24/11/2024

Antes del diluvio, el ecosocialismo, la apuesta política actual

El ecosocialismo es una corriente política basada en una constatación esencial: la protección de los equilibrios ecológicos del planeta, la preservación de un medio favorable para las especies vivientes –incluida la nuestra– son incompatibles con la lógica expansiva y destructiva del sistema capitalista. La búsqueda del “crecimiento” bajo la égida del capital nos conduce, en efecto, a corto plazo –los próximos decenios–, a una catástrofe sin precedentes en la historia de la humanidad: el calentamiento global.

James Hanson, climatólogo de la NASA, uno de los mayores especialistas mundiales en la cuestión del cambio climático –la administración Bush había intentado impedir, en vano, impedirle que hiciera públicos sus diagnósticos–, escribe esto en el primer parágrafo de un libro publicado en 2009:
El planeta Tierra, la creación, el mundo en el que la civilización se desarrolló, el mundo con las normas climáticas que conocemos, con su geografía costera estable, está en peligro, un peligro inminente. La urgencia de la situación solo se cristalizó a lo largo de los últimos años. Ahora tenemos pruebas evidentes de la crisis […]. La sorprendente conclusión es que la continuación de la explotación de todos los combustibles fósiles de la Tierra no solo amenaza a millones de especies en el planeta, sino también la supervivencia de la humanidad misma –y los plazos son más cortos de lo que pensamos–.1
Esta comprobación es ampliamente compartida. En su libro incisivo y bien informado, Comment les riches détruisent la plannète [Cómo los ricos destruyen el planeta] (2007), Hervé Kempf presenta, sin eufemismos ni falsas apariencias, los acontecimientos del desastre que se prepara: más allá de un cierto umbral, que podría alcanzarse mucho mas rápido de lo previsto, el sistema climático podría exasperarse de manera irreversible; ya no se puede excluir un cambio súbito y brutal, que haría subir la temperatura global varios grados, a un nivel insoportable. Frente a esta comprobación, confirmada por los científicos y compartida por millones de ciudadanos del mundo entero conscientes del drama, ¿qué hacen los poderosos, la oligarquía de los multimillonarios que dirige la economía mundial? “El sistema mundial que rige actualmente la sociedad humana, el capitalismo, se opone de manera ciega a los cambios que es indispensable esperar si se quiere conservar para la existencia humana su dignidad y su promesa”. Una clase dirigente predadora y codiciosa obstaculiza cualquier veleidad de transformación efectiva; casi todas las esferas de poder y de influencia están sometidas a su pseudorrealismo, que pretende que cualquier alternativa es imposible y que la única vía imaginable es la del “crecimiento”. Esta oligarquía, obsesionada por el consumo ostentoso y la competencia suntuaria –como ya lo demostraba el economista norteamericano Thorstein Veblen–,2 es indiferente a la degradación de las condiciones de vida de la mayoría de los seres humanos, y ciega frente a la gravedad del envenenamiento de la biosfera.3
Los “responsables” del planeta –multimillonarios, directivos, banqueros, inversores, ministros, parlamentarios y otros “expertos”–, motivados por la racionalidad limitada y miope del sistema, obsesionados por los imperativos de crecimiento y de expansión, por la lucha por las partes del mercado, por la competitividad, los márgenes de ganancia y la rentabilidad, parecen obedecer al principio proclamado por Luis XV: “Después de mí, el diluvio”. El diluvio del siglo XXI corre el riesgo de tomar la forma, como aquel de la mitología bíblica, de un ascenso inexorable de las aguas, que ahogará bajo las olas a las ciudades costeras de la civilización humana.
El espectacular fracaso de las conferencias internacionales sobre el cambio climático de Copenhague (2009) y de Cancún (2010) ilustra esta ceguera: los poderosos del mundo, empezando por los Estados Unidos y China, se negaron a cualquier compromiso con cifras y concreto, incluso mínimo, de reducción de las emisiones de CO2. Las medidas tomadas hasta ahora por los poderes capitalistas más “ilustrados” –acuerdos de Kyoto, paquete clima / energía europea, con sus “mecanismos de flexibilidad” y sus mercados de derechos a contaminar– dependen, como lo demuestra el ecologista belga Daniel Tanuro, de una “política de mamarracho”, incapaz de afrontar el desafío del cambio climático; lo mismo vale, a fortiori, para las soluciones “tecnológicas”, que son las preferidas por el presidente Obama y los gobiernos europeos: el “auto eléctrico”, los agrocarburantes, el “clean carbon” y esta esa energía maravillosa, limpia y segura: la nuclear (esto era antes de la catástrofe de Fukushima)…
Como lo había previsto Marx en La ideología alemana, las fuerzas productivas se están convirtiendo en fuerzas destructivas, creando un riesgo de destrucción física para decenas de millones de seres humanos –¡una situación peor que los “holocaustos tropicales” del siglo XIX estudiados por Mike Davis.4
¿Cuál es, entonces, la solución alternativa? ¿La penitencia y ascesis individual, como parecen proponer tantos ecologistas? ¿La reducción drástica del consumo? El agrónomo Daniel Tanuro constata con lucidez que la crítica cultural del consumismo propuesta por los “objetores de crecimiento” es necesaria, pero insuficiente. Hay que atacar el propio modo de producción. Solamente una acción colectiva y democrática permitiría, al mismo tiempo, responder a las necesidades sociales reales, reducir el tiempo de trabajo, suprimir las producciones inútiles y perjudiciales, reemplazar las energías fósiles por la solar. Esto implica una incursión profunda en el régimen de propiedad capitalista, una extensión radical del sector público y de la gratuidad; en suma, un plan ecosocialista coherente.5
Premisa central del ecosocialismo, implícita en la elección misma de ese término: todo socialismo no ecológico es un callejón sin salida. Corolario: una ecología no socialista es incapaz de tomar en cuenta las apuestas actuales. La asociación del “rojo” –la crítica marxista del capital y el proyecto de una sociedad alternativa– y del “verde”–la crítica ecológica del productivismo que realiza– no tiene nada que ver con las combinaciones gubernamentales denominadas “rojiverdes”; estas coaliciones entre la socialdemocracia y ciertos partidos verdes se forman alrededor de un programa social-liberal de gestión del capitalismo. El ecosocialismo es, en consecuencia, una proposición radical –es decir, que ataca la raíz de la crisis ecológica–, que se distingue tanto de las variantes productivistas del socialismo del siglo XX (ya sea la socialdemocracia o el “comunismo” de factura estalinista), como de las corrientes ecológicas que se adaptan, de una manera o de otra, al sistema capitalista. Es una proposición radical que no solo apunta a una transformación de las relaciones de producción, a una mutación del aparato productivo y de los modelos de consumo dominantes, sino también a crear un nuevo paradigma de civilización, en ruptura con los fundamentos de la civilización capitalista / industrial occidental moderna.
En la presente obra se tratará principalmente la corriente ecomarxista. De todos modos, se encuentra, en la ecología social de inspiración anarquista del norteamericano Murria Bookchin, en la ecología profunda del noruego Arne Naess y en los escritos de varios “objetores de crecimiento”, entre los que está el francés Paul Ariès, análisis radicalmente anticapitalistas y proposiciones alternativas que son cercanas al ecosocialismo.
Este no es este el lugar de desarrollar una historia del ecosocialismo. Recordemos, no obstante, algunos hitos.
La idea de un socialismo ecológico –o de una ecología socialista– nace verdaderamente en los años 1970, bajo formas muy diversas, en los escritos de varios pioneros de la reflexión “roja y verde”: Manuel Sacristán (España), Raymond Williams (Reino Unido), André Gorz y Jean-Paul Deléage (Francia) y Barry Commoner (Estados Unidos). El término “ecosocialismo”, aparenetemente, recién empieza a ser utilizado a partir de los años 1980, cuando el partido Die Grünen alemán, una corriente de izquierda, se designa como “ecosocialista”; sus principales portavoces son Rainer Trampert y Thomas Ebermann. Hacia esta época se publica el libro L’Alternative [La alternativa],6 escrito por disidente socialista de la Alemania del Este, Rudolf Bahro,7 el cual desarrolla una crítica radical del modelo soviético y de Alemania del Este, en nombre de un socialismo ecológico. En el curso de loa años 1980, el investigador norteamericano James O’Connor teoriza su concepción de un marxismo ecológico y funda la revista Capitalism, Nature and Socialism, mientras que Frieder Otto Wolf, diputado europeo y dirigente de una corriente a la izquierda de Partido Verde alemán, y Pierre Juquin, ex dirigente comunista, reformista converso a las perspectivas rojiverdes, redactan juntos el libro Europe’s Green Alternative,8 especie de intento de manifiesto ecosocialista europeo. Paralelamente en España, en torno a la revista de Barcelona Mientras Tanto, discípulos de Manuel Sacristán, como Francisco Fernández Buey, también desarrollan una reflexión ecológica socialista. En 2003, la IVa Internacional adopta, durante su congreso, el documento “Ecología y Revolución socialista”, de inspiración claramente ecosocialista. En 2001, el filósofo norteamericano Joel Kovel y yo mismo publicamos un Manifeste écosocialiste [Manifiesto ecosocialista], que servirá de referencia para la fundación, en París en 2007, de la Red ecosocialista internacional –que distribuirá, durante el Foro social mundial de Belén (Brasil), la Declaración de Belén, un nuevo manifiesto ecosocialista sobre el calentamiento global. Agreguemos a esto los trabajos de John Bellamy Foster y de sus amigos de la muy conocida revista de izquierda norteamericana Monthly Review, que apelan a una revolución ecológica con un programa socialista; los escritos de las ecosocialistas feministas Ariel Salleh y Terisa Turner; la revista Canadian Dimension, creada por los ecosocialistas Ian Angus y Cy Gornik; las reflexiones del revolucionario peruano Hugo Blanco sobre las relaciones entre indigenismo y ecosocialismo; los trabajos del investigador belga Daniel Tanuro sobre el cambio climático y los callejones sin salida del “capitalismo verde”; los trabajos de autores franceses cercanos a la corriente altermundialista como Jean-Marie Harribey; los escritos del filósofo (discípulo de Ernst Bloch y de André Gorz) Arno Münster; las redes ecosocialistas de Brasil y de Turquía, las conferencias ecosocialistas que comienzan a orgnizarse en China, etc.
¿Cuáles son las convergencias y los desacuerdos entre el ecosocialismo y la corriente del decrecimiento, cuya influencia es Francia no es despreciable? En primer lugar, recordemos que esta corriente, inspirada por las críticas a la sociedad de consumo –debidas, principalmente, a Henri Lefebvre, Guy Debord y Jean Baudrillard– y al “sistema técnico” –descripto por Jacques Ellul– está lejos de ser homogénea. Se trata de una esfera de influencia plural, que se organiza entre dos polos: por un lado, los antioccidentalistas tentados por el relativismo cultural (Serge Latouche); por el otro, ecologistas republicanos / universalistas (Vincent Cheynet, Paul Ariès).
El economista Serge Latouche es, sin duda, el más controvertido de los partidarios del “decrecimiento”. Sin duda, una parte de sus argumentos está justificada, y uno puede suscribir a su empresa de demistificación del “desarrollo durable”, de crítica de la religión del crecimiento y del progreso, y a su llamado a un cambio cultural. Pero su rechazo en bloque del humanismo occidental, del pensamiento de la Ilustración y de la democracia representativa, así como su relativismo cultural, son muy discutibles: a pesar de lo que anuncia, no se ve bien cómo sus preconizaciones no nos llevarían a la Edad de Piedra. En cuanto a su denuncia de las proposiciones de Attac (Jean-Marie Harribey) para los países del Sur –desarrollar las redes de aducción del agua, las escuelas y los centros de atención–, en virtud de que serían “etnocéntricas”, “occidentalistas” y “destructoras de los modos de vida locales”, es difícilmente soportable. Finalmente, su argumento para no hablar del capitalismo –o hacerlo tan poco, dado que no sería descubrir nada nuevo, en la medida en que esta crítica ya “fue hecha –y bien hecha– por Marx”– no es serio: es como si no tuviéramos la necesidad de denunciar la destrucción productivista del planeta porque Gorz ya hizo esa crítica, la “hizo bien”…
Más interesante es la corriente universalista, representada por la revista La Décroissance, incluso si las ilusiones “republicanas” de Cheynet y Ariès pueden ser criticadas. Contrariamente al primero, este último polo tiene muchos puntos de convergencia –a pesar de las polémicas– con los altermundialistas de Attac, los ecosocialistas y la izquierda de la izquierda francesa (PG y NPA) por las temáticas que defiende: extensión de la gratuidad, predominio del valor de uso por sobre el valor de cambio, reducción del tiempo de trabajo y de las desigualdades sociales, ampliación de lo “sin fines de lucro”, reorganización de la producción de acuerdo con las necesidades sociales y la protección del medio ambiente.
En una obra reciente,9 el ex periodista y pastor Stéphane Lavignotte esboza un balance del debate entre los “objetores de crecimiento” y los ecosocialistas. ¿Hay que privilegiar la crítica de las relaciones sociales de clase y la lucha contra las desigualdades o la denuncia del crecimiento ilimitado de las fuerzas productivas? ¿El esfuerzo debe recaer sobre las iniciativas individuales, las experimentaciones locales, la simplicidad voluntaria o sobre el cambio del aparato productivo y de la “megamáquina” capitalista? El autor se niega a elegir y propone más bien asociar estos dos recorridos complementarios. El desafío, desde su punto de vista, es combinar la lucha por el interés ecológico de clase de la mayoría, es decir, de los no propietarios del capital, y la política de las minorías activas por un cambio cultural radical. En otras palabras, lograr –sin ocultar las divergencias ni los desacuerdos inevitables– una “composición política” que reuniría a todos aquellos que saben que un planeta y una humanidad habitables son contradictorios con el capitalismo y el productivismo, y que buscan el camino para salir de nuestro sistema inhumano.
Como conclusión de este breve prefacio, digamos, por último, que el ecosocialismo es un proyecto de futuro, una utopía radical, un horizonte de lo posible, pero también, de manera inseparable, una acción hic et nunc, aquí y ahora, que se propone objetivos concretos e inmediatos. La primera esperanza para el futuro reside en movilizaciones como la de Seattle en 1999, que vio la convergencia de los ecologistas y de los sindicalistas, antes de dar nacimiento al movimiento altermundialista; o las protestas de cien mil personas en Copenhague en 2009, alrededor de la consigna “Cambiemos el sistema, no el clima”; o la conferencia de los pueblos sobre el cambio climático y la defensa de la madre Tierra, en Cochabamba, Bolivia, en abril de 2010, que vio la confluencia de treinta mil delegados de movimientos indígenas, campesinos y ecológicos del mundo entero.
La presente obra no es una sistematización de las ideas o prácticas ecosocialistas. Retomando varios artículos que yo había publicado, se propone, más modestamente, explorar algunos aspectos, algunos campos y algunas experiencias del ecosocialismo. Solo representa, por supuesto, la opinión de su autor, que no coincide necesariamente con la de otros pensadores o redes que proclaman su pertenencia a esta corriente. No aspira a codificar una doctrina nueva ni a fijar una ortodoxia cualquiera. Una de las virtudes del ecosocialismo es, precisamente, su diversidad, su pluralidad, la multiplicidad de las perspectivas y de los abordajes, a menudo convergentes o complementarios –como lo demuestran los documentos publicados como anexo, que emanan de diferentes redes ecosocialistas–, pero también, a veces, divergentes o, incluso, contradictorios.
 
M. L.
Marzo de 2011
 
 
 
Postscriptum:
 
En el momento de mandar a imprenta, llegan las aterradoras noticias de la catástrofe nuclear de Fukushima, en Japón. Por segunda vez en su historia, el pueblo japonés es víctima de la locura nuclear. Aún no se sabe la magnitud del desastre, pero es evidente que constituye un hito. En la historia de la energía nuclear civil, habrá un antes y un después de Fukushima.
Después de Chernóbil, le lobby nuclear occidental había encontrado la defensa: la catástrofe de Ucrania era el resultado de la gestión burocrática, incompetente e ineficaz, propia del sistema soviético. “Esto no podría ocurrirnos a nosotros”, nos habían repetido. ¿De qué vale este argumento hoy, cuando está involucrado el florón de la industria privada japonesa?
Los medios pusieron en evidencia la irresponsabilidad, la falta de preparación y las mentiras de la Tokyo Electric Power Company (TEPCO) –con la complicidad activa de las autoridades locales y nacionales y de los organismos de control japoneses–, más preocupada por la rentabilidad que por la seguridad. Estos hechos son indiscutibles. Pero, por insistir mucho sobre este aspecto, se corre el riesgo de perder de vista lo esencial: la inseguridad es inherente a la energía nuclear. No solo –no más en este campo que en otros– no hay riesgo cero, sino que cualquier incidente amenaza con tener consecuencias incontrolables y desastrosas, irremediables. Estadísticamente, los accidentes son inevitables. El sistema nuclear es en sí insostenible. Tarde o temprano ocurrirán otros Chernóbil y otros Fukushima, provocados por errores humanos, por disfunciones internas, terremotos, accidentes de aviación, atentados o hechos imprevisibles. Para parafrasear a Jean Jaurès, podríamos decir que lo nuclear conlleva la catástrofe como el nubarrón, la tormenta.
No es sorprendente, entonces, que el movimiento antinuclear se vuelva a movilizar a gran escala, ya con algunos resultados positivos, principalmente en Alemania. “Salida inmediata de lo nuclear”: esta consigna se expande como un reguero de pólvora. No obstante, la reacción de la mayoría de los gobiernos –en primer lugar, en Europa y en los Estados Unidos–, es el rechazo de la salida de la trampa nuclear. Se intenta calmar a la opinión pública con la promesa de una “seria revisión de la seguridad de nuestras centrales”. La Moan,10 Medalla de oro de la ceguera nuclear, retorna incontestablemente al gobierno francés. Uno de los consejeros del presidente, el señor Henri Guaino, recientemente declaró: “El accidente nuclear japonés podría favorecer a la industria francesa, cuya seguridad es una marca de fábrica”. No comment
Los nucleócratas –una oligarquía particularmente obtusa e impermeable– pretenden que el fin de lo nuclear en el mundo significará el regreso a las velas o a la lámpara de aceite. La pura verdad es que el 13,4 % de la electricidad mundial es producida por centrales nucleares. Se podría prescindir de esta fuente energética. Es posible, e incluso probable, que, bajo la presión de la opinión pública, se reduzcan considerablemente los proyectos delirantes de expansión ilimitada de las capacidades nucleares y la construcción de nuevas centrales en muchos países. No obstante, podemos temer que este golpe de freno esté acompañado por una huida hacia delante en las energías fósiles más “sucias”: el carbón, el petróleo offshore, las arenas bituminosas, el gas de esquisto. El capitalismo no puede limitar su expansión y, en consecuencia, su consumo de energía. Y como la conversión a las energías renovables no es “competitiva”, se puede prever una nueva y rápida subida de las emisiones de gas con efecto invernadero. Primer hito en la batalla socioecológica para una transición energética: es necesario rechazar este falso dilema, imposible de zanjar entre una bella muerte radioactiva y una lenta asfixia consecuencia del calentamiento global. ¡Otro mundo es posible!
 
Michael Löwy
París, abril de 2011
 
Agradezco calurosamente a Luis Martínez Andrade por su ayuda con la preparación de esta obra.
 
1 James E. Hansen, Storms of my Grandchildren. The Truth About the Coming Climate Catastrophe and our Last Chance to Save Humanity. Nueva York: Bloomsbury, 2009, p. IX.
2 Thorstein B. Veblen, Théorie de la classe de loisir (1899). París: Gallimard, colección “Tell”, 1979.
3 Hervé Kempf, Comment les riches détruisent la planète. París: Le Seuil, 2007. Ver también su otra obra igualmente interesante, Pour sauver la planète, sortez du capitalisme. París: Le Seuil, 2009.
4 Mike Davis, Génocides tropicaux. Catastrophes naturelles et famines coloniales. Aux origines du sous-développement. París: La Découverte, 2003.
5 Daniel Tanuro, L’Impossible Capitalisme vert. París: La Découverte, colección “Les empêcheurs de penser en rond”, 2010. Ver también la compilación colectiva dirigida por Vincent Gay, Pistes pour un anticapitalime vert. París: Syllepse, 2010, con las contribuciones de Daniel Tanuro, François Chesnais, Laurent Garrouste, entre otros. También se encuentra una crítica argumentada y precisa del capitalismo verde en los trabajos de los ecomarxistas norteamericanos: Richard Smith, “Green capitalism: the god that failed”, Real-World Economics Review, nº 56, 2011, y John Bellamy Foster, Brett Clark y Richard York, The Ecological Rift. Nueva York, Monthly Review Press, 2010.
6 Rudolf Bahro, Die Alternative. Zur Kritik des real existierenden Sozialismus. Europäische Verlagsanstalt, 1977; L’Alternative: pour une critique du socialisme existant rééllement, trad. bajo la dirección de Patrick Charbonneau. París : Stock 2, colección “Lutter”, 1979.
7 Penny Kemp, Frieder Otto Wolf, Pierre Juquin, Carlos Antunes, Isabelle Stengers, Wilfried Telkamper, Europe’s Green Alternative: A Manifesto For a New World. Montreal: Black Rose Books, 1992.
8 Black Rose: Montreal, 1992.
9 Stéphane Lavignotte, La décroissance est-elle souhaitable? París: Textuel, 2010.
10 Alusión al verbo inglés “to moan”, “quejarse”. (N. del E.).

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