20/04/2024

El fetichismo de la etapa

Por , , Mazzeo Miguel

 
“La vida es movimiento y el dogma de hoy no corresponde a la vida de mañana”
José Carlos Mariátegui
 
“La vida es más rica que los esquemas, la práctica que cualquier teoría”
Adolfo Sánchez Vázquez
 
 
El concepto de etapa es uno de los más usuales en el análisis político, sobre todo en los espacios de izquierda, aunque no exclusivamente. Se trata de un concepto relacionado con la política en general, dado que remite nada más y nada menos que a una temporalidad histórica específica, por lo general de carácter estructural, y a las formas más adecuadas para afrontarla y para comprender sus ritmos. Una temporalidad que también da cuenta de un espacio. Por lo tanto, no estamos planteando una polémica sobre palabras, sino sobre líneas de acción política.  

Como a tantos otros conceptos políticos se le puede rastrear una prosapia bélica y teológica. Lo cierto es que se lo utiliza reiteradamente, pocas veces se sospecha de él y, menos aún, se lo somete a una crítica rigurosa. A diferencia de otras categorías típicas del universo discursivo de la izquierda que exigen la anteposición de un extenso prólogo tales como “progreso”, “materia”, “reflejo”, etcétera, el concepto de etapa suele presentarse con un dejo de neutralidad y gozar, por lo tanto, de ciertas licencias. Por eso es un concepto más apto para los contrabandos teóricos. 
Claro, el concepto de etapa tolera distintos usos. La “caracterización de la etapa” remite a una constelación de significaciones. Por ejemplo, a nosotros no nos parece nada mal pensarla como sinónimo de:
 
1) El trabajo tendiente a identificar el carácter de las fuerzas sociales y de sus determinaciones en un contexto histórico dinámico.
 
2) El análisis de las tendencias de corto, mediano y largo plazo y la formulación de conjeturas estratégicas y tácticas –sólo conjeturas– a partir de ese análisis; siempre buscando esas tendencias en las “latencias”, como decía Ernst Bloch.
 
3) La reflexión sobre los posibles desarrollos de lo que está germinando y el proceso de decisión colectiva de los modos de proyectarse del movimiento y de las acciones que aceleren el porvenir, al decir de Antonio Gramsci.
 
4) La acción de escrutar el “signo de los tiempos”, como dicen algunos cristianos.
 
5) Los intentos de avanzar en una caracterización de los aspectos generales (y los factores más significativos) que pueden llegar a ser determinantes de nuestra época y condicionantes de los modos de ir llenando los espacios en el trayecto que abre la utopía.
 
Instrumento fetichizado
 
Pero estos que reseñamos de modo muy sintético, lamentablemente, no son los usos más frecuentes del concepto. Por el contrario, sus sentidos más canónicos y dogmáticos –y además hieráticos–, persisten tozudamente. Nos referimos a una idea de la etapa (y de su caracterización) como fórmula artificiosa que trata al proceso histórico como si fuera un proceso orgánico, como banalidad que acomoda las realidades (el movimiento) a ciertos esquemas preelaborados (la teoría). La etapa concebida como “plantilla” clasificadora y nominadora aplicada a la realidad social; como filosofía prescriptiva de los pasos necesarios a dar en una sucesión ideal y abstracta; como pobre atajo cognoscitivo, como “teología apologética” de alguna espera en pos del “progreso”, la “revolución” o el “cambio social”; como trinchera de intereses mezquinos; como candado de la herejía o grillete atado al pie. Y también como una presentación desdramatizada, presuntamente “científica” y “racional” de la impotencia política, el conformismo o el pesimismo histórico. La historia del concepto, de sus aplicaciones concretas, no muestra muchos casos de productividad política sino todo lo contrario. Remite a una forma que, extraída de un proceso anterior, luego se aplica mecánicamente a nuevos procesos. Es decir: la forma se impone al proceso mismo, lo formal se convierte en su propio contenido, el contenido es sacrificado en el altar de la forma. 
El concepto de etapa formó parte del instrumental más raquítico de la izquierda, no precisamente de sus ejercicios de des-alienación. Al materialismo dialéctico (DIAMAT), con su escisión del objeto real respecto del proceso cognoscitivo, con su concepción de la historia y la política en la que los sujetos aparecen como meros soportes de las estructuras o los procesos, no podían serle ajenos los peores usos posibles del concepto de etapa.
Dejamos para otra ocasión el análisis del “etapismo”, superstición típica del reformismo, del estalinismo y del nacionalismo populista-desarrollista, aquella que planteaba (¡y aún plantea!) que la construcción del socialismo exigía atravesar el estadio democrático-burgués. En este pequeño ensayo nos centramos en otros usos del concepto, aún más básicos, y a la vez de mayores alcances teórico-políticos.
De todos modos, creemos que es importante destacar que así como el etapismo en su versión más tradicional suele derivar, por ejemplo, en la escisión de antiimperialismo y socialismo (o de anti-neoliberalismo y anticapitalismo), en otras versiones menos canónicas suele justificar la desunión de instancias-momentos de construcción de fuerza popular transformadora. Por ejemplo, tal como ocurrió hace algunas décadas, entre lo militar y lo político; más recientemente, entre lo sindical y/o lo territorial, o simplemente lo “social” y lo político. Creemos que todo escalonamiento instituido por el etapismo, en cualquiera de sus versiones y estirpes, atenta contra la conformación de sujetos políticos plebeyos-populares, los desarticula, apelando a fundamentos que pueden ser “estructurales”, “culturalistas” o “clasistas” (siempre concebidos en términos rígidos y acotados).    
En el campo de la izquierda, y en evidente sincronía con el DIAMAT, ha tenido (y tiene) mucho peso una tradición política abstracta, cuyo fundamento teórico es un tipo de marxismo que suele denominarse “analítico”. Se trata de un marxismo que privilegia la relación todo-parte y que concibe que lo real “es” en el modelo, “es” en la teoría. Al mismo tiempo, esta tradición, tiende a confundir lógica e historia, priorizando la primera sobre la segunda, interpretando todos los hechos históricos en alusión a su “necesidad lógica” a su “razón inmanente”.
Desde las coordenadas impuestas por esta tradición, los instrumentos analíticos se confunden con las estructuras concretas y, por lo tanto, se fetichizan. De este modo, el concepto de etapa termina siendo concebido como sinónimo de lo general, lo formal, lo lógico, lo representado, lo definido y lo planificado. Peor aún, el concepto aparece asociado a la idea de que existe una especie de esencia trascendente de lo popular-revolucionario que se realiza en momentos específicos y delimitados y que esos momentos, además, se pueden identificar, ya sea en forma retrospectiva o de cara al futuro. Conocer esos momentos con exactitud y prepararse para cuando lleguen sería la condición para realizar esa esencia. Entonces, si cuando se habla de etapa se parte –conciente o inconscientemente– de esta tradición política abstracta, del DIAMAT y/o el marxismo “analítico” como su fundamento teórico, estamos frente a usos y sentidos que –creemos– pueden ser pasmosos.
 
¿La acertada caracterización de la etapa es el fundamento de una política acertada?
 
Sigue siendo un lugar común sostener que una acertada caracterización de la etapa es ni más ni menos que el fundamento de una política acertada. Un lugar común que denota una concepción hiper-racionalista y trascendente de la política, resabio de filosofía kantiana. Una concepción hiper-racionalista y, por ende, dogmática. Y, sabemos bien, las pretensiones dogmáticas terminan funcionando como parámetros a través de los cuales se lee (deformadamente) la realidad, los procesos sociales. De esta manera, el concepto de etapa es concebido y aplicado como razón analítica objetivada, como proclamación de la autosuficiencia del pensar, como un espectro disciplinador (no utópico, ni mítico) de lo real, cuya función es conjurar la incertidumbre (y junto con ella al mismo movimiento) ocultando la realidad que los sujetos están viviendo como experiencia. Esto es: la práctica real se disuelve en una actividad teórica.
Por lo general el concepto de etapa tiende a la estandarización de las ideas y a generar rigidez y auto-limitación política. Porque su punto de partida son las unidades continuas y homogéneas a plazo fijo (en donde opera una visión binaria, donde es a o b y nunca a y b), una concepción del tiempo lineal y una adhesión a los “vanguardismos a futuro” (y, por lo tanto, tolerables por el sistema). Se trata de una noción que predetermina la realidad y –blanco sobre negro– la simplifica hasta la distorsión. Una pretensión absurda, porque una de las pocas certezas respecto de la realidad es que cambia constantemente (la realidad incluye, claro está, a las clases sociales); más absurda aún si nos atenemos a una contemporaneidad que nos impone nuevas concepciones de la velocidad social, donde el tiempo apabulla al espacio. Por lo tanto si queremos vivir plenamente las relaciones humanas, debemos esperarlo todo, no excluir nada, ni siquiera el enigma, como decía el poeta Rainer M. Rilke. La realidad debe darle motivos a la dialéctica y no la inversa. Por lo menos hasta ahora, las aplicaciones de un concepto de la etapa “procesal” y no “estático” no han sido las más frecuentes.
 
El que “sabe” caracterizar la etapa, pretende dirigir
 
La etapa, así concebida, va de la mano del reduccionismo, el evolucionismo, el determinismo y de un tosco estructuralismo que conspira contra el primado del sujeto y sus posibilidades de proyección. La caracterización de la etapa dice lo que se puede y no se puede hacer, lo que sirve y no sirve. También es compañera inseparable del dirigismo: porque… ¿quién caracteriza la etapa? Ese no es un asunto menor. Caracterizar la etapa es un acto de saber-poder que presupone un conocimiento socio-político autónomo respecto de la realidad. Entonces, el que “sabe” caracterizar la etapa, la dirige, porque se adueñó de una verdad. Más concretamente: se adueñó del control sobre la definición de la verdad. Las bases no se jactan de poseer saberes respecto de las estructuras regulatorias y los patrones cíclicos o poderes de predicción. Siempre es alguna elite (que piensa por las clases subalternas) la encargada de caracterizar la etapa, lo peor es que, por lo general, asume dicha tarea cuando se ve desbordada por la realidad o “irritada” por la historia. De ahí que muchas “caracterizaciones de la etapa” partan de visiones ideológicas (en el peor sentido) de la luchas clases. Es evidente entonces que la elite que caracteriza la etapa antepone sus intereses frente al interés del movimiento en su conjunto.   
La caracterización de la etapa se lleva muy bien con el denominado “centralismo democrático”, que, como bien se sabe, siempre fue muy centralista y muy poco democrático. Esa afinidad responde al hecho de que el centralismo democrático parte de una distinción entre saberes particulares y universales. Así, mientras fomenta en las bases el desarrollo de saberes particulares y “parciales”, los saberes universales y “totales” son reservados para los dirigentes. En efecto, la caracterización de la etapa requiere de saberes universales.
De esta manera, la caracterización de la etapa, no sólo mantiene la escisión dirigentes-dirigidos, sino que termina funcionando como una estrategia de justificación de las posiciones adquiridas por una persona o una facción, en el marco de un espacio u organización. Las personas más entrenadas en el arte de caracterizar la etapa suelen desarrollar una mirada muy idónea para detectar el interés particular en las luchas del conjunto, pero absolutamente incapaz para detectar el interés del conjunto en las luchas particulares.
 
“Caracterización de la etapa” vs. decisiones colectivas
 
A diferencia de otras prácticas relacionadas con la toma de decisiones, es muy difícil caracterizar una etapa (en planos que van de lo local o lo mundial) en forma colectiva. La predicción sólo es compatible con experticias o figuras mesiánicas lanzadoras de vaticinios como escupitajos, con el intelectual-mago, con el militante-augur. Por eso la caracterización de la etapa, si se asume como posesión cognoscitiva y proveedora de seguridad de un sector, puede convertirse en una práctica despolitizadora de las bases y de las “estructuras de masas”, que pasan a ser concebidas como objeto de esclarecimiento. Porque frente a una construcción abstracta y a futuro –pero legitimante de intereses particulares concretos y reforzadora de la posición de algunos referentes genuinos– poco pueden la experiencia (de clase) acumulada y las adquisiciones teóricas colectivas. Otra cosa es decidir entre todos y todas qué podemos hacer con lo que hemos hecho, con lo que somos y tenemos, en fin: con nuestra experiencia, sin negar nuestras raíces y aceptando todos los aportes informativos, teóricos, técnicos, etc. Esto es: aportar todo el tiempo al debate político del conjunto.    
El ciclo que impone la caracterización de la etapa, suele terminar en la calamidad, y deja como saldo una burocracia pero nunca un avance significativo de las clases populares, una modificación en las relaciones de fuerza favorable a las mismas. Indefectiblemente, se arriba a una encrucijada en la que la realidad (por naturaleza dinámica) se opone a la caracterización (por naturaleza fijista). Se podrá plantear que existe la posibilidad de una rectificación o de una corrección de todo azar desfavorable, pero siempre ocurren defasajes que afectan a las organizaciones proclives a caracterizar etapas.  Las etapas sólo se delimitan correctamente una vez que acontecieron, ex post.  
Por otro lado, la caracterización de la etapa suele aparecer como la mejor socia de la “línea correcta”. Una línea política pasa a ser considerada como correcta o incorrecta en función de la caracterización de la etapa. La caracterización de la etapa termina siendo el patrón y la medida de la praxis, y esa “proporcionalidad” entre la caracterización de la etapa y la praxis suele ser una fuente inagotable de reglamentos, normas y procedimientos repetitivos. Y de falsas seguridades. “Ser o no ser en función de la etapa”, that is the questión. Los valores de la organización pasan a depender de la caracterización de la etapa y no del entorno social, la lucha de clases y la experiencia. Se consuma de esta manera un verdadero atentado contra la imaginación política y la democracia de base.
El concepto de etapa, así concebido, tiende a hipostasiar las herramientas (sean territoriales, gremiales, electorales, etcétera), conduce a la idealización de instituciones e instrumentos específicos, obtura su necesaria articulación y complementariedad, y se contradice con la idea de una construcción política integral, arraigada y versátil. Asimismo promueve formas inertes y cerradas, intimidantes del entusiasmo militante; formas cargadas de convencionalismos que anulan la confianza entre compañeros-as, el espíritu de iniciativa y los liderazgos más productivos que interactúan con la sociedad civil popular (liderazgos ajenos a todo internismo); formas absolutamente incomprensibles para las bases. Al mismo tiempo idealiza sujetos particulares, limitando las potencialidades del sujeto popular plural en un contexto dominado por serialización y fragmentación de las clases subalternas. Sobre todo degrada al sujeto popular, con sus efectos predeterminadores de su decurso, concibiéndolo como personificación de una mecánica objetiva.
 
La “etapa” como adaptación al presente y la temporalidad lineal y abstracta
 
El concepto de etapa, ejercido como juego de retórica, plagio y cinismo, rechaza el acontecimiento. No tolera las irrupciones, los forzamientos. Nosotros creemos que no hay teoría, ni política revolucionaria sin integración del acontecimiento como productor de efectos. Por lo general, los acontecimientos políticos “instituyentes” nunca son del orden de la etapa. Una revolución rompe con las leyes –reales o supuestas–, viola el orden de los ciclos, ignora los calendarios, se burla las clasificaciones. Desde el marxismo hegemónico a comienzos del siglo XX, ¿era del orden de la etapa la Revolución Rusa? Desde el marxismo hegemónico en Nuestra América en las décadas del 30, 40 y 50, ¿era del orden de la etapa la Revolución Cubana? El pensamiento emancipador exige salirse de la doxa heredada o, por lo menos, resignificarla.
Cabe agregar que una concepción tan viciada de esquematismos dogmáticos deviene en la escisión entre teoría y práctica. De esta manera, cuando una determinada caracterización de la etapa logra imponerse como ficción política, un grupo determinado puede dedicarse a invocar los valores más sublimes y los fundamentos teóricos más juiciosos, al tiempo que alienta en el seno del movimiento popular –en forma abierta o encubierta–, prácticas auto-limitantes tales como el denuncialismo abstracto, el corporativismo y las micropolíticas. Las ficciones políticas son la contra-cara exacta del pensamiento emancipador. Toda caracterización de la etapa, en alguna medida, conlleva un dejarse absorber por el presente (un grado de adaptación), y por consiguiente, un abandono del la praxis crítico-revolucionaria. 
Finalmente, creemos que las secuencias lineales, impuestas por una concepción eurocéntrica del tiempo, no son las más aptas para pensar-transformar las realidades de Nuestra América porque tienden a ocultarnos las huellas más visibles. La construcción de poder popular exige pensar-actuar en términos de simultaneidad.    
 
No hay recetas ni planes cerrados para el poder popular
 
Tal vez, en lugar de pensar la etapa centrándonos en la demostración de la inevitabilidad y la necesidad del proceso histórico, convenga –siguiendo a Lenin–, revelar en cada estadio específico del proceso la forma que toma la contradicción de clase que le corresponde. 
Tal vez, en lugar de preocuparnos por “caracterizar la etapa”, tengamos que buscar otras nociones, más flexibles, aptas para crear y no para juzgar y evaluar, aptas para formar y no para adiestrar, aptas para motivar y no obturar liderazgos. Nociones que sirvan para nutrir las iniciativas y la pasión militante y no el sectarismo. También existe una tradición política popular “concreta”, que se lleva muy bien con un marxismo “sintético” a la hora de encontrar correspondencias teóricas. Un marxismo que privilegia la relación parte-todo y que considera que la realidad existe en el mundo empírico, y que el “objeto” debe ser creado críticamente (y no fetichizado). 
No queremos ser malinterpretados. No estamos haciendo una apología de lo inestable, lo discontinuo, lo indeterminado y lo fragmentario. No queremos contraponerle al concepto enclenque una mísera veneración por lo fáctico, un empirismo desquiciado o un relativismo intuitivo. Sólo sugerimos indagar en los instrumentos conceptuales más compatibles con las realidades histórico-estructurales heterogéneas (y fracturadas) como las que caracterizan a nuestras periferias urbanas; afines a un proyecto emancipador que asuma la articulación de pluralidades y que acepte que la realidad le dicte el método (el método es el movimiento de la realidad) y le sugiera los instrumentos históricamente más adecuados para cambiarla. No hay recetas ni planes cerrados para el poder popular. El poder popular se construye y se instituye a sí mismo. El poder popular es un realismo democrático articulador de proceso y destino, la expresión de las condiciones concretas de la progresión hacia el socialismo. ¿Debemos luchar por el conjunto de los intereses populares o por lo que habilita el estadio más próximo, determinado por un orden (supuestamente “racional” y “ontológicamente necesario”) impuesto por alguna dirección visible o encubierta?  
Debemos desarrollar una dialéctica fructífera entre la acción colectiva consciente y el desarrollo de las contradicciones de la sociedad. Debemos intentar una y otra vez narrativas inmanentes al movimiento real, que son las únicas generadoras de identidad de clase y de mística. Más importante que caracterizar la etapa es encontrar las formas de ser en el conflicto, de ser en la acción. Es decir: ser un movimiento de acciones y de prácticas antiimperialistas y anticapitalistas, ser reforzadores de toda tendencia auto-determinativa de las clases subalternas y oprimidas, más allá de las palabras y los moldes (como decía Marx, “no cambiar el desarrollo revolucionario por frases sobre la revolución”). El conflicto genera cambios en la totalidad dialéctica, por lo tanto, de nada sirve aferrarnos a roles o estereotipos coagulados.
Más importante que caracterizar la etapa es elaborar la realidad desde dentro de su historicidad, operación que nos exige resignificar permanentemente todos los conceptos y todas las categorías, que nos reclama, básicamente, “sensibilidad histórica”. Algo muy difícil de adquirir, más, mucho más que las toscas nociones de un objetivismo naturalista corruptor de toda teoría de la liberación. Por supuesto, podemos utilizar el concepto de etapa en el marco de estos sentidos ni ramplones, ni superficiales, ni condensadores de postulados ideológicos eurocéntricos; podemos producir nuevas significaciones desde otros paradigmas para que sus alcances sean distintos y, sobre todo, políticamente más productivos. Nuestro socialismo (también nuestro marxismo) no debería girar jamás en torno de la categoría de necesidad, no debería pensarse y practicarse como el credo de la economía política o de las estructuras.
 
El lugar común sostiene que no se deben quemar etapas. Nosotros proponemos quemar –directamente– el concepto de etapa en su versión más tóxica, portadora de resabios de petulantes filosofías transhistóricas.
 


Artículo enviado por el autor para Herramienta. Versiones anteriores de este trabajo fueron publicadas en www.lahaine.org y www.dariovive.org  Los subtítulos son responsabilidad de Herramienta.
 

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