22/12/2024

La ilusión del metacontrol imperial del caos. La mutación del sistema de intervención militar de los Estados Unidos y sus consecuencias para América Latina

Por Beinstein Jorge , ,

 
 
 
 
Las Ilusiones desesperadas generan vida en tus venas.
St. Vulestry
 
La gente cree que las soluciones provienen de su capacidad de estudiar sensatamente la realidad discernible. En realidad, el mundo ya no funciona así. Ahora somos un imperio y, cuando actuamos, creamos nuestra propia realidad. Y mientras tú estás estudiando esa realidad, actuaremos de nuevo, creando otras realidades que también puedes estudiar. Somos los actores de la historia, y a vosotros, todos vosotros, sólo os queda estudiar lo que hacemos.
Karl Rove, asesor de George W. Bush, verano de 2002 1
 
 
1. Origen, auge y agotamiento del keynesianismo militar
 
Conceptos tales como “keynesianismo militar” o “economía de la guerra permanente” constituyen buenos disparadores para entender el largo ciclo de prosperidad imperial de los Estados Unidos: su despegue hace algo más de siete décadas, su auge y el reciente ingreso a su etapa de agotamiento abriendo un proceso militarista-decadente actualmente en curso.
En 1942, Michal Kelecki exponía el esquema básico de lo que posteriormente fue conocido como “keynesianismo militar”. Apoyándose en la experiencia de la economía militarizada de la Alemania nazi, el autor señalaba las resistencias de las burguesías de Europa y Estados Unidos a la aplicación de políticas estatales de pleno empleo basadas en incentivos directos al sector civil y su predisposición a favorecerlas cuando se orientaban hacia las actividades militares2. Más adelante Kalecki ya en plena Guerra Fría describía las características decisivas de lo que calificaba como triángulo hegemónico del capitalismo norteamericano que combinaba la prosperidad interna con el militarismo descripto como convergencia entre gastos militares, manipulación mediática (patriotera, anticomunista) de la población y altos niveles de empleo (cf. Michal Kalecki, 1972).
Esta línea de reflexión, a la que adhirieron entre otros Harry Magdoff, Paul Baran y Paul Sweezy, planteaba tanto el éxito perverso a corto-mediano plazo de la estrategia de “Manteca + Cañones” (“Guns and Butter Economy”) que fortalecía al mismo tiempo la cohesión social interna de los Estados Unidos y su presencia militar global, como sus límites e inevitable agotamiento a largo plazo.
Sweezy y Baran pronosticaban (acertadamente) hacia mediados de los años 1960 que uno de los límites decisivos de la reproducción del sistema provenía de la propia dinámica tecnológica del keynesianismo militar, pues la sofisticación técnica creciente del armamento tendía inevitablemente a aumentar la productividad del trabajo reduciendo sus efectos positivos sobre el empleo (cf. Sweezy & Baran, 1966) y finalmente la cada vez más cara carrera armamentista tendría efectos nulos o incluso negativos sobre el nivel general de ocupación.
Es lo que se hizo evidente desde fines de los años 1990, cuando se inició una nueva etapa de gastos militares ascendentes que continúa en la actualidad, marcando el fin de la era del keynesianismo militar. Ahora, el desarrollo en los Estados Unidos de la industria de armas y sus áreas asociadas incrementa el gasto público causando déficit fiscal y endeudamiento, sin contribuir a aumentar en términos netos el nivel general de empleo. En realidad, su peso financiero y su radicalización tecnológica contribuyen de manera decisiva a mantener altos niveles de desocupación y un crecimiento económico nacional anémico o negativo transformándose así en un catalizador que acelera, profundiza la crisis del Imperio (cf. MacDonald, 2007)
Por otra parte los primeros textos referidos a la llamada “economía de la guerra permanente” aparecieron en los Estados Unidos a comienzos de los años 1940. Se trataba de una visión simplificadora que, por lo general, subestimaba los ritmos y atajos concretos de la historia, pero que hoy resulta sumamente útil para comprender el desarrollo del militarismo en el muy largo plazo. Hacia 1944 Walter Oakes definía una nueva fase del capitalismo donde los gastos militares ocupaban una posición central; no se trataba de un hecho coyuntural impuesto por la Segunda Guerra Mundial en curso, sino de una transformación cualitativa integral del sistema cuya reproducción ampliada universal durante más de un siglo, había terminado por generar masas de excedentes de capital que no encontraban en las potencias centrales espacios de aplicación en la economía civil productora de bienes y servicios de consumo y producción.
La experiencia de los años 1930, como lo demostraba Oakes, señalaba que ni las obras públicas del New Deal de Roosevelt en los Estados Unidos, ni la construcción de autopistas en Alemania nazi, habían conseguido una significativa y durable recuperación de la economía y el empleo: solo la puesta en marcha de la economía de guerra, en Alemania primero y desde 1940 en los Estados Unidos, había logrado dichos objetivos (cf. Oakes, 1944).
En el caso alemán la carrera armamentista terminó con una derrota catastrófica, pero en el caso norteamericano la victoria no llevó a la reducción del sistema militar-industrial sino a su expansión. Al reducirse los efectos de la guerra, la economía de los Estados Unidos comenzó a enfriarse y el peligro de recesión asomó su rostro, pero el inicio de la guerra fría y luego la guerra de Corea (1950) alejaron al fantasma abriendo un nuevo ciclo de gastos militares.
En octubre de 1949 el profesor de la Universidad de Harvard Summer Slichter, de gran prestigio en ese momento, señalaba ante una convención de banqueros: “[La Guerra Fría] incrementa la demanda de bienes, ayuda a mantener un alto nivel de empleo, acelera el progreso tecnológico, todo lo cual mejora el nivel de vida en nuestro país… en consecuencia nosotros deberíamos agradecer a los rusos por su contribución para que el capitalismo funcione mejor que nunca en los Estados Unidos”. Hacia 1954 aparecía la siguiente afirmación en la revista U.S. News & World Report: “¿Qué significa para el mundo de los negocios la Bomba H?: un largo período de grandes ventas que se incrementarán en los próximos años. Podríamos concluir con esta afirmación: La bomba H ha arrojado a la recesión por la ventana”3.
Como lo señalaba a comienzos de los años 1950 T. N. Vance, uno los teóricos de la “economía de la guerra permanente”, los Estados Unidos habían ingresado en una sucesión de guerras que definían de manera irreversible las grandes orientaciones de la sociedad, después de la guerra de Corea solo cabía esperar nuevas guerras (cf. Vance 1950; Vance, 1951).
En su texto fundacional de la teoría, Walter Oakes realizaba dos pronósticos decisivos: la inevitablidad de una tercera guerra mundial que ubicaba hacia 1960 y el empobrecimiento de los trabajadores norteamericanos desde fines de los años 1940, provocada por la dinámica de concentración de ingresos motorizada por el complejo militar-industrial (Oakes, 1944).
Podemos en principio considerar desacertados a dichos pronósticos. No se produjo la tercera guerra mundial aunque se consolidó la Guerra Fría, que mantuvo la ola militarista durante más de cuatro décadas, atravesada por dos grandes guerras regionales (Corea y Vietnam) y una densa serie de pequeñas y medianas intervenciones imperiales directas e indirectas. Cuando se esfumó la Guerra Fría, luego de un breve intermedio en los años 1990 la guerra universal del Imperio prosiguió contra nuevos “enemigos” que justificaban su desarrollo (“guerras humanitarias”, “guerra global contra el terrorismo”, etcétera): la oferta de servicios militares, el “aparato militarista” y las áreas asociadas al mismo creaban, inventaban, su propia demanda.
Tampoco se precipitó el empobrecimiento de las clases bajas de los Estados Unidos; por el contrario, la redistribución keynesiana de ingresos se mantuvo hasta los años 1970, el nivel de vida de los trabajadores y las clases medias mejoró sustancialmente, funcionó la interacción positiva entre militarismo y prosperidad general. A eso contribuyeron varios factores, entre ellos la explotación de la periferia ampliada gracias a la emergencia de los Estados Unidos como superpotencia mundial apuntalada por su aparato militar, el restablecimiento de las potencias capitalistas afectadas por la guerra (Japón, Europa Occidental) que en la nueva era se encontraban estrechamente asociadas a los Estados Unidos y el enorme efecto multiplicador a nivel interno de los gastos militares sobre el consumo, el empleo y la innovación tecnológica. Algunos de estos factores, subestimados por Oakes, habían sido señalados a mediados de los años 1960 por Sweezy y Baran.
Sin embargo la llegada de Ronald Reagan a la Casa Blanca (1980) marcó una ruptura en la tendencia (aunque ya desde los años 1970 habían aparecido los primeros síntomas de la enfermedad), y se inició un proceso de concentración de ingresos que fue avanzando cada vez más rápido en las décadas posteriores.
Entre 1950 y 1980 el 1 % más rico de la población de los Estados Unidos absorbía cerca del 10 % del Ingreso Nacional (entre 1968 y 1978 se mantuvo por debajo de esa cifra) pero a partir de comienzos de los años 1980 esa participación fue ascendiendo y hacia 1990 llegaba al 15 % y cerca del 2009 se aproximaba al 25 %.
Por su parte el 10 % más rico absorbía el 33 % del Ingreso Nacional en 1950, manteniéndose siempre por debajo del 35 % hasta fines de los años 1970, pero en 1990 ya llegaba al 40 % y en 2007 al 50 % (cf. Piketty & Saez, 2012).
El salario horario promedio fue ascendiendo en términos reales desde los años 1940 hasta comienzos de los años 1970 en que comenzó a descender y un cuarto de siglo más tarde había bajado en casi un 20%4. A partir de la crisis de 2007-2008 con el rápido aumento de la desocupación se aceleró la concentración de ingresos y la caída salarial: algunos autores utilizan el término “implosión salarial” (cf. Mishel & Heidi, 2009).
Una buena expresión del deterioro social es el aumento de los ciudadanos estadounidenses que reciben bonos de ayuda alimentaria (“food stamps”), dicha población indigente llegaba a casi 3 millones en 1969 (en plena prosperidad keynesiana), subieron a 21millones en 1980, a 25 millones en 1995 y a 47 millones en 20125.
Mientras tanto los gastos militares no dejaron de crecer, impulsados por sucesivas olas belicistas incluidas en el primer gran ciclo de la guerra fría (1946-1991) y en el segundo ciclo de la “guerra contra el terrorismo” y las “guerras humanitarias” desde fines de los años 1990 hasta el presente (Guerra de Corea, Guerra de Vietnam, “Guerra de las Galaxias” de la era Reagan, Guerra de Kosovo, Guerras de Irak y Afganistán, etcétera).
Luego de la Segunda Guerra Mundial podemos establecer dos períodos bien diferenciados en la relación entre gastos públicos y crecimiento económico (y del empleo) en los Estados Unidos. El primero abarca desde mediados de los años 1940 hasta fines de los años 1960 donde los gastos públicos crecen y las tasas de crecimiento económico se mantienen en un nivel elevado, son los años dorados del keynesianismo militar.
El mismo es seguido por un período donde los gastos públicos siguen subiendo tendencialmente pero las tasas de crecimiento económico oscilan en torno de una línea descendente, marcando la decadencia y fin del keynesianismo: el efecto multiplicador positivo del gasto público declina inexorablemente hasta llegar al dilema sin solución, evidente en estos últimos años de crecimientos económicos anémicos donde una reducción del gasto estatal tendría fuertes efectos recesivos mientras que su incremento posible (cada vez menos posible) no mejora de manera significativa la situación.
Así como el “éxito” histórico del capitalismo liberal en el siglo XIX produjo las condiciones de su crisis, su superador keynesiano también generó los factores de su posterior decadencia.
La marcha exitosa del capitalismo liberal concluyó con una gigantesca crisis de sobreproducción y sobreacumulación de capitales que desató rivalidades interimperialistas, militarismo y estalló bajo la forma de Primera Guerra Mundial (1914-1918). La “solución” consistió en la expansión del Estado, en especial su estructura militar, Alemania y Japón fueron los pioneros.
La transición turbulenta entre el viejo y el nuevo sistema duró cerca de tres décadas (1914-1945) y de ella emergieron los Estados Unidos como única superpotencia capitalista integrando estratégicamente a su esfera de dominación a las otras grandes economías del sistema. El keynesianismo militar norteamericano apareció entonces en el centro dominante de los Estados Unidos: el centro del mundo capitalista. Vance señalaba que “con el comienzo de la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos y el capitalismo mundial entraron en la nueva era de la Economía de la Guerra Permanente” (Vance, 1951). Fue así si lo entendemos como victoria definitiva del nuevo sistema precedida por una compleja etapa preparatoria iniciada en la segunda década del siglo XX.
Su génesis está marcada por el nazismo, primer ensayo exitoso-catastrófico de “keynesianismo militar”: su trama ideológica, que lleva hasta el límite más extremo el delirio de la supremacía occidental, sigue aportando ideas a las formas imperialistas más radicales de Occidente, como los halcones de George W. Bush o los sionistas neonazis del siglo XXI. Por otra parte, estudios rigurosos del fenómeno nazi descubren no solo sus raíces europeas (fascismo italiano, nacionalismo francés, etcétera) sino también norteamericanas (cf. Losurdo, 2006). Aunque luego de la guerra el triunfo de la economía militarizada en los Estados Unidos asumió un rostro “civil” y “democrático”, ocultando sus fundamentos bélicos.
La decadencia del keynesianismo militar encuentra una primera explicación en su hipertrofia e integración con un espacio parasitario imperial más amplio donde la trama financiera ocupa un lugar decisivo. En una primera etapa el aparato industrial-militar y su entorno se expandieron convirtiendo al gasto estatal en empleos directos e indirectos, en transferencias tecnológicas dinamizadoras del sector privado, en garantía blindada de los negocios imperialistas externos, etcétera. Pero con el correr del tiempo, con el ascenso de la prosperidad imperial, incentivó y fue incentivado por una multiplicidad de formas sociales que parasitaban sobre el resto del mundo al mismo tiempo que tomaban cada vez mayor peso interno.
Además el continuo crecimiento económico terminó provocando saturaciones de mercados locales, acumulaciones crecientes de capital, concentración empresaria y de ingresos. El capitalismo norteamericano y global se encaminaba hacia fines de los años 1960 hacia una gran crisis de sobreproducción que provocó las primeras perturbaciones importantes bajo la forma de crisis monetarias (crisis de la libra esterlina, fin del patrón dólar-oro en 1971), luego energéticas (shocks petroleros de 1973-74 y 1979) atravesadas por desajustes inflacionarios y recesivos (“estanflación”).
En las décadas siguientes la crisis no fue superada sino amortiguada, postergada través de la superexplotación y el saqueo de la periferia, la financierización, los gastos militares, etcétera. Todo ello no reinstaló el dinamismo de la postguerra pero impidió el derrumbe, suavizó la enfermedad agravándola a largo plazo.
La tasa de crecimiento real de la economía norteamericana fue recorriendo de manera irregular una línea descendente y en consecuencia sus gastos improductivos crecientes fueron cada vez menos respaldados por la recaudación tributaria. Y al déficit fiscal se le sumó el déficit del comercio exterior perpetuado por la pérdida de competitividad global de la industria.
El Imperio se fue convirtiendo en un mega parásito mundial, acumuló deudas públicas y privadas ingresando en un círculo vicioso ya visto en otros imperios decadentes; el parasitismo degrada al parásito, lo hace más y más dependiente del resto del mundo, lo que exacerba su intervencionismo global, su agresividad militar.
El mundo es demasiado grande desde el punto de vista de sus recursos concretos (financieros, militares, etcétera) pero el logro del objetivo históricamente imposible de dominación global es su única posibilidad de salvación como Imperio. Los gastos militares y el parasitismo en general aumentan, los déficits crecen, la economía se estanca, la estructura social interna se deteriora… lo que Paul Kennedy definía como “excesiva extensión imperial” (cf. Kennedy, 1989) es un hecho objetivo determinado por las necesidades imperiales que opera como una trampa histórica de la que el Imperio no puede salir.
 
 
2. Gastos militares
 
Los gastos militares de los Estados Unidos aparecen subestimados en las estadísticas oficiales. En 2012 los gastos del Departamento de Defensa llegaron a unos 700 mil millones de dólares, si a los mismos se les adicionan los gastos militares que aparecen integrados (diluidos) en otras áreas del Presupuesto (Departamento de Estado, USAID, Departamento de Energía, CIA y otras agencias de seguridad, pagos de intereses, etcétera) se llegaría a una cifra cercana a los 1,3 billones (millones de millones) de dólares (cf. Hellman, 2011). Esa cifra equivale a casi el 9 % del producto Bruto Interno, al 50 % de los ingresos fiscales previstos, al 100 % del déficit fiscal.
Esos gastos militares reales representaron casi el 60 % de los gastos militares globales aunque si les sumamos los de sus socios de la OTAN y de algunos países vasallos extra-OTAN como Arabia Saudita, Israel o Australia se llegaría como mínimo al 75 %6.
A partir del gran impulso inicial en la Segunda Guerra Mundial y el descenso en la inmediata post guerra los gastos militares reales norteamericanos oscilaron en torno de una tendencia ascendente atravesando cuatro grandes olas belicistas: la guerra de Corea a comienzos de los años 1950, la guerra de Vietnam desde los años 1960 hasta mediados de los años 1970, la “guerra de las galaxias” de la era Reagan en los años 1980 y las guerras “humanitarias” y “contra el terrorismo” de la post guerra fría.
El keynesianismo militar del Imperio ha quedado en el pasado, pero la idea de que guerra externa y prosperidad interna van de la mano sigue dominando el imaginario de vastos sectores sociales en los Estados Unidos, son restos ideológicos sin base real en el presente pero útiles para la legitimación de las aventuras bélicas.
Néstor Kirchner, ex presidente de Argentina, reveló en una entrevista con el director Oliver Stone para su documental “South of the Border”, que el ex presidente de los Estados Unidos George W. Bush estaba convencido de que la guerra era la manera de hacer crecer la economía de los Estados Unidos. El encuentro entre ambos presidentes se produjo en una cumbre en Monterrey, México, en enero de 2004, y la versión del presidente argentino es la siguiente: “Yo dije que la solución a los problemas en este momento, le dije a Bush, es un Plan Marshall. Y él se enojó. Dijo que el Plan Marshall es una idea loca de los demócratas y que la mejor forma de revitalizar la economía es la guerra. Y que los Estados Unidos se han fortalecido con la guerra”7.
Recientemente Peter Schiff, presidente de la consultora financiera “Euro Pacific Capital” escribió un texto delirante ampliamente difundido por las publicaciones especializadas cuyo título lo dice todo.” ¿Porque no otra Guerra mundial?”(Schiff, 2010). Comenzaba su artículo señalando el consenso entre los economistas de que la Segunda Guerra Mundial permitió a los Estados Unidos superar la Gran Depresión y que si las guerras de Irak y Afganistán no consiguieron reactivar de manera durable a la economía norteamericana se debe a que “dichos conflictos son demasiado pequeños para ser económicamente importantes”.
Si enfocamos el análisis en la relación entre gastos militares, PBI y empleo constataríamos lo siguiente: los gastos militares pasaron de 2800 millones de dólares en 1940 a 91 mil millones en 1944 lo que impulsó al Producto Bruto Interno nominal de 101 mil millones de dólares en 1940 a 214 mil millones en 1944 (se duplicó solo en cuatro años), la tasa de desocupación apenas bajó del 9 % en 1939 al 8 % en 1940 pero en 1944 había caído al 0,7 %, el primer salto importante en los gastos militares se produjo entre 1940 y 1941 cuando pasaron de 2800 millones de dólares a 12700 millones equivalentes al 10 % del PBI (cf. Vance, 1950) proporción bastante parecida a la de 2012 (u$s 1,3 billones, aproximadamente 9 % del PBI). Esto significa que el gasto militar de 1944 equivalía a unas siete veces el de 1941. Si trasladamos ese salto a cifras actuales eso significa que el gasto militar real de los Estados Unidos debería llegar en 2015 a unos 9 billones (millones de millones) de dólares equivalentes por ejemplo a siete veces el déficit fiscal de 2012.
La sucesión de saltos en el gasto público entre 2012 y 2015 acumularía una gigantesca masa de déficits que ni los ahorristas norteamericanos ni los del resto del mundo estarían en condiciones de cubrir comprando títulos de deuda de un imperio enloquecido.
Schift recuerda en su texto que los ahorristas norteamericanos compraron durante la Segunda Guerra Mundial 186 mil millones de dólares en bonos de deuda pública equivalentes al 75 % de la totalidad de gastos del gobierno federal entre 1941 y 1945 concluyendo que esa “proeza” es hoy imposible. Simplemente, nos explica Schift llevando al extremo su razonamiento siniestro, no hay de donde obtener el dinero necesario para poner en marcha una estrategia militar-reactivadora similar a la de 1940-45.
En realidad esa imposibilidad es mucho más fuerte. La economía de los Estados Unidos de 1940 estaba dominada por componentes productivas, principalmente industriales, actualmente el consumismo, toda clase de servicios parasitarios (empezando por la maraña financiera), la decadencia generalizada de la cultura de producción, etcétera, nos indican que ni aun aplicando una inyección de gastos públicos equivalente a la de 1940-45 se podría lograr una reactivación de esa envergadura. El parásito es demasiado grande, su senilidad está muy avanzada, no hay ninguna medicina keynesiana que lo pueda curar o que por lo menos sea capaz de restablecer una parte significativa de su vigor juvenil.
 
3. Privatización, informalización y elitización. Lumpen-imperialismo
 
La guerra asiática, la más ambiciosa de la historia de los Estados Unidos, fracasó tanto desde el ángulo político-militar como del económico, la estrategia de dominación de la franja territorial que va desde los Balcanes hasta Pakistán pasando por Turquía, Siria, Irak, Iran y las ex repúblicas soviéticas de Asia central se encuentra hoy empantanada. Sin embargo, su desarrollo permitió transformar el dispositivo militar del Imperio convirtiendo su maquinaria de guerra tradicional en un sistema flexible a medio camino entre las estructuras formales regidas por la disciplina militar convencional y las informales agrupando una maraña confusa de núcleos operativos oficiales y bandas de mercenarios.
El proceso de integración de mercenarios a las operaciones militares tiene antecedentes en los tramos finales de la guerra fría, la organización de los “contras” en Nicaragua y de los “muyahidines” en Afganistán pueden ser consideradas como los primeros pasos en los años 1970 y 1980 de las nuevas estrategias de intervención. Decenas de miles de mercenarios fueron en esos casos entrenados, armados y financiados con resultados exitosos para el Imperio.
Según diversos estudios sobre el tema, los Estados Unidos y Arabia Saudita gastaron unos 40 mil millones de dólares en las operaciones afganas donde comenzó su carrera el por entonces joven ingeniero Osama Bin Laden (cf. Dilip Hiro, 1999). Otro paso importante fueron las guerras étnicas en Yugoslavia durante los años 1990, donde los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, principalmente Alemania, desarrollaron una compleja tarea de desintegración de ese país cuyo éxito se apoyó en la utilización de mercenarios, el caso más notorio fue el de guerra de Kosovo donde el ELK (”Ejército de Liberación de Kosovo” o “UÇK” por su sigla en albanés) cuyos integrantes eran principalmente reclutados desde redes mafiosas (tráfico de drogas, etcétera) bajo el mando directo de la CIA extendiendo sus lazos hasta el ISI (servicio de inteligencia de Pakistán). Actualmente, el “estado” kosovar “independiente” aparece vinculado con la intervención de la OTAN en Siria, en Junio de 2012 el ministro de relaciones exteriores de Rusia exigía el cese de las operaciones de desestabilización de Siria realizadas desde Kosovo8.
Estas nuevas prácticas de intervención fueron acompañadas por un denso proceso de reflexión de los estrategas imperiales disparado por la derrota en Vietnam. La “Guerra de Baja Intensidad” fue uno de sus resultados y las teorizaciones en torno de la llamada “Guerra de Cuarta Generación (4GW)” consolidaron la nueva doctrina en cuyo paper fundacional (1989) redactado por William Lind y tres miembros de las fuerzas armadas de los Estados Unidos y publicado en el Marine Corps Gazete (cf. Lind, 1989) son borradas las fronteras entre las áreas civil y militar: toda la sociedad enemiga en especial su identidad cultural pasa a ser el objetivo de la guerra.
La nueva guerra es definida como descentralizada, poniendo el énfasis en la utilización de fuerzas militares “no estatales” (es decir paramilitares), empleando tácticas de desgaste propias de las guerrillas, etc. A ello se agrega el empleo intenso del sistema mediático tanto focalizado contra la sociedad enemiga como abarcando a la llamada “opinión pública global” (el pueblo enemigo es al mismo tiempo atacado psicológicamente y aislado del mundo) combinado con acciones de guerra de alto nivel tecnológico. En este último caso se trata de aprovechar la gigantesca brecha tecnológica existente entre el imperio y la periferia para golpearla sin peligro de respuesta, es lo que los especialistas denominan confrontación asimétrica “high-tech/no-tech”.
Las estadísticas oficiales referidas a los mercenarios son por lo general confusas y parciales, de todos modos algunos datos provenientes de fuentes gubernamentales, civiles o militares, pueden ilustrarnos acerca de la magnitud del fenómeno. En primer lugar el rol del Departamento de Defensa, principal contratista de mercenarios, su presupuesto destinado a esos gastos se incrementó en cerca de un 100 % entre el 2000 y el 2005 empleando modalidades propias de las grandes empresas transnacionales como la tercerización y la relocalización de actividades, lo que ha producido un gigantesco universo en expansión de negocios privados consagrados a la guerra… financiados por el Estado y generadores de intrincados entramados de corrupciones y corruptelas (cf. Isenberg, 2012).
El llamado “Mando Central” militar de los Estados Unidos (US CENTCOM) dio a conocer recientemente algunos datos significativos: los mercenarios contratados reconocidos en el área de Medio Oriente-Asia Central llegarían a unos 137 mil trabajando para el Pentágono, de ese total solo unos 40 mil serían ciudadanos norteamericanos. Sumando los datos de Afganistán e Irak estarían en el terreno unos 175 mil soldados regulares y 190 mil mercenarios: el 52 % del total (ibíd.).
A estas cifras debemos agregar en primer lugar a los mercenarios contratados por otras áreas del gobierno norteamericano, como el Departamento de Estado y luego los contratos en zonas del mundo como África donde el AFRICOM (mando militar norteamericano en ese continente) ha incrementado exponencialmente sus actividades durante el último lustro y luego debemos incorporar a los mercenarios actuando bajo el mando estratégico norteamericano pero contratados por países vasallos como las petromonarquías del Golfo Pérsico visible en los casos de Libia y Siria.
Deben ser también incluidos los mercenarios operando en otras regiones de Asia y en América Latina. Pero la cuenta no termina allí, ya que a ese universo es necesario agregar a las redes mafiosas y/o paramilitares agrupando en todos los continentes a un “personal disponible” que se autofinancia gracias a actividades ilegales (drogas, prostitución, etcétera) protegidas por diversas agencias de seguridad norteamericanas como la DEA o bien que integra “agencias de seguridad privada”, muy notorias por ejemplo en América Latina legalmente establecidas en los países periféricos y estrechamente vinculadas a agencias privadas norteamericanas y/a la DEA, la CIA u otras organismos de inteligencia del Imperio.
Y la lista sigue… recientemente apareció publicada en el Washington Post una investigación referida a la “América ultra secreta” (Top Secret America) de las agencias de seguridad que informa acerca de la existencia actual de 3202 agencias de seguridad (1271 públicas y 1931 privadas) empleando a unas 854 mil personas trabajando en temas de “antiterrorismo”, seguridad interior e inteligencia en general, instaladas en unos 10 mil domicilios en el territorio de los Estados Unidos (cf. Priest & Arkin, 2010).
Sumando las distintas cifras mencionadas y evaluando datos ocultos algunos expertos adelantan un total aproximado global (dentro y fuera del territorio de los Estados Unidos) próximo al millón de personas combatiendo en la periferia, haciendo espionaje, desarrollando manipulaciones mediáticas, activando “redes sociales”, etcétera. Comparemos por ejemplo ese dato con las aproximadamente 1 millón 400 mil personas que conforman el sistema militar público del Imperio.
Por su parte las tropas regulares han sufrido un rápido proceso de informalización, de ruptura respecto de las normas militares convencionales, conformando comandos de intervención inscriptos en una dinámica abiertamente criminal. Es el caso del llamado Comando Conjunto de Operaciones Especiales o “JSOC” (Joint Special Operations Command). Comando conjunto secreto en línea de mandos directa con el Presidente y el Secretario de Defensa con autoridad para elaborar su lista de asesinatos, tiene su propia división de inteligencia, su flota de drones y aviones de reconocimiento, sus satélites e incluso sus grupos de ciber-guerreros capaces de atacar redes de internet.
Dispone de numerosas unidades operativas. Creado en 1980 quedó sepultado por su estrepitoso fracaso en Irán cuando trató de rescatar al personal de la embajada norteamericana en Teherán, fue resucitado recientemente. En 2001 disponía de unos 1800 miembros, actualmente llegarían a 25 mil, en los últimos tiempos ha realizado operaciones letales en Irak, Pakistán, Afganistán, Siria, Libia y muy probablemente en México y Colombia, etcétera. Se trata de un agrupamiento de “escuadrones de la muerte” de alcance global, autorizado para realizar toda clase de operaciones ilegales, desde asesinatos individuales o masivos, hasta sabotajes, intervenciones propias de la guerra psicológica, etcétera. En Septiembre de 2003 Donald Runsfeld había dictado una resolución colocando al JSOC en el centro la estrategia “antiterrorista” global y desde entonces su importancia ha ido en ascenso pasando hoy a ser, bajo la presidencia del premio nobel de la paz Barak Obama, una suerte de ejercito clandestino de claro perfil criminal bajo la órdenes directas del Presidente (cf. Priest & Arkin, 2011).
Las fuerzas de intervención de los Estados Unidos tienen ahora un sesgo claramente privado-clandestino, en plena “Guerra de Cuarta Generación” funcionan cada vez más al margen de los códigos militares y las convenciones internacionales. Un reciente artículo de Andrew Bacevich describe las etapas de esa mutación durante la década pasada 9(30) que culminan actualmente en lo que el autor denomina “era Wickers” (actual subsecretario de inteligencia del Departamento de Defensa) focalizada en la eliminación física de “enemigos”, el uso dominante de mercenarios, de campañas mediáticas, redes sociales, todo ello destinado a desestructurar organizaciones y sociedades consideradas hostiles.
A comienzos del año pasado la Secretaria de Estado Hillary Clinton pronunció una frase que no requiere mayores explicaciones. “Los Estados Unidos se reservan el derecho de atacar en cualquier lugar del mundo a todo aquello que sea considerado como una amenaza directa para su seguridad nacional”.
Si sumamos a esta orientación mercenaria-gangsteril del Imperio, otros aspectos como la financierización integral de su economía dominada por el cortoplacismo, su desintegración social interna con acumulación acelerada de marginales, con una población total que representa el 5 % de la mundial pero con una masa de presos equivalentes al 25 % del total de personas encarceladas en el planeta, etcétera, llegaríamos a la conclusión de que estamos en presencia de una suerte de lumpen imperialismo completamente dominado por intereses parasitarios embarcado en una lógica destructiva de su entorno que al mismo tiempo va degradando sus bases de sustentación interna (cf. DeYoung & Brulliard, 2012).
 
4. La ilusión del metacontrol del caos
 
Podríamos establecer la convergencia entre la hipótesis de la “economía de guerra permanente” y la del “keynesianismo militar”, este último expresó la primera etapa del fenómeno (aproximadamente entre 1940 y 1970). Fueron los años de la prosperidad imperial cuyos últimos logros ya mezclados con claros síntomas de crisis se prologaron hasta el final de la guerra fría. A esa etapa floreciente le sigue una segunda post keynesiana caracterizada por la dominación financiera, la concentración de ingresos, el desinfle salarial, la marginalización social y la degradación cultural en general donde el aparato militar opera como un acelerador de la decadencia provocando déficits fiscales, y endeudamiento público.
La opción por la privatización de la guerra aparece como una respuesta eficaz a la declinación del espíritu de combate de la población (dificultades crecientes en el reclutamiento forzado de ciudadanos a partir de la derrota de Vietnam). Sin embargo el remplazo del ciudadano-soldado por el soldado-mercenario (o su presencia decisiva) termina tarde o temprano por provocar serios daños en el funcionamiento de las estructuras militares: no es lo mismo administrar a ciudadanos normales que a una masa de delincuentes.
Parafraseando a San Agustín (en La Ciudad de Dios) diríamos que cuando el lumpen, los bandidos predominan en un ejército, el mismo se convierte en un ejército de bandidos y que un ejército de bandidos ya no es un ejército. El potencial disociador de los mercenarios es de casi imposible control y su falencias en el combate no pueden ser compensadas sino muy parcialmente por despliegues tecnológicos sumamente costosos y de resultado incierto.
La conformación de fuerzas no-mercenarias de elite, respaldadas por una aparato tecnológico sofisticado capaz de descargar golpes puntuales demoledores contra el enemigo, como es el caso del JSOC, son buenos instrumentos terroristas pero no remplazan las funciones de un ejército de ocupación y a mediano plazo (muchas veces a corto plazo) terminan por fortalecer el espíritu de resistencia del enemigo.
Podríamos sintetizar de manera caricatural a la nueva estrategia militar del Imperio a partir del predominio de diversas formas de “guerra informal” combinando mercenarios (muchos mercenarios) con escuadrones de la muerte (tipo JSOC), bombardeos masivos, drones y control mediático global. La guerra se elitiza, se aleja físicamente de la población norteamericana y de su cúpula dominante que empieza a percibirla como un juego virtual.
Por otra parte la adopción de estructuras mercenarias y clandestinas de intervención externa como forma dominante tiene efectos contraproducentes para el sistema institucional del imperio tanto desde el punto de vista del control administrativo de las operaciones como de las modificaciones (y de la degradación) en las relaciones de poder internas. El comportamiento gangsteril, la mentalidad mafiosa termina por apoderarse de los altos mandos civiles y militares y se traduce al comienzo en operaciones externas, periféricas y más adelante (rápidamente) en ajustes de cuentas, formas operativas habituales al interior del sistema de poder.
El horizonte objetivo de dicha estrategia no es el establecimiento de sólidos regímenes vasallos, ni de instalar ocupaciones militares duraderas controlando territorios de manera directa sino más bien desestabilizar, quebrar estructuras sociales, identidades culturales, degradar o eliminar dirigentes, las experiencias de Irak y Afganistán (y México) y más recientemente las de Libia y Siria confirman esta hipótesis.
Se trata de la estrategia del caos periférico, de la transformación de naciones y regiones más amplias en áreas desintegradas, balcanizadas, con estados-fantasmas, clases sociales (altas, medias y bajas) profundamente degradadas sin capacidad de defensa, de resistencia ante los poderes políticos y económicos de Occidente que podrían así depredar impunemente sus recursos naturales, mercados y recursos humanos (residuales).
Este imperialismo tanático del siglo XXI, se corresponde con tendencias desintegradoras en las sociedades capitalistas dominantes, en primer lugar la de los Estados Unidos. Esas economías han perdido su potencial de crecimiento, hacia finales de 2012 luego de un lustro de crisis financiera oscilaban entre el crecimiento anémico (Estados Unidos), el estancamiento girando hacia la recesión (la Unión Europea) y la contracción productiva (Japón).
Los estados, las empresas y los consumidores están aplastados por las deudas, la suma de deudas públicas y privadas representan más del 500 % del Producto Bruto Interno en Japón e Inglaterra y más del 300 % en Alemania, Francia y los Estados Unidos donde el gobierno federal estuvo en 2011 al borde del default. Y por encima de deudas y sistemas productivos financierizados existe una masa financiera global equivalente a unas veinte veces el Producto Bruto Mundial, motor dinamizador, droga indispensable del sistema que ha dejado de crecer desde hace aproximadamente un lustro y cuyo desinfle tratan de impedir los gobiernos de las potencias centrales.
Aparece entonces la ilusión de una suerte de control estratégico desde las grandes alturas, desde las cumbres de Occidente, de las tierras bajas, periféricas, donde pululan miles de millones de seres humanos cuyas identidades culturales e instituciones son vistas como obstáculos a la depredación. Y las elites de Occidente, el imperio colectivo hegemonizado por los Estados Unidos, está cada día más convencido de que dicha depredación prolongará su vejez, alejará el fantasma de la muerte.
El caos periférico aparece a la vez como el resultado concreto de sus intervenciones militares y financieras (producto de la reproducción decadente de sus sociedades) y como la base de ilusorias estrategias de depredación. El gigante imperial busca beneficiarse del caos pero termina por introducir el caos entre sus propias filas, la destrucción deseada de la periferia no es otra cosa que la autodestrucción del capitalismo como sistema global, su pérdida veloz de racionalidad. La fantasía acerca del metacontrol imperialista del caos periférico expresa una profunda crisis de percepción, la creencia de que los deseos del poderoso se convierten fácilmente en hechos reales, lo virtual y lo real se confunden conformando un pantano psicológico ineludible.
 
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Conferencia dictada en el Seminario “Nuestra América y Estados Unidos: desafíos del Siglo XXI”. Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad Central del Ecuador, Quito, 30 y 31 de enero de 2013. Enviado por el autor para su publicación en Herramienta.
 
 
1 Ron Suskind, “Without a doubt: faith, certainty and the presidency of George W. Bush”, En:The New York Times, 17-10-04, http://www.ronsuskind.com/articles/000106.html)
2 Su exposición desarrollada en la Marshall Society (Cambridge) en la primavera de 1942 fue publicada el año siguiente. cf. Michal Kalecki, “Political Aspects of Full Unemployment”. En: Political Quaterly, V. 14, oct.-dic. 1943.
3 Ambas citas aparecen en el texto de John Bellamy Foster, Hannah Holleman y Robert W. McChesney, “The U.S. Imperial Triangle and Military Spending”. En: Monthly Review, octubre 2008.
4 Fuente: U.S. Bureau of Labor Statistics.
5 FRAC, Food Research and Action Center- SNAP/SNAP/Food Stamp Participation (http://frac.org).
6 Fuentes: SIPRI, Banco Mundial y cálculos propios.
7 El video de la entrevista Kirchner-Stone publicado por Informed Comment/Juan Cole está localizado en: http://translate.google.com.ar/translate?hl=es&langpair=en|es&u=http://www.juancole.com/2010/05/kirchner-bush -angrily-said-war-would-grow-us-economy.html&ei=BYYCUYCnC4P88QSX3oGACA
8 “Una delegación de la oposición siria viajó a Kosovo, en abril de 2012, para la firma oficial de un acuerdo de intercambio de experiencias en materia de guerrilla antigubernamental”. Red Voltaire, “Protesta Rusia contra entrenamiento de provocadores sirios en Kosovo”, 6 de Junio de 2012 (http://www.voltairenet.org/article174516.html).

 

 

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