23/11/2024

No pienses que estás sola

Escribo desde el cuenco de la memoria. Aplazo la inmediatez del día a día, esa enajenación egoísta en el mundo particular. La tendencia de los momentos que corren hace pensar que algo de lo vivido está saldado, impera una postergación de lo postergable. Las marcas operan como una voz que clama instando al recuerdo de que un hecho existió. Eso hace a la memoria. Así, de una manera u otra, las personas transitan sus vidas con esos precintos, a veces un tanto silenciosos y otras, no. Posiblemente, sea esa una de las razones del intento humano a olvidar. A diferencia de Funes, el protagonista de un cuento escrito por Jorge Luis Borges, que afinó su capacidad para evocarlo todo, con preciso detalle y de una manera eterna. Por suerte el abarrotado mundo de tal personaje sólo existe en las páginas de un libro, porque sin un depurador de recuerdos no habría modo posible de existencia.  

Pese a ello, se necesita erigir otro destino, aquel que dé sostén a la construcción colectiva de la memoria, objeto de controvertidos debates sin conclusiones únicas y últimas. Cabe entenderla como un gesto político que nos indica de dónde venimos para anticipar hacia dónde vamos. Es más, nos lleva a proponer que somos lo que somos en relación con que hemos sido lo que fuimos. En fin, construir un pasado común entre las personas encarna siempre un desafío. Lo significativo es invitar a pensar el problema entre la memoria y la política, o mejor dicho, la política en toda memoria, en todo proceso de construcción de una memoria colectiva.

En esta dirección, en el 18 Brumario de Luis Bonaparte,el pensador Carlos Marx esculpió la noción de memoria como un campo de conflicto en estrecha vinculación con la política. De acuerdo con su legado, se podría augurar que ella no es tanto el recuerdo en sí mismo sino la particular forma del recuerdo.
Para lograr que la memoria sea actuante vale la pena distinguir en el relato unicentrado la polifonía de voces, donde debaten y confrontan las perspectivas sostenidas por los diferentes actores en esa trama compleja de acercamientos y tensiones en una misma comunidad. Entre ellas, hablamos de la palabra femenina. Ahora, si sobre esto se reflexiona y además hay una transmisión de sus saberes, la apuesta se redobla y no siempre incita al envite. De alguna manera, la memoria colectiva de las mujeres más que para reconciliarnos con nuestras posibilidades, constituye un mecanismo disparador para que nosotras aprendamos a procesar lo que somos. En líneas generales, nuestras experiencias no siempre se inscriben como un saber. Más de las veces, al transferirse oralmente y sobre todo mediante el ejemplo, permanece velado. Esto nos pone en un estado de constante tensión entre la incertidumbre y el cierre definitivo de la duda sobre los saberes adquiridos.
Nuestro discurso existe, pero de una forma u otra se mantiene latente tanto por la vía académica, la política y, más aún, por nosotras mismas. Las sufragistas con sus polleras largas y látigos en mano, las primeras egresadas universitarias vestidas de varón, las cabecillas obreras fabriles con sus puños en alto, son algunos de los hechos “privilegiados” que lograron ingresar por la puerta grande de la historia.
La vida de las mujeres está sobredeterminada por la reproducción biológica, la sexualidad, la socialización de la prole, la familia y las relaciones afectivas. Estas áreas de la actividad humana se consideran como parte del mundo privado e íntimo como así también la especificidad de la experiencia histórica femenina. Por lo tanto, cuando los historiadores relatan los acontecimientos desarrollan una visión sesgada y parcial donde el sujeto histórico son los varones al considerar que el campo de la historia se centra en los límites de lo público. Y como ellas carecen de protagonismo en ese territorio, entonces estos cientistas terminan ignorando su participación, a excepción de algunas notables. En resumidas cuentas: la multitud femenina permanece oculta a los ojos de los intérpretes tradicionales.
De lo que no cabe duda es de lo que no se habla. O quizá se hable poco. En efecto, es sobre nuestro presente a partir de la necesidad de establecer genealogías, linajes, guías para lo inmediato y lo reciente de los movimientos. El filósofo Michel Foucault insiste en que se debe tener en cuenta, para evitar equivocaciones y ayudarnos a pensar, que el mundo de las cosas dichas permanentemente está invadido, rapiñado y muchas veces reescrito. Para la genealogía una tarea indispensable consiste en encontrar los sucesos donde menos se espera y en aquello que pasa desapercibido por la historia tradicional. Había un algo, entre tantos algo que había, que a Foucault le quitaba el sueño y lo dijo: “El comienzo histórico de las cosas no es la identidad aún preservada de su origen, es la discordia, es el disparate con las otras cosas”. En resumidas cuentas, nuestro filósofo se opone a la búsqueda del origen como lugar de la verdad. Para él, la verdad y su reino originario han tenido su historia en la historia. Entonces es preciso reconocer sus sucesos, sus sacudidas, las derrotas mal dirigidas que dan cuenta de los comienzos, de los atavismos y de las herencias. Así, la historia con sus intensidades y sus furores secretos representa el cuerpo mismo del devenir. Y por caso como una práctica de la memoria recurro hoy a la Colectiva Feminista La Revuelta. Sus integrantes me convocaron a escribir este prólogo y sería un desatino de mi parte desaprovechar tal oportunidad.

Hablar todas juntas al mismo tiempo

Comenzaré por el principio, como siempre se hace. El sábado 4 de noviembre de 2000 publiqué en el diario Río Negro una nota, “Mujeres y sexualidad: el lesbianismo en la Argentina”. Era un intento por armar una cartografía de la comunidad lésbica que, a mi entender, no disponía de una memoria escrita en torno a su experiencia y recorrido. Al poco tiempo de su publicación, me llamó una feminista de Neuquén, Valeria Flores. Yo estaba asombrada. Temía que algo no hubiera hecho bien. Me intrigaba que una neuquina se contactara conmigo a raíz de un tema poco abordado por el periodismo en general y por el de una provincia desconocida, todavía para mí. De inmediato, llegó un correo electrónico que aún conservo. Decía lo siguiente: “Mabel, soy Valeria. Hablé con mis compañeras y nos gustaría que armemos algo juntas”. Allí, me enteré de la existencia de un grupo. Pasó fin de año como corresponde y no hubo más diálogo hasta que en febrero ella volvió a comunicarse para avisarme de la organización de un posible evento, emprendido por el Colectivo La Revuelta, en el aula magna de la Universidad del Comahue. Gratamente acepté la invitación y viajé para allá un 7 de marzo. Apenas colocado mi pie fuera del avión me pasearon por las radios y la prensa de la ciudad. Así conocí a las otras integrantes, es decir, a Ruth Zurbriggen y a Graciela Alonso. A lo largo de esos dos precipitados días se desarrolló la charla-debate. Convocaron a una pueblada, no faltó nadie a la cita. Yo, arriba de un podio alto, clerical, escuchaba azorada el murmullo de la gente a la espera de mi palabra. Estaba sentada sola, cercada por modernísimos parlantes. Detrás de mí colgaba una descomunal bandera blanca que hacía de fondo y con unas letras gigantescas en color azul y negra titulaban la actividad: “8 de Marzo. Día Internacional de la Mujer. Pasado y presente del feminismo. Para recuperar la memoria y la historia de las luchas de las mujeres.” Luego un silencio que cortaba todo suspiro de clemencia anticipó el inicio. Abrió Valeria leyendo un texto de presentación. Su tono era directo y sus contenidos revulsivos. De tanto en tanto, hablaba de atrincheramientos, denuncias contra la construcción patriarcal y capitalista del mundo, saberes androcentristas, modos nómades del accionar, lazos de solidaridad entre las mujeres, tensionar los saberes constituidos y remataba con un final valentón que decía lo siguiente: “En síntesis, La Revuelta es una forma de traducir en clave política nuestra opresión y nuestra lucha”. Lamentablemente, no logré terminar con toda mi exposición. Diserté tanto que no alcanzó el plazo. Por cierto, era la primera vez que me pagaban por dar una charla y también retomaba mi activismo tras haber padecido un severo problema de salud que me sacó de la cancha por unos cuantos meses.
En ese momento, no medí que esas tres mujeres desconocidas para mí, con el correr del tiempo, se convertirían en un polo de experimentación y exploración sobre modos autogestivos de intervenir política y culturalmente. De ser tres anónimas, en sus orígenes, que solas se juntaban, lograron devenir en lo que hoy son: un colectivo de catorce fervientes integrantes con pequeños grupos satélites a sus alrededores, con los cuales dialogan y discrepan por formas ingeniosas de sostener la lucha contra el modelo heterocapitalista e impugnar el estado de represión del gobierno provincial. Eso se conoce como políticas de coalición, corroboradas durante años por los movimientos sociales que batallaron a favor de los derechos humanos y de la emancipación social y sexual. Finalizo con una arenga algo trillada pero sensata: La Revuelta participa y se compromete con sectores gremiales, frentes de minorías sexuales y movimientos diversos tanto regionales como nacionales donde nunca queda desdibujado el feminismo y su condición de ser mujeres.

Encontrarse en el acontecimiento

Un movimiento no se extiende por contagio sino por resonancia, nos decía Jean Marie Gleize, mentor de Nioques, una revista de poesía de resistencia contra el Estado que, con su espíritu aventurero, contribuyó a la participación común. Cuánta razón encierra este dicho, corto pero certero. Algo que se forma aquí resuena con la onda de choque emitida por algo que se forma allá. Parafraseando al filósofo Alain Badiou, a esta resonancia se la llama “acontecimiento”. Aquello que trae a la presencia lo que está oculto. El acontecimiento es la brusca creación, no de una nueva realidad sino de un sinnúmero de posibilidades que ninguna de ellas repite lo ya conocido. Representa una inversión de fuerzas físicas, emocionales e intelectuales y las de un hacerse cargo de los nacientes asuntos que esas propias fuerzas generaron. Eso es lo nuevo en cada situación.
En el arranque de un acontecimiento, dentro de la panorámica de colectivos que lo constituyen y lo habilitan existen algunos de sus integrantes que saben cómo solucionar los problemas que el propio suceso plantea. Así, zanjar el tema de las articulaciones, cómo se llevan a cabo, su tiempo de duración, las demandas puntuales y precisas necesarias para sostener el entramado, elegir el lugar donde suceden los hechos, los volantes, los emblemas, las pintadas. Todas estas piezas parecen indisolubles tanto más cuanto que se perfilan como acciones directas y autogestivas. Decidir a espaldas del Estado dilemas irresolubles es el destino del acontecimiento. En fin, se habla entonces de los modos de inscripción activista en el espacio universal de la polis. Y es esto lo que lleva al acontecimiento a existir en un allí, donde sus protagonistas acuerdan unirse para armar un destino en común.
Si la producción de pensamientos representa un ojo colectivo, la producción de la memoria explora los modos en que estas miradas quedan registradas en el empadronamiento del aquí y del ahora. El acontecimiento marca el pulso. Encarna o propone su propia temporalidad por fuera del sistema de representación del paso del tiempo que rige la vida humana. En ese sentido, el historiador inglés Eric Hobsbawn entendió al siglo XX como el más corto de la humanidad. De acuerdo con su punto de vista, se inauguró con la Revolución Rusa de 1917 y finalizó con la caída del Muro de Berlín, en 1989. Mientras, el filósofo Edgard Morin considera que el nuevo siglo que estamos transitando también modificó el calendario tradicional: para él, sus inicios se remontan a la revuelta de Seattle, en 1999, contra la cumbre de la Organización Mundial del Comercio (OMC). Así, se presentó en sociedad el movimiento de resistencia global en los países centrales como respuesta a los efectos de la reconversión del capitalismo a partir de las políticas económicas neoliberales. No obstante, el punto de partida del movimiento debería tomarse con el primer levantamiento del zapatismo mejicano del 1° de enero de 1994. El Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) constituyó un quiebre fundamental respecto de toda una tradición liberal de representación política al desconocer tanto la necesidad de vanguardias como de partidos, tema que desconcertaría a derechas y a izquierdas. Acorde al clima de los movimientos insurreccionales, bajo la consigna “Otro mundo es posible”, se lanzó en 2001, como contracara del Foro Económico Mundial que sesionaba en Davos, los eventos multitudinarios y de amplia heterogeneidad que significaron los Foros Sociales Mundiales de Porto Alegre, Brasil. Al amparo de una pluralidad y diversificación de integrantes, articulaban entre sí movimientos comprometidos en intervenciones concretas –a nivel local, nacional e internacional– en su pugna contra el neoliberalismo y cualquier otra forma de dominio por parte del capital.
En tales oportunidades las demandas se enmarcaron en un abanico de multiplicidades de reivindicaciones que se situaban desde la defensa de los derechos indígenas, campesinos, mujeres, etnia, raza, diversidad sexual, edad, pobreza, clase social, inmigrantes irregulares y medioambiente, hasta enfrentamientos contra las empresas multinacionales en sociedades industrializadas.
Por lo tanto, sería difícil entender la dinámica de masas desencadenada a lo largo de la década presente sin tales acontecimientos que provocaron la resistencia, la desobediencia social y la insubordinación contra la regulación institucional. Un ejemplo de lo señalado fueron los Monos Blancos (Tutte Bianche), fácilmente reconocibles por sus uniformes blancos, sus cascos y sus protecciones basadas en escudos de plástico y objetos no ofensivos. Surgieron a mediados de 1995 como una expresión de lucha sustentada en la acción directa. Procedentes de los denominados centros sociales –espacios contraculturales ocupados por diversas fracciones juveniles autonomistas– focalizados en el norte de Italia, tuvieron una notable capacidad de convocatoria y movilización, con un objetivo principal: ocupar los espacios abiertos, es decir, la calle.
Podría decirse entonces que el espíritu de época residió en desplazar los modos estructurales jerárquicos y centralizados, por la toma de decisiones por consenso y actividades no representativas y extraparlamentarias.
La historia como un lugar de conquista colectiva, impensable sin la revolución, se convirtió en un imperativo de aquel presente. En esta dirección, la onda expansiva global fue un elemento decisivo en la dinámica de nuevas rebeliones y protestas locales. Para esta noción de la historia, vale de analizador el estallido del 19 y 20 de diciembre de 2001 en la Argentina, un intento de “escribir” tanto la visibilización de la captura del acontecimiento como el testimonio de otros modos posibles de resistir políticamente.
En aquella noche del 19, Buenos Aires estuvo asediada por una multitud que marchaba por sus calles, por sus avenidas y se arremolinaba alrededor de sus plazas y de sus edificios monumentales. Ese miércoles a las 22:46 horas, en un mensaje transmitido por cadena nacional, el ex-presidente Fernando de la Rúa anunciaba la implementación del estado de sitio en todo el territorio de la Nación Argentina por el plazo de treinta días. Con una sentencia, remató un final: “La mayoría sabe que con violencia e ilegalidad no se sale de los problemas. Los problemas hay que afrontarlos y eso estamos haciendo”. Luego de ese breve mensaje, de la Rúa no tuvo más oportunidad de saludar como mandatario al pueblo argentino. De inmediato, la ciudad fue sitiada por una fortaleza humana. Todo el mundo se olvidó de la sensación térmica del tórrido verano y de la mesa servida para la cena. La masa con su presencia frenó el intento de militarización de la sociedad. Lo reglamentado en el Decreto N° 1.678 había perecido. Por una noche, el aparato de dominación se paralizó. Lo que el poder estatal pretendía transformar en algo “peligroso” e “inseguro”, la multitud lo fundó con su estampa: un nuevo dominio donde otro modo de hacer y vivir la política fue posible. Esa protesta indignada, militante y sin dirigencia, con una visión de comunidades laxas y de pequeña escala, marcó el fin de la dictadura cívico-militar genocida abierta en 1976. En otras palabras, fue una asonada que escapó de los efectos amenazantes de todos estos años a partir de 1983: “dictadura o democracia”.
Se sabe que todo proceso insurreccional parte de una verdad sobre la cual no se cede. En este caso, significó un reencuentro, un descubrimiento de las potencialidades a decir “Nunca Más” que no resultó indiferente ni dejó iguales a sus protagonistas. Desplegó planteos radicales en torno a la ilegitimidad del sistema hegemónico de representación que no sólo se expresa en prácticas políticas sino que también incluye las formas de producción y gestión del conocimiento. En efecto, las lógicas delegativas del poder en manos de las instituciones, entre ellas, el Estado, estuvieron en la mira. La crisis de representación como lema tomó por asalto las calles, las rutas, las esquinas, las plazas, los barrios, mediante la acción directa para visibilizar el conflicto: apropiaciones de edificios públicos o privados por parte de las asambleas barriales; cortes de rutas y accesos por parte del movimiento piquetero; ocupaciones de tierras y viviendas a cargo de inmigrantes irregulares e indígenas; modos de control de la producción bajo la autogestión y las cooperativas frente a la quiebra o abandono de fábricas, bancos y empresas. Los nuevos frentes, movimientos, colectivos, exploraron otras formas de canalizar sus reclamos en una tensión permanente con las instituciones para impedir que éstas no determinen sus criterios de organización ni de lucha. Participaron en sus gestas centros de investigaciones estudiantiles, culturales y religiosos, asambleas barriales, agrupaciones piqueteras, de mujeres, feministas, étnicas, organizaciones profesionales, de derechos humanos, travestis, comedores barriales, grupos de reflexión, sindicatos, partidos políticos, medios de comunicación comunitarios, colectivos juveniles, revistas políticas y culturales, entre otras tantas expresiones ciudadanas e individuos espontáneamente autoconvocados.
En este contexto, la práctica del escrache fue su reina. Tal experiencia se hizo conocida y popular gracias a la agrupación H.I.J.O.S. (Hijos por la Identidad y la Justicia contra el Olvido y el Silencio), cuyos integrantes eran hijos de personas desaparecidas durante la última dictadura militar. Nacieron al calor de los organismos de derechos humanos, básicamente por su estrecha relación con la Asociación de Madres de Plaza de Mayo y con Abuelas de Plaza de Mayo. Así, el escrache se instaló en el escenario político como un modo novedoso de la protesta colectiva y la intervención callejera. Esta metodología representaba algo más que una provocación. Implicaba una puesta performática de la acción directa con un objetivo preciso: denunciar la impunidad de los genocidas de la última dictadura militar (y a sus cómplices civiles del poder económico) por las violaciones a los derechos humanos llevadas a cabo durante el terrorismo de Estado. Ellos fueron beneficiados por las leyes de Punto Final (1986) y Obediencia Debida (1987), durante el gobierno de Raúl Alfonsín, y luego por los indultos (1989-1990) del ex presidente Carlos Menem. Después de la revuelta del 19 y 20 de diciembre, el escrache amplió sus fronteras y quedó habilitado como una modalidad de significativa importancia para quienes la polis representa un escenario de reveladora visibilidad. De aquí en más, adquirió un intenso protagonismo en toda aquella actividad en donde la denuncia pública constituye una herramienta política de primera necesidad. Basta, como ejemplo, el “Escrache Móvil”. Además de H.I.J.O.S., en la organización se encontraban asambleas barriales, grupos estudiantiles de la facultad de Filosofía y Letras y de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires (UBA), organismos de derechos humanos, periodistas, travestis, feministas y gays, entre otras tantas agrupaciones. Sus coordinadores lo describieron como “una visita guiada y sobre ruedas por los edificios del horror”. Fue el 24 de marzo de 2003 durante la presidencia de Eduardo Duhalde. La recorrida comenzó frente a la Casa de la Provincia de Buenos Aires, donde se escrachó al ex ministro de Relaciones Exteriores, Carlos Ruckauf, quien en 1975 firmó un decreto para “aniquilar” a la subversión. Siguió frente a la casa del médico represor Jorge Magnasco, que se encargaba de los partos en la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA); luego se marchó al departamento de Alberto Durand Sáenz, ex jefe del centro de detención clandestina El Vesubio. Por último, el escrache cerró con el acampe, en la Avenida Libertador y San Martín de Tours, en pleno barrio Palermo Chico, delante de la residencia del hoy difunto marino Emilio Massera y uno de los mayores represores de la provincia de Tucumán, Antonio Bussi.
Otro caso fue el escrache sorpresa, realizado por H.I.J.O.S. el 26 de Marzo de 2007, a la ex presidenta María Estela Martínez de Perón, en Villanueva de la Cañada, en las afueras de Madrid. El grupo llegó alrededor de las cuatro de la tarde a la coqueta periferia madrileña y comenzó por empapelar el pueblo con fotos de víctimas de la represión entre 1975 y 1983. Los afiches iban acompañados de una frase que rezaba: “Los asesinados por la Triple A y los desaparecidos durante la última dictadura militar. ¡HIJOS Madrid, presentes!” Luego, los manifestantes se trasladaron al barrio privado donde vive la ex presidenta y se instalaron delante del portal de su casa, en Valle de Ulzama 16. Desplegaron un pasacalle con los afiches y se dedicaron a pintar consignas en la calle en la que explicaban: “En este barrio vive una genocida”, “Juicio y castigo”, y “Memoria = identidad”. El garaje de la residencia de Isabelita quedó también repleto con los rostros de los desaparecidos de la dictadura.
Para concluir, en 2001, al caer el gobierno de la Alianza cayó también la convertibilidad instaurada por Menem, a través de políticas monetarias y financieras que se venían desplegando a escala mundial. Se armó el “corralito”, que representó una lucha frontal de los ahorristas contra el sistema financiero. Viejos, jóvenes, mujeres y familias se apoltronaban en las puertas de los grandes bancos nacionales e internacionales y golpeaban con martillos, palas y todo lo que encontrasen a su medida para expresar la violencia provocada por la apropiación de sus ahorros.

Arte, Arte, Arte: LuchArte

Tomar las calles no encierra solamente revueltas y movilizaciones de aquellos sectores explotados o colectivos subalternos, también franquea puertas para la creación artística. Con anterioridad a los hechos de diciembre, el arte estaba encorsetado en manos del Estado con la implementación de eventos imponentes que le servía para legitimar sus políticas culturales. Después de estos sucesos, tomar las calles adquirió otro significado: la circulación de caras nuevas, propuestas inaugurales y presentación del arte como una herramienta catalizadora para interpretar y protagonizar este nuevo escenario histórico. Si bien el estallido constituyó un punto de inflexión para la acción política en su más amplio sentido, además develó la irrupción impugnativa de colectivos culturales que se apropiaron de la política y lo político; es decir, incentivó un pujante movimiento cultural que acompañaría comprometidamente a las nuevas prácticas de participación popular. Todo ello bajo un juego interactivo: contaminar y contaminarse de los acontecimientos. Así, se transitó veinticuatro meses de vertiginoso ritmo que se acrecentaba día tras día. A través de boletines, folletos, revistas, redes electrónicas, sitios web, murales y graffitis, grupos de arte callejero, performances de teatralización titiritera, programas en radios alternativas, piquetes culturales, centros sociales okupados, bandas musicales, experiencias educativas y relacionales como así también la configuración de un circuito de lenguajes visuales. Fotógrafos, videastas y documentalistas que venían trabajando con anterioridad a la revuelta se unieron a los nuevos grupos. Tales fueron los casos de Boedo Films, Fundación Alumbrar, 1º de Mayo, Argentina Arde, Ojo Obrero, Venteveovideo, Contraimagen, Proyecto ENERC, Movimiento de Documentalistas, Indymedia Video, Asociación de Realizadores Audiovisuales del Neuquén (ARAN). Mucho de lo elaborado fueron productos visuales sostenidos mediante la autofinanciación. De esta manera, el género documental nutrió al movimiento político cultural que acompañaría comprometidamente las rebeliones y las nuevas prácticas de participación popular.
En 2002, surgió en la Asamblea Popular Plaza Dorrego, en San Telmo, el Taller Popular de Serigrafía (TPS). En sus orígenes, lo integraron alrededor de quince miembros que bocetearon y discutieron colectivamente las consignas y los dibujos. Ellos y ellas se reconocían hijos directos del 19 y 20 de diciembre por su dinámica horizontal, por la falta de referencialidades y por el carácter anónimo de los nuevos movimientos que se expresaron en escenarios libres. El TPS disponía de una modalidad de acción directa, ya que con su técnica se diseñaban imágenes que reflejaban el espíritu de las luchas. No obstante, en sus orígenes no intentaban provocar un efecto político de alto impacto de lo que ellos mismos habían elaborado. Sus impresiones en afiches, paredes, remeras, buzos y delantales de los propios interesados, develaban idearios románticos mientras otros eran más coyunturales al reflejar el conflicto. De este modo, lograron representar en imágenes, con significados abiertos, además del ánimo revulsivo de las protestas, el diálogo artístico con el destinatario. De acuerdo con sus testimonios, tomaron las experiencias del Taller de Gráfica Popular, movimiento de grabado en madera que tuvo su expansión durante la revolución mexicana, en 1910. En cuanto a sus parentescos locales se consideraban herederos del Grupo CaPataco. Este colectivo llevó a cabo hasta comienzos de la década del 90, en la ciudad de Buenos Aires, una serie de intervenciones callejeras (gráficas, performáticas), en su mayor parte vinculadas a movilizaciones populares, por fuera del circuito artístico. Su vinculación quedó plasmada en los movimientos de masas de la época: con las madres de pañuelos blancos a los ex combatientes de la guerra de las Malvinas, pasando por grupos indígenas –tal fue el caso de Pirca– hasta con las madres de pañuelos negros, de la comunidad chilena en el exilio. Sus integrantes se definían como un “colectivo de arte participativo tarifa común”, lema que encierra una humorada en base al doble sentido de colectivo como grupo y como transporte público de pasajeros.
A ellos se sumaron grupos de jóvenes excluidos y de las barriadas pobres, hinchas de fútbol, rockeros, punkies, motoqueros que con un indiscutible protagonismo generaron un sentido de lucha y fueron testigos invalorables de todo este proceso emancipatorio en tránsito. Por último, quedaría imposible de desconocer el empeño de estudiantes secundarios y universitarios, activistas sociales, feministas, de derechos humanos y políticos, que con sus cuerpos enfrentaron la más feroz represión que tuvo nuestra democracia, durante esas dos sangrientas jornadas.

Juntas y Revueltas

La colectiva La Revuelta se inscribió dentro de este mundo circundante. Y como el Ave Fénix, con sus “garras” y un amarillo incandescente en el pelo, surgió de las cenizas de la rebelión de 2001.
En esta región del sur de América Latina, mejor dicho al sur de la Argentina, mejor dicho en la provincia de Neuquén, esta agrupación feminista cumplió diez años de activismo y de una feliz existencia para ellas y también para nosotras, sus amigas, sus compañeras y sus allegadas.
Atravesar ese lapso de militancia permite consagrar un tiempo para las reflexiones. Y eso fue lo que hicieron. Sin que el paso de los años les signifique una mochila al hombro, estas revuelteras llevaron a cabo un encuentro de análisis y reflexión que tomó todo el mes de marzo de 2011. Lo denominaron “Una década de debates e intervenciones feministas para estirar los límites de lo pensable”. En realidad, significó mucho más que un repaso de sus luchas y sus logros. Podría decirse que la estrategia de este grupo político que hace política resultó en contar cómo abrieron el feminismo a la protesta social y, simultáneamente, cómo contagiaron la protesta social de feminismo. Con su lema “somos oportunistas y queremos llevar el feminismo a todos lados”, así quedó enunciado. A lo largo del evento se planteó elaborar nuevas herramientas teóricas para una construcción política, en la cual los feminismos del nuevo siglo transporten sus conocimientos y experiencias de un lugar a otro.
Las revueltas se asientan en un núcleo ético y pragmático, a la vez. Es decir, ocupan espacios por todos los medios que sean necesarios, sin que ello signifique gerenciamientos especulativos. Esta modalidad facilita rapidez de respuesta, evita la dispersión de fuerzas y focaliza su objetivo en la expansión de las energías. Florecen hacia afuera como hacia adentro del grupo. En efecto, se valen de una eficacia ética a la que suscriben como el partido afroamericano Panteras Negras, originado en California en 1966, que “nació con vocación de actuar, de intervenir para dar soluciones concretas y realizables.” Por lo tanto, en el escenario de los movimientos sociales del presente local, esta colectiva habilitó la noción de una militancia feminista ejemplar, aquella que construye potenciales de un accionar modelo. Leen la política como un campo en extensión, en diagonal. Abren caminos como una pionera que no pierde el rumbo al darse vuelta para mirar atrás y remover los modelos que fueron posibles. Con persistencia van recuperando la voz de las mujeres que vivieron antes que ellas, antes que nosotras, cuyas huellas se borraron cuidadosamente pero sin desaparecer. Se lanzan a la búsqueda de lo que hay y también de lo que no hay. Es ser a lo que falta. Sacan a la luz algo que permanece oculto en la sociedad. Y como bien dicen las integrantes de la colectiva La Revuelta no hay tiempo de espera, todo comienza ya. Por eso, para ellas diez años no es nada, les queda fuerza para varias decenas más.

 

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