28/03/2024

Capital simbólico y clases sociales

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Introducción
 
En esta breve pero densa pieza, escrita para un número especial del journal L’Arc dedicado al historiador medieval Georges Duby (cuya gigantesca obra Bourdieu admiraba y se basaba por su escrupulosa genealogía de la estructura mental y social de la tríada feudal de caballero, cura y campesino[1]), Bourdieu resume y clarifica la tesis central de La distinción en el momento en que estaba completando su libro. Este artículo es valorable por (1) exponer directamente la concepción de Bourdieu de la “doble objetividad” del mundo social y resaltar la constitución recursiva de estructuras sociales y mentales; (2) acentuar la capacidad performativa de las formas simbólicas y sus múltiples niveles de implicación en luchas sociales sobre y a través de las divisiones sociales; (3) sugerir paralelismos seductores y diferencias obstinadas entre el “estructuralismo genético” de Bourdieu y tanto la visión literaria de Marcel Proust como la microsociología marginalista de Erving Goffman –dos de sus favoritos “pares antagonistas”. En resumen,  este artículo ilumina cómo Bourdieu mezcló el materialismo sensual de Marx, las enseñanzas sobre clasificación de Durkheim (extendidas por Cassirer), y las ideas de Weber sobre jerarquías de honor en un modelo sociológico de clase totalmente propio.
 
Loïc Wacquant
Noviembre de 2012
 
Ser noble es desaprovechar; es una obligación de aparecer; es estar sentenciado, bajo pena de degradación, al lujo y al gasto. Incluso hasta diría que esta tendencia a la prodigalidad se afirmó a sí misma a comienzos del siglo XIII como una reacción al ascenso social de los nuevos ricos. Para distinguirte de los canallas, debes desclasarlos mostrando que eres más generoso que ellos. El testimonio de la literatura es conclusivo en este punto: ¿qué opone al caballero del advenedizo? El último es tacaño, mientras que el primero es noble porque gasta todo lo que tiene, alegremente, y porque se está ahogando en deuda.
Georges Duby, Hommes et structures du Moyen Âge, 1973.
 
                     
Cualquier emprendimiento científico de clasificación debe tener en cuenta el hecho de que los agentes sociales aparecen objetivamente caracterizados por dos órdenes diferentes de propiedades: por un lado, por propiedades materiales que, empezando con el cuerpo, pueden ser numeradas y medidas como cualquier otro objeto del mundo físico; y, por el otro lado, por propiedades simbólicas que están fijadas a través de una relación con sujetos capaces de percibirlas y evaluarlas y que demandan ser aprovechadas de acuerdo con su lógica específica. Esto implica que la realidad social es apta para dos lecturas diferentes: por un lado, aquellos que se arman con un uso objetivista de estadísticas para establecer distribuciones (en el sentido estadístico y también económico), esto es, expresiones cuantificadas de la asignación de una cantidad definida de energía social, captadas a través de “indicadores objetivos” (es decir, propiedades materiales), entre un gran número de individuos competitivos; y, por otro lado, aquellos que se esfuerzan para descifrar significados y descubrir las operaciones cognitivas a través de las cuales los agentes las producen y descifran.
El primer enfoque intenta capturar una “realidad” objetiva casi inaccesible para la experiencia común y para traer a la luz “leyes”, esto es, relaciones significantes –significantes en el sentido de no-aleatorias– entre distribuciones. El segundo enfoque no toma como su objeto la “realidad” misma, sino las representaciones que los agentes forman de ella y de la completa “realidad” de un mundo social concebido, a la manera de los filósofos idealistas, como “deseo y representación”. El primero, que reconoce la existencia de una “realidad” social “independiente de la consciencia individual y el deseo”,  lógicamente basado en construcciones de la ciencia sobre un quiebre con representaciones mundanas del mundo social (las “pre-nociones” durkheimianas). El último, que reduce la realidad social a la representación que los agentes tienen de ella, lógicamente toma como su objeto el conocimiento primario del mundo social[2]: un mero account of accounts, como lo expresa Garfinkel, esta “ciencia” que toma como su objeto otra “ciencia”, la que los agentes sociales utilizan en su práctica, no puede más que documentar datos de un mundo social que, al final del análisis, sería nada más que el producto de la mente, esto es, estructuras lingüísticas.
En contraposición con los físicos sociales, la ciencia social no puede ser reducida a un registro de las (usualmente continuas) distribuciones de indicadores materiales de las diferentes especies de capital. Sin siquiera caer en un account of accounts, debe integrar en el  conocimiento (académico) del objeto el conocimiento (práctico) que los agentes (los objetos) tienen del objeto. Dicho de otra manera, debe brindar el conocimiento (académico) de la escasez y el conocimiento práctico que los agentes adquieren en la competencia por bienes escasos produciendo divisiones individuales o colectivas que no son menos objetivas que las distribuciones establecidas por las hojas de balance de los físicos sociales.
El problema de la clase social ofrece una oportunidad especialmente propicia para aprehender la oposición entre estas dos perspectivas. De hecho, el aparente antagonismo entre aquellos que buscan probar la existencia de clases y quienes desean negarla; de ese modo revelan concretamente que en las clasificaciones se juega una lucha, esconde una oposición más importante sobre la teoría del conocimiento del mundo social. Los primeros, que, para satisfacer sus propósitos, se aferran al punto de vista de la física social, buscan construir clases sociales sólo como construcciones heurísticas o categorías estadísticas arbitrariamente impuestas por el investigador que así introduce discontinuidad en una realidad continua. Los últimos, buscan fundamentar la existencia de clases sociales en la experiencia de los agentes: procuran establecer que los agentes reconocen la existencia de clases diferenciadas de acuerdo a su prestigio, que pueden asignar individuos a estas clases basadas en un criterio más o menos explícito, y que estos individuos se piensan a sí mismos como miembros de clases.
La oposición entre la teoría Marxista, en la forma estrictamente objetivista que asume frecuentemente, y la teoría Weberiana que distingue entre clases sociales y grupos de status [Stand], definidos como tales por aquellas propiedades simbólicas que conforman el estilo de vida, constituye a su vez otra forma, meramente ficticia, de esta alternativa entre objetivismo y subjetivismo: por definición, los estilos de vida realizan su función de distinción sólo para los sujetos inclinados a reconocerse como tales y la teoría Weberiana de los grupos de status es muy cercana a todas aquellas teorías subjetivistas de clases, tales como la de Warner, que incluye estilos de vida y representaciones subjetivas en la constitución de las divisiones sociales.[3] Pero el mérito de Max Weber reside en el hecho que, lejos de presentarlas como mutuamente excluyentes, como lo hacen la mayoría de sus comentaristas americanos y en particular sus epígonos, une estas dos concepciones opuestas, poniendo así la cuestión de la doble raíz de la división social, en la objetividad de las diferencias materiales y en la subjetividad de las representaciones. Sin embargo, le da a esta cuestión, y de esa manera la envuelve, una solución ingenuamente realista distinguiendo dos “tipos” de grupos que sólo son dos modos de existencia de cualquier grupo.
La teoría de las clases sociales debe, entonces, trascender la oposición entre teorías objetivistas que identifican clases (sea por sus propósitos de demostrar per absurdum que no existen) con grupos discretos, meras poblaciones que pueden ser numeradas y separadas por límites objetivamente inscriptos en la realidad, y teorías subjetivistas (o, si se prefiere, teorías marginalistas) que reducen el “orden social” a un tipo de clasificación colectiva obtenida por la agregación de clasificaciones individuales o, más precisamente, por las estrategias individuales, clasificadas y clasificantes, en las que los agentes se clasifican a ellos mismos y a otros.
El desafío propuesto por aquellos que utilizan el argumento de la continuidad de distribuciones para negar la existencia de las clases sociales es apuntado hacia aquellos que intentan tomarlo como una apuesta absurda y una estafa. En efecto, no deja opción más que confrontar indefinidamente los recuentos contradictorios de las clases sociales enumeradas en los trabajos de Marx o preguntar las estadísticas que resuelven esta inmensa parva de paradojas de nuevas formas de la paradoja de la “parva de granos” que trae a colocación[4], en la mismísima operación donde revela diferencias y nos permite rigurosamente medir su magnitud, borrando las barreras entre ricos y pobres, burguesía y pequeña burguesía, habitantes rurales y urbanos, jóvenes y viejos, residentes de los suburbios y del centro de la ciudad, y demás. Las trampas cierran despiadadamente sobre aquellos que, en el nombre del marxismo, proclaman hoy, con cara imperturbable, como resultado de la contabilización positivista, que la pequeña burguesía contabiliza “como máximo 4.311.000”. [5]
Los sociólogos de la continuidad, de los cuales la mayoría son “puramente teóricos” –en el mismísimo sentido común que ellos pronuncian no están basados en ninguna validación empírica– ganan en cada turno cambiando la carga de la prueba experimental a sus adversarios. Es suficiente entonces para refutarlos evocando a Pareto, cuya autoridad ellos comúnmente alegan:
 
uno no puede trazar una línea para separar de manera absoluta al rico del pobre, los propietarios de la tierra o el capital industrial de los trabajadores. Varios autores pretenden trazar desde este hecho la consecuencia que, en nuestra sociedad, uno no puede hablar significativamente de una clase capitalista, ni oponer la burguesía a los trabajadores (Pareto, 1972).
 
Esto equivale a decir, continúa Pareto, que no existen mayores porque no sabemos a qué edad, o en qué etapa de la vida, comienza la vejez.
Reduciendo el mundo social a la representación que algunos forman mediante  la representación que otros proveen o, más precisamente, a la agregación de representaciones (mentales) que cada agente se forma de las representaciones (teatrales) que otros le dan, se pasa por alto el hecho de que las clasificaciones subjetivas están basadas en la objetividad de una clasificación que no es reducible a la clasificación colectiva obtenida de resumir clasificaciones individuales: el “orden social” no está formado sobre la base de órdenes individuales, en el sentido de un voto o precio de mercado.[6]
La condición de clase que capturan las estadísticas sociales a través de diferentes indicadores materiales de la posición en la relación de producción o, más precisamente, de las capacidades para la apropiación material de instrumentos de producción material o cultural (capital económico) y de las capacidades para la apropiación simbólica de estos instrumentos (capital cultural), determina, directa o indirectamente, a través de la posición que reciben de clasificaciones colectivas, las representaciones que cada agente forma de su posición y sus estrategias de “presentación de sí mismo” (como dice Goffman), es decir, la escenificación de su posición que él mismo despliega. Esto puede ser mostrado incluso en el más desfavorable de los casos, tanto en el universo de la clase media americana, con sus múltiples y revueltas jerarquías descriptas por el interaccionismo simbólico, como en el imitado caso representado por el mundo del esnobismo y las ferias como describe Marcel Proust.[7]Estos universos sociales dedicados a estrategias de distinción y pretensión proveen una despareja aproximación al universo por las que el “orden social”, resultante de un tipo constante de creación, sería en cada momento el resultado provisional y continuamente revocable de una lucha de clase reducida a una lucha de clasificación, a una confrontación entre estrategias simbólicas intentando modificar posiciones manipulando las representaciones de posiciones, como aquellas que consisten, por ejemplo, en negar  distancias (pareciendo “simples”, haciéndose uno mismo “accesible”) para reconocerlas mejor o, por el contrario, para reconocerlas con ostentación para negarlas (como con una variante del juego de Schmiel descripto por Eric Berne). [8]
Este espacio Berkeliano, donde todas las diferencias podrían ser reducidas al pensamiento de diferencias, donde las únicas distancias serían aquellas que uno “toma” o “abraza”, es el sitio de las estrategias que siempre tiene como su principio la búsqueda de asimilación o desasimilación: pantomima, tratando de identificarse con grupos marcados como superiores porque se reputan como tal, o snob, peleando para distinguirse uno mismo de grupos identificados como inferiores (de acuerdo con la famosa definición, “un snob es una persona que desprecia a todo aquel que no lo desprecia”).  Forzar el camino de uno a través de puertas de grupos que están ubicados más alto, más “cerrados”, más “selectos”, para cerrar las propias puertas a más y más gente: ésta es la ley del mundo del “crédito”. El prestigio de una feria dependerá del rigor de sus exclusiones (uno no puede admitir dentro de su lugar a una persona de poca reputación sin perder la propia reputación) y de la “cualidad” de las personas invitadas, lo que es medido por la cualidad de las ferias que los invitan: los altibajos del mercado de acciones para los valores sociales, recordado por publicaciones socialistas, son medidas por estos dos criterios, esto es, por un universo de matices infinitesimales, que llaman a una mirada crítica. En un universo donde todo es clasificado, y por consiguiente clasificante –los lugares, por ejemplo, donde uno debiera ser visto como restaurantes de moda, competencia de salto a caballo, lecturas públicas, exhibiciones; los shows que uno debiera haber visto, Venecia, Florencia, Bayreuth, el ballet ruso; finalmente los lugares aislados como las ferias y clubes privados– un perfecto máster de clasificaciones (que los árbitros de la elegancia se apresuran a creer pasados de moda ni bien se convierten en lugares demasiado comunes) es indispensable obtener el mayor grito para las inversiones de la propia sociedad y, como mínimo, evitar ser identificado con grupos cuyos valores han caído. Somos clasificados por nuestros principios de clasificación: no son sólo Odette y Swann, quienes saben cómo nombrar el “nivel de chic” de una cena simplemente leyendo la lista de invitados, sino también  Charlus, Madame Verdurin, y el Primer Presidente en vacaciones en Balbec que tienen diferentes clasificaciones, que los clasifican al mismo momento que piensan que son clasificantes. Y esto ocurre infaliblemente porque nada varía más claramente con la posición de uno en las clasificaciones que la propia visión de las clasificaciones.
Sería peligroso, sin embargo, aceptar como es la visión del “mundo” que ofrece Proust, aquella del “pretendiente” que ve el “mundo” como un espacio a ser conquistado, en la manera de Madame Swann cuyas salidas siempre son expediciones riesgosas, comparadas en algún punto con la guerra colonial. Para el valor de individuos y grupos no es una función directa del trabajo de la alta sociedad de los snobs en el grado sugerido por Proust cuando escribe: “Nuestra personalidad social es una creación del pensamiento de los otros”.[9] El capital simbólico de aquellos que dominan la alta sociedad, Charlus, Bergotte o el Duque de Guermantes, no depende solamente de desdenes y denegaciones, de expresiones de “frescura” o ansias, de marcas de reconocimiento y testimoniales de descrédito, de muestras de respeto o desprecio, en resumen, del juego completo de juzgamiento recíproco. Es cuando la forma sublimada tomada por tan planas realidades objetivas como aquellas registradas por los físicos sociales, castillos o tierra, títulos de propiedad, de nobleza o de aprendizaje superior, que éstas son transfiguradas por la percepción encantada, mistificada y cómplice que define el esnobismo propiamente (o, en un nivel diferente, la pretensión de la pequeña burguesía). Las operaciones de clasificación se refieren no sólo a las claves de juicios colectivos, sino también a las posiciones en distribuciones que dicho juicio colectivo ya narra. Las clasificaciones tienden a abrazar las distribuciones, por lo tanto tienden a reproducirlas. El valor social, como crédito o descrédito, reputación o prestigio, respetabilidad u honorabilidad, no es el producto de las representaciones que los agentes realizan o forman, y el ser social no es meramente un ser-percibido. 
Los grupos sociales, y en especial las clases sociales, existen dos veces, por así decirlo, y lo hacen previo a la intervención de la mirada científica misma: existen en la objetividad del primer orden, aquella que es registrada por la distribución de propiedades materiales; y existen en la objetividad de segundo orden, aquella de las clasificaciones contrastadas y las representaciones producidas por agentes sobre la base de un conocimiento práctico de estas distribuciones como las expresadas en los estilos de vida. Estos dos modos de existencia no son independientes, aun cuando las representaciones disfrutan de una autonomía definida con respecto a las distribuciones: la representación que los agentes forman de su posición en el espacio social (así como la representación de la misma que ellos construyen –en el sentido jerárquico, como en Goffman) es el producto de un sistema de esquemas de percepción y apreciación (habitus) que es él mismo el producto encarnado de una condición definida por una posición definida en distribuciones de propiedades materiales (objetividad I) y de capital simbólico (objetividad II), y que toma en cuenta no sólo las representaciones (que obedecen las mismas leyes) que otros tienen de esta posición y cuya agregación define al capital simbólico (comúnmente designado como prestigio, autoridad, etc.), sino también la posición en distribuciones simbólicamente retraducidas como estilo de vida.
Mientras se rehúsa a garantizar que las diferencias existen sólo porque los agentes creen o hacen creer a otros que existen, nosotros debemos admitir que las diferencias objetivas, inscriptas en propiedades materiales y en los beneficios diferenciales que proveen, son convertidas en distinciones reconocidas en y a través de representaciones que los agentes forman y realizan de ellas. Cualquier diferencia que sea reconocida, aceptada como legítima, funciona por el mismísimo hecho como un capital simbólico proveyendo una prueba de distinción. El capital simbólico, conjuntamente con las formas de prueba y poder que asegura, existe sólo en la relación entre propiedades distintas y distintivas, como el cuerpo adecuado, lenguaje, vestimenta, muebles interiores (cada uno de los cuales recibe su valor de su posición en el sistema de propiedades correspondientes, siendo este sistema referido objetivamente al sistema de posiciones en distribuciones), y los individuos o grupos dotados con esquemas de percepción y apreciación que los predispone a reconocer (en el doble sentido del término) estas propiedades, esto es, a constituirse en estilos expresivos, transformadas e irreconocibles formas de posiciones en relaciones de fuerza.
No hay una sola práctica de propiedad (en el sentido de objeto apropiado) característica de una manera particular de vida a la que no se le pueda dar un valor distintivo como una función de un principio de pertenencia socialmente determinado y por lo tanto expresa una posición social. La prueba es que el mismo aspecto “físico” o “moral”, por ejemplo, un cuerpo flaco o gordo, una piel oscura o clara, el consumo o rechazo de alcohol, pueden ser dados valores (posicionales) opuestos en la misma sociedad en diferentes épocas o en diferentes sociedades.[10] Para que una práctica o propiedad funcione como un signo de distinción, es suficiente que sea puesta en relación con una u otra práctica o propiedad entre aquellas que pueden ser prácticamente sustituidas por ella en un universo social dado, y por tanto que pueda ser ubicada nuevamente en el universo simbólico de prácticas y propiedades que, funcionando de acuerdo a la lógica específica de sistemas simbólicos, aquel de la brecha o distancia diferencial, retraduce diferencias económicas en marcas distintivas, signos de distinción, o estigma social. El símbolo de distinción, arbitrario como el signo lingüístico, recibe las determinaciones que lo hacen aparecer como necesario en la conciencia de agentes sólo desde su inserción en las relaciones de oposición constitutivas del sistema de marcas distintivas que es característica de una formación social dada. Esto explica que, siendo esencialmente racional (la mismísima palabra de distinción lo expresa bien), símbolos de distinción, que pueden variar ampliamente dependiendo de las capas sociales a las cuales son opuestos, no obstante son percibidas como los atributos innatos de una “distinción natural”. Lo que propiamente caracteriza los símbolos de distinción, sean tanto los estilos de hogares como su decoración, o la retórica de un discurso, los “acentos” lingüísticos o el corte y color de una prenda, modales de mesa o disposiciones éticas, reside en el hecho que, dada su función expresiva son, como fueron, doblemente determinadas: están determinadas, primero, por su posición en el sistema de signos distintivos y, segundo, por la relación bi-unívoca de correspondencia que obtiene entre aquel sistema y el sistema de posiciones en la distribución de bienes. Por lo tanto, cada vez que sean tomadas como socialmente pertinentes y legitimadas como una función de un sistema de clasificación, las propiedades acabarán siendo sólo bienes materiales expuestos a entrar en intercambios y a beneficios de rendimiento material para convertirse en expresiones, signos de reconocimiento que signifiquen y adquieran valor a través del conjunto completo de brechas o distancias [écarts] en relación a otras propiedades –o no-propiedades. Las propiedades encarnadas o cosificadas entonces funcionan como una especie de lenguaje primordial, a través del cual somos hablados más de lo que lo hablamos, a pesar de todas las estrategias de presentación de uno mismo.[11] Cualquier distribución desigual de bienes y servicios tiende por lo tanto a ser percibido como un sistema simbólico, esto es, como un sistema de marcas distintivas: distribuciones, tales como las de automóviles, lugares de residencia, deportes, juegos de mesa, etcétera, son, para la percepción común, demasiados sistemas simbólicos dentro de los cuales cada práctica (o no-práctica) recibe un valor. La suma de estas distribuciones socialmente pertinentes boceta el sistema de estilos de vida, el sistema de distancias diferenciales engendradas por el gusto y apropiadas por el gusto como signos de buen o mal gusto y, por lo mismo, como títulos de nobleza capaces de traer un beneficio o distinción tanto mayores cuando su escasez relativa es más alta o como una marca de infamia.
La teoría objetivista de clases sociales reduce la verdad de las clasificaciones sociales a la verdad objetiva de estas clasificaciones, olvidando inscribir en la definición completa del mundo social la primera verdad contra la cual fue construida (la cual vuelve a exigir una práctica política orientada por esta verdad objetiva, so pretexto de aquellos obstáculos que debe superar continuamente para poder imponer una visión del mundo social conforme a esa teoría). La objetivación científica está completa sólo cuando está también aplicada a la experiencia que la obstaculiza. Y la teoría adecuada es aquella que integra la verdad parcial capturada por el conocimiento objetivista y la verdad específica a la experiencia primaria como el (más o menos permanente y total) error de reconocimiento de esa verdad, esto es, el conocimiento desencantado del mundo social y el conocimiento de reconocimiento como la cognición encantada o mistificada de la cual es el objeto en la experiencia primaria.
El error de reconocimiento de los fundamentos reales de las diferencias de los principios de su perpetuación es lo que hace al hecho que el mundo social no es percibido como el sitio de conflicto o competencia entre grupos dotados con intereses antagónicos sino como un “orden social”. Cada reconocimiento es no reconocimiento: cada tipo de autoridad, y no sólo aquella que se impone a sí misma a través de comandos, sino aquella que es considerada sin tener que ser considerada, aquella que es considerada natural y que está sedimentada en el lenguaje, un comportamiento, modos, un estilo de vida, o incluso en cosas (cetros y coronas, heroínas y trajes en otras épocas, autos lujosos y oficinas espléndidas hoy en día), descansa en una forma de creencia primitiva, más profunda y más imborrable que lo que comúnmente transmitimos por esa palabra. Un mundo social es un universo de presuposiciones: los juegos y las bases que propone, las jerarquías y las preferencias que impone, en resumen el ensamble de condiciones de adhesión tácitas, es tomado por seguro por aquellos que pertenecen a él y que está cargado de valor en los ojos de aquellos que quieren ser de él, todo esto descansa en el fondo del acuerdo entre las estructuras del mundo social y las categorías de percepción que constituyen la “doxa” o, a decir de Husserl, la proto doxa, una percepción del mundo social natural y dada por sentada.[12] El objetivismo, que reduce las relaciones sociales a sus verdades objetivas sobre las relaciones de fuerza, olvida que esta verdad puede ser representada por un efecto de mala fe colectiva y de la percepción encantada que las transfigura en relaciones de dominación, autoridad y prestigio legítimas.
Cualquier capital, cualquiera sea la forma que asuma, ejerce una violencia simbólica tan pronto como es reconocido, esto es, mal reconocimiento en su verdad como capital, y se impone como una autoridad pidiendo por reconocimiento. El capital simbólico no sería nada más que otra manera de designar lo que Max Weber llama carisma si él, que sin dudas ha entendido mejor que nadie que la sociología de la religión es un capítulo de la sociología de poder (y no uno menor), atrapado en/maniatado por la lógica de tipologías realistas, no ha hecho del carisma una forma particular de poder en lugar de verlo en una dimensión de ningún poder, esto es, otro nombre para la legitimidad como el producto de reconocimiento o no reconocimiento, o de la creencia (éstas son tan cuasi-sinónimos) “en virtud de qué personas que ejercen autoridad están dotadas de prestigio”. La creencia es definida por el mal reconocimiento del crédito que otorga su objeto y que agrega a los poderes que este objeto tiene sobre él, nobleza, buena voluntad, reputación, notoriedad, prestigio, honor, renombre, o hasta un don, talento, inteligencia, cultura, distinción, gusto –tantas proyecciones de creencia colectiva que la creencia cree que descubre en la naturaleza de sus objetos. El esnobismo o las pretensiones son las disposiciones de creyentes que están siempre obsesionados por el miedo de una grieta, de un desliz de error de juicio y de cometer un pecado contra el buen gusto e inevitablemente dominados por los poderes trascendentes a los que renuncian por el mero hecho de reconocerlos, arte, cultura, literatura, alta moda u otros fetiches de la alta sociedad,[13] y por los recipientes de estos poderes, aquellos árbitros arbitrarios de la elegancia –diseñadores de moda, pintores, escritores o críticos– meros productos de la creencia social que ejerce un poder real sobre los creyentes, sea el poder para consagrar objetos materiales transfiriendo sobre ellos lo sagrado colectivo o el poder para transformar las representaciones de aquellos que delegan su poder a ellos. La creencia es una adhesión que ignora que trae a la luz aquello a lo que adhiere; no sabe, o no quiere saber, que todo lo que hace por el encanto intrínseco de su objeto, su carisma, no es más que el producto de incontables operaciones de crédito y descrédito, todos igualmente inconscientes de su verdad, que son realizadas en el mercado de bienes simbólicos y materializadas en símbolos oficialmente reconocidos y garantizados, signos de distinción, formas de consagración, y certifica el carisma como títulos de nobleza o credenciales de escuela, marcas “cosificadas” de respeto recurriendo a formas de respeto, con brillo y ceremonia, cuyo efecto es expresar no sólo la posición social de uno sino también el reconocimiento colectivo que se le ha otorgado por el mero hecho de permitirle hacer una pantalla pública de su importancia. En contraposición con la pretensión, derivar de una discrepancia entre la importancia que el sujeto se otorga a él mismo y aquella que el grupo le otorga, entre lo que el “se permite a sí mismo” y lo que se le es permitido, entre las pretensiones y ambiciones legítimas, la autoridad legítima asegura y se impone por el sólo hecho de no tener nada más que hacer que existir para imponerse.[14]
Como una operación de alquimia social, la transformación de cualquier especie de capital en capital simbólico, como las posesiones legitimas fundadas sobre la naturaleza de su poseedor, siempre presupone una forma de trabajo, un visible gasto (que no necesita ser visible) de tiempo, dinero y energía, una redistribución que es necesaria para asegurar el reconocimiento de la distribución, en la forma de reconocimiento otorgado por el que recibe al que, estando mejor situado en la distribución, está en una posición para dar, un reconocimiento de no endeudamiento que es también un reconocimiento de valor.[15] El estilo de vida es la principal y, tal vez hoy, la más fundamental de estas manifestaciones simbólicas, vestimenta, muebles o cualquier otra propiedad que, funcionando de acuerdo a la lógica de pertenencia y exclusión, crea diferencias en capital (entendido como la capacidad de apropiarse de bienes escasos y sus beneficios correspondientes) visibles bajo una forma tal que escapan a la brutalidad injustificada del hecho, datum brutum, mera insignificancia o pura violencia, para acceder a esta forma de mal reconocimiento y violencia denegada, que es por lo tanto afirmada y reconocida como legítima, es decir violencia simbólica.[16] De más decir que el “estilo de vida” y la “estilización de vida” transfiguran las relaciones de fuerza en relaciones de significado, en un sistema de signos que, siendo “definidos”, como dice Hjelmslev, “no positivamente por sus contenidos, sino negativamente por sus relaciones con los demás términos del sistema”[17], están predispuestos por una especie de armonía preexistente a expresar el propio ranking en las distribuciones: aunque ellos derivan su valor de su posición en un sistema de oposiciones y no son más que lo que otros no son, los estilos de vida –y los grupos que distinguen– parecen no tener otro fundamento más que la disposición natural de sus portadores, como esta distinción que se dice “natural”, aunque –las palabras lo dicen– existe sólo en y a través de sus relaciones de contraposición con otro, disposiciones más “comunes”, esto es, estadísticamente más frecuentes. Con la distinción natural, el privilegio contiene su propia justificación. La legitimación de la teatralización que siempre acompaña el ejercicio de poder se extiende a todas las prácticas, y especialmente a consumos que no necesitan ser inspirados por la búsqueda de distinción, como la apropiación material y simbólica de trabajos de arte, que parecen tener como único problema las disposiciones de una persona en su singularidad irremplazable. Como los símbolos religiosos para otros modos de dominación, los símbolos del capital cultural, cosificado y encarnado, contribuye a la legitimación de la dominación y el propio arte de vivir de quienes tienen el poder contribuye al poder que lo hace posible en la medida que sus condiciones reales de posibilidad permanezcan ignoradas y como es percibido, no sólo como la manifestación legítima de poder, sino como la justificación de legitimidad.[18] “Los grupos de status” basados en “estilos de vida” no son, como cree Weber, una especie de grupo diferente a las clases, sino clases denegadas, o si uno prefiere, sublimadas y por tanto clases legitimadas.
 
 
Bibliografía
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Introducción, traducción y comentarios de Loïc Wacquant. [LW version del 10/04/2012, revisado 14/08/2012 – Introduction del 14/11/2012] © Pierre Bourdieu/Loïc Wacquant * A aparecer en Journal of Classical Sociology, primavera de 2013. Traducción de María Luján Veiga.
 
[1] Véase Georges Duby, The Three Orders: Feudal Society Imagined. University of Chicago: Chicago, 1982 [1978].
[2] Considerando aquí solamente esta forma de física social (representada, por ejemplo, por Durkheim) que coincide con la cibernética social para admitir que realmente sólo puede ser conocida por el desarrollo de instrumentos lógicos de clasificación, no intentamos negar la especial afinidad entre energías sociales y la inclinación positivista para construir clasificaciones tanto como particiones arbitrarias “operacionales” (como las categorías etarias o los estratos de ingresos) o como roturas “objetivas” (delimitadas por las discontinuidades en distribuciones o inflexiones de curvas) que uno únicamente debe registrar. Sólo deseamos acentuar que la alternativa fundamental se opone, no a la “perspectiva cognitiva” y conductista (o cualquier otra forma de análisis social mecanicista), sino a las relaciones hermenéuticas de significado y una mecánica de relaciones de fuerza.
[3]  W. Lloyd Warner, Social Class in America: The Evaluation of Status (New York: Harper & Row, 1960).
[4]  N de T: La paradoja de una pila es una de varias “Sorite puzzles” formulada por Eubulides de Miletus (350 AC), el estudiante de Sócrates y fundador de la Megarian school of logic. También es conocida como “argumento poco a poco”: ya que un grano de trigo no hace una pila, entonces dos granos tampoco, entonces tampoco lo hacen miles de granos. La premisa es cierta pero la conclusión es falsa dado que la indeterminación afecta los predicados.
[5]  N de T: Bourdieu alude aquí al libro de Christian Baudelot, Roger Establet y Jacques Malemort, La petite bourgeoisie en France (Maspéro: París, 1974), en el que los autores, usando una definición estrictamente objetivista de clase basada en la fuente de ingreso propia, desarrollan un esquema contable Bizantino permitiéndoles contabilizar a la pequeña burguesía.
[6]  Consideré una expresión particularmente típica de esta marginalidad social, adaptada para su uso de la metáfora: “Cada individuo es responsable por la imagen de comportamiento de sí mismo y diferentes imágenes de otros, para que un hombre sea expresado por completo, los individuos deben amarrar manos en una cadena de ceremonia, cada uno dando diferencialmente con comportamientos apropiados para con el que está a la derecha que será recibido diferencialmente del que está a la izquierda” (Goffman, 1958: 484).
[7] Erving Goffman, The Presentation of Everyday Life (Penguin: New York, 1990, orig. 1958) y Marcel Proust, Remembrance of Things Past (Wordsworth: Londres, 2006 [1913-1937]).
[8] Eric Berne, Games People Play (Ballantine Books: New York, 1964) es un análisis transaccional de la estructura de interacción social y las motivaciones detrás de ellas con la conducción de un psiquiatra.
[9] Marcel Proust, A la recherche du temps perdu, Gallimard: París, (La Pléiade: París, Vol. 1, pág. 19; traducido como Remembrance of Things Past, Vol. 1, Wordsworth: Londres, 2006), y Goffman (“The Nature of Deference and Demeanor,” art. cit.): “El individuo debe confiar en los demás para completar su propia imagen.”
[10] Joseph Gusfield muestra, en un libro verdaderamente hermoso (Symbolic Crusade: Status Politics and the American Temperance Movement, University of Illinois Press: Urbana and London, 1968), cómo la abstinencia, que era el símbolo por excelencia de la membresía en la burguesía de la América del siglo XIX, fue progresivamente repudiada, entre los mismos círculos sociales, a favor de un consumo moderado de alcohol que se ha vuelto un elemento de un nuevo, más “relajado”, estilo de vida.
[11] La lengua en sí misma siempre habla, además de lo que dice, de la posición social del hablante (hay incluso momentos donde no transmite nada más), debido a la posición que ocupa –lo que Troubetzkoy llama su “estilo expresivo”– en el sistema de estos estilos [N de T: véase Nicolai Trubetzkoy, Principles of Phonology, University of California Press: Berkeley, CA, 1969, un libro que Bourdieu ha traducido al francés para la serie “Le sens commun” que dirigió en Editions de Minuit].
[12]  Véase Edmund Husserl, Ideas Pertaining to a Pure Phenomenology and to a Phenomenological Philosophy. First Book: General Introduction to a Pure Phenomenology (Martinus Nijhoff, The Hague, 1983 [1913]), capítulo 4.
[13]  Pierre Bourdieu y Yvette Delsaut, “Le couturier et sa griffe: contribution à une théorie de la magie”. En: Actes de la recherche en sciences sociales 1, no. 1 (Fall, 1975), pp.. 7-36.
[14]  Cada agente debe, en cada momento, tener en cuenta el precio que recoge en el mercado de bienes simbólicos y que define a lo que puede acceder (es decir, entre otras cosas, lo que puede  aspirar y lo que puede apropiarse legítimamente en un universo donde todos los bienes son en sí mismo jerarquizados). El sentido del valor fiduciario (que en algunos universos, como el campo intelectual o artístico, puede ser la fuente de valor vendida) guía estrategias que, para ser reconocidas, deben estar vinculadas justo al nivel correcto, ni muy alto (pretensión) ni muy bajo (vulgaridad, falta de ambición), y en particular las estrategias de disimilación de y asimilación en otros grupos que pueden, dentro de ciertos límites, jugar con distancias reconocidas. (Mostré en otro lugar cómo el “envejecimiento” del artista es, por un lado, un efecto de incrementar en capital simbólico y de su correspondiente evolución de ambiciones legítimas). Pierre Bourdieu, “The Invention of the Artist’s Life”. En: Yale French Studies 73 ([1975] 1987), pp.. 75-103.
[15] En sociedades precapitalistas, este trabajo de transmutación se impone con especial rigor debido al hecho que la acumulación de capital simbólico es frecuentemente la única forma de acumulación, de hecho y por ley. Generalmente, cuanto más alta la censura de las manifestaciones directas del poder del capital (económico o incluso cultural), más capital debe ser acumulado en la forma de capital simbólico.
[16] Cuanto más débil el grado de familiaridad mutual, las operaciones más comunes de clasificación deben confiar en simbolismos para inferir posición social: en villas o ciudades pequeñas, el juicio social puede basarse en un conocimiento comprensivo de las más determinantes características económicas y sociales. En contraste, en encuentros anónimos y ocasionales de la vida urbana, el estilo y el gusto sin dudas contribuyen en una moda mucho más decisiva para guiar el juzgamiento social y las estrategias desarrolladas en interacciones. En este contraste, ver Pierre Bourdieu, The Ball of Bachelors: The Crisis of Peasant Society in Béarn. University of Chicago Press: Chicago, [2002] 2008].
[17] La cita es en realidad de Ferdinand de Saussure, Cours de linguistique générale (Paillot: París, 1968), pág. 162 (trans. Course In General Linguistics, Mc-Graw Hill: New York, 1965). Esta proposición fue luego más desarrollada por Hjelmslev and the Linguistic Circle of Copenhagen, ver Louis Hjelmslev, Prolegomena to a Theory of Language (University of Wisconsin Press: Madison, [1943] 1961).
[18] Esto implica que el análisis del campo de poder como el sistema de posiciones de poder no puede ser separado del análisis de las propiedades (en los dos sentidos) de los agentes que ocupan esas posiciones y de la contribución que estas propiedades traen a la perpetuación del poder a través de efectos simbólicos que ejercen.

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