La crisis económica mundial cumplió su quinto año sin ninguna señal de que estén siendo superadas las contradicciones que la provocaran. La subsistencia de un gigantesco excedente absoluto de capital que no puede realimentar el circuito de valorización del capital aumentando las inversiones productivas, mantiene latente como amenaza devastadora la tendencia a una violenta desvalorización de la riqueza. En tal contexto, la sorprendente capacidad evidenciada por la economía brasileña de crecer en plena tormenta reaviva en muchos la idea triunfalista (también de moda en época de la dictadura militar, en vísperas del más prolongado estancamiento de nuestra historia moderna) de que “Brasil es más grande que la crisis”.
Sin embargo, hoy más que ayer, no existe posibilidad de desarrollo capitalista en un solo país y menos todavía en una economía que es parte del eslabón débil del sistema. En la etapa superior del imperialismo, el mercado mundial entrelaza todos los rincones del planeta y la autonomía relativa de los espacios económicos nacionales es prácticamente nula. La influencia determinante del sistema capitalista mundial sobre la economía brasileña se manifiesta tanto en los momentos expansivos del capitalismo como en las coyunturas de contracción y crisis abierta, cuando la quema de capitales obsoletos y la reorganización de la economía mundial redefinen las condiciones para la explotación del trabajo y para la competencia intercapitalista.
Surfeando la crisis
La comprensión de los efectos de la crisis sobre Brasil pasa, pues, por la comprensión del modo en que el movimiento de la crisis mundial afecta la marcha de la economía brasileña y condiciona las transformaciones estructurales que definen la nueva posición del país en la división internacional del trabajo. En su despliegue se distinguen tres momentos.
De mediados de 2007 a octubre de 2008, los primeros pasos de la crisis, determinada por el estallido de la burbuja especulativa del mercado inmobiliario norteamericano y por la radical retracción de las expectativas de inversión en las economías desarrolladas, desencadenaron una tendencia recesiva en las economías centrales y, paradójicamente, estimularon la aceleración del crecimiento de las economías emergentes. La oportunidad de crecer en plena crisis sólo fue posible gracias a la abundancia de liquidez en el mercado, el gran flujo de inversiones directas y el boom en los precios de los commodities –fenómenos determinados por el movimiento especulativo de fuga hacia delante de grandes masas de capital excedentes que abandonaba los países centrales buscando negocios en otras plazas. Impulsado por el significativo aumento de las exportaciones, sobre todo de productos primarios y minerales, el Brasil surfeó en la onda especulativa.
Entre octubre de 2008 y marzo de 2009, la economía mundial vivió al borde del abismo. La violenta crisis crediticia provocada por la quiebra en cadena de conglomerados financieros que parecían inconmovibles transformó las dificultades hasta entonces circunscritas a algunos países, en una crisis general a escala planetaria. La crisis económica mundial ingresaba en un segundo momento. La drástica contracción de las inversiones, la caída vertical del comercio internacional, el colapso de las cotizaciones de los activos financieros y en los precios de los commodities, la escalada del desempleo, la amenaza de desmoronamiento del sistema financiero internacional, hundieron al mundo en una recesión sincronizada sin paralelo desde la crisis de 1929. Ninguna economía del globo quedó a salvo.
Brasil sintió los efectos de la nueva coyuntura internacional de manera particularmente intensa. Las inversiones se suspendieron. El acceso al mercado internacional de crédito fue cortado. Se paralizó la entrada de capital extranjero. De la noche a la mañana, el país quedó bajo la amenaza de un proceso descontrolado de fuga de capitales. Los efectos recesivos en la marcha de la economía fueron inmediatos y particularmente vigorosos, sobre todo en la industria.
Sin embargo, a pesar de la virulencia de las fuerzas disgregantes, no se concretó la perspectiva de que Brasil volviese a vivir el suplicio del estancamiento y los interminables programas de ajuste. A partir del segundo trimestre de 2009, la economía brasileña comenzó a recuperarse. El regreso de los capitales internacionales, el aumento en los precios de los commodities, la recuperación del comercio internacional, especialmente las exportaciones al mercado chino, alejaron el espectro de crisis cambiaria y recompusieron paulatinamente las condiciones externas para que Brasil volviese a crecer, a pesar de que las economías desarrolladas permanecieran postradas.
Lejos de significar que se despega de la crisis internacional, la sorprendente recuperación del crecimiento refleja en realidad la forma específica de articulación de la economía brasileña con el movimiento de metástasis de la crisis –el tercer estadio de la crisis–, desencadenado por la política de socialización permanente de las pérdidas practicada por los gobiernos de las potencias capitalistas con el liderazgo de los Estados Unidos.
Actuando no sobre los efectos sino sobre las causas de los problemas que traban el proceso de acumulación, la política de administrar la crisis no conduce a ninguna solución duradera de las contradicciones que la determinan. Al no abrir nuevos horizontes a la acumulación de capital, las expectativas de los empresarios se mantienen deprimidas, comprometiendo la posibilidad de una recuperación sostenida de las inversiones. Al no desvalorizar los stocks de activos tóxicos que comprometen la cartera de las instituciones financieras, los desequilibrios patrimoniales que hacen frágil el sistema financiero impiden la normalización de las operaciones crediticias. En definitiva, en ausencia de medidas para regular el movimiento de capitales y coordinar las políticas económicas de los Estados nacionales, la inestabilidad económica y la tendencia a la fragmentación de las relaciones internacionales se agrava.
La situación de radical incertidumbre generada por la ausencia de una clara definición de nuevos frentes de expansión del capitalismo, obliga a la masa de capital excedente, cuya desvalorización fue impedida por la intervención de los Estados imperialistas, a lanzarse por el mundo como zombie, a la pesca de negocios circunstanciales, llevando al paroxismo la lógica predatoria y ultra especulativas que preside el movimiento del capital en tiempos de crisis.
En este contexto, la relativa recuperación del comercio internacional y la recuperación del frenesí especulativo en los mercados de activos, fenómenos que ganaron fuerza a partir del segundo trimestre de 2009, más que significar un síntoma de normalización de los negocios, representan una profundización y una generalización de las contradicciones responsables por la situación crítica de la economía mundial. La escalada de los precios de los activos financieros acentuó el desajuste entre la acumulación ficticia y la productiva. La masiva transferencia de recursos públicos en auxilio de las empresas privadas llevó a la expansión exponencial de la deuda pública, transformando el desequilibrio patrimonial de los grandes conglomerados capitalistas en desequilibrio patrimonial del sector público. Por último, el impacto desigual de la crisis sobre el sistema capitalista mundial agravó las asimetrías comerciales y financieras entre las economías nacionales, desencadenando una guerra, más o menos velada, de desvalorizaciones competitivas. El desdoblamiento de la crisis generalizó, así, el riesgo de crisis cambiarias derivadas del aumento incontrolado de la deuda externa y de los movimientos especulativos de capitales.
En su primera manifestación, la metástasis de la crisis avanzó de manera aparentemente paradójica, combinando en un mismo movimiento el estancamiento sin perspectiva de recuperación en las economías capitalistas más desarrolladas –Estados Unidos, Alemania y Japón–; severas crisis fiscales y cambiarias en las economías que son parte de la periferia de la zona del euro –Portugal, Italia, Irlanda, España y, especialmente, Grecia–; y crecimiento relativamente vigoroso en los países emergentes –China, India, Rusia y Brasil– regiones que se beneficiaron con la recuperación del comercio internacional, la elevación de precios de los commodities y la gran afluencia de capitales internacionales.
La crisis recrudece
Desautorizando los pronósticos apologéticos, que aseguraban que desde 2010 la economía mundial se encontraba en lenta pero franca recuperación, a partir del segundo semestre de 2011 se generalizaron los síntomas de intensificación de la crisis. El despliegue de la crisis entra en una cuarta etapa.
El agotamiento de los efectos anticíclicos de los programas de gasto público aplicados en 2009 y 2010 puso nuevamente en evidencia la gravedad de los problemas de superproducción que paralizan la economía mundial. Empujada por la contracción de los mercados norteamericano, europeo y japonés, la inflexión del crecimiento alcanzó todas las regiones del globo. La ausencia de un horizonte con nuevos frentes de expansión del capitalismo mantuvo deprimido las expectativas de los empresarios, impidiendo la recuperación de las inversiones privadas. El alto grado de endeudamiento de los hogares y la depresión de la masa salarial comprometieron la capacidad de gasto de las familias, bloqueando la recuperación del consumo. El recalentamiento del crecimiento de la economía china disipó la ilusión de que un vagón, por grande que sea, pueda empujar la locomotora. En tal contexto, las crecientes presiones para que los Estados Unidos y la Unión Europea adoptaran rígidas políticas de ajuste fiscal aumentaron el peligro de una espiral recesiva.
La explicitación de que grandes conglomerados financieros norteamericanos y europeos no resolvieron sus graves desequilibrios patrimoniales hace reaparecer la amenaza de crisis sistémica jaqueando la integridad de la arquitectura financiera internacional. El problema de fondo reside en la impotencia de las autoridades monetarias para sanear los activos tóxicos de los grandes bancos. En la Unión Europea, la cuestión se mezcla, en gran medida, con la crisis de endeudamiento externo que contrapone a los bancos acreedores –de capital alemán y francés predominantemente– con los gobiernos de las economías deudoras de la zona del euro, como Grecia, Portugal, Irlanda, España e Italia.
La crisis de la Unión Europea evidencia las fuertes contradicciones que amenazan la cohesión del orden económico internacional. La imposibilidad de conciliar los intereses de Alemania y Francia, defendiendo sus conglomerados financieros y la estabilidad del euro, con las necesidades de los países de Europa enredados en la trampa de la deuda externa, es sólo la punta del iceberg de los terribles conflictos políticos que fermentan en la economía mundial. Obligadas a cargar el fardo de una deuda externa impagable y sin la posibilidad de desvalorizar la moneda para defender la economía nacional, los países que componen el eslabón débil de la Unión Europea quedan sometidos a draconianas políticas fiscales e impositivas que implican un verdadero trauma en la vida económica y social. En tal contexto, la reaparición del rechazo al riesgo en el mercado financiero internacional puede desencadenar una fuga de capitales hacia el dólar, sometiendo a nuevas regiones del globo a las amenazas de estrangulamiento cambiario.
La solución americana
Los problemas de la economía mundial revelan los impases de la estrategia de administración de la crisis y las contradicciones que se deben resolver para restablecer la unidad entre producción, distribución y circulación del capital a escala global. Se equivocaron los que imaginaron que la crisis abriría brechas para reformas keynesianas. La decisión de abordar la crisis según la línea de menor resistencia, subordinando totalmente la política económica a los intereses del gran capital y las relaciones internacionales al arbitrio de los Estados Unidos, refuerza los aspectos más perversos del orden global. Esto no es sorprendente. En definitiva, lo extraño sería que en el momento de mayor dificultad, los grandes conglomerados no movilizaran su poderío económico y político para avanzar sobre sus competidores y que los Estados Unidos no sacaran provecho de su absoluta supremacía en el orden económico internacional para defender con uñas y dientes los intereses de su burguesía.
Redoblando la apuesta por el liberalismo, las oligarquías financieras de las potencias imperialistas, con la bendición de los Estados Unidos, aprovechan la situación para aumentar su poder sobre el mercado mundial y profundizar aún más el control de la acción del Estado, ahora definitiva e irreversiblemente transformado en cuartel general del capital financiero. Sometiendo la política económica a un verdadero estado de excepción, se utiliza la crisis para atacar los derechos de los trabajadores, embestir contra las políticas sociales y someter los países a las exigencias del capital internacional, reduciendo aún más la soberanía de los Estados nacionales, especialmente en las regiones que constituyen el eslabón débil de sistema capitalista mundial.
Al bloquear la digestión del capital excedente, la transferencia incondicional de gigantescos montos públicos a costo subsidiado para financiar los desequilibrios patrimoniales de los grandes conglomerados financieros posterga para un futuro indeterminado la normalización de la vida económica. El directo involucramiento del Estado en el proceso de concentración y centralización del capital politiza la competencia intercapitalista. La sangría de recursos para auxiliar a los bancos provoca un aumento exponencial de la deuda pública. Paradójicamente, la expansión de la deuda pública aumenta la dependencia del Estado hacia los acreedores. La fusión más estrecha aún entre capital financiero y poder político compromete irremediablemente la capacidad del Estado de impulsar políticas públicas. Así, la opción preferencial por el gran capital transforma la crisis del capital en crisis social, la inestabilidad económica en inestabilidad política, nacional e internacional.
En una situación de libre movilidad de capitales, el exceso de excedentes ociosos, sin perspectivas de valorización en los mercados desarrollados, fomenta un fuerte proceso de exportación de capitales. Las gigantescas ganancias especulativas con carry-trade en los llamados mercados emergentes y la posibilidad de convertir el capital excedente amenazado por la desvalorización en capital activo en las fronteras dinámicas del capitalismo, pasan a ser medios estratégicos no sólo para fomentar el ajuste patrimonial de los grandes bloques de capitales, sino también para aumentar su control sobre la economía mundial. Así, la proyección internacional del proceso de concentración y centralización de capitales vincula la redefinición de la escala técnica y financiera del capital financiero de las economías desarrolladas y su reposicionamiento en la guerra económica por el control del mercado mundial a procesos de ajuste que exponen a todos los países del globo, incluso los más desarrollados, a movimientos especulativos generadores de crisis financieras, fiscales y cambiarias y, posteriormente, tras el estallido de las burbujas especulativas, a procesos salvajes de internacionalización y desnacionalización de las fuerzas productivas. La utilización de las crisis de deuda soberana para imponer nuevas rondas de liberalización, desregulación y privatización, como está ocurriendo en los países del sur de Europa, muestra que la euforia generada por la abundancia de capitales en el mercado internacional y la desesperación provocada por la crisis de endeudamiento externo constituyen dos momentos orgánicamente articulados de una nueva ofensiva para la conquista de las economías nacionales por el capital internacional. La solución encontrada para digerir el excedente absoluto de capitales pasa, así, por sucesivos ataques especulativos y ajustes liberales, verdaderas razias que profundizar el proceso de globalización comandado por el capital internacional.
A pesar de los problemas que sacuden la economía de los Estados Unidos, la importancia estratégica de sus títulos públicos como reserva internacional de valor permite que los dólares que inundan la economía mundial sean reutilizados para financiar sus gigantescos desequilibrios financieros, internos y externos. Así se perpetúa el imperialismo del dólar. El monopolio de la emisión de moneda internacional da al Estado norteamericano el poder de subordinar el sentido, el ritmo y la intensidad del ajuste de la división internacional del trabajo a las exigencias de su capital financiero y al interés de su razón de Estado. En tales condiciones, la burguesía norteamericana se encuentra en una situación bastante privilegiada para maniobrar, en su beneficio, las vicisitudes de la coyuntura.
Al combinar guerra financiera con guerra cambiaria, la situación de crisis es aprovechada no sólo para sacar ventajas sobre las demás burguesías sino también para arrojar sobre las espaldas de los trabajadores en general y de los que viven en el eslabón débil de la economía mundial en particular la mayor parte del peso de la crisis. Efectivamente, en condiciones de libre comercio, la desvalorización del dólar tiene el efecto paradójico de agudizar la competencia internacional protegiendo al mismo tiempo al parque productivo norteamericano de los efectos más destructivos de la crisis de superproducción. El ajuste a las nuevas condiciones de equilibrio monetario acentúa el carácter desigual y combinado del desarrollo capitalista, beneficiando tanto a las economías con capacidad de innovación como a las de competitividad espuria, basada en la superexplotación del trabajo y la depredación del medio ambiente. Las transformaciones en curso tienden a estrechar aún más la integración comercial, económica y financiera de Alemania y de China con los Estados Unidos, dejando a las restantes economías del planeta los espacios secundarios y residuales de la nueva división internacional del trabajo.
Carentes de autonomía monetaria, financiera y económica para impulsar el desarrollo capitalista sobre bases autodefinidas, el campo de maniobra de las economías nacionales para enfrentar los dictados de los Estados Unidos es bastante limitado. Pese a que el movimiento de crisis agudice las rivalidades nacionales, llevando al límite las tendencias a la fragmentación del orden global, inversamente a lo que ocurrió en la crisis de los años ‘30, es poco probable que las presiones proteccionistas logren respaldo político efectivo para convertirse en realidad. En la etapa superior del imperialismo, los intereses de las distintas burguesías que componen la economía mundial, a pesar de su heterogeneidad, se encuentran indisolublemente comprometidos con el orden global. El grado de integración comercial, productiva y financiera del capitalismo contemporáneo no permite marcha atrás en el proceso de liberalización, so riesgo de una fuerte contracción en la productividad del trabajo y un catastrófico proceso de desvalorización de capitales. Ante la inviabilidad de un camino alternativo, la solución norteamericana aparece como la única posible. No por casualidad, los organismos internacionales lanzaron la consigna de que las dificultades deben ser enfrentadas con resiliencia. Las economías nacionales deben soportar los sacrificios impuestos por la coyuntura de crisis permanente sin cuestionar el orden.
La estrategia de combatir a la crisis del liberalismo con más liberalismo está conduciendo al mundo a un camino tan irracional y absurdo como sería combatir los efectos de la rabia mordiendo al perro que la transmite. El descontrol del capital a escala global lleva al paroxismo los efectos perversos de la crisis. El aumento del desempleo estructural y la profundización de la precarización del trabajo agudizan la crisis social. La política de ajuste fiscal permanente compromete la capacidad del Estado para hacer política anticíclica y para financiar el gasto social. Aun si los efectos destructivos de la crisis exacerban las rivalidades nacionales, el compromiso estratégico de todas las burguesías con el orden global las obliga a resignarse a los dictámenes de la solución norteamericana. En tales condiciones, sólo les queda el recurso a la fuerza bruta para enfrentar la convulsión social e imponer a la clase trabajadora condiciones aún más draconianas de explotación.
No está descartada la posibilidad de que el despliegue de la crisis escape de control y tenga un desenlace espectacular que sacuda los cimientos del orden global, arrojando al mundo en un proceso disruptivo de consecuencias imprevisibles. Sin embargo, lo más probable es que la crisis se arrastre en el tiempo indefinidamente, alternando momentos de relativa tranquilidad y momentos en que la economía mundial queda al borde del abismo. En estas circunstancias, más allá de eventuales rivalidades nacionales que, salvo casos excepcionales y marginales, no tienen posibilidad de ganar cuerpo y desplegarse en conflictos de mayor envergadura y consecuencia para la estabilidad del orden americano, la crisis económica tiende a polarizar la lucha de clases entre la solución del capital –que defiende la profundización de la globalización de la barbarie– y la solución del trabajo –que, en la necesidad de detener el avance de la barbarie, se verá obligado a reinventar el camino del socialismo.
Crisis y regresión neolonial
El recrudecimiento de la crisis económica internacional tuvo impacto inmediato sobre la economía brasileña. Después de dos años de crecimiento relativamente alto, especialmente si se tiene en consideración el flojo desempeño de la economía mundial, en 2012 el país vuelve a vivir el fantasma de la recesión. La ilusión de que Brasil será más grande que la crisis comienza a chocar con la realidad. Más aun, incluso si factores circunstanciales permitieran gambetear por algún tiempo los efectos recesivos de la crisis económica mundial, lo que parece cada vez menos probable, para quien examina el efecto de la crisis sobre el futuro del Brasil como sociedad nacional capaz de dirigir su destino, la evaluación de las consecuencias de la crisis no puede reducirse a los efectos cuantitativos sobre el crecimiento económico. En realidad, incluso en momentos de expansión, los desequilibrios macroeconómicos y las transformaciones cualitativas desencadenadas por la crisis profundizan y aceleran la tendencia a la regresión neocolonial que agrava los antagonismos entre desarrollo capitalista, igualdad social y soberanía nacional.
La perversa combinación de déficits crecientes en balanza de pagos y cuenta corriente con la entrada indiscriminada de capital internacional –sobre todo capitales volátiles en búsqueda de ganancias especulativas de corto plazo con operaciones de carry-trade e inversiones directas en el sector de servicios y en actividades primario-exportadoras–, lleva a un aumento exponencial del pasivo externo y a un fortalecimiento del desequilibrio estructural en el hiato del sector externo. Así, por paradójico que pueda resultar, las condiciones que impulsan el crecimiento de la economía brasileña –la abundancia de divisas– conllevan contradicciones que aumentan peligrosamente la vulnerabilidad del país a crisis de estrangulamiento cambiario.
La absoluta subordinación del Estado brasileño a los intereses de los rentistas –internos y externos– y del gran capital –nacional e internacional– compromete la política económica más todavía con medidas que implican una expansión perversa de la deuda pública. El elevado costo para el tesoro de la acumulación de gigantescos volúmenes de divisas internacionales, el aumento indiscriminado de excepciones fiscales, bajo la forma de grandes subsidios y facilidades al gran capital, y la magnitud descomunal del gasto en intereses y amortización de la deuda pública, refuerzan la perversa dinámica de aumento del endeudamiento público. En tales condiciones, aun creciendo, la fragilidad fiscal del Estado brasileño aumenta y el riesgo de una grave crisis financiera es cada vez mayor.
En un contexto de gran desempleo estructural y creciente precarización de las relaciones de laborales, el recurso a la expansión descontrolada del endeudamiento de las familias como forma de aumentar el gasto en consumo constituye una estrategia temeraria de ganar tiempo esperando tiempos mejores. La carrera por copiar a cualquier costa los patrones de consumo de las economías centrales nunca fue tan perversa. Más allá de dejar a los segmentos más desfavorecidos de la población notablemente vulnerables a los efectos catastróficos de una inversión del crecimiento, semejante política eleva peligrosamente la exposición del sistema bancario al riesgo de la insolvencia de los hogares, planteando en el horizonte la posibilidad de una crisis bancaria de grandes proporciones.
Finalmente, la política de incentivar el ingreso de industrias sucias, que se deslocan de los países desarrollados para huir del rigor de la legislación ambiental, y la impotencia ante la guerra de desvalorización cambiaria lanzada por los Estados Unidos, aceleran y profundizan el proceso de regresión industrial y de especialización regresiva que son característicos de la inserción pasiva de la economía brasileña en la globalización de los negocios. La exposición de la economía brasileña a la furia de la competencia en tiempos de crisis simplifica aún más su sistema productivo, pues, sin competitividad dinámica para enfrentar las economías centrales y sin competitividad espuria para hacer frente a las economías asiáticas, el único camino que le queda es explotar las ventajas competitivas absolutas. En definitiva, al contrario de lo que supone el sentido común, en la división internacional del trabajo que se está diseñando, Brasil tiende a ser relegado a una posición aún más residual. Le cabe el papel de mero proveedor de productos primarios semi manufacturados, de bajo contenido tecnológico, alto consumo de energía y elevados impactos negativos sobre el medio ambiente.
Artículo enviado por el autor a Herramienta en septiembre de 2012.
Traducción del portugués: Aldo Casas.