Introducción de Miguel Vedda.
Trad y notas de Carola Pivetta.
Ediciones Gorla
Buenos Aires, 2012, 304 págs.
En 1925, Walter Benjamin presentó el estudio Origen del Trauerspiel alemán para su trabajo de habilitación a la docencia universitaria. No obstante el rechazo de la solicitud, el libro fue publicado tres años más tarde. Clave para ordenar una obra de apariencia heterodoxa y fragmentaria como de tan vasta recepción, la tesis no sólo condensa las intuiciones fundamentales de la obra precedente –como la filosofía del lenguaje y de la historia– sino que además anticipa desarrollos ulteriores, más tarde recuperados desde una perspectiva resuelta ya en el materialismo.
El ademán del joven filósofo intenta dar cuenta –en diatriba tanto con el positivismo como con el idealismo– de un sentido trascedente de verdad sin abandonar el dominio de lo empírico. Su religiosidad secular y mundana, forjada al calor del contacto –llegaron a ser grandes amigos– generado en los años precedentes con Gershom Sholem, opera como telón de fondo en la elaboración de sus presupuestos cognitivos: si reconfigura las condiciones de posibilidad de la experiencia sobre un ejercicio de “no violencia” en relación con los objetos, es decir, en un esfuerzo por deshacer el subjetivismo de la conciencia que conoce, al mismo tiempo rehabilita un lenguaje que, en sintonía con la teología, recupera la esencia indescriptible de la verdad, apresada por el utilitarismo de la modernidad.
Pues se trata de un ajuste de cuentas del autor con sus presupuestos teóricos: el prefacio al libro no es otra cosa que una crítica del conocimiento. No sólo una conjura frente a la reducción a mera teoría gnoseológica que el neokantismo de esos años hizo de la filosofía del autor de La crítica de la razón pura, sino también una rehabilitación de la forma ensayística, y del tratado, frente a la exposición sistemática more geometrico de la verdad.
Como señala Miguel Vedda en la Introducción: “La teoría del conocimiento postulada por Benjamin supone […] un ensimismamiento en el objeto, a fin de ascender de la mera intención (Meinen) del conocimiento al saber (Wissen) de la verdad; a diferencia de lo que ocurre en una realidad cosificada, en la que el mundo natural y el social asumen la apariencia de haber sido creados para el hombre, la verdad postulada por Benjamin corresponde a una existencia que excede al ser humano, y que no accede a quienes procuran violentarla sino tan solo –eventualmente– a aquel que se aproxima a ella con la perspectiva del enamorado”(16). De este modo, y en un ademán que trasciende ciertos tópicos husserlianos, el conocimiento no es posesión ni intencionalidad, sino ensimismamiento. En rigor, si la auténtica filosofía no puede escindirse de la forma de su exposición es justamente porque la búsqueda de la verdad implica un afán por la totalidad y, al mismo tiempo, por lo individual.
En este sentido y por el andarivel de la mística judía, el conocimiento del objeto se une al “nombre”, singular e irreductible, aunque sólo puede legitimarse a partir del fenómeno originario (Ursprungsphänomen), recuperado por Benjamin a partir del Goethe de Simmel, que lejos de ser algo dado, en su desnuda facticidad, inmediatamente a los sentidos sólo puede considerarse en su propio devenir. Se trata –recuerda Vedda– de una construcción que si frente a la mirada individual aparece en forma confusa y degradada, ante la mirada del espíritu, aparece como “una totalidad en la que confluyen la manifestación intuitiva, individual, y la ley universal” (19).
Si –como escribirá unos años más tarde el mismo Benjamin– articular históricamente lo pasado significa apodarse de un recuerdo como fulgura en el instante de un peligro. Pues ese peligro amenaza tanto al acervo de la tradición como a sus receptores. Podemos decir que ambos están hoy a salvo por la cuidada traducción, con anotaciones muy pertinentes para el lector de habla hispana, a cargo de Carola Pivetta y por la Introducción escrita por Miguel Vedda. Pues esta última recorre los tópicos fundamentales que aparecen a lo largo del libro: desde la condena ética de un lenguaje humano secularizado hasta la asunción benjaminiana de la redención política, pasando por una minuciosa exégesis entre los sentidos de tragedia y Trauerspiel, sin desatender las tensiones entre las figuras del monarca y la noción de soberanía, o los conceptos de alegoría y ruina. Doble pertinencia entonces: no sólo nos acerca la ambiciosa propuesta del Trauerspiel, anuda a su vez la emergencia de esa obra con los modos bajo los cuales hoy puede leerse. Brevemente: la sustrae a la tradición del conformismo y, de este modo, la redime. Y nosotros nos redimimos con su lectura.
Julián Fava
Universidad de Buenos Aires