que ejercen sobre regiones y zonas enteras del país, constituyen un enorme desafío al Estado mexicano. La presencia del crimen organizado en la vida político-administrativa y la economía de México, queda de manifiesto en las alianzas y complicidades que los cárteles mantienen con funcionarios gubernamentales del más alto al más bajo nivel (Rodríguez García, 2012).
Esto está bien ilustrado por el pacto secreto de no agresión, aún en vigor, que tuvo lugar en julio de 2008 entre Joaquín "El Chapo" Guzmán (líder del cártel de Sinaloa, el más importante del país y tal vez del mundo) y Juan Camilo Mouriño, ministro del Interior (secretario de Gobernación) del gobierno de F. Calderón, que murió seis meses después en circunstancias ("accidente" de aviación) que no han sido hasta la fecha completamente aclaradas. A cambio, Guzmán habría proporcionado información que habría ayudado a la captura o eliminación de capos rivales. Este acuerdo es una muestra de la doble moral del gobierno de Calderón, quien declaró una guerra sin tregua al tráfico de drogas, protegiendo al mismo tiempo al cártel de Sinaloa (Reveles, 2010: 83-87).
Mención especial merecen los vínculos del crimen organizado con representantes de la clase empresarial en los diversos sectores de la economía y las finanzas y en todas las regiones y ciudades del país. Este es el caso, entre otros muchos, de Casa de Cambio Puebla, empresa dedicada al "lavado" de dinero procedente del tráfico de drogas, a través de la cual Joaquín "Chapo" Guzmán compró al menos 13 aviones para el transporte de cocaína colombiana a México. Entre sus accionistas fundadores se encuentran los empresarios Eusebio San Martín Fuente, Julián García Carrera y Eugenio Pérez Gil, este último ex-director general de TAMSA, empresa transnacional que produce tubos de acero para la industria petrolera (Reveles, 2010: 50-53). Este es también el caso del banco transnacional británico HSBC, cuya filial en México fue acusada recientemente en los EE.UU. de "lavado" de dinero[17].
En relación a la complicidad de los cárteles de la droga con funcionarios gubernamentales y representantes de la llamada "clase política", se han ventilado en los tribunales y/o en la prensa, entre otros, los casos de Fidel Herrera (PRI), ex–gobernador de Veracruz (Carrasco Araizaga, 2010), Leonel Godoy (PRD), ex–gobernador de Michoacán (El Universal, 30 de noviembre de 2011), Emilio González (PAN), actual gobernador de Jalisco (Cobián y Osorio, 2011), y Tomás Yarrington (PRI), ex–gobernador de Tamaulipas (Reforma, 29 de agosto de 2012).
Es precisamente a través de las estructuras corporativistas y clientelistas heredadas del viejo régimen que se procesa la colusión de poderes públicos y privados con el narcotráfico y el crimen organizado. En ambos lados de la frontera y más allá de la misma, dichos agentes sociales, independientemente de su nacionalidad u origen social, participan y se benefician de este rentable negocio global que es la economía de la droga (Vellinga, 2004).
Esta relación simbiótica entre el Estado y el crimen organizado ha alterado[18] las relaciones sociales de producción en el seno del régimen de acumulación en vigor. Esto ha llevado a la aparición de una nueva forma de Estado en México: el Estado narco[19]. El régimen político neoliberal, expresión fenoménica de este último, muestra de hecho una penetración sistemática del tráfico de drogas en todos los gobiernos, en particular a partir de la presidencia de C. Salinas de Gortari (Smith, 1997: 135-136). Esta omnipresencia del crimen organizado en los diferentes niveles de la sociedad mexicana también ha dado lugar a una alteración de las relaciones de dominación política de clase, modificando al mismo tiempo las relaciones de dependencia y dominación que vinculan al Estado mexicano con el conjunto de Estados/nación en el ámbito internacional.
A diferencia de otros países de América Latina y el mundo subdesarrollado, que padecen como México de estructuras corporativistas y clientelistas en el marco de Estados de derecho inexistentes o inacabados, México se ha convertido en un Estado narco no sólo debido a la ausencia del imperio de la ley y/o a la crisis del modelo neoliberal, sino también por el hecho de su contigüidad geográfica con EE.UU., el mercado de drogas más grande del mundo; país al que lo atan numerosos vínculos económicos, políticos, sociales y culturales.
Como se verá más adelante, el actual régimen político mexicano[20] puede ser visto como la conjunción simultánea de las contradicciones que surgen de la actual dinámica de la acumulación de capital (nacional y global) y las contradicciones de clase tal como se manifiestan en la esfera política. El régimen político neoliberal, negando en los hechos la universalidad del Estado, comporta al mismo tiempo una tendencia hacia su desintegración en tanto que Estado capitalista y representa una barrera para re-creación continua de la forma-Estado como poder abstracto e impersonal, es decir, de todos y de nadie (Pasukanis, 1970), constituyéndose en una forma social aberrante (el Estado narco) al servicio de una economía mafiosa (Buscaglia, González-Ruiz, Prieto Palma, 2006).
El desgaste del viejo régimen nacionalista revolucionario, así como una correlación de fuerzas sociales de clase desfavorable a los trabajadores a raíz de la crisis, permitieron la entronización de un grupo de tecnócratas (“educados” en universidades anglosajonas e impregnados por la ideología neoliberal) en las más altas esferas del gobierno, actuando como operadores de una “modernización” del país acorde con los intereses del capitalismo global y de la plutocracia mexicana. Sin embargo, lejos de avanzar hacia una verdadera democratización de la vida pública (por lo menos de acuerdo a los cánones de la democracia liberal burguesa), el nuevo régimen adoptó sin empacho las prácticas autoritarias y represivas del viejo régimen.
La differentia specifica entre el anterior y el nuevo régimen político en México, reside fundamentalmente en sus respectivas concepciones del Estado y su intervención en la economía, así como en los intereses de clase ocultos en los discursos político-ideológicos que les sirven de soporte. Sin embargo, su común denominador lo constituyen el corporativismo, el autoritarismo y el clientelismo heredados del viejo régimen, pero refuncionalizados de acuerdo a las exigencias de la liberalización económica y de la valorización del capital transnacional, incluido el del narcotráfico (Rivelois, 1999: 16-17). El corporativismo y el clientelismo han sido también reestructurados de acuerdo a una redistribución más o menos organizada de las ganancias de la droga entre los actores involucrados en la cadena de corrupción sistémica, pero bajo la sombra de las contradicciones que oponen a los cárteles en su despiadada lucha por los mercados y los territorios dentro y fuera del país (Morris, 2010).
Este nuevo relacionamiento entre lo económico y lo político, instaurado en México a raíz del surgimiento del actual régimen político, ha llevado a una aparente dualidad en el patrón de supuesta “racionalidad” del Estado. Por una parte, ha favorecido la valorización y regeneración del capital global, particularmente del capital transnacional instalado en el país, consolidando la emergencia del modelo de acumulación basado en la apertura externa. Pero, por otra parte, ha erosionado las bases de la economía nacional, estrechando aún más el mercado interno, debilitando el aparato productivo doméstico y profundizando el estancamiento productivo crónico. La financiarización creciente de la economía, particularmente a raíz de la desnacionalización de la banca, no ha hecho sino agravar el déficit de racionalidad en la intervención económica del Estado.
En suma, los rasgos más sobresalientes del actual régimen político mexicano son:

1) La presencia omnímoda del narcotráfico y del crimen organizado en los diversos aparatos e instituciones del poder público, principalmente en el sistema judicial[21], la policía[22], el ejército[23], así como en los distintos niveles de gobierno (nacional, estatal y local). Los nexos del narcotráfico con la clase empresarial y la “clase política” se expresan también en la dualidad de roles y funciones de sus respectivos agentes sociales. El régimen político constituye así el lugar de articulación del poder del narco;

2) Como resultado del déficit de legitimación existente, el régimen político neoliberal mexicano mantiene una autonomía relativa restringida con relación a la oligarquía dominante, particularmente frente a su fracción hegemónica, el capital transnacional, y frente a los Estados Unidos y su gobierno, el cual ha impuesto al gobierno mexicano los términos de su política de lucha contra el tráfico de drogas (Olson, Shirk, Selee, 2010). En consecuencia, el poder público y las instituciones del Estado aparecen ante los agentes sociales como instrumentos al servicio del bloque en el poder (incluido el crimen organizado como fracción del capital total), y no como un aparato de poder público e impersonal al servicio de la sociedad entera;

3) Una política sistemática de traslación de riqueza nacional y recursos públicos a manos privadas mediante (corrupción de por medio) diversas vías, de las cuales las más importantes han sido la privatización, abierta o disfrazada, de las empresas públicas, el rescate bancario, la reprivatización de la banca y el desmesurado crecimiento de la deuda pública, externa pero sobre todo interna[24]. En ese sentido se tiene también la bursatilización de pasivos gubernamentales, la creación de múltiples fideicomisos alimentados con recursos públicos pero sustraídos a todo intento de auditoría y supervisión, así como la enajenación a bajo precio de los recursos naturales de la nación en beneficio de actores privados, particularmente extranjeros (petróleo, gas natural, minería, paraísos turísticos, etcétera);

4) Una política de desvalorización acelerada del capital variable (en el sentido que le da Marx a la masa salarial), con el objetivo de contrarrestar la caída de la tasa media de ganancia por vía de trasladar el costo de la crisis a los trabajadores (Kato Maldonado, 2008). Esta política tiene como componentes principales la precarización del empleo, la contención salarial, el desempleo masivo, la represión laboral y sindical, así como la extracción de plusvalía absoluta mediante una mayor intensidad del trabajo;

5) El uso de la corrupción y la impunidad (Beittel, 2011) como mecanismos regulares y cotidianos de acumulación del capital y de redistribución del ingreso en favor de la alianza oligárquica de clases dominantes, incluido el narco y todos los partidos políticos existentes en México, independientemente de su filiación político-ideológica[25];

6) El predominio de la finanza internacional y de las actividades financieras especulativas legales e ilegales (“lavado” de dinero en primer término), en detrimento del crédito para financiar la inversión productiva, así como el crecimiento de economías rentistas como las relativas a la explotación de los recursos petroleros[26] y el narcotráfico.

Las relaciones sociales de producción se han visto profundamente alteradas por la presencia activa del narcotráfico y el crimen organizado en la vida económica, política y social del país. El secuestro, la extorsión y la inseguridad pública han afectado seriamente la relación entre los capitales numerosos, perjudicando particularmente a las pequeñas y medianas empresas. Así, la "narcotización" de la economía y la política en México ha desalentado nuevas inversiones, lo que ha exacerbado los niveles de desempleo e informalidad existentes. Además, las extorsiones a las Pymes han aumentado sus "costos de transacción", con efectos adversos sobre su rentabilidad, especialmente en las industrias que producen para el mercado interno (alimentos, ropa, calzado y, en general, bienes de consumo no duradero). Esto ha llevado a los empresarios a buscar una mayor explotación de la mano de obra por la vía de una intensificación del trabajo. A nivel de la relación salarial, la baja en el empleo y la caída en el poder adquisitivo de los salarios han deteriorado las condiciones de producción y reproducción de la fuerza de trabajo, obligándola a migrar al país del norte o a ubicarse en la informalidad, engrosando muchas veces las filas de los cárteles de la droga.
En el caso del sector agrícola (Maldonado Aranda, 2010), la siembra de opiáceos y mariguana en grandes extensiones de tierra bajo la protección de los traficantes de drogas, así como el clima de inseguridad provocado por su presencia, han afectado la producción de otros cultivos destinados a la alimentación humana o a su uso industrial. Este fenómeno ha alterado las relaciones intersectoriales en el seno de la economía mexicana, elevando los costos de producción industriales por la vía del alza de los precios de las materias primas de origen agrícola. Ha encarecido también el costo de la vida debido al alza de precios de los alimentos. El resultado: baja de la tasa general de ganancia, al tiempo que contribuye a la pérdida de la autosuficiencia alimentaria del país y a la profundización de la dependencia externa.
La presencia del narco en los circuitos monetario-financieros a través del “lavado” de dinero, fomenta el rentismo y la especulación financiera en detrimento de la inversión productiva[27]. Durante los años 2000, los embarques de cocaína sudamericana con destino a los Estados Unidos aumentaron significativamente, como resultado del incremento de las actividades de intermediación de los cárteles mexicanos (Celaya Pacheco, 2009). La masa de dinero procedente de la venta de drogas, es “lavada” a través de circuitos financieros establecidos con ese propósito entre bancos ubicados en México y bancos estadounidenses. Estos últimos se encargan de canalizarla a inversiones especulativas en el sistema financiero internacional (Smith, 2010). Sólo una pequeña parte del capital-dinero obtenido por el narcotráfico es destinada a inversión productiva o social en aquellas regiones en donde los cárteles tienen producción de droga y/o una base social en determinados sectores de la población.
 
Conclusión
 
El Estado periférico mexicano, a diferencia de los Estados del capitalismo central, no refleja la universalidad de intereses que funda el carácter abstracto e impersonal del Estado capitalista en general (Pasukanis, 1970); el mismo aparece más bien como el instrumento particular de grupos de poder fáctico que se disputan la hegemonía al interior de una oligarquía facciosa y voraz, de la cual forman parte desde luego los diversos cárteles de la droga. En consecuencia, su legitimidad no descansa, como en los países capitalistas desarrollados, en la generalización de las relaciones de cambio (fetichismo de la mercancía y del dinero) o en su subproducto: el ejercicio de la democracia representativa formal. El consenso social se basa más bien en contenidos políticos, sociales y culturales muy heterogéneos, desprendidos del pasado histórico y/o del campo inmediato de fuerzas sociales de clase, como el corporativismo y el clientelismo del viejo régimen nacionalista revolucionario o, como en la coyuntura actual, en la violencia y la represión institucionalizadas.
Esta situación ha conducido a una tensión permanente, en el seno del régimen político, entre la exteriorización de las determinaciones esenciales de todo Estado capitalista (Hirsch, 1978) y la expresión particularista de los intereses de la clase empresarial (incluido el narco) y de la “clase política” enquistada en los aparatos del poder público. El “Estado de derecho” aparece así como algo inacabado o abiertamente inexistente, y la democracia representativa burguesa como una ficción, como un remedo de democracia dominada por el clientelismo y la corrupción. El resultado ha sido la emergencia de una nueva forma de Estado capitalista periférico en México: el Estado Narco.
 
Bibliografía
 
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[1] Siguiendo a Salama (1979), la instancia estatal la analizamos en tres diferentes niveles de abstracción/concreción: a) como forma general del Estado capitalista; b) como régimen político o forma fenoménica del Estado; c) como gobierno concreto de un régimen político determinado. La unidad de estos tres niveles de existencia del Estado constituye su realidad concreta en tanto que relación social de dominación de clase.
[2] El tráfico de droga representa, según algunas estimaciones, un 3,6% del PIB en México (ver La Jornada, 16 de abril de 2012, p. 20). Pero se ha convertido al mismo tiempo en un obstáculo para la reproducción de los capitales numerosos y del capital en general, dado su comportamiento rentista, el carácter especulativo de sus flujos de inversión (“lavado” de dinero) y el clima de inseguridad pública y violencia engendrado por su ilegal modus operandi.
[3] Una "maquiladora" o "maquila" es una planta que está exenta de derechos de aduana con el fin de producir a un menor costo manufacturas ensambladas en México, generalmente administrada por empresas estadounidenses o de otros países interesados. Es el equivalente latinoamericano de zonas de procesamiento para la exportación (export processing zone, EPZ, en inglés). http://definition.dictionarist.com/maquiladora
[4] El verdadero objetivo de esta política es el de permitir el libre flujo de capitales, premisa necesaria para la valorización y repatriación de las ganancias de la inversión extranjera.
[5] La estrechez del mercado interno en México, aun cuando constituye un obstáculo para la rentabilidad del capital de las empresas domésticas (sobre todo para aquéllas no exportadoras), no es un problema para la rentabilidad del capital de las empresas transnacionales y los conglomerados locales orientados hacia los mercados globales y los sectores urbanos de alto poder adquisitivo. Por consiguiente, la viabilidad del régimen de crecimiento en México no se ve comprometida por un mercado interno reducido; la plusvalía se realiza fundamentalmente en los mercados globales. Sin embargo, esta viabilidad es eventualmente amenazada por la crisis en estos mercados.
[6] El banco central de México ha contribuido a la consolidación de esta "economía de casino", al mantener un enorme nivel de reservas internacionales (más de 156 mil millones de dólares a junio de 2012), con el fin de "dar confianza" a los capitales atraídos por la rápida expansión de este mercado especulativo.
[7] Sin embargo, existen a este respecto diferencias significativas entre México y Brasil. La desindustrialización “precoz" de Brasil durante la década de los 2000 se acompañó de un crecimiento económico relativamente elevado, mientras que en el caso de México su economía permanece sumida hasta la fecha en un estancamiento productivo crónico. Brasil fue capaz de contrarrestar el impacto negativo de su desindustrialización “precoz” gracias al crecimiento de la producción y las exportaciones de sus productos agrícolas, con precios internacionales a la alza. En contraste, México no pudo beneficiarse del boom de los precios agrícolas de los últimos años debido a una agricultura en crisis estructural desde los sesentas, fenómeno que al contrario le ha perjudicado.
[8] Según el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), para 2011 la generación de empleos informales en la economía mexicana ha superado a la creación de empleos formales, alcanzando una cifra de 13,5 millones contra 13,2 millones de estos últimos.
[9] Sin embargo, algunos países latinoamericanos como Brasil y Argentina, han experimentado en el curso de los años 2000 una reprimarización de sus economías, las cuales han aprovechado el alza de los precios de los bienes agrícolas derivada de la crisis agroalimentaria mundial, aumentando la producción y exportación de estos bienes con ayuda de “tecnologías de punta”.
[10] Estos sectores no son compartimentos estancos, sino que existe entre ellos una relación simbiótica de subordinación/dominación que permite la transferencia de valores desde el primero al segundo a través de diferenciales de precios y salarios. El tratamiento diferencial del Estado hacia estos dos sectores juega también en esa dirección.
[11] Uno de los principales problemas del sector industrial en México es el del endeudamiento privado. Esto ha obligado a los conglomerados nacionales a buscar "alianzas estratégicas" con el capital transnacional para sobrevivir, pero a costa de su subordinación a éste y de la desnacionalización del aparato productivo del país.
[12] De acuerdo con el INEGI (Instituto Nacional de Estadística y Geografía), en los últimos cinco años la tasa de desempleo aumentó en un 40%.
[13] En México, la economía campesina y la comunidad indígena han sobrevivido a la penetración mercantil capitalista, operándose un proceso de adaptación a ésta a través de nuevas formas sociales y/o de formas híbridas como el ejido.
 
[14] Sin embargo, a diferencia de México, otros países latinoamericanos como Brasil, Argentina, Venezuela y Bolivia han avanzado en los últimos años en la búsqueda y construcción de proyectos alternativos de desarrollo nacional. Estos proyectos se basan en correlaciones de fuerzas sociales de clase favorables a los trabajadores y en una menor dependencia vis-à-vis los Estados Unidos, lo que ha llevado a la aparición de nuevos regímenes políticos relativamente más nacionalistas y democráticos.
[15] Para estos conceptos ver Salama, 1979.
[16] Diversas estimaciones señalan que el sector informal representa entre el 40% y el 50% del PIB en México, proporción que está en progresión de forma alarmante. Un análisis del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (ITESM), indica que el número de empleos formales permanentes creados entre 2006 y 2011 fue de sólo 899 mil, en tanto que más de 2 millones de personas ingresaron al sector informal en este mismo periodo.
[18] Según nosotros, la alteración o el trastrocamiento de las relaciones sociales de producción y dominación de clase constituye el criterio fundamental teórico para caracterizar el surgimiento de una nueva forma de Estado.
[19] El concepto de Estado narco expresa la convergencia de dos lógicas aparentemente divergentes, pero en el fondo muy similares. Para un enfoque original de la analogía existente entre, por un lado, la construcción de los Estados/nación y la práctica de la guerra y, por el otro, el crimen organizado, ver el trabajo de Tilly (1985).
[20] El carácter de un régimen político determinado obedece, según Salama (1979: 246), a tres factores interrelacionados: a) la dinámica del régimen de acumulación en vigor, tanto a nivel nacional como mundial; b) la correlación existente de fuerzas sociales de clase y; c) la expresión a nivel político de las diferentes fracciones del capital. Sobre esta base, podemos definir el actual régimen político mexicano como un régimen neoliberal tecnocrático, autoritario y corporativista.
[21] La corrupción generalizada en el sistema judicial mexicano se agrava en relación con el tráfico de drogas, donde la impunidad es casi absoluta. Sólo uno de cada tres "narcos" capturados durante el sexenio de Calderón recibió una sentencia condenatoria. http://www.zocalo.com.mx/seccion/articulo/sentenciados-solo-1-de-cada-3-narcos
[22] Este es el caso, entre otros, de Noé Ramírez Mandujano, subprocurador de Justicia (con rango de viceministro de Estado) encargado de la SIEDO (Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada), que en noviembre de 2008 fue detenido y acusado de connivencia con el narcotráfico.
[23] Este fenómeno, de conocimiento público de larga data, volvió a salir a la luz con la detención, en mayo de 2012, del General de División Tomás Ángeles Dauahare (subsecretario de Defensa durante los dos primeros años del gobierno de Calderón) y otros tres oficiales militares de alto rango, acusados de colusión con el cártel de los hermanos Beltrán Leyva (Carrasco Araizaga, 2012).
[24] Según datos de la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP), en junio de 2006 la deuda neta total (interna y externa) del sector público federal era equivalente al 20% del PIB, pasando a representar, en junio de 2012, el 32% del mismo (estimado para ese año). En 2006 la deuda pública interna representaba un 63% de la deuda total, pasando a un 69.5% de la misma en 2012.
[25] La corrupción se ha manifestado también, aunque con menor frecuencia e intensidad, en el seno de los partidos de izquierda como el PRD (Partido de la Revolución Democrática), lo que se evidenció, entre otros casos, en el affaire Bejarano. Ver Proceso, "Sin fuero, Bejarano enfrentará acusaciones", 4 de marzo de 2004.
[26] Fenómeno que ha conducido a la “petrolización” de las finanzas públicas (40% de los ingresos públicos provienen de los impuestos a PEMEX) y a un déficit fiscal crónico, ante la incapacidad del régimen de gravar de manera progresiva a los estratos más ricos de la población y a los grandes conglomerados empresariales, particularmente los transnacionales.
[27] Por supuesto, no es el capital especulativo proveniente del tráfico de drogas lo que explica la baja tasa de crédito para la inversión productiva en la economía mexicana, sino la financiarización de la economía en su conjunto (Perrotini, 2008).
 

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