1.Introducción
La división social del espacio en las ciudades no ha constituido, sino hasta hace muy pocos años, un tema destacado de la investigación urbana en América Latina. Tanto la problemática de las clases sociales y de la estratificación social en los países y en las ciudades, como la referente a la estructura socio-espacial urbana estuvieron presentes en una cantidad no despreciable de estudios en la región, sobre todo en los años sesenta y setenta. Sin embargo, posteriormente esos temas dejaron de formar parte de los intereses de los científicos sociales y urbanólogos, que se orientaron hacia nuevos temas y enfoques. Propiamente dentro de los estudios urbanos el análisis de los actores urbanos y de los movimientos sociales, de los procesos de producción de los elementos constitutivos del marco construido, etcétera, se ubicaron en el centro de las preocupaciones de los investigadores. La citada desaparición también se vinculó, como lo han señalado algunos balances de la investigación urbana en la región (cf. Valladares, Prates, 1995; Schteingart, 1995; Rodríguez, et al., 1995), con un cierto abandono de estudios globales y estructurales por análisis de casos concretos y específicos, que si bien permitieron conocer de manera más profunda algunos procesos sociales urbanos y explicar las causas de ciertos fenómenos, implicaron la pérdida de una visión más global de la urbanización y las ciudades. Sin embargo revisando la literatura referida al tema, nos hemos encontrado con una gran cantidad de estudios de caso sobre la periferia urbana donde habitan los pobres, sobre la llamada ciudad ilegal, y en cambio con pocos análisis sobre barrios de la clase media y alta o incluso sobre los viejos barrios obreros (cf. Bazan, 1991), y en general sobre las áreas más centrales de las ciudades. Afortunadamente este panorama ha comenzado a cambiar en los años recientes.
El objetivo de este trabajo es realizar una revisión de los conceptos que se han ido utilizando, sobre todo en América Latina en las últimas décadas, con relación a la división social del espacio o la segregación urbana, tema que hemos considerado de gran importancia como consecuencia de la manera desigual en la que tiene lugar el desarrollo urbano, particularmente en los países de esa Región. El artículo pretende asimismo mostrar algunas dificultades y avances de los análisis cuantitativos referidos a esta temática en México, para culminar con algunas reflexiones generales vinculadas a ciertos aspectos de la temática en cuestión, que requerirán de otros enfoques y ciertamente de mayores exploraciones y estudios desde diferentes disciplinas. El trabajo que aquí presentamos incluye, tanto conclusiones a las que hemos llegado a partir de estudios teóricos y empíricos efectuados previamente, como planteos a manera de hipótesis que podrían orientar nuevos abordajes de la cuestión. También quisiéramos aclarar que la revisión de conceptos que se utilizan dentro de esta temática, así como el balance de las orientaciones y resultados de los estudios realizados en México no pretenden ser exhaustivos, ya que ellos han tomado en cuenta fundamentalmente los trabajos de orientación sociológica, geográfica y urbanística; esto no significa ignorar que también están apareciendo interesantes análisis que incluyen aspectos culturales y psicosociales, los cuales enriquecen indudablemente los estudios acerca de este importante tema de la investigación urbana.
2. Revisión de algunos conceptos vinculados a la división social del espacio.
Si hacemos una revisión de la historia reciente de las categorías analíticas vinculadas, particularmente en América Latina, al tema que nos ocupa, es posible observar que ellas han ido variando de acuerdo con los paradigmas predominantes en la investigación social. Por ejemplo en México, hasta los años sesenta, cuando los estudios urbanos aún no se habían constituido en un área relevante de investigación social, la influencia de las teorías ecológicas de la Escuela de Chicago se hizo sentir, sobre todo a través de una serie de estudios que investigadores norteamericanos realizaron sobre algunas ciudades mexicanas.1 Durante la década del sesenta y principios de los setenta estuvo en boga el concepto de “marginalidad”, el cual impactó las nociones prevalecientes acerca de la estructuración de la sociedad y de los espacios urbanos para los sectores desposeídos (los llamados barrios marginales). Las sociedades latinoamericanas se habrían caracterizado, según esa corriente, por la falta de dinamismo interno y la desintegración social, presentando grandes desniveles en las condiciones de vida de su población, y por carecer de estructuras de participación, sin las cuales no podría darse la integración social. La urbanización, así como las crisis internas, habrían agudizado esa desintegración, ya que una masa urbana que crecía a gran velocidad no encontraba acogida en la estructura de la sociedad (cf. DESAL, 1969). Estas teorizaciones recibieron fuertes críticas, sobre todo desde la perspectiva de los estudios marxistas de los años setenta.2 Dentro de la orientación marxista de los estudios urbanos, la división social del espacio estaba vinculada a la estructura de clases de la sociedad, mediada por la lógica capitalista de organización del espacio urbano, y en particular por la renta del suelo y la forma como se daba la apropiación de las sobreganancias localizadas. En general, los estudios realizados sobre todo en la segunda mitad de los años setenta y principios de los ochenta pusieron énfasis en las citadas categorías, aunque en general los investigadores se enfrentaron a serias dificultades para hacerlas funcionales a la realidad concreta de las ciudades de la región (cf. Schteingart, 1990). Más recientemente, cuando la lucha contra la pobreza se volvió una estrategia prioritaria en América Latina (por lo menos en el discurso oficial) la noción de pobreza comenzó a aparecer con mucha frecuencia en los estudios urbanos.3 Es importante destacar que, mientras las nociones de marginalidad o de estructura de clases implican una cierta concepción de la sociedad en su conjunto y de la ubicación de los distintos grupos en relación con el mercado de trabajo, con las formas de producción dentro de la economía o con los centros de poder (incluyendo también aspectos culturales de los llamados “marginales”), la noción de pobreza se refiere fundamentalmente al consumo individual o colectivo de los individuos o las familias, de una serie de bienes y servicios provistos ya sea por el mercado o por el Estado. Entonces, es posible afirmar que se ha estado transitando de intentos más globales de interpretación de las sociedades al uso de una categoría más directamente vinculada con la atención de los problemas sociales que comenzaron a aquejar a sectores crecientes de la población urbana latinoamericana en los años ochenta (cf. Schteingart, 1997).
Por otra parte, la noción de exclusión social (tal como se considera de manera más sistemática y frecuente en los países europeos y, sobre todo, en Francia) poco se ha manejado en nuestro medio; esa noción, además de hacer referencia a aspectos económico-sociales básicos, incluye aquéllos vinculados a cuestiones culturales y, en particular, al tema de las identidades, donde se enfatizan problemas raciales, étnicos y de género, en un contexto en el que las migraciones internacionales han producido complejas situaciones sociales. Si bien en algunos países latinoamericanos la cuestión racial y étnica es evidentemente muy importante, en el caso de México ella ha aparecido poco en los estudios urbanos. México ha recibido poca población de origen africano y, a pesar de ser un país con una importante población indígena, su presencia en las ciudades no ha sido muy estudiada, como podría ser, por ejemplo, en el caso de Guatemala.4 Sin embargo, debido a que la problemática indígena ha ocupado un lugar relevante dentro de la situación social del país como consecuencia del levantamiento zapatista, más investigadores han comenzado a prestar atención a la situación de los indígenas en las ciudades (cf. Hiernaux, 2000). El tema de la migración en América Latina también se presenta de manera muy distinta a la de los países del Norte, tanto de los Estados Unidos como de las naciones europeas. En México, como en la mayoría de los casos latinoamericanos, las migraciones de las últimas décadas han sido principalmente internas (migraciones campo-ciudad o de ciudades pequeñas a grandes centros metropolitanos) y no provenientes de otros países, lo cual genera situaciones de diferenciación poco comparables a las de los mencionados países del Norte. Sin negar las diferencias sociales o culturales que pueden existir entre los recién llegados de zonas rurales y aquellos que ya tienen mucho tiempo viviendo inmersos en la cultura urbana, podemos afirmar que ellas no se comparan de ninguna manera con los grandes contrastes que se hallan, por ejemplo, entre europeos de larga tradición y otros grupos raciales y étnicos, provenientes principalmente de países africanos o asiáticos, donde a las grandes diferencias físicas se agregan aquellas provenientes de religiones, experiencias de vida y culturas diametralmente opuestas. Estas diferencias se utilizan, además, para promover actitudes de rechazo al extranjero, en contextos de fuerte desocupación y dificultades cada vez mayores para acceder a los mercados de trabajo y al consumo urbano. En cuanto al uso de la noción de segregación (establecer una distancia espacial y social entre una parte y el resto) creemos que resulta necesario aclarar que ella no sólo existe para los sectores más pobres sino también, en muchos casos, para aquellos más pudientes. Sin embargo, estamos de acuerdo con algunos autores (p. ej., Galissot y Moulin, 1995) en que se podría hablar de una segregación activa, producto de la elección, aplicada a grupos étnicos y más pobres, consecuencia de la estigmatización y rechazo por parte de sectores dominantes.5 Sin embargo, también en cierta medida de autosegregación de las clases pudientes, su autoencierro en espacios protegidos con cierre de calles y policía privada, no es totalmente voluntaria sino una forma de replegarse frente a la violencia urbana que, en algunas ciudades como en el caso de la Ciudad de México, ha aumentado notablemente en los últimos años (cf. Giglia, 2001).
Existen tanto explicaciones macroestructurales como individuales de los procesos de segregación urbana; entre las primeras se pone énfasis en las estructuras económicas y sociales de las ciudades (mercado de trabajo, por ejemplo, que incide en el comportamiento del mercado del suelo y la vivienda y en los precios de los mismos, lo cual provoca una jerarquización urbana que refleja la división en clases o grupos de la sociedad). Las explicaciones individuales, en cambio, expresan las preferencias de los individuos o familias y su libertad de elección en el mercado (cf. Preteceille, 1997).
3. La división social del espacio en las ciudades mexicanas ¿Aumento de las diferencias socio-espaciales? Resultados de algunas investigaciones comparativas.
Resulta difícil afirmar, a partir de datos precisos producto de investigaciones rigurosas, si las diferencias socio-espaciales en las ciudades mexicanas aumentaron o disminuyeron en las últimas décadas. Son pocos los estudios de este tipo, y muchos menos aquellos que hayan podido realizar una comparación de lo que ha ocurrido en diferentes cortes temporales, empleando unidades de análisis adecuadas. En el trabajo que llevamos a cabo comparando la diferenciación socio-espacial de la ZMCM (Zona Metropolitana de la Ciudad de México) entre 1950 y 1980 (cf. Rubalcava y Schteingart, 1985 y 1987)6 pudimos concluir, utilizando una serie de variables censales relacionadas a través de una técnica estadística como el análisis factorial,7 que lo que llamamos el fenómeno de la consolidación ha permanecido como un rasgo esencial de la diferenciación intraurbana y ese fenómeno ha implicado un mejoramiento en las condiciones socio-espaciales de la ciudad a medida que avanzaba la introducción de servicios en la periferia y permanecían las características urbanas en áreas más antiguas y centrales. Los análisis realizados mostraron que el avance de la mancha urbana sobre áreas rurales significó, en términos generales, un mayor acceso a la educación y a los servicios básicos de la vivienda, aun cuando en muchos casos los estratos más desfavorecidos no pudieron acceder rápidamente a los beneficios de la urbanización. Por otra parte, la diferenciación social urbana, vinculada con la apropiación del espacio por diferentes estratos sociales, se ha ido configurando según las condiciones naturales de distintas partes del territorio: norte-sur, oriente-poniente, han sido direcciones contrastadas en el establecimiento de los grupos sociales en la ciudad. Así, la consolidación urbana constituyó un factor destacado en un centro urbano en rápida expansión, sobre todo a través de la formación de asentamientos irregulares, pero podría dejar de serlo en etapas posteriores. Probablemente, este factor no aparecería en ciudades de países desarrollados, que crecen mucho más lentamente y con mayores niveles de desarrollo económico y de consumo urbano. Sin embargo, las unidades de análisis utilizadas (delegaciones del Distrito Federal y municipios del Estado de México), demasiado grandes y heterogéneas, no permitieron medir la evolución de la segregación en esta metrópolis.
Estudios posteriores, basados en el Censo de Población y Vivienda de 1990, en el que por primera vez se han podido utilizar unidades estadísticas de análisis pequeñas (las AGEBs [Áreas Geoestadísticas Básicas]), permitieron conocer de manera muchos más precisa y minuciosa la diferenciación geográfica en la Ciudad de México y en otras ciudades del país (cf. Conapo, 1998; Suárez Pareyón, 2000; Garza, 1999; Rubalcava y Schteingart, 2000a y 2000b).
Por ejemplo, es interesante comentar que en el estudio que realizamos para la ZMCM las unidades estadísticas que resultaron más privilegiadas presentaron una proporción de viviendas con agua entubada cerca de cuatro veces mayor que en aquéllas pertenecientes a los estratos de menor nivel de desarrollo socio-espacial; la relación de ocupantes por dormitorio o hacinamiento fue la mitad y la proporción de personas de más de 15 años con escolaridad superior a primaria fue casi el doble en las AGEBs correspondientes al nivel alto de la estratificación considerada en el análisis. Los ingresos de la población han mostrado también una gran disparidad al existir en las zonas que están en mejores condiciones un 28% de la población ocupada que recibe ingresos mayores a los cinco salarios mínimos, mientras en el estrato que está en peores condiciones ese porcentaje fue sólo del 1.3%.8 En cuanto a la distribución de la población en las diferentes unidades de análisis, casi el 44% de la población reside en las áreas que están en peores condiciones, ubicadas en el contorno más periférico de la ciudad; los que residen en áreas que se encuentran en condiciones medias constituyen el 39% de la población y los que habitan las unidades que están en mejores condiciones (ubicadas en áreas centrales del Distrito Federal o al poniente de la Zona Metropolitana) representa alrededor del 17% del total de habitantes de la metrópoli. A partir de este análisis por AGEBs de la división social del espacio se ha podido también observar el grado de segregación que está presente en las delegaciones y municipios que mostraron los niveles más alto y más bajo de la escala utilizada. Así, se constató que una homogeneidad bastante grande aparecía en las extensas zonas pobres de la periferia, mientras las correspondientes al estrato más alto exhibían una mayor variación interna; esto último no significa que exista una coexistencia de grupos sociales muy diferentes en las unidades donde habitan los más pudientes ya que los estratos bajo y muy bajo son prácticamente inexistentes en estas zonas (cf. Rubalcava y Schteingart, 2000a).
Al comparar, para 1990, la ZMCM con las metrópolis del país que le siguen en tamaño, Guadalajara, Monterrey y Puebla, (cf. Rubalcava y Schteingart, 2000b) pudimos arribar, aplicando también a estos cuatro casos el método del análisis factorial por AGEBs (lo cual nos permitió establecer seis estratos o niveles de desarrollo socio-espacial), a las siguientes conclusiones: 1. Monterrey presentó en general una situación socio-espacial más favorable que las demás metrópolis analizadas; Puebla se ubicó en la situación más negativa, mientras Guadalajara y la Ciudad de México se encontraron en una situación intermedia.9 2. En cuanto a la distribución de la población en los diferentes estratos urbanos establecidos en el análisis, destacó la Ciudad de México por concentrar el porcentaje más alto de habitantes en los estratos más bajos, lo que estaría indicando una mayor polarización de la población. En lo que concierne a la distribución del agua entubada, en esa metrópoli también se observó una situación más desfavorable que en Guadalajara y Monterrey, sobre todo porque los porcentajes de viviendas con ese servicio descendieron mucho más acentuadamente en los últimos tres estratos que en las otras dos metrópolis mencionadas. 3. Por último, se daba en los casos estudiados una centralidad bastante marcada de los estratos altos, con excepción de la ciudad de Monterrey, donde ellos tienen mayor presencia en AGEBs ubicadas en zonas más periféricas.
Evidentemente, el tema de la escala de la ciudad constituye un aspecto importante de la diferenciación interna de las metrópolis.10 La suburbanización de enormes contingentes de población en zonas cada vez más alejadas del centro de la ciudad, ha traído como consecuencia un mayor incremento de la segregación en las metrópolis más grandes, tanto de grupos pobres como de sectores afluentes de la sociedad local. Pero como ya apuntamos, esta segregación asume características distintas para unos u otros grupos. Mientras la segregación o auto-segregación de los sectores de altos recursos en áreas cerradas y protegidas (ubicadas en zonas privilegiadas desde el punto de vista geográfico y natural) ha implicado la creación de un hábitat bien servido y comunicado con el mundo exterior, la segregación de los más pobres significa, por el contrario, falta de servicios y equipamientos elementales, grandes distancias al trabajo y malas comunicaciones, así como un encierro muchas veces extremo, sobre todo para las mujeres que permanecen en su barrio, y que deben hacerse cargo de los hijos y la reproducción de la familia (cf. Salazar, 1999). Estas grandes diferencias en las condiciones de vida, en el tipo y distancia de los espacios habitacionales y en las pautas culturales, tienden cada vez más a hacer de las metrópolis lugares de fuertes contradicciones y conflictos.
4. El papel del Estado y los movimientos urbano-populares en la división social del espacio en las ciudades
Como ya lo han mostrado diferentes autores que se han ocupado de reflexionar acerca de la estructuración del espacio urbano, existe una multiplicidad de factores y agentes sociales que inciden sobre ese espacio y sin duda sobre la organización social del mismo. Una ciudad no sólo expresa la estructura social presente, sino que en cada caso se combinan, en un momento dado, las expresiones de varias estructuras sociales que se han sucedido históricamente (cf. Castells, 1975). Así un complejo conjunto de determinaciones y de actores sociales (las instituciones públicas, los agentes privados y las prácticas de las familias o las organizaciones sociales), el pasado y el presente, se conjugan para conformar el espacio urbano.11 Al tomar en cuenta a los actores sociales, nos interesa particularmente comentar aquí el papel de las instituciones del Estado en la conformación de la ciudad segregada, así como su relación con los movimientos sociales urbanos. Según los sociólogos urbanos marxistas, la intervención del Estado en lo urbano tiene como finalidad, a grandes rasgos, apoyar la acumulación de capital en las ciudades, así como asegurar la reproducción del sistema a través de su mediación en los conflictos sociales que se generan como consecuencia de las contradicciones inherentes al sistema capitalista (cf. Gottdiener, 1988). En ese sentido la relación de las políticas estatales con las respuestas de los sectores populares, ha estado en el centro de los trabajos de algunos estudiosos de la cuestión urbana como Manuel Castells (cf. Castells, 1975 y 1983).
Otro aspecto que vale la pena resaltar aquí, y que implica pasar a un nivel más concreto de la intervención del Estado en lo urbano, tiene que ver con el hecho que la influencia de las instituciones públicas sobre la conformación del espacio, no sólo concierne a las instituciones orientadas directamente a la planificación de ese espacio, sino también a otras que de manera indirecta, y desde diferentes niveles de la gestión pública, inciden sobre los aspectos socio-espaciales de las ciudades (Campbell et al., 1996). En este sentido podríamos decir que existen algunas instancias de la administración estatal dedicadas a implementar medidas de carácter regulador, que incluyen la elaboración de planes urbanos, los que afectan principalmente los usos del suelo en las ciudades; en otros casos podemos hablar de instituciones de carácter fiscal dedicadas al cobro de impuestos prediales, derechos por los servicios de agua, etcétera, y por último están aquellas dedicadas a la aplicación de acciones directas a partir de la construcción de vialidades, introducción de redes de servicios, desarrollo de programas de vivienda o proyectos de renovación urbana.
Para ejemplificar cómo ha incidido la intervención del Estado y su relación con los movimientos sociales en la división social del espacio en la Ciudad de México, nos referiremos a los programas de vivienda que han tenido lugar en esa ciudad en las últimas décadas, ya que ellos pueden tener un impacto considerable en la trama urbana.
Mientras en ciudades de países desarrollados como París (Preteceille, 1997), la producción de vivienda ha permitido que ciertos sectores obreros pudieran permanecer en espacios centrales de la ciudad, evitando así su total desplazamiento hacia las periferias, en el caso de la ciudad de México esto ha sido casi excepcional. Primeramente porque los programas dirigidos a los sectores obreros y clases populares (de instituciones como INFONAVIT ‒Fondo Nacional de la vivienda de los Trabajadores‒ y FONHAPO ‒Fondo Nacional de Habitaciones Populares ‒) en general han sido muy limitados comparados con la demanda de vivienda de esos sectores y su impacto no muy notorio en el tejido urbano, y además porque sus operaciones se han llevado a cabo cada vez más en zonas periféricas de la ciudad. Por ejemplo estudios que hemos realizado sobre la acción del INFONAVIT en la ZMCM (cf. Schteingart, Graizbord, 1998) nos han mostrado que los conjuntos habitacionales promovidos por esa institución en áreas más centrales del Distrito Federal, tienen un porcentaje mucho menor de población obrera de escasos recursos que los conjuntos más periféricos ubicados en el estado de México, lo cual demuestra que la acción habitacional del Estado sigue, en cierta medida, la lógica del mercado en cuanto a la localización de los grupos sociales en el espacio metropolitano. Con referencia a las operaciones de renovación urbana habitacional, podemos decir que los avances que se han producido en lo que concierne a la organización de los sectores populares, a través del desarrollo del llamado Movimiento Urbano Popular, sobre todo a partir de los años ochenta, han marcado diferencias importantes en la forma de intervención del Estado. Por ejemplo, en los años sesenta, el gobierno llevó a cabo una importante operación para eliminar los tugurios centrales de la ciudad produciendo la dispersión de gran parte de sus habitantes, los que no tuvieron la posibilidad de ser realojados en el enorme conjunto habitacional Nonoalco Tlatelolco construido en ese lugar, y en general destinado a sectores medios (con ingresos mayores a los que tenían las familias que habitaban esos tugurios). Evidentemente, esta operación contribuyó, en su momento, a la suburbanización de sectores pobres urbanos. En cambio, a raíz de los sismos de 1995 que destruyeron un porcentaje importante de las vecindades del centro histórico, gracias a la presencia del Movimiento Urbano Popular, que justamente se fortaleció como consecuencia de la destrucción provocada por esos fuertes temblores, la política del gobierno fue reconstruir esas mismas viviendas para que la mayoría de la población afectada pudiera permanecer en la zona, conservando así su ubicación central, cercana a sus lugares de trabajo, y donde habían desarrollado sus redes sociales, fuertemente establecidas después de largos períodos de residencia en lugar (cf. Connolly et al., 1991).
En cuanto a la política del Estado con respecto al asentamiento de los sectores populares en la periferia, en los llamados asentamientos irregulares, ésta ha sido en general de apoyo a los mismos, a través de los procesos de regularización de la tenencia de la tierra; para ello se han creado instituciones especializadas a partir de mediados de los años setenta, y se han agilizado, recientemente, los mismos procesos de regularización. Pero ¿cuál ha sido el impacto de la “acción planificadora” del Estado, a través de la institucionalización de la planeación urbana, (sobre todo la zonificación de los usos del suelo) que se ha dado en los últimos años, sobre la urbanización popular irregular? En general se puede decir que los planes no han incorporado “en el orden legítimo, de un modo general y explícito, la problemática de la urbanización popular. Entonces, la planeación urbana parece reproducir un ‘orden urbano’ planeado y legitimado por los ordenamientos urbanísticos y un ‘desorden’, (la urbanización popular) cuya legitimación queda al arbitrio de la burocracia” (cf. Duhau, 1994)12.
5. Aspectos contradictorios del desarrollo metropolitano. Segregación e integración
En los países de América Latina, marcados por grandes diferencias sociales, las que además han tendido a agudizarse con el modelo de desarrollo más reciente impuesto en la mayoría de los países de la Región, se han enfatizado o puesto en evidencia los contrastes entre sectores opuestos de la sociedad, y poco se han investigado o explorado las estructuras, instrumentos y mecanismos unificadores. La ciudad ha constituido, desde sus orígenes, un punto de encuentro y, en cierta medida, de unificación e integración de los distintos sectores y grupos involucrados en la misma, pero aquellas condiciones no han sido ajenas a la generación de conflictos y enfrentamientos. Es decir que la ciudad trae aparejados procesos contradictorios de unidad y separación, de integración y conflicto. Por supuesto que esas características contrapuestas han variado a lo largo de la historia, de acuerdo con los contenidos físicos, funcionales y económico-sociales de las ciudades. Asimismo, es indispensable aclarar que la mencionada unificación o integración puede darse a diferentes niveles dentro de las ciudades o metrópolis, ya sea incluyendo a partes de la población, sólo a algunos grupos sociales (dentro de cada uno de los espacios estratificados) o bien abarcando a distintos estratos sociales y sus áreas respectivas. Muchas veces la unificación sólo es posible gracias a procesos de integración que ocurrieron antes a nivel de cada una de las áreas segregadas o estratificadas. En este sentido, parecería que a la creciente tendencia a la segregación y al aumento de la división social del espacio en las ciudades se opone una tendencia integradora, especialmente a través de los cambios introducidos con el gran desarrollo de los medios electrónicos, que modifican totalmente el sentido del espacio y en particular el de la proximidad entre individuos y actividades urbanas. Estos cambios (que suceden seguramente a un ritmo menor que en las ciudades de los países del Norte) también están teniendo fuertes impactos en las ciudades latinoamericanas.
Vale la pena resaltar dos aspectos unificadores que consideramos importantes, por lo menos en una metrópoli como la de la Ciudad de México. Nos referimos a los movimientos sociales y manifestaciones políticas y a los espacios de encuentro en el viejo centro o en los nuevos centros comerciales periféricos.
Con respecto a los primeros, podemos decir que la Ciudad de México, sobre todo por ser la ciudad capital y asiento del gobierno federal, constituye el escenario donde se concentran los movimientos sociales y políticos (grandes manifestaciones en el zócalo y otros espacios del centro histórico). Si bien muchas de estas movilizaciones son a veces representativas de pequeños grupos de interés, también se dan frecuentemente movimientos de convergencia amplia donde distintos actores sociales se unen para expresar su descontento, presionar al gobierno, y ofrecer salidas alternativas. Justamente el triunfo del Partido de la Revolución Democrática en las primeras elecciones para Jefe de gobierno del Distrito Federal, ha constituido una manifestación de la apertura política que ha tenido lugar en esta ciudad, como consecuencia de un largo proceso de organización y movilización, que ocurrió primero en las colonias populares, y que luego logró integrar a diferentes sectores sociales progresistas de la sociedad capitalina.
En cuanto a los centros de comercio y servicio como espacios unificadores, es relevante aclarar que el gran crecimiento metropolitano se ha acompañado de la reestructuración del antiguo centro, de la desconcentración de una serie de funciones urbanas y del surgimiento del multicentrismo. Estos procesos son comunes a la mayor parte de las ciudades que han crecido de manera importante en las últimas décadas, pero en las ciudades de América Latina ese multicentrismo tiene un desarrollo muy equilibrado debido a la presencia de grandes espacios periféricos donde habitan familias con muy bajo poder adquisitivo (Schteingart, Torres, 1973). En estos espacios de la pobreza raramente se crean centros comerciales modernos como los que han aparecido y multiplicado en las áreas más afluentes de la ciudad. Mientras la ciudad anterior al gran desarrollo metropolitano se organizaba alrededor de un solo centro, donde se superponían las actividades políticas, religiosas, comerciales y culturales, y donde convergían los diferentes sectores de la sociedad local, la actual metrópoli fragmentada y jerarquizada ha producido también una jerarquización de sub-centros donde los encuentros y contactos se producen de manera estratificada (Gottdiener, 1997). Cuando más avanza la segregación de los grupos de altos ingresos, más estratificados son los centros comerciales que los sirven, de manera que podríamos más bien referirnos a los centros como lugares de encuentro e intercambio estratificado, ya que son utilizados como espacios unificadores pero sólo dentro de ciertos grupos sociales. En cambio, el viejo centro de la ciudad que sirve comercialmente sobre todo a sectores populares (ya que éstos habitan en áreas no llegan a conformarse centro locales) aún presenta una multitud de actividades culturales, turísticas, comerciales, administrativas y de esparcimiento, cumpliendo así el papel de un centro de intercambios más amplios.
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