Introducción
Este artículo se propone abordar la cuestión de la producción de la ciudad capitalista, particularmente en los países periféricos durante su fase neoliberal. Para esto se analiza el proceso de reconfiguración urbana producido en el Gran Buenos Aires a partir del agotamiento del modelo de acumulación de industrialización sustitutiva en la Argentina, y sus consecuencias en la distribución del espacio y de los cuerpos en la ciudad.
Tomamos el caso de las tomas masivas de tierras que tuvieron lugar en los partidos del conurbano bonaerense durante la década del ochenta, para situarlas dentro de un proceso de disputa por el espacio urbano por parte de los sectores populares. Estos “asentamientos”, valiéndose de prácticas organizativas acumuladas en el acervo de luchas populares, se constituyeron en un verdadero movimiento social.
Finalmente, se esbozan algunas conclusiones en torno a la emergencia de estos asentamientos en un largo proceso de inscripción territorial de las clases populares en nuestro país.
La ciudad como palimpsesto
¿Cómo es posible pensar los cambios en la ciudad? ¿Qué dimensiones deben considerarse para dar cuenta de las transformaciones en la trama urbana? ¿De qué forma se expresan en la ciudad las diferentes formas de sociabilidad? Estas, entre otras preguntas, han sido puestas en juego en los últimos tiempos para intentar dar respuesta a los vertiginosos cambios que se sucedieron en las ciudades latinoamericanas y del mundo.
Parafraseando al Wittgenstein de las Investigaciones filosóficas, que sugería que “el lenguaje puede verse como una vieja ciudad”, creemos que la ciudad puede ser vista como un lenguaje. Utilizar la metáfora del lenguaje para mirar la ciudad no implica en nuestro caso ninguna coincidencia con el utopismo liberal, que anhela un orden social de total transparencia (de mercado), presupuesto sobre el que se basan algunos análisis comunicacionales que imaginan en la ausencia de interferencias un espacio de total libertad (o la ausencia misma del conflicto).
Para nosotros, en cambio, adoptar la metáfora del lenguaje significa comprender a la ciudad como un palimpsesto, aquel manuscrito antiguo que conserva las huellas de una escritura anterior, borrada artificialmente. Las marcas que dejan las luchas, las formas de vida social y el modo de organización de la producción, pero también las ideologías, las formas estéticas y la cultura, transcriben en la ciudad sus huellas. Si se mira a la ciudad trasluz, como la trama de un conjunto de capas sedimentadas, es posible encontrar en ella las marcas de una lenta y trabajosa construcción social.
Del centro a la periferia: la ciudad fragmentada
A través de los grandes ciclos macroeconómicos –con sus crisis recurrentes–, es posible observar una tendencia al surgimiento de nuevos modos específicos del desarrollo capitalista. Cada uno de estos cambios da lugar a lo que David Harvey denomina “soluciones espaciales”, esto es, los modos en los que el capital trata de reorganizar su geografía urbana y regional en el intento de responder a la crisis y generar “espacio libre para la acumulación” (Harvey, 1992).
Edward W. Soja (2008: 168-176), retomando estos ciclos identifica tres períodos de fuertes cambios y reestructuración de la ciudad capitalista industrial.1 El primero de estos períodos se inicia en la década de 1870, al comenzar una fase de reestructuración y transición del capitalismo industrial de libre mercado altamente competitivo. La ciudad mercantil, con una densa mezcla de residencias de diferentes clases sociales y niveles de renta agrupados en torno al lugar clave del intercambio, el puerto o la estación central del ferrocarril, dejará lugar a la ciudad monopolista-corporativa a comienzos del siglo XX, que expresa una nueva geografía diseñada para ocultar las transparencias más evidentes de la acumulación capitalista, como también disciplinar y controlar la creceinte población urbana.
El segundo período tuvo lugar a partir de 1920 y, pasando por la Gran Depresión, se extendió hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial. De allí surgió la metrópolis regional fordista, caracterizada por una creciente dispersión en la ubicación de las fábricas y la fuerza de trabajo, altamente concentradas en el anterior modelo urbano, de la mano de las economías mixtas y la consolidación de los Estados de bienestar.
La crisis urbana que se desata en 1960, que marca los límites del desarrollo del modelo fordista de urbanización, inicia un tercer período de reestructuración que dará lugar a lo que Soja denomina posmetrópolis.
También en los trabajos de Sassen (1999 y 2003) y Castells (1996) hay una apuesta por enlazar los cambios económicos, con los sociales y los espaciales. Sin embargo, es cierto que se corre el riesgo de mecanizar el análisis, puesto que no hay una espacialización automática. El intento por contextualizar el papel de las megaciudades en el mercado mundial, llevado al extremo, conduce a pensar la ciudad como un objeto aislado. Al estudiar casos como la ciudad de Buenos Aires se hacen evidentes las limitaciones de pensar lo urbano sólo desde el punto de vista de la globalización, dejando de lado los elementos endógenos, propios de la historia de cada territorio.
Nociones como las de metropolización, periurbanización, gentrificación, archipiélogos megalopolitanos, han sido intentos surgidos a partir de la necesidad de identificar nuevos patrones urbanos no exclusivamente signados por las lógicas de desarrollo industrial.
En este sentido, como apunta David Harvey (2007), el pensamiento de izquierda ha tenido durante largo tiempo una visión de los procesos urbanos sólo enfocada a los aspectos económicos. Sin embargo, desde hace varias décadas, particularmente en áreas como los estudios culturales, se ha producido un desplazamiento del interés por los temas económicos (para ser más precisos, de economía política) olvidando que cuando los temas políticos se presentan como culturales, se vuelven directamente irresolubles. Por temor al reduccionismo económico se ha dejado de pensar en la economía política. La magnitud de los cambios a los que hacemos referencia nos obligan a rediscutir las antinomias propuestas en torno al par “economicismo versus culturalismo”.
Como sostienen Cerruti y Grimson (2004), la profundidad de las transformaciones que introdujeron las políticas neoliberales, nos lleva a afirmar que los cambios macroeconómicos y sus efectos en la creciente segmentación y polarización social tuvieron su expresión en el espacio urbano, tanto en términos sociodemográficos como socioculturales.
Siguiendo a Pradilla Cobos, quien analiza el caso del DF Mexicano:
el problema central estructural es que la exclusión social, combinación inédita de explotación económica, opresión política, marginamiento social, degradación cultural y fragmentación territorial, es consecuencia orgánica del patrón neoliberal de acumulación del capital, por lo cual, para revertir su evidente agudización, habría que sustituirlo por otro distinto, aún no formulado de manera integral (Pradilla Cobos, 1998: 192; las cursivas son nuestras).
Es en este punto donde podemos comprender que los condicionantes estructurales conllevan en realidad cambios cualitativos. Así, lo económico y lo cultural-histórico en los procesos urbanos no pueden leerse como esferas escindibles, pues ambos aspectos se imbrican.
En la nueva morfología de las ciudades latinoamericanas se acentúan los procesos de segregación, al tiempo que se diluye la imagen integradora que predominó sobre las metrópolis del continente hasta hace poco. Particularmente en Buenos Aires, la drástica pauperización de amplios sectores de la población pone en entredicho la antigua articulación entre identidades sociales, espaciales y políticas que caracterizó al modelo de acumulación de industrialización sustitutiva. Una ciudad-centro cada vez más signada por las actividades financieras y un periurbano cada vez más empobrecido hacen pensar en una fractura insondable. Sin embargo, no es posible pensar Buenos Aires sin los suburbios. Los conceptos de ciudad global o archipiélago de megalópolis mundiales impiden pensar la relación funcional entre la ciudad-centro y los suburbios que componen la ciudad de Buenos Aires (Prévot Schapira, 2005). En tal sentido, conviene reemplazar una lectura dual del espacio urbano por la de una segregación disociada.
Lo que ha sido puesto en jaque en la ciudad de Buenos Aires claramente a partir de los años ochenta es el viejo modelo de ciudad orgánica, dando lugar a un modelo más disperso y segmentado que podemos definir como ciudad fragmentada. Esta noción de fragmentación incorpora elementos espaciales (como las discontinuidades físicas del territorio), dimensiones sociales (de repliegue comunitario como en los asentamientos, o lógicas de urbanización exclusivas como los barrios cerrados) y aspectos políticos (dispersión de actores y autonomización de dispositivos de gestión y regulación urbana). Al mismo tiempo, la fragmentación es condición geográfica y metáfora de ámbitos como el mercado de trabajo o las comunicaciones a través del sistema de transporte. Por esto mismo, “el análisis de la ciudad en términos de fragmentación, en razón de las múltiples fronteras que dividen el espacio en un continuum que se empobrece, parece ser más operativo que los términos de centro/periferia que se utilizaron hasta ahora” (Prévot Schapira, 2001: 51).
En suma, las características que hacen de la actual metrópoli un espacio fragmentado responden a cambios estructurales surgidos a partir del agotamiento del patrón de acumulación del capital durante la década del setenta. Como afirma Katzman refiriéndose a este proceso en la ciudad de Montevideo:
Las raíces estructurales de esos cambios son claras. La crisis del modelo de sustitución de importaciones, y el giro liberal, aperturista y desregulador del nuevo modelo exportador, modificaron la cantidad, calidad y tipos de trabajo remunerado disponible para la población. También se modificaron el rol del Estado, el funcionamiento de los mercados inmobiliarios y los precios de la tierra y de la vivienda. Todo ello contribuyó a transformar tanto megaciudades como su megaciudades, lo que a su vez favoreció la emergencia de distintos tipos de respuestas individuales y colectivas en los sectores populares (Katzman, 2004: 4; las cursivas son nuestras).
En este contexto, las condiciones de acceso al espacio urbano se modificaron drásticamente para las clases populares. La agudización del problema de la vivienda se constituyó, por lo tanto, en un eje de necesidad y conflicto sobre el que los sectores populares ensayarían un conjunto de respuestas en la búsqueda de su solución.
El problema de la vivienda
El “problema de la vivienda” tiene una larga historia para los sectores populares, que es posible rastrear en las condiciones impuestas por las sucesivas etapas de formación del capital en la Argentina y donde pueden encontrarse diferentes momentos en que cobra visibilidad.
El conventillo y los hoteles desde fines del siglo XIX; las “villas miseria” al calor del proceso de industrialización sustitutivo; los planes de vivienda del Estado; las casas autoconstruidas en lotes comprados en cuotas; y más tarde las casas tomadas o los asentamientos son las distintas formas que va adquiriendo el problema del hábitat popular pero, fundamentalmente, se trata en cada caso de la constitución de distintos sujetos sociales (Merklen, 1997).
Como afirma Manuel Castells en La cuestión urbana, el problema de la vivienda es ante todo el de su penuria. Su escasez no resulta un elemento inherente a los procesos de urbanización, sino que responde a la relación entre su oferta y demanda como objeto de mercado, como mercancía, determinada por las condiciones sociales de su producción.
La vivienda, por encima de su escasez global, es un bien diferenciado que presenta toda una gama de características en lo concerniente a su calidad (equipamiento, confort, tipo de construcción, duración, etcétera), su forma (individual, colectiva, objeto arquitectural, integración en el conjunto de habitaciones y en la región) y su estatuto institucional (sin título, en alquiler, en propiedad, en copropiedad, etcétera) que determinan los roles, los niveles y las pertinencias simbólicas de sus ocupantes (Castells, 1976: 179).
La vivienda, entonces, no es un mero lote de terreno ni se reduce a una unidad física individual. Por el contrario, la vivienda es una unidad mucho más amplia e interrelacionada de elementos necesarios para el desarrollo de la vida urbana y se encuentra indisolublemente ligada al desarrollo de la ciudad, que es el objeto mayor en que se inserta y que brinda los servicios habitacionales para el consumo colectivo. Despojar al concepto de vivienda de su medio ambiente es negar las relaciones sociales que le dan existencia y oculta el hecho de que el desarrollo urbano es producto del trabajo social. Como define Oscar Yujnovsky (1984: 17):
la vivienda es una configuración de servicios –los servicios habitacionales– que deben dar satisfacción a necesidades humanas primordiales: albergue, refugio, protección ambiental, espacio, vida de relación, seguridad, privacidad, identidad, accesibilidad física, entre otras. Estas necesidades varían con cada sociedad y grupo social y se definen en el devenir histórico. La producción de los servicios habitacionales, así como la política de vivienda, tienen lugar en una sociedad determinada, con una cierta organización social y relaciones de poder. Por lo tanto, las condiciones de vivienda y la política habitacional sólo pueden analizarse teniendo en cuenta las diversas estructuras y relaciones de la sociedad y del Estado.
Estos servicios habitacionales adquieren un valor de cambio, y por lo tanto se intercambian como mercancías. Y es la propiedad privada del suelo urbano lo que permite a los propietarios recibir una parte del producto social en forma de renta del suelo. Esta renta se convierte en el “valor” de la tierra, de tal forma que el propietario puede vender la tierra como mercancía en el mercado de tierras, pero lo que en realidad vende es la renta que ella produce, como consecuencia del poder jurídico de la propiedad privada.
En efecto, así como el sector de la vivienda debe analizarse como parte del proceso de acumulación, también es necesario dar cuenta de la política del Estado en relación a la vivienda. El Estado es ante todo el ámbito donde se condensan las relaciones sociales que hacen posible la reproducción del sistema social; por lo tanto, la política del Estado (y la política de vivienda es parte de ella), “se determina a partir de una cierta correlación de fuerzas y de una situación en el campo de la lucha política en un momento histórico particular” (ibíd.: 24).
Pero el consumo de la vivienda como conjunto de servicios habitacionales, no resulta accesible por igual al toda la población, pues
las relaciones sociales existentes implican una determinada distribución de las mercancías producidas en el sistema económico –entre las que se encuentra también la vivienda– entre las diferentes clases sociales. Es aquí donde debe buscarse la raíz de la insuficiencia de acceso a los servicios habitacionales que aflige a los sectores de más bajos recursos. El análisis de la esfera del consumo de vivienda presupone el de la división de la sociedad en clases sociales y de las diferencias de posición en la estructura social (ibíd.: 22).
De allí que podamos distinguir fundamentalmente tres formas en que los sectores populares resuelven su acceso al suelo urbano:
-
elevando la intensidad de ocupación de las viviendas, para poder subdividirse el pago de la renta del suelo que de lo contrario les resultaría inaccesible, sobre todo en las áreas centrales de la ciudad;
-
al residir en la periferia, donde disminuye la calidad y cantidad de los servicios habitacionales, y por lo tanto su precio es menor;
-
o bien a través de la invasión de terrenos, ocupándolos de hecho, si es que el poder del Estado lo permite.
Las primeras dos alternativas implican la participación de los sectores populares en el mercado de tierras; la última, en cambio, se sitúa al margen del régimen de propiedad vigente y, en consecuencia, constituye una “ilegalidad”. Esta modalidad de acceso al suelo urbano es la que genera los denominados asentamientos informales.
2 Con esta definición hacemos referencia a “las urbanizaciones informales producidas por los mismos sectores populares” (Varela y Cravino, 2008: 46), dentro de las cuales en nuestro país se distinguen
villas y
asentamientos.
Este sector de informalidad que protagonizan las clases populares para dar solución al problema del acceso al suelo urbano, ha cobrado un gran peso relativo en la producción de la ciudad latinoamericana durante las últimas décadas. Así, por ejemplo, si en 1981 la población en asentamientos informales en los partidos de Gran Buenos Aires representaba 4,1% del total, en la actualidad supera al 10% (Cravino / Del Río / Duarte, 2008: 105).
Reconfiguración urbana en el área metropolitana de Buenos Aires
Como señala Horacio Torres (1992), en los albores del siglo XX se inicia un proceso de suburbanización en la ciudad de Buenos Aires que trajo aparejado importantes cambios en su estructura socioespacial.
3 Un elemento característico de este período fue el movimiento hacia la periferia protagonizado en buena medida por un sector de la segunda corriente inmigratoria que, acompañado por el acceso a la pequeña propiedad residencial, tuvo por resultado la consolidación de una corona de barrios suburbanos.
Durante las décadas de 1930 y 1940, las migraciones internas dirigidas hacia la región metropolitana estuvieron asociadas al inicio del proceso de industrialización sustitutiva en nuestro país. Una de las características que introdujo este proceso fue la suburbanización de la población de menores ingresos mediante la consolidación de “villas de emergencia” y, fundamentalmente, a través de loteos populares. La expansión de los barrios de loteo en la periferia de la ciudad está asociada a la difusión de la pequeña propiedad suburbana. Esta forma de acceso al suelo urbano comienza a relegar a otras modalidades históricas como el alquiler, teniendo en cuenta que si en 1943 el 43,3% de las viviendas en los partidos del Gran Buenos Aires era ocupada por sus propietarios, en 1960 esa condición asciende al 67,2% de las mismas.
Por cierto, la implementación de la Ley de alquileres de 1943 que congeló el precio de las locaciones urbanas a esa fecha, tuvo el doble efecto de retraer el mercado de viviendas en alquiler (incitando de forma indirecta el acceso al suelo urbano a través de la pequeña propiedad) e impulsar la construcción de propiedad horizontal en la ciudad como forma de valorizar las viejas propiedades.
Otras formas de acceso a la propiedad residencial fueron delineando una densificación central de la ciudad. Una de las condiciones que posibilitaron este fenómeno fue la Ley de “propiedad horizontal” de 1948 (que habilitó la compra de departamentos pues, hasta el momento, éstos sólo podían ser alquilados), de manera que el acceso al suelo urbano no implicase necesariamente alguna forma de suburbanización.
Asimismo, es importante tener en cuenta en la conformación de la estructura socioespacial de estos años los cambios producidos en la gestión del trasporte urbano, que incluyen la nacionalización de los ferrocarriles y la extensión de otras formas de trasporte público. Por último, la política del Estado de facilitar préstamos para la vivienda individual accesibles a amplias franjas de los sectores asalariados, o en algunos casos destinados a conjuntos residenciales gestionados por sindicatos u otras asociaciones, terminan por delinear los aspectos más importantes de “políticas implícitas” en la consolidación de la estructura socioespacial de la ciudad de Buenos Aires durante las décadas del cuarenta y del cincuenta.
Sin embargo, a partir de la década del sesenta (y con mucha más claridad durante los setenta y ochenta) comienzan a evidenciarse signos de agotamiento del conjunto de factores que sustentaron estas tendencias del desarrollo de la estructura socioespacial metropolitana: disminuye, cuando no se detiene directamente, el proceso de suburbanización asociado a la pequeña propiedad en zonas periféricas (loteos económicos); se revierten las “políticas implícitas” del Estado, mediante una paulatina desaparición del submercado residencial protegido por la ley de alquileres y el aumento del costo en el transporte público; reaparecen tendencias al deterioro central, expresado en formas residenciales como los “hoteles-pensión”, que en realidad constituyen formas de residencia permanentes en condiciones de extremo deterioro y hacinamiento; y, por último, una nueva política sobre asentamientos irregulares, que pondrá eje en su “erradicación”, y la formulación de nuevas políticas de ordenamiento urbano.
Durante la última dictadura (1976-1983) se inicia un proceso de desplazamiento (expulsión) de los sectores populares del centro urbano e industrializado hacia la periferia de la ciudad. Esta reorganización del espacio en la ciudad se realizaría a través de distintos mecanismos más o menos coactivos.
A nivel municipal (ciudad de Buenos Aires) mediante la promulgación del Código de Ordenamiento; ley de Locaciones Urbanas sancionada en junio de 1976 que provoca la liberalización general de los alquileres; erradicación compulsiva de Villas de Emergencia por ordenanza municipal del año 1977; expropiación de viviendas para construcción de obra pública –autopista 25 de Mayo–.
A nivel provincial (conurbano) con la suspensión de loteos en el año 1976; sanción de la ley 8.912 de Ordenamiento Territorial que reguló la producción de loteos obligando a la producción de infraestructura y, consecuentemente, encareciendo el costo de las urbanizaciones; como así también las políticas de relocalización industrial a través del Régimen de Promoción Industrial, que alentaron la de radicación de fábricas en el interior del país.
La adopción de estas políticas, puso crudamente de manifiesto la vigencia, a nivel de las distintas instancias de decisión del estado, de una nueva concepción sobre la jerarquía del espacio urbano, la función de la ciudad y el lugar que debían ocupar en ella los sectores populares (Ozslak, 1991: 29).
Se inicia un proceso de desplazamiento espacial de población hacia la periferia, y más precisamente de expulsión de sectores populares del área de mayor valorización territorial, que responde a un conjunto de políticas, leyes y decisiones del Estado acordes a una línea impuesta para el área a partir de mediado de los años setenta. Pero, fundamentalmente, responde a una estrategia de desestructuración de relaciones sociales de los sectores populares, quienes son desalojados-rearticulados perdiendo así relaciones sociales construidas a lo largo del tiempo (personales, laborales, sindicales, familiares, políticas, de educación, vivienda, salud, etcétera). En este sentido seguimos el análisis de Izaguirre y Aristizábal (1988) cuando afirman que esto constituyó un verdadero proceso expropiatorio de relaciones sociales.
Las tomas de tierras
A las transformaciones iniciadas durante el gobierno militar, que afectan todos los ámbitos de la sociedad, corresponde un cambio en las estrategias que los sectores populares habían desarrollado para acceder a la vivienda. En este contexto, se inicia un proceso de tomas ilegales de tierras (“asentamientos”) en el conurbano bonaerense.
4
Una de las características distintivas de los asentamientos surgidos con el proceso de tomas de tierras durante la década del ochenta está dada por haber tenido un grado, variable, de planificación previa. Si bien en muchos casos la espontaneidad de las tomas fue un factor importante –que respondía fundamentalmente a la necesidad de buscar una respuesta a la crítica situación habitacional–, es posible identificar la aparición de instancias organizativas al interior de los asentamientos surgidas en el mismo proceso de toma del terreno. Asimismo, la búsqueda por incorporarse a la trama urbana existente adoptando las formas circundantes en cuanto a amanzanamiento y dimensiones de los lotes encuadradas en la norma vigente, es otra característica que resalta en la experiencia de las tomas. En tal sentido, seguimos a Cravino (1998) cuando afirma que la forma en que se llevan a cabo las tomas se convierte en un indicador del origen predominantemente urbano de la población ocupante, que los diferencia de migrantes de las décadas anteriores.5
A partir de las formas organizativas que se daban en los asentamientos puede hablarse de cierto “modelo organizativo”. Este modelo fue replicándose en muchas experiencias, que retoman los antecedentes de los asentamientos surgidos en San Francisco Solano (Quilmes) en el año 1981.
El modelo organizativo de los asentamientos estaba constituido sobre la base de una asamblea por cada manzana. De allí surgía, con un voto por cada lote, la elección de un delegado de manzana y un subdelegado. El delegado era quien debía atender los problemas de cada manzana (referidos al mejoramiento de veredas, forestación, limpieza de los lotes, recolección de residuos, etcétera) impulsando la participación colectiva. A su vez, el conjunto de los delegados conformaban el cuerpo de delegados, donde se ponían en común los problemas de todas las manzanas a través de sus representantes.
El asentamiento elegía además por voto directo una comisión interna o comisión directiva, integrada por un pequeño grupo de personas, sobre la que recaían tareas específicas como resolver problemas de infraestructura, realizar contactos hacia fuera del asentamiento y acompañar el trabajo de las comisiones y los manzaneros. Una de las tareas de la comisión interna era promover la conformación de comisiones especiales, grupos de trabajo que se conformaban voluntariamente para satisfacer algún objetivo puntual. Estas comisiones (de salud, de deporte, de mujeres, de espacios verdes, de jóvenes, etcétera) si bien no eran elegidas por el voto del asentamiento, cumplían una importante función en la estructura organizativa y constituían instancias de participación.
Los asentamientos surgidos en los procesos de tomas de tierras durante la década del ochenta marcan un cambio en la estrategia de los sectores populares por “hacer ciudad”. La respuesta colectiva de los asentamientos constituyó mucho más que una forma de solucionar el acceso a la vivienda, para mostrarse como un proyecto de integración urbana de vastos sectores de la población, frente al múltiple proceso de pauperización.
En definitiva, las ocupaciones masivas de tierra pueden ser vistas como una estrategia de construcción del hábitat por parte de los sectores populares, en el camino de generar mecanismos de integración social.6 Mediante el desarrollo de una densa actividad comunitaria en los barrios populares, los asentamientos posibilitan la recomposición de lazos sociales, al tiempo que se constituyen en una estrategia de integración urbana. De ahí la importancia manifiesta en los asentamientos por construir “un barrio”, para sectores que de lo contrario verían limitado su acceso al hábitat. En tal sentido sostenemos que la experiencia de tomas de tierras puede definirse como un movimiento social en disputa por el espacio urbano.
Asentamientos y transformaciones en el mundo popular urbano
Una de las características más salientes desarrolladas en las ocupaciones de tierras es un extenso trabajo comunitario, expresado en innumerables instancias participativas en los barrios: las comisiones de salud, de mujeres, de jóvenes; los espacios recreativos y educativos; la resignificación de espacios públicos, entre otros. El componente comunitario viene a fortalecer un tejido social fragmentado por las políticas que encuentran un hilo conductor en la precarización de la vida. Pero la organización social contempla a su vez una faz instrumental que guía la acción a partir de la necesidad de satisfacer demandas. Desde esta lógica, la obtención de una red de cloacas o el equipamiento para la atención en la sala de salud, el pavimento para las calles o el tendido del alumbrado al interior de los barrios, también son objetivos de la organización.
La lógica comunitaria y la lógica instrumental son constitutivas de la organización social. No se trata de una contradicción porque esta dualidad es inherente al movimiento social. Sin embargo, en la dificultad por cabalgar esta tensión puede encontrarse una respuesta al por qué la organización social tendió a diluirse en los asentamientos. En efecto, cuando la lógica instrumental comienza a guiar casi exclusivamente la acción colectiva, entonces la organización social es vista solo como un medio para lograr la satisfacción de necesidades. De esta forma, los asentamientos pasan a representar “momentos de lucha por la reproducción en el marco de la vida cotidiana”, y por lo tanto “la organización social es la herramienta hallada para dar solución a un problema” (Merklen, 1997: 108). Se pierde entonces de vista el doble juego que atraviesa al movimiento social y, por lo tanto, se consume toda su potencialidad como tal.
La imposibilidad por transitar esta tensión no es otra cosa que la dificultad de resolver el vínculo entre lo social y lo político. En este sentido, el fracaso o debilitamiento de los intentos de articulación que existieron entre las organizaciones sociales surgidas al calor de las tomas de tierras marcó los límites de su proyección y continuidad en el tiempo.
Por último, nos interesa puntualizar el debate en torno a las experiencias previas que influyeron en el “modelo organizativo” de los asentamientos. Tanto Izaguirre y Aristizabal (1988), como después Denis Merklen (1991), dan cuenta de este modelo organizativo donde la novedad, más que sus instancias de participación democrática, es la adaptación de la matriz sindical al ámbito territorial. Para estos autores, la organización basada en delegados por manzana, cuerpo de delegados y comisión interna remite directamente a las formas de organización sindical en la fábrica. Por cierto, la asamblea como ámbito deliberativo y de participación tiene una fuerte tradición en experiencias sindicales, sobre todo aquellas que privilegiaron el trabajo de base.
También es posible encontrar antecedentes en otras experiencias de organización popular por aquellos años. Los trabajos de Guzmán (1997) y Vommaro (2009), por ejemplo, enfatizan el peso que tuvieron las Ligas Agrarias en el proceso de tomas de tierras que se inicia en el año 1981 en San Francisco Solano (Quilmes). Para los autores, el proceso de migraciones internas ocurrido durante la década del setenta como consecuencia de la política económica de la dictadura militar, influyó en la conformación de los asentamientos del sur bonaerense en tanto contribuyó a trasvasar la experiencia de organización rural. Así, el origen migrante y agrario de al menos una parte de los tomadores ayudaría a comprender “tanto las formas organizativas como las concepciones acerca de la tierra y la vivienda” (Vommaro, 2009: 82). Además, abonando esta perspectiva, señalan que algunos integrantes de las CEBs y el SERPAJ participaron de las ligas agrarias durante los primeros años de la década del setenta, siendo que en el surgimiento de estas experiencias tuvo una marcada incidencia el Movimiento Rural de la Acción Católica.
Sin embargo, la presencia de estas instancias organizativas en los asentamientos no siempre responde a la participación directa de dirigentes sindicales (en el caso de quienes enfatizan la trayectoria de militancia fabril previa en los tomadores) o de dirigentes agrarios (en el caso de quienes ponderan la trayectoria de militancia rural). Asimismo, parece importante resaltar que en las historias de vida de quienes participaron en las tomas también es posible rastrear experiencias de luchas populares que, de una forma u otra, coagulan en la formación de los asentamientos. Para nosotros, las tradiciones de lucha7 están presentes en la cultura popular, y se evidencian como un acervo de prácticas que disponen los sectores populares para entablar sus propias luchas en diferentes contextos.
Es difícil determinar una matriz previa única desde donde se transmiten estas formas organizativas al proceso de tomas masivas de tierras de los ochenta: el sindicalismo de base, las Ligas Agrarias, las sociedades de fomento, las experiencias latinoamericanas de tomadores (como Santiago de Chile durante el gobierno de Salvador Allende). Antes bien, creemos que es posible hablar de un acervo construido en las luchas populares. Estas prácticas organizativas adquiridas en las luchas forman parte de un contradictorio mosaico al que podemos denominar como cultura popular, donde se pueden rastrear saberes acumulados, muchas veces como elementos residuales de una cultura.8
En la medida en que se fue desarticulando la sociedad forjada al calor del régimen de acumulación de industrialización sustitutiva, y con ella los mecanismos e instituciones de integración social vinculados en gran medida al mundo del trabajo, el barrio fue adquiriendo un peso cada vez mayor como espacio de integración para los sectores populares, al tiempo que fue acentuándose un elemento de dimensión comunitaria. Los asentamientos, en tanto expresan procesos de subjetivación que ya no pasan exclusivamente por el ámbito laboral, marcan profundas trasformaciones en la cultura de las clases populares en nuestro país.
El protagonismo que en décadas posteriores cobrarán los movimientos sociales de base territorial y comunitaria, es expresión tanto del proceso de inscripción territorial que atravesaron los sectores populares en Argentina a partir de la reestructuración que comienza en la década del setenta, como de la emergencia de un nuevo sujeto popular protagonista del cambio social en nuestro país.
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