Programa El Derecho a tener Derechos
UNLP – CIAJ – Galpón Sur.
El área de Derecho a la Ciudad del Programa está compuesta por: Juan Pablo del Río, Federico Langard, Mariana Relli, Ayelén Correa, Gabriela Marichelar y Franco Pedersoli.
1. Introducción
En este artículo intentamos volcar reflexiones que circulan por el grupo que integra el Programa de Extensión Universitaria “El Derecho a tener Derechos” (UNLP). Por estos días, nos preguntamos acerca de las posibilidades de acción de las organizaciones populares para avanzar en la lucha por el Derecho a la Ciudad. Esa pregunta nos conduce, inevitablemente, a adoptar una definición de ese concepto amplio y ponerlo en contexto o, mejor dicho, ubicarlo en distintos contextos, a saber: el de la discusión teórica acerca de los derechos humanos y de la propia definición del Derecho a la ciudad; el de las reflexiones acerca de las formas de exigencia de esos derechos, como oportunidades en las luchas populares, y de ejercicio de los mismos; y el contexto del análisis de las formas de producción y apropiación de la ciudad hoy e históricamente, para enriquecer los caminos posibles de lucha.
Comenzamos este artículo queriendo retratar cómo queda constituido el espacio urbano metropolitano
1 en nuestro país, librado a las fuerzas del mercado, y nos preguntamos si la recuperación de la economía que ha experimentado Argentina desde la salida de la Convertibilidad ha redundado en más y mejores posibilidades de acceso a la ciudad. Examinamos los mecanismos de producción colectiva y apropiación diferencial de la ciudad, a ver si así logramos aportar algunos elementos más a la comprensión del problema y al contenido de las reivindicaciones populares.
En el camino por dotar de contenido consensuado al concepto de Derecho a la Ciudad, nos hemos encontrado en discusiones acerca de las potencialidades de la lucha por la vía de la exigencia del cumplimiento de las obligaciones asumidas por el Estado a partir de la suscripción de pactos internacionales y su inclusión en la Constitución Nacional. Creemos que algo se podrá avanzar en este sentido siempre que no se pongan únicamente allí todas las esperanzas: la producción y apropiación de la ciudad corren acordes a la lógica del capital y los intentos de hacer cumplir derechos no llegarán a ningún lado si no inciden en ello. La discusión por el Derecho a la Ciudad implica necesariamente repensar el papel del espacio público y la centralidad urbana, y son las organizaciones autogestionarias las que tienen en sus manos el poder de hacerlo.
2. La ciudad hoy, entre el espacio del mercado y las posibilidades de habitar
Luego de la crisis del año 2001, la economía argentina experimentó una fuerte recuperación económica, con tasas de crecimiento que, hasta la crisis internacional de 2009, variaron entre 7 y 9% (2003-2008), retomando esta tendencia a partir de 2010. Esta recuperación se apoya en la reconfiguración de un nuevo perfil agroexportador combinado con la difusión de una reindustrialización sustitutiva y una impronta neokeynesiana en términos de inversión pública. El escenario de altos precios internacionales de los productos primarios, traccionados por la demanda de alimentos de China, consolidó el desempeño ascendente de las exportaciones. A su vez, la balanza de pagos positiva y el superávit fiscal pusieron recursos en manos del Estado, a partir de los cuales se generaron un conjunto de políticas con signo diferente a las de corte neoliberal de la década del noventa.
La recuperación económica fue acompañada por un aumento importante del empleo y una fuerte disminución de la pobreza, sin embargo, los indicadores de la precariedad e informalidad laboral no muestran la misma disminución, su estabilización en el orden de un tercio de la estructura del mercado de trabajo expone las limitaciones del actual modelo de acumulación (CECSO 2011). Desde estas coordenadas se pueden interpretar las restricciones en el acceso al suelo y la vivienda, pero al mismo tiempo no se debe perder de vista que estas dificultades alcanzan a sectores asalariados de clase media con empleo en blanco.
En este escenario, la pregunta que interesa introducir es si el crecimiento sostenido de la economía y los cambios objetivos en las condiciones de vida de vastos sectores de la población, significaron mayores posibilidades de acceso al espacio urbano. El crecimiento de los asentamientos precarios, los conflictos por el acceso al suelo, las tomas masivas de tierras y la intensificación de los desalojos son indicios que parecen responder negativamente esa pregunta. En este sentido, el acceso a la ciudad podría estar siendo crecientemente desigual, en tanto el mercado inmobiliario se ha transformado en un destino privilegiado de inversión financiera, lo que induce a que el suelo urbano sufra un proceso de apreciación diferencial en relación a otros bienes y al ingreso y, por tanto, sea cada vez mayor el esfuerzo que debe hacer un/a asalariado/a promedio para acceder a un inmueble dentro del mercado.
En la década del noventa, el proceso de reestructuración económica neoliberal, la desregulación de los mercados y las privatizaciones generaron en el ámbito metropolitano un conjunto de condiciones que terminaron por agudizar la fragmentación de la ciudad. El Estado asumió el rol de promotor de la inversión privada, desatendiendo las necesidades de amplios sectores de la población. En este sentido, se observa como los cambios en la estructura social impactaron en la estructura urbana. La polarización social y el fuerte proceso de concentración económica se reflejaron en el espacio metropolitano en términos de fragmentación y segregación. De hecho, las dos formas de crecimiento residencial que caracterizaron la expansión de la Región Metropolitana de Buenos Aires (RMBA) durante la década del noventa fueron, por un lado, las villas y los asentamientos, y por otro, las urbanizaciones cerradas. La desigualdad social evidenciada en esos años en los niveles de desempleo y pobreza se tradujo en el territorio a modo de brecha urbana; a continuación, se presentan algunos datos que intentan ilustrarlo.
Entre 1989 y 1999, la superficie de las urbanizaciones privadas de la RMBA pasó de 5.300 a 15.000 hectáreas y entre 1999 y 2004, si bien el crecimiento de estas formas urbanas se desaceleró, la superficie que ocupan ascendió a 20.000 hectáreas (DPOUT, 2007). En el otro extremo, los sectores populares accedían al suelo urbano instalándose en villas y asentamientos: entre 1991 y 2001, por cada 100 nuevos habitantes en el Conurbano Bonaerense, 26 resolvían su residencia a través de asentamientos informales, esa proporción ascendió a 60 de cada 100 en el período 2001-2006 (Cravino et al., 2009), lo cual da cuenta claramente del incremento de la urbanización popular en el Gran Buenos Aires.
Aun considerando datos conservadores respecto a la superficie de urbanizaciones cerradas (DOUPT, 2007) y observando un relevamiento de asentamientos precarios que no comprende la tercera corona metropolitana (ibíd.: 2009), a mediados de la década de 2000, las urbanizaciones cerradas consumían el 8% de la superficie urbana de la RMBA y allí residía de forma permanente el 0,8% de la población, mientras que las villas y asentamientos ocupaban el 2,6% del suelo urbanizado y alojaban el 8% de la población metropolitana. Sin pretender reducir el análisis a sólo dos tipologías urbanas –y a sabiendas de que existen diversas expresiones y niveles de complejidad en la formas de apropiación de la ciudad–, estos indicadores permiten ejemplificar ciertas manifestaciones de la profundización de la brecha urbana que, aún en contextos de recuperación económica, no ha cesado de agrandarse.
Frente a este escenario de desigualdad, cabe mencionar que el movimiento que los sectores de altos ingresos realizaron hacia la periferia metropolitana durante los noventa, acompañando y promoviendo la reconfiguración de la red de autopistas, implicó una competencia por el espacio periférico históricamente asignado a los sectores populares, debido al desinterés que representaba entonces para los inversores inmobiliarios. Aún sin abandonar su patrón residencial en áreas centrales, el dislocamiento de parte de esta demanda significó un aumento de precios atado al cambio de expectativas de los propietarios del suelo de los bordes urbanos. Por su parte, el boom inmobiliario de la década de 2000 parece dirigirse nuevamente a las áreas centrales de la RMBA y termina jalonando nuevamente los precios al alza, dificultando, aún más, el acceso a la ciudad de las clases medias y bajas.
En la práctica, cualquier rincón del espacio urbano es susceptible de ser mercantilizado y, en múltiples ocasiones, determinados sectores de la ciudad, otrora olvidados, se transforman en obstáculos para el desarrollo de las expectativas inmobiliarias. Los intentos de desalojo del barrio Rodrigo Bueno, ubicado en la Costanera Sur de la Ciudad de Buenos Aires, nos dan un ejemplo de cómo aquella fracción de la ciudad que fue ocupada en tanto intersticio desvalorizado, más tarde y ante el cambio en los intereses del capital, opera como una externalidad negativa de cara al mega emprendimiento de Puerto Madero.
La redefinición del conflicto urbano no puede disociarse de las expectativas de obtención de renta de parte de los sectores dominantes en un contexto de dinamismo del mercado de inmuebles. La renta urbana está totalmente integrada en la circulación del capital puesto que invertir en derechos de propiedad sobre el suelo es exactamente igual a hacerlo en derechos de propiedad de cualquier otro activo (acciones, deuda del Estado) y sólo representa una posibilidad más de inversión (Vives / Rullán, 2010).
En la Argentina, la industria de la construcción es uno de los sectores que ha liderado el crecimiento económico: en el período 2003-2008, la construcción creció al 19,3%, mientras que la industria manufacturera lo hizo el 9,4% y la agricultura, la ganadería y la silvicultura al 4,5% (valores anualizados, DNPM 2010). Obsérvese que el crecimiento relativo del sector de la construcción duplica al de la industria y cuadruplica al de la agricultura. Esto se explica tanto por el firme dinamismo del mercado inmobiliario, el cual recibe la liquidez de los sectores beneficiados por el nuevo tipo de cambio y los saldos exportables, como por el cambio en la matriz de inversión pública, que supone un nuevo protagonismo del Estado en grandes obras de infraestructura, construcciones viales, equipamientos, viviendas, etcétera. Paradójicamente, este sector tiene una gran capacidad de generar empleo directo e indirecto y así traccionar sobre otros sectores de bienes y servicios, y, a la vez, de incidir en el alza de los precios del suelo cuando este mercado se encuentra escasamente regulado.
Según la Cámara Argentina de la Construcción (2008) la mitad de la facturación del sector se explica por la inversión residencial. De este modo, el desarrollo inmobiliario junto con la construcción directa de vivienda social por parte del Estado y los esfuerzos constructivos de particulares, suponen una producción masiva de nuevas viviendas. Pero, al mismo tiempo que aumenta la oferta habitacional, persiste y se genera una demanda insatisfecha. Las grandes tomas de tierra de fines de 2010 en la ciudad de Buenos Aires y en el Conurbano Bonaerense son evidencias recientes de ello. El dinamismo de la inversión inmobiliaria y las características específicas del aumento de la oferta residencial destinada a los sectores de ingresos altos y medio-altos, se despega cada vez más de la demanda de vivienda de miles de familias y, también, explica su exclusión.
En la década de 2000, la distribución del ingreso ha mejorado, pero es difícil corroborar que dicha mejora se haya trasladado al espacio urbano, es decir, que se verifique una reducción de la brecha urbana. Estudios recientes muestran que el esfuerzo que un/a asalariado/a promedio debe realizar para acceder a un inmueble es cada vez mayor (Baer, 2011). En la ciudad de Buenos Aires, en el año 2001, se necesitaban en promedio 9,7 años de ingreso medio (AIM) para adquirir un departamento de tres ambientes a estrenar frente a calle o avenida, mientras que en 2009 se requerían 13,7 AIM para adquirir una unidad habitacional semejante. Si bien no hay datos disponibles para confirmar esta tendencia en el resto de la RMBA, sí se observa que la evolución del precio promedio del metro cuadrado de suelo en dólares tuvo una variación del 92,5% en el período 2005-2008, mientras que en la ciudad de Buenos Aires el aumento fue del 425% entre 2002 y 2008 (ibíd.). Los procesos de revalorización de la ciudad como soporte de la obtención de renta y ganancia a partir de actividades ligadas a la construcción, la renovación de inmuebles y la especulación inmobiliaria, han provocado aumentos desmesurados en los precios del suelo.
Por otro lado, el aumento del 5% de la demanda de alquileres de los hogares de la ciudad de Buenos Aires entre 2001 y 2008, no parece haber sido resultado del mejoramiento de las condiciones de alquiler, ni del aumento de la oferta de las unidades locativas, ni de los bajos costos de arrendamiento. Por el contrario, el aumento de esta modalidad de acceso residencial se vincula directamente con las restricciones de compra asociadas a la falta de financiamiento y, fundamentalmente, al encarecimiento de la propiedad inmueble (ibíd.). Esto evidencia que las propiedades urbanas han profundizado su perfil de receptores de inversión. En la etapa post convertibilidad, la desconfianza en el sistema bancario, la liquidez en manos de los ganadores del actual modelo de acumulación y los recursos asociados al proceso de concentración de la década previa, encontraron en los inmuebles urbanos un excelente nicho de especulación financiera. Las altas tasas de rentabilidad de uno de los sectores más dinámicos de la economía y la apreciación en dólares que sufrió el suelo en el período actual, explican en gran medida la dinámica del mercado urbano.
Cabe notar que la ampliación del mercado inmobiliario ha sido resuelta sin la necesidad de crédito hipotecario. Los bancos privados destinan sus productos crediticios a bienes de consumo semidurables (en razón de plazos, costos y beneficios) y no a préstamos hipotecarios accesibles. La banca pública tuvo cierta iniciativa en este sentido, pero los fondos han sido escasos y fueron a parar predominantemente a los sectores medios y altos. El nivel crediticio hipotecario es bajísimo (1% del PBI de 2010) y no ha tenido variación en los últimos años. Según datos del Registro Nacional de la Propiedad Inmueble en la ciudad de Buenos Aires, el promedio de escrituras con hipoteca labradas entre 2002 y 2008 rondaba el 6%, mientras que entre 1990 y 2002 era aproximadamente del 20%; esta diferencia deja en evidencia que el dinamismo del mercado responde a quienes ya disponen de capacidad de auto-financiamiento. Por otra parte, el formato jurídico utilizado principalmente para canalizar las inversiones fue el fideicomiso, dispositivo creado para reducir los costos financieros de la construcción y blindar los activos ante acreedores.
Esta dinámica inmobiliaria del mercado formal va necesariamente acompañada por el aumento de la informalidad urbana y, por tanto, es sintomático el aumento de los precios del suelo urbano junto al de los desalojos. Cabe preguntarse, nuevamente, si existe un desencuentro entre la dinámica del mercado de trabajo y del mercado inmobiliario y, en tal caso, de dónde provendría la diferencia. Se trata de un problema que está oculto por incapacidad para visualizarlo, por la dificultad de separar –en términos de política pública– el desempeño productivo del sector de la construcción del de la especulación rentista, o porque la hegemonía de una cultura patrimonialista y rentista de las clases dominantes argentinas se impone sobre otras lógicas de uso de la ciudad.
Si existen mejoras vinculadas al trabajo, disponibilidad de ingresos y aumento del consumo de los sectores populares conviviendo con grandes imposibilidades de acceso al suelo urbano vía el mercado formal; si los precios del suelo y la vivienda corren por andariveles independientes a la dinámica del salario y a las demandas habitacionales de miles de familias; si los precios de mercado pasan a reflejar la necesidad de los inversionistas de colocar sus excedentes en ladrillo, como una forma de capital ficticio que se impone frente a los depósitos de capital a interés; si la política urbana no apunta a redefinir la matriz de distribución de la ciudad: la conflictividad urbana, en términos de las disputas entre lógicas contrapuestas por el uso y la apropiación de la ciudad, irá en aumento.
El Estado, con acciones diversas y contradictorias, tiende a reproducir una ciudad elitista. La normativa urbana en muchos casos termina premiando a quienes se enriquecen sin hacer nada, esperado simplemente que la ciudad crezca, y la Producción Social del Hábitat (PSH) ni siquiera es reconocida por buena parte de los agentes estatales.
Por último, es difícil encontrar mejoras en lasposibilidades de acceso al espacio urbano por parte de los sectores populares o una reducción de la brecha urbana, especialmente cuando los inmuebles han profundizado en la última década un rol preferencial como receptores de inversiones y este mercado se encuentra profundamente desregulado. Las altas tasas de rentabilidad asociadas al boom de la construcción y la apreciación en dólares del suelo urbano marcan una fase expansiva en la mercantilización de la ciudad. Este rasgo del espacio urbano parece contraponerse fuertemente a otras lógicas que priorizan la apropiación de la ciudad en tanto espacio producido colectivamente y cargado de valor de uso, ambiente esencial para la reproducción de la vida.
El nuevo escenario urbano asume un carácter fuertemente especulativo, cuánto aportan las inversiones inmobiliarias al proceso productivo y cuánto tienen de financieras es ya otra discusión. Pero está clara la tendencia creciente del espacio urbano a constituirse en activo financiero actuando como una forma de capital ficticio. Las implicaciones son diversas, tanto en términos de sus exigencias de remuneración y el consecuente aumento de la explotación del trabajo, como de la agudización del conflicto urbano.
3.El proceso de producción y apropiación de la ciudad. Los actores y sus lógicas
El escenario que se describe y analiza en el apartado anterior no puede explicarse por sí solo, es necesario visualizar los actores que operan en el proceso de producción de la ciudad capitalista y los mecanismos de apropiación diferencial de la renta, que estructuralmente definen y configuran el espacio urbano.
La ciudad capitalista es un producto complejo en cuya construcción participan diferentes actores de manera más o menos directa, guiados por sus lógicas de actuación y persiguiendo sus objetivos: los propietarios del suelo, los constructores o promotores inmobiliarios, el Estado y los habitantes (Pírez, 1995). Además de estos productores directos de ciudad, podemos mencionar empresas y corporaciones cuyas actividades (y lobbies) también influyen en la configuración del espacio urbano: empresas de transporte, turismo, seguridad, comercio, actividades recreativas, etcétera.
El promotor inmobiliario es claramente un capitalista (o una empresa) que invierte en la construcción de objetos urbanos con el fin de extraer ganancias (hemos mencionado ya la importancia del capital financiero en la producción de objetos urbanos).
Dentro del Estado –que no es una entidad monolítica que actúa de manera unidireccional– es posible hablar de actores públicos que persiguen diferentes objetivos (entre los que garantizar el bien común no necesariamente será el único ni el principal), la lógica de reproducción y acumulación política está indudablemente detrás de sus acciones. Los actores públicos tienen posibilidad de influir en la conformación de la ciudad de distintas maneras, la normativa urbana –que puede valorizar unas áreas en detrimento de otras– y la inversión directa en obras son las más visibles, pero el dejar hacer a las corporaciones y los operadores financieros mediante el abandono de toda pretensión de planificación del crecimiento y consolidación de la ciudad, es otro modo de actuar y conlleva los resultados que hemos descripto.
Por su parte, quienes detentan la propiedad jurídica del suelo se apropian de la renta urbana en el marco del proceso constructivo de la ciudad y mediante el ejercicio del control de un bien escaso. Es paradójico que el propietario del suelo ofrezca una mercancía sin haberla producido, es decir, sin que ésta tenga costos de producción previos para él. Los costos del suelo urbanizado son iguales a la suma de la inversión en dotación de infraestructura, redes de servicios y equipamientos que son asumidos socialmente. La cualidad del suelo “urbanizado” depende de un conjunto de propiedades que hacen al espacio público y colectivo de la ciudad. En la dinámica del mercado urbano, el suelo se transforma en un bien que, aun no siendo producido como los demás, tiene un precio. Ese precio surge y se modifica por circunstancias que, en general, son ajenas a las acciones encaradas por el propietario, pero será capitalizado por él a modo de rentas (Jaramillo, 2009).
Estas sobreganancias localizadas se configuran según la posición relativa de cada lote en la ciudad, la dotación de infraestructura, redes de servicios y equipamientos públicos, la valoración social positiva (o negativa) que se haga de su emplazamiento, la asignación de usos realizada por el Estado, etcétera. Todos estos elementos que entran en juego en la ciudad son producidos socialmente porque es a través de la inversión en el espacio público y de la cualificación del mismo, que los espacios privados de la ciudad adquieren sentidos, estatus urbano y también precios segmentados. El espacio público, en un sentido abstracto, es el vector que dota diferencialmente a cada uno de los lotes de tierra que componen la ciudad de una parte del valor socialmente generado. De este modo, la propiedad privada condensa una porción del valor que el propietario absorbe en forma de renta.
En el momento de inicio del proceso de producción de un inmueble, el constructor compra esa fracción de tierra y paga anticipadamente la renta, que recuperará dentro del precio del inmueble cuando éste vaya a ser ofertado y vendido en el mercado. Los habitantes/consumidores con cierto poder adquisitivo irán a competir entre sí para acceder a las viviendas construidas en los lugares más ventajosos de la ciudad. Esa competencia, como en otras mercancías escasas, se traduce en un aumento de precios de los inmuebles y, a su vez, garantiza al propietario del suelo la captura de la máxima renta posible.
Por último, el habitar se encuentra guiado por la lógica de la reproducción de la vida, caracterizada por la venta de la fuerza de trabajo y de la participación en circuitos habitacionales formales o irregulares. Los primeros dentro de la legalidad -que, en la ciudad capitalista significa dentro del mercado- y los segundos fuera de ella.
La competencia entre consumidores/habitantes por los inmuebles urbanos está atravesada por las desigualdades en la inserción en la estructura laboral y de distribución de ingresos, que se expresa en una fuerte estratificación social y una marcada polarización en las modalidades de consumo. Esos extremos se reflejan en el espacio urbano de una manera muy clara según las clases que lo habitan. Los paredones, las fortificaciones y barreras de seguridad son recursos del mercado para difundir nuevos productos inmobiliarios en contextos y entornos de alta inestabilidad social.
En América Latina, la expansión de las áreas urbanas por migraciones rurales, el crecimiento demográfico y las limitaciones estructurales del proceso de desarrollo, se traducen en un aumento de la presión por acceder a la ciudad que no concuerda con una mayor oferta del suelo urbanizado. Por el contrario, se acentúa la escasez del suelo cualificado como urbano y, con ello, el círculo de valorización de ciertos segmentos de la ciudad. La ecuación urbana, en el marco de la economía capitalista de los países periféricos, supone que cada pieza asume un precio de localización intraurbana y, por lo tanto, cada quien vive en el lugar que puede comprar. Cabe entonces la pregunta por cómo se resuelve el acceso a la ciudad frente a la ausencia de capacidad de pago, en sociedades fuertemente patrimonialistas y en las cuales se ha generalizado el principio liberal de responsabilidad individual de acceso a la tierra y a la vivienda.
La urbanización popular intenta dar respuesta a los sectores sociales cuya inserción laboral es inestable, precaria y/o con salarios bajos, para acceder al espacio urbano. Los sectores populares, desde la lógica de la reproducción de la vida, son entonces reconocidos como productores de la ciudad. Algunos autores definen esta forma de urbanización como un proceso premercantil de producción del hábitat, compuesto por la ocupación de tierras y la autoconstrucción, y cuya característica fundamental es la coexistencia de las etapas de producción y consumo de los inmuebles, puesto que los sectores populares no tienen otra salida: se adquiere un terreno, se habita, se construye progresivamente la vivienda y se lucha por la llegada de los servicios urbanos. Los bienes producidos en estos procesos no persiguen inicialmente ninguna ganancia -en su concepción prima el interés por satisfacer necesidades-, son valores de uso antes que mercancías; aun cuando constituyan un capital para la familia habitante/productora que posteriormente pueda ser ofertado en el mercado, en todo el proceso prima la satisfacción de la necesidad de uso antes que la de la extracción de ganancias.
Los procesos de producción de la urbanización popular difícilmente puedan darse de manera aislada, se apela a la ayuda mutua para la construcción de viviendas y equipamientos y también se recurre a la acción colectiva para la ocupación de terrenos o inmuebles desocupados. Ahora bien, no es lo mismo hablar de la autoconstrucción de una vivienda o de sus componentes, que referirnos a autogestión del hábitat, proceso que supone la existencia de una organización social que manifiesta explícitamente el interés por desarrollarse políticamente a partir de prácticas colectivas transformadoras, a la vez que se mejoran las condiciones de vida (Ortiz, 2004; Rodríguez et al., 2007). La idea de Producción Social del Hábitat (PSH) refiere a aquellas iniciativas organizadas y coordinadas por actores comunitarios (cooperativas, sindicatos, empresas sociales, ONGs, etcétera) que se desenvuelven sin perseguir fines de lucro en la producción de viviendas destinadas a familias cuya participación en la toma de decisiones durante todo ese proceso (diseño, ejecución, distribución y uso) es determinante.
Normalmente, los terrenos a los que los sectores populares pueden acceder son aquellos que no han sido alcanzados por la valorización capitalista o donde la expectativa proyectada aún es muy baja para justificar la inversión o la especulación (tanto por las características y limitaciones intrínsecas del terreno, como por las valoraciones negativas producidas socialmente). El acceso puede darse a través de la compra a plazos, la compra a loteadores clandestinos o la ocupación directa de terrenos públicos o privados abandonados o en espera especulativa. También se evidencia un crecimiento de los alquileres de habitaciones en hoteles y pensiones, así como en villas y asentamientos que, aunque con precios elevados y malas condiciones de vida, constituyen una forma posible de acceso sin las restricciones o requisitos del mercado formal de alquileres (Cravino, 2006). Las limitaciones que el mercado de suelo urbano impone a la entrada de sectores sociales de bajos ingresos, van configurando una ciudad de fragmentos, que tiende a homogeneizar ciertos espacios y a diferenciar otros en función del poder adquisitivo.
En síntesis, el mercado de suelo tiene ciertas peculiaridades: en él, quien no asume ningún costo de producción puede capitalizar los cambios que experimentan sus precios, a través del control de la propiedad privada. Pero es el espacio público, socialmente producido, el que liga la divisibilidad abstracta impuesta por el capital, hace funcionar la ciudad y organiza los fragmentos en la totalidad. Las pujas de intereses de los distintos actores configuran el territorio urbano y expresan las disputas por su uso y apropiación.
En los intersticios de ese mercado excluyente se vislumbran formas de producción que contienen en sí potencialidades transformadoras. La dimensión colectiva intrínseca a los procesos de PSH supone espacios de cambio cualitativo de los individuos y sus organizaciones con vistas a la disputa por el poder en el marco de acciones transformadoras de la sociedad. Diversas organizaciones autogestionarias reivindican su derecho al territorio en contextos de adversidad y, para reforzar sus luchas, es preciso aportar la siguiente pregunta: en esa disputa ¿se están cuestionando los mecanismos que determinan la apropiación diferencial de la ciudad?
La discusión por el Derecho a la Ciudad implica necesariamente repensar el papel del espacio público, la centralidad urbana y las modalidades de toma de decisiones. Ahora bien, el contenido que le demos al concepto Derecho a la Ciudad no viene predeterminado, tendrá que surgir de las mismas prácticas creadoras de personas, relaciones y sociedades nuevas.
4- Los debates acerca del Derecho a la Ciudad en el marco de los Derechos Humanos
En los últimos años, frente al deterioro de las condiciones de vida urbana de gran parte de la población, diversos sectores políticos y sociales recurren al discurso de “los derechos humanos” y del “derecho a la vivienda” como herramientas para enfrentar la problemática habitacional. Ayuda a ello su numerosa y variada consagración en marcos normativos constitucionales (nacionales y provinciales) y en más de una docena de textos aprobados por Naciones Unidas, que reconocen de distintas maneras el derecho a la vivienda a trabajadores, migrantes, mujeres, niños, pueblos indígenas, etcétera,
2 y los hacen aparecer como una atractiva propuesta, aún cuando su reconocimiento normativo no aporta garantías para su incorporación real. Al ratificar estos pactos internacionales, los Estados se obligan a darles cumplimiento efectivo (y más si los mismos son llevados a la Constitución Nacional, como en el caso argentino) y eso explica la pretensión popular de su exigibilidad.
Pero esta vía de la exigencia del cumplimiento constitucional y de los Tratados Internacionales oculta serias dificultades en la lucha real por el Derecho a la Ciudad, que comentaremos brevemente a continuación.
En primer lugar, son múltiples las organizaciones que proyectan la conquista de los derechos sociales como un fin en sí mismo, apostando y depositando su confianza en esta vía para remediar buena parte de los problemas sociales contemporáneos, aún cuando la respuesta de los operadores jurídicos y políticos viene impidiendo recurrentemente su consagración real en la vida social. La cotidiana desaprobación de estos sectores está originada en la identificación de estos derechos como simples principios o meras cláusulas programáticas, entendiendo que nada deben y/o pueden hacer para garantizarlos.
El segundo problema radica en que el contenido de esas expresiones normativas muchas veces se reduce al derecho a la vivienda como parte de los derechos sociales, no alcanza a cuestionar los mecanismos de producción y apropiación de la ciudad capitalista y, por lo tanto, no va al nudo de la cuestión. Será necesario enriquecer la lucha por el Derecho a la Ciudad, entendiendo que la edificación de la participación real en la vida social, en la comunidad, la idea de echar raíces y apropiarse de un territorio, a través de los alcances del derecho a la vivienda resulta, por lo menos, insuficiente.
Es interesante complejizar el asunto analizando algunos elementos que permitirían descubrir cómo “el derecho a la vivienda como derecho humano” se nos presenta como una forma fetichizada de relaciones sociales y no como una construcción humana que debería entenderse de manera dinámica y transitoria. Para ello, debemos observar que los Derechos Humanos vienen siendo objeto de múltiples estudios y extensos debates referidos, especialmente, a su elevado nivel de abstracción, su presunto carácter universal y su marcada identificación individualista, por mencionar los puntos de mayor trascendencia.
Los autores que refieren al nivel de abstracción con que se plantean los derechos humanos, denuncian que los mismos se dirigen a todos los seres humanos como iguales en un sentido abstracto y espiritual (Atienza, 1983). Esta afirmación implica pensar una medida igual para algo que es intrínsecamente desigual, el capitalismo está basado en la existencia de explotadores y explotados, ejércitos de reserva y de una abundante masa marginal de población, cuestión que no se puede ignorar al definir los Derechos Humanos.
Sobre la cuestión de la universalidad de los Derechos Humanos, uno de los debates más acalorados gira en torno a si éstos son un concepto universal o, más bien, uno occidental, y, en paralelo, si los Derechos Humanos son universalmente válidos o no. Boaventura De Sousa Santos (2009) llega a la conclusión de que el único hecho transcultural es que todas las culturas son relativas. La relatividad cultural (no el relativismo) también significa diversidad cultural e incompletitud, significa que todas las culturas tienden a definir como universales los valores que consideran fundamentales. La cuestión de la universalidad de los Derechos Humanos es una cuestión cultural occidental, por lo tanto, los Derechos Humanos son universales sólo cuando se consideran desde un punto de vista occidental. Entender esto puede afianzarnos, entonces, en la necesidad y la posibilidad de dotar de contenido propio a las expresiones sobre Derechos Humanos.
Finalmente, otro de los caracteres controvertidos del discurso sobre derechos es el individualista. Los Derechos Humanos son posibles desde el momento en que el individuo se separa del grupo y es considerado como un átomo independiente, portador de derechos propios (propiedad privada). Cuando el individuo es separado de su ser-genérico, también es desposeído de la propiedad de su propio destino para pasar a ser “propiedad” del Estado o del mercado (Magnet, 2008). Pero, como expresa Boaventura De Sousa Santos (2009): “…lo neurálgico radica en que sobre esta base es imposible sustentar las solidaridades y los enlaces colectivos sin los cuales ninguna sociedad puede sobrevivir y mucho menos florecer” y es aquí donde reside la dificultad de la concepción individualista para aceptar los derechos colectivos de los grupos sociales organizados.
Acotar la cuestión de esa manera puede conducir, por ejemplo, a creer que la solución a los problemas de acceso a la ciudad yace en construir la mayor cantidad de viviendas posible. Es decir, se entiende que mientras más rápida y numerosa sea la respuesta estatal dirigida a la construcción de viviendas, más rápido sobrevendrá la contención de la conflictividad social y se estarán satisfaciendo las necesidades habitacionales. Pero entender de esta manera individualista y sesgada el derecho a la vivienda puede tener consecuencias gravosas: ausencia de apropiación espacial, falta de sentido de pertenencia, estigmatización y aislamiento social de los beneficiarios de programas habitacionales, percepción de inseguridad entre sus habitantes, rápido deterioro físico de las viviendas, inadecuación a las necesidades diferenciales de las familias, ausencia de espacios públicos, etcétera
La lucha por la vivienda debe estar necesariamente contenida en la disputa por el acceso a la centralidad urbana, por el derecho al disfrute de la vida urbana, es decir, por el Derecho a la Ciudad. La idea de centralidad lleva implícita la cuestión del alojamiento, pero eso no es lo único; sus componentes son variados y cambiantes e incluyen la cercanía y accesibilidad a las fuentes de trabajo, la dotación adecuada de servicios públicos y equipamientos comunitarios, el acceso y el disfrute de la cultura, de la diversidad, de los avances tecnológicos urbanos y todo aquello que ofrece el centro en sentido amplio.
Todo lo expuesto intenta aportar algún grado de superación de la fetichización jurídica que presenta la noción de derecho a la vivienda como derecho humano, como forma de avanzar en la recuperación de su perspectiva histórica. No se pretende descartar la disputa por la ciudad desde un enfoque de derechos, por el contrario, afirmamos que hay que considerarla como un medio más en la lucha por una sociedad más igualitaria y enriquecerla antes que vaciarla de contenido político. Lo acertado parecería ser no privilegiar las luchas jurídicas sobre las políticas, aunque sí pensar su acompañamiento estratégico en un plan de disputa más amplio.
5. Algunas reflexiones finales
Hemos visto que, a pesar del sostenido crecimiento económico, no se han mejorado las condiciones de acceso al espacio urbano para los sectores populares. La mercantilización creciente de la ciudad contribuye a profundizar la brecha urbana, pero a su vez, en los intersticios de ese mercado excluyente, se vislumbran formas de producción que contienen en sí potencialidades transformadoras. En este marco, reflexionar sobre el Derecho a la Ciudad significa cuestionar los mecanismos que determinan la apropiación diferencial de la ciudad, debatir la centralidad en la toma de decisiones, redefinir el papel del espacio público, interpelando necesariamente a todos los actores que producen la ciudad cotidianamente.
¿Quiénes podrían o deberían ser los actores protagonistas de la disputa por el Derecho a la Ciudad? ¿Es el Estado quien, mediante la ejecución de políticas, tiene que desmercantilizar la ciudad? ¿Qué resultados en términos sociales y urbanos podría tener una apuesta en ese sentido? ¿Cómo dialogar con las trayectorias que los actores sociales ya vienen desarrollando en el territorio, en la búsqueda de una ciudad diferente?
El Estado, en su rol regulador y creador de normativa, ordena y organiza las relaciones sociales. Vemos cómo la ciudad, como producto social, cristaliza las contradicciones que ese ordenamiento provoca. La pregunta acerca de la ciudad que queremos no puede desligarse de la pregunta sobre la sociedad que queremos. Una y otra van de la mano. La disputa por el Derecho a la Ciudad es una disputa esencialmente anticapitalista, debe proponer la desmercantilización de los objetos urbanos, rescatando su valor de uso por sobre su condición de mercancía.
Afortunadamente, en nuestro país y en Latinoamérica hay un camino recorrido por muchas organizaciones sociales que, de manera autogestionaria, han abordado ya diversas problemáticas y generado nuevas experiencias. Sus trayectorias serán fundamentales a la hora de dotar de contenido a la definición del Derecho a la Ciudad. Una mirada sobre la construcción de nuevos espacios territoriales en manos de organizaciones sociales, implica recuperar sus prácticas colectivas de transformación y abre las puertas a un camino posible: la autogestión del territorio, entendida como el ejercicio colectivo de la toma de decisiones, como la “posibilidad de intervenir directamente en cada uno de los problemas que nos conciernen, concibiéndola como la práctica viva de una verdadera democracia” (Rosanvallon, 1987).
Entendemos al territorio como una construcción social y colectiva, donde actores en relación legitiman significados y construyen permanentemente nuevos sentidos sobre sus prácticas. El territorio urbano se erige como campo de disputa material y simbólica donde las organizaciones sociales se configuran en actores colectivos fundamentales, puesto que en su andar cotidiano ponen en práctica formas nuevas de relacionarse entre las personas, maneras democráticas de tomar decisiones que conducen a la producción colectiva de objetos e ideas. Incorporar en sus luchas la disputa por el Derecho a la Ciudad es la tarea en estos tiempos.
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