Introducción
A principios de los noventa, como parte de las políticas neoliberales, el gobierno de Carlos Menem decide cerrar la mayoría de los ramales que formaban parte de los Ferrocarriles Argentinos. Entre ellos se encontraba el Ferrocarril Gral. San Martín, cerrado en 1993. Desde entonces, la Estación Central de la ciudad de Mendoza y gran parte de los terrenos en los que ésta se ubica (36 hectáreas), permanecieron abandonadas. En la actualidad estos terrenos constituyen el último gran espacio “baldío” que puede encontrarse en pleno centro de la Capital de la Provincia, a menos de 12 cuadras del km 0. Ello ha provocado una polémica entre diferentes proyectos político-sociales en torno a cuál es, pueda y deba ser su destino y quiénes los sujetos con poder de decisión acerca del mismo.
Aclaremos que, en 1993, tras años de debates y luchas gremiales, lo que se cerró fue el servicio de transporte público de pasajeros; mientras que el negocio del transporte de carga fue concedido a la gestión privada: primero al Grupo Pescarmona y luego vendido por éste a la empresa de origen brasileño America Latina Logística (ALL) que continúa con su explotación hasta la actualidad. Cabe recordar que en el predio en cuestión, ocupando un pequeño porcentaje del espacio, funcionan los talleres mecánicos en donde se repara cualquier máquina de la empresa que sufra algún desperfecto, es decir, allí continúan trabajando alrededor de 250 ferroviarios. El resto del predio totalmente abandonado y saqueado sucesivamente. Hacia finales de la década del 90, el agravamiento de la crisis económica, impulsó a una gran cantidad de familias a ocupar como vivienda la mayoría de las instalaciones ubicadas en el predio de la Estación Central (galpones, cocheras, garitas, etc.): asentamientos habitacionales como el Costa Esperanza, Escorihuela o Malargüe son producto de dicho proceso de ocupación de tierra fiscal. En septiembre de 2007 la ONABE1 lleva a cabo el desalojo de alrededor de 40 familias que se encontraban viviendo en esos terrenos. A su vez, en 2003, el edificio central de la Estación sufre un terrible incendio que termina de desmejorar las condiciones de su conservación dejándolo inutilizable.
El objetivo de este trabajo es presentar un análisis del conflicto abierto en torno a los terrenos del ferrocarril, entre los diferentes usos posibles y las consecuencias sociales que implican. Desde algunos sectores, en función del valor inmobiliario, se busca imponer nuevos procesos de privatización de ese espacio, política que ha tomado cuerpo y visibilidad fundamentalmente en los convenios firmados, desde 2004, entre el Estado Nacional (a través de la ONABE), la Municipalidad de Capital y la Corporación Antiguo Puerto Madero S.A. para implementar un proyecto de inversión inmobiliaria denominado “Madero-Mendoza”. Frente a esa iniciativa, tres colectivos sociales que se encontraban desarrollando sus respectivas actividades grupales por separado –los ferroviarios, la red de Organizaciones Sociales Autoconvocadas (OSA) y el colectivo artístico Casa Amérika-, hacia mediados de 2007 deciden comenzar a confluir en un espacio común y organizarse para defender esos terrenos como espacio público.
Consideramos que el conflicto por los terrenos de la Estación pone en evidencia la continuidad del proceso de privatización de bienes públicos y comunes. De ahí que la disputa social se configure en torno a las siguientes demandas: tenemos derecho al uso de ese espacio, a participar en la decisión sobre el futuro de esos terrenos. Así, la singularidad del conflicto debe pensarse desde su inscripción en esa conflictividad más amplia que supone el proceso de espacialización de la lucha de clases, la separación paulatina de los sujetos respecto del control y decisión sobre sus condiciones materiales de existencia, incluido el territorio urbano. Esa es sin dudas la relevancia de un análisis como el propuesto, el hecho de que en ese conflicto particular, puede leerse la dinámica social que determina el proceso de territorialización: en la Estación como escenario político es posible reconocer dos lógicas antagónicas de ocupar y producir el espacio, las prácticas de dominación y las de apropiación, por decirlo a la manera como se refería Henri Lefebvre. Las prácticas de dominio espacial son aquellas que se ejercen con el fin de hacer más eficiente/rentable el uso de una porción de espacio, sin que necesariamente intervenga, en el sentido de la territorialización, una vinculación entre quienes toman las decisiones y quienes habitan o están implicados en el territorio que construyen. Mientras que por el contrario, en las prácticas de apropiación, la construcción del territorio está mediatizada por el sentido de las preocupaciones de quienes se están apropiado y se ven implicado en el mismo. Dedicaremos un apartado a cada una de ellas.
I. Vaciando la ciudad para el capital: la imposición de prácticas de dominio espacial y el funcionamiento del mercado de suelo urbano
En este apartado proponemos analizar el conflicto planteado poniendo el foco en las prácticas de dominio espacial y sus impactos en el mercado de suelo urbano. Nuestro objetivo es aportar herramientas para visualizar las consecuencias que en el plano estructural generan estas prácticas. Para lograrlo, es necesario enmarcar el proyecto de Puerto Madero y la disputa por el terreno de la Estación dentro de un proceso de urbanización que, según numerosos autores (Abramo, Fernández Wagner, Lentini, etc.), está guiado por tres lógicas: la lógica del mercado, según la cual las edificaciones son entendidas como mercancía y la ciudad como ámbito propicio de la especulación financiera e inmobiliaria; la lógica de la necesidad que impele a los más pobres a instalarse espontáneamente en el territorio y a producir el hábitat de manera informal; y la lógica del Estado que se basa en la búsqueda de legitimidad política a través de la provisión de viviendas y de infraestructura urbana. (Abramo, 2003; en: Lentini, 2010). Pero cada una de estas tres lógicas opera con un grado muy distinto de poder y por lo tanto su nivel de incidencia en la ciudad y en el mercado de suelo es altamente diferenciado. Además, éstas lógicas no se dan en paralelo, sino que como motor del proceso de urbanización, expresan la territorialización de esa dinámica conflictiva que es la lucha de clases. Esta perspectiva teórica sostenida por autores como David Harvey, nos permite advertir cómo la producción del espacio y las reorganizaciones geográficas constituyen recursos, dentro del capitalismo, para absorber el capital fijo y el trabajo excedente. Este autor ha señalado el lugar particularmente activo que ha ocupado al respecto la construcción y reestructuración de las ciudades (Harvey, 2008), donde los Grandes Proyectos Urbanos (GPU), al estilo Puerto Madero, son elementos fundamentales. Las prácticas de dominio espacial mediante las cuales el capital lleva adelante esa tarea de reestructuración del espacio han sido teorizadas como “destrucción creativa” y “acumulación por desposesión” (Harvey, 2004). Modalidades históricas bajo las cuales sucesos como la erradicación de la villa Costa Esperanza o el incendio de la Estación cobran un sentido diferente al atribuido por los extremos posibles entre el “planeamiento” y los “accidentes” urbanos. Más bien refiere a estrategias de captura de suelo valioso en manos de poblaciones de baja renta y/o de usos menos rentables.
[...] Los poderes financieros, respaldados por el Estado, presionan para que se produzca un desalojo por la fuerza, con la intención de apropiarse de terrenos [...] Se trata de la acumulación de capital mediante booms de actividad inmobiliaria, ya que el suelo se adquiere prácticamente sin ningún coste para quienes lo van a “explotar” (Harvey, 2008:34).
Para comprender los impactos estructurales de estas prácticas de dominación en la configuración del territorio urbano, es fundamental analizar cómo impactan en el mercado de suelo, donde la formación y movimiento de los precios son determinantes para las posibilidades de acceso a la ciudad de los diferentes sectores sociales. Para ello consideramos de gran valor explicativo las herramientas analíticas que nos aporta la teoría general de la renta urbana propuesta por Samuel Jaramillo.
En nuestras ciudades el suelo urbano es principalmente una mercancía, y en esa condición presenta una serie de particularidades como su irreproductibilidad, su indestructibilidad y su inmovilidad2
, condiciones que hacen muy especial la dinámica del mercado vinculado a él. Para analizar el funcionamiento de este mercado, Jaramillo propone tres tipos generales de creación y movimientos de precios de suelo (2003).
El primero se denomina Movimientos Estructurales Generales de Precios (MEGP), y está determinado por dos fenómenos: el sostenimiento a valores constantes de la renta del suelo en el tiempo que aumenta el poder de compra de otros bienes que se abaratan por la aplicación de tecnología, escalas de producción, etcétera; y el crecimiento de población que aumenta la demanda de suelo cuya oferta es inelástica dadas las particularidades que asume esta mercancía. Como estos fenómenos son constantes, se genera un movimiento ascendente general de los precios que opera como una base sobre la que se adicionan las demás rentas.
Otro tipo son los Movimientos Coyunturales Generales de Precios (MCGP), que responden a las oscilaciones en mercados relacionados (como el sector de la construcción, las finanzas, las exportaciones, etc.), y generan una aceleración o desaceleración en la demanda de suelos, presionando así el movimiento de los precios. Estos MCGP impactan en todo el territorio urbano, pero son repentinos y suelen influir durante períodos de tiempo no muy prolongados.
Finalmente, los Movimientos Estructurales Particulares de Precios (MEPP) que responden a las transformaciones en la estructura urbana. Están determinados por cambios en las zonificaciones y/o por los permisos de mayores densidades de construcción. Ambas decisiones habilitan a determinados terrenos a soportar rentas superiores. Son cambios muy bruscos, en terrenos específicos, pero no son coyunturales, ya que operan permanentemente movidos por la dinámica estructural de crecimiento urbano. Este tipo de movimientos es muy importante debido a que implica “saltos de renta” enormes por los cuales existe una tensa disputa. Así, los MEPP asumen un fuerte dinamismo como resultado de la voracidad por correr los límites, ya sea en altura, ya sea en los bordes de la ciudad, o bien desposeyendo activos en las zonas ya ocupadas (generalmente por usos menos rentables).
Estos distintos movimientos no son el resultado de las acciones y decisiones de un solo agente particular, y dan lugar a una práctica de gran relevancia en el mercado de suelo, que es la especulación. Esta práctica no es homogénea, sino que dependiendo de la naturaleza de los agentes implica lógicas e impactos diferentes. En el caso de la Estación, podemos decir que en un contexto en el que los MEGP agudizan su tendencia al alza por una coyuntura de crecimiento económico, y los MCGP son también crecientes debido a la liquidez que dejan las exportaciones de commodities y a la reactivación de la construcción, se agregan en este caso particular bruscos MEPP ascendentes, debido al cambio en la zonificación y al exagerado aumento en la densidad permitida. Esta nueva situación otorga rentas elevadísimas al terreno y sus alrededores, presionando un proceso de cambio en los usos del suelo, e imponiendo la lógica especulativa del mercado en las decisiones de la mayor parte de los vecinos, sean estos agentes inmobiliarios o simples pobladores.
A partir de este marco, comprendemos que cualquier intervención de envergadura en algún sector de la ciudad puede implicar importantes cambios en los precios del suelo de toda la aglomeración, y más aún si se trata de tierras centrales con elevado valor. Si bien los mecanismos que condicionan estas intervenciones están determinados por el mercado3
y no por el Estado, este último, debido a la magnitud que implican sus acciones y/o decisiones, deviene en un poderoso agente en la construcción y el movimiento de precios de suelo urbano. Podemos distinguir, a grandes rasgos, cuatro formas de incidir por parte del Estado: como productor de espacio construido; como proveedor de equipamiento; como regulador de usos del suelo y como agente fiscal. Cada una de ellas condiciona los movimientos de precios y puede influir fuertemente en direccionar el destino que tendrán las rentas urbanas (Jaramillo, 2003). Por esto proponemos analizar cual es la forma y la función que asume el Estado local, en un contexto como el actual, en relación a este tema.
Al observar el contexto actual, se evidencia una muy fuerte demanda de suelo urbano, ya sea para desarrollos inmobiliarios de elite, conjuntos residenciales construidos por el Estado, grandes obras de infraestructura y equipamiento, etcétera. Esta gran demanda está sostenida por una alta disponibilidad de liquidez forjada a lo largo de una serie de años de fuerte crecimiento económico. En un contexto inflacionario, con bajas tasas de interés y reducida confianza en los bancos como posibilidad de resguardo de ahorros, esta elevada liquidez se vuelca especialmente al mercado inmobiliario. La ciudad se vuelve refugio para el ahorro y la reproducción del capital y se aleja fuertemente de la función social de la tierra y la vivienda. Esta afirmación se aprecia claramente en el hecho de que, “Desde la devaluación de 2002, los precios de las viviendas en Capital Federal crecieron un 460% [...] En cambio, los alquileres aumentaron un 130%”4. En Mendoza no contamos con datos precisos referidos a la evolución de los alquileres, pero sabemos que el precio de las viviendas se cuadruplicó entre 2004 y 20105. Este dispar aumento refleja que el alquiler en tanto componente del costo de reproducción de la mano de obra, no puede comportarse con el carácter fuertemente especulativo que lo hace la compra/venta de inmuebles, que como vemos está impulsada por la reproducción del capital y no por la necesidad de la vivienda.
Frente a estos procesos macroeconómicos y su impacto en los precios del suelo, el Estado asume una forma y una función específica, que en palabras de Harvey puede ser denominada empresarialista, ya que reorienta sus tareas de “gestión del interés general” a crear condiciones que garanticen un buen clima de negocios y la atracción de capitales. Así, se concentra en competir con otras ciudades facilitando mejores ventajas competitivas para la producción e inversión; o bien ofrece mayores beneficios como espacio de consumo para lo cual destina recursos públicos al embellecimiento y la seguridad de quien consume e invierte (Harvey, 2007).
La fisonomía empresarial del Estado ha sido clave en las iniciativas que aparecen impulsando proyectos de privatización del espacio de la Estación y, en efecto, ocupando un lugar importante en la configuración y dinámica del conflicto. Mientras que el accionar de los grupos económicos permanece invisibilizado, quien se muestra encarnando prácticas de dominio espacial es el Estado a través de sus diferentes niveles administrativos. En primer lugar, construyendo alianzas público-privado para atraer nuevas y grandes fuentes de financiamiento. Modalidad que alcanza su máxima expresión en la Corporación Antiguo Puerto Madero S.A., una empresa cuyas acciones pertenecen el 50% al Estado nacional y el otro 50% al Estado de la Ciudad de Buenos Aires. Siendo el mismo Estado quien promueve y lleva a cabo los convenios con dicha corporación: a través de la ONABE y la Municipalidad de Mendoza. Sumado a ello, el municipio lleva a cabo una importante modificación de ordenanzas para favorecer claramente la implementación de megaproyectos inmobiliarios.
En segundo lugar, el empresarialismo estatal se deja reconocer en la ejecución y diseño especulativo de la ciudad frente a la planificación. En nuestro caso, por ejemplo, se desconoce la Ley Provincial nº 5761, que desde 1991 declara estos terrenos como “Reserva ambiental urbana”, reconociendo la función estratégica que tiene este predio para solucionar problemas urbanos como el tránsito metropolitano y la escasez de parques. Además no se considera que la antigüedad de la infraestructura de la zona no soportaría las densidades de 600 habitantes por hectárea que se habilitan, y que el perfil elitista del proyecto que aparece en el Master Plan (claramente destinado a inversores, personas de altos ingresos y oficinas de elite) puede generar prácticas socio-espaciales excluyentes.
Por último, es posible identificar que la preocupación del Estado está más concentrada en la economía especulativa que en el territorio. Esto lo vemos en que el municipio, en lugar de pensar estratégicamente el valor de esas 36 has céntricas para impulsar un desarrollo territorial justo y equitativo, se volcó a favorecer un emprendimiento de corte elitista, cuyo apoyo en la economía especulativa (además de no favorecer a sus habitantes) ha demostrado que representa una situación sumamente vulnerable a mercados y dinámicas lejanas. Decimos esto teniendo en cuenta que un desarrollo de ese tipo, preocupado únicamente en la mayor tasa de rentabilidad, además de ser muy volátil, implica el comienzo y/o fortalecimiento de procesos de gentrificación, que son claramente opuestos a principios de justicia, equidad y redistribución.
El Estado local asume estas características en un contexto en el cual, a partir de 2001, el turismo pasó a ser el sector de la economía que más aporta al PBG en Mendoza, siendo el negocio inmobiliario la actividad que mejor conjugó rentabilidad y seguridad para el resguardo de ahorros y la reproducción de capitales. Por ello el suelo urbano devino un elemento tan codiciado, y se volvió fundamental, tanto para el Estado como para el capital concentrado, ordenar y garantizar el atractivo, belleza y seguridad de la ciudad para atraer las inversiones y el consumo. En este marco se inscribe la política de organismos como la ONABE que plantea “limpiar y recuperar” los espacios públicos identificados por el capital como “abandonados o vacíos” para el uso y disfrute de “los ciudadanos”. Esto, como indicábamos en la introducción, se apoya en una construcción discursiva y en prácticas concretas que avalan dichos discursos, como el incendio, desalojo de asentamientos, etc., que tienen como objeto la destrucción, como paso obligado para la reproducción incesante de la acumulación por desposesión.
Como síntesis, vemos que opera una forma de “destrucción creativa”, la cual recupera la ciudad “desordenada y sucia” para el capital y el consumo estandarizado. En este marco, los GPU como “Madero-Mendoza”, asumen un rol protagónico, en tanto motor de una serie de procesos.
A la mencionada “limpieza” del lugar, se le suma la promulgación y/o modificación de leyes y ordenanzas para favorecer el desarrollo especulativo, y casi en paralelo se desencadena otro proceso en el que se generan importantes aumentos en los precios del suelo. Estos aumentos se van “contagiando” a sus alrededores y van expulsando a la población de menores ingresos, ejecutando “sin violencia” un paso más de la destrucción creativa del entorno, en forma de gentrificación. Así, en la zona la lógica del mercado se vuelve dominante por encima de las del Estado y de la necesidad, haciendo que cada parcela priorice su función en tanto mercancía, donde el único criterio que primará en cada decisión será inclinarse hacia la mayor rentabilidad. Pero mas allá de este impacto sobre vecinos específicos que habitan la zona y se ven presionados a mudarse, el aumento brusco de los precios de suelo empuja a la población hacia zonas cada vez más alejadas y sin servicios, teniendo que solventar esas inversiones la comunidad, generándose una transferencia de recursos de la comunidad hacia la acumulación por el aumento de precios de los terrenos en la zonas elitizadas.
Retomando la idea de las tres lógicas que sostienen la reproducción del espacio urbano, observamos que mas allá de los fines declarados, cuando analizamos los efectos estructurales, al no plantearse ninguna de ellas intervenir en el mercado de suelos, terminan favoreciendo la acumulación concentrada de capital. Salvo la lógica de la necesidad más básica, las demás operan como prácticas de dominio espacial, motorizando procesos de territorialización funcionales a la mayor rentabilidad y los menores costos aparentes, recortando las posibilidades de ejercer el derecho a la ciudad y promoviendo la concentración de beneficios en la construcción y la operación de la urbe.
II. La Estación de ferrocarril, un espacio denso: memoria y valor de uso en las prácticas de apropiación espacial
[...] que pongamos el cuerpo todos a esto, porque si no nos van a comer el futuro. Ellos van a decidir por donde van a pasar las calles, ellos van a decidir quién va a entrar y quién no va a entrar, los que tienen el poder, los que tienen la guita, ellos son los que van a decidir cómo se va a vivir y quién va entrar y quién no. Y si no, está la prueba de los barrios privados, si ya los empiezan a meter acá en la ciudad, listo… vos vas a tener un lugar por el cual andar y si no pertenecés a ellos no vas a poder entrar, que es lo que pasa con los barrios privados, es así, dejó de ser público. Por una cuestión de seguridad, cada vez hay más castillos, entonces es como en la edad media, hacemos el pozo y entran los nuestros nada más y así es, pero no debe ser y si nosotros no, o sea, si nosotros no nos unimos, todas las organizaciones y tratamos de que esto sea más democrático, que sea un poco más para todos, va a terminar siendo lo que viene siendo, y no lo que debe ser (Entrevista a Horacio, 2008).
Frente a la iniciativa de los sectores dominantes, quienes resistieron los proyectos de privatización de la Estación se posicionaron y organizaron bajo las consignas “No al uso privado de tierra pública”; “Planeamiento y gestión participativa sobre los destinos de esos terrenos”. El documento que elabora una de las organizaciones convocando a defender la Estación como espacio público describe cómo la tendencia a la privatización y mercantilización de todas las actividades y relaciones sociales penetra en cada rincón del terreno social, hasta “el último espacio de la ciudad de Mendoza”. Ahora bien, consideramos que lo crucial al pensar la experiencia de lucha de estas organizaciones, al intentar reconstruir su proceso organizativo, es evitar concebirlas como una “reacción” a dichas condiciones objetivas, aún reales y desiguales, sino que es preciso reconocer que dichas prácticas de apropiación espacial se sostienen y movilizan una auténtica economía moral en palabras de Edward P. Thompson. Esa mirada permite reconocer que la construcción de la Estación como bien común resultó central en la dinámica y configuración del conflicto. Asimismo, es posible advertir que en esa construcción de la Estación como bien público/común ocuparon un lugar central las significaciones históricas que porta ese espacio físico como “lugar de la memoria” (Jelin y Langland, 2003), respecto de las cuales el grupo de los ferroviarios resultaba ser uno de sus portavoces principales. En definitiva, la experiencia de lucha por la recuperación de la Estación recuerda, tal como pensara hace tiempo E. P. Thompson (2002), que en ese proceso de espacialización de la lucha de clases, en la dinámica del conflicto que suscita, interviene tanto la historia política y cultural de los sujetos como la economía.
Por qué el proceso de privatización de lo público se percibe como conflictivo en un momento determinado; por qué la defensa de lo común toma cuerpo en la recuperación de ese espacio y no de otro. De qué manera esperan los sujetos que intervenga el Estado en dicho conflicto; por qué suponer que debe posicionarse en defensa de lo público (expectativa que, de manera definitiva, cuestiona la modalidad de intervención del Estado a través de una sociedad anónima como la de Puerto Madero).Todos estos son interrogantes que responden a problemas históricos. La lucha de clases es un fenómeno histórico. En ese horizonte cobra importancia la pregunta por la relación entre pasado y presente para las experiencias políticas de los sectores subalternos, dado que las demandas que los constituyen en tanto sujetos políticos se sostienen en necesidades que son históricas, es decir, remiten a su memoria política (tradiciones, experiencias de lucha y organización anteriores) y se abren a ciertas expectativas o anticipaciones de sentido sobre lo que es deseable esperar (horizontes utópicos e ideales culturales, por ejemplo). Veamos entonces, brevemente, quiénes son los sujetos que se organizaron en oposición a la privatización de la Estación del ferrocarril.
En primer lugar, el grupo de los trabajadores ferroviarios, quienes participaron del conflicto principalmente organizados a través de sus respectivos sindicatos (La Fraternidad, la Unión Ferroviaria y APEDEFA6
). Los ferroviarios que se movilizaron en defensa de los terrenos de la Estación, actualmente trabajan para la empresa privada ALL. Lo hicieron preocupados por la defensa de sus puestos de trabajo –la refuncionalización del predio pone en riesgo la continuidad de los talleres mecánicos– y motivados por la creación de nuevas expectativas a futuro, como es la reactivación de proyectos ferroviarios anunciados por el gobierno nacional desde 2006. No obstante, desde esas motivaciones, su participación los fue comprometiendo en otro tipo de cuestionamientos que se sostenían en antiguas experiencias familiares y tradiciones políticas, como la dignidad del oficio, los derechos de los trabajadores y el compromiso con lo que conciben como un bien público-estatal. A partir de allí extendían sus críticas a la gestión de los ferrocarriles por parte de la empresa ALL, se posicionaban en contra de los negocios privados con terrenos estatales y reivindicaban el servicio de transporte de pasajeros como bien público. Estos últimos puntos fueron los que permitieron acercar sus posiciones a las de los otros sectores y organizaciones como OSA y Casa Amérika.
En segundo lugar, participaron las Organizaciones Sociales Autoconvocadas (OSA), un espacio de articulación en red, nacida en 2005, que ha tenido como objetivo reunir a diversas organizaciones sociales para elaborar en conjunto propuestas que apunten a una visión integradora, esto es, capaz de superar la fragmentación de la lucha social, bajo el supuesto de que, la respuesta a cada una de las problemáticas particulares, precisa una transformación de la sociedad toda. Como organización, busca además ejercer una presión ciudadana sobre el gobierno de turno para intervenir en las políticas públicas del Estado, promocionando una “democracia participativa”. Muchos de sus integrantes vienen de experiencias político-partidarias de la década del ‘70 e interrogan el presente en función de ese pasado; otros, más jóvenes, están marcados por la experiencia de los ochenta y noventa, por la instalación del neoliberalismo como pensamiento único y los efectos de la reforma neoliberal del Estado. Se trata de una organización compleja y heterogénea, no obstante, les ha sido posible transitar un proceso de mutuo reconocimiento que, con el tiempo, fue decantando en un conjunto de preocupaciones comunes.
Por último, el colectivo Casa Amérika, una agrupación político-cultural que en el 2006 decide la “okupación” de la Estación para realizar actividades artísticas, pero que con posterioridad fue resignificando su práctica como política de recuperación del espacio público. La mayoría de sus integrantes son jóvenes, varones y mujeres, entre 25 y 35 años y están vinculados a la actividad artística (actores/as, músico/as, artistas plásticos, acróbatas, clowns, diseñadores/as, titiriteros/as, etc.). Si bien reivindican el arte callejero, la mayoría ha sido formada en circuitos académicos, ya sea que se encuentren graduados/as o estén cursando sus estudios, aunque también encontramos a quienes aprendieron su oficio “en la calle”.
Hay que tener en cuenta que los tres colectivos sociales se involucraron en el conflicto por los terrenos de la Estación en diferentes momentos de su trayectoria grupal. El momento en el que cada colectivo es interpelado por “el conflicto” y aquello que los convoca se constituye en temporalidades que les son particulares. De esa manera, por ejemplo, el grupo de ferroviarios tiene una larga relación conflictiva con la historia del ferrocarril y, en especial, con la “privatización” y el abandono de esos terrenos. Sin embargo, pasada la situación de emergencia vivida a principios de los noventas, no había atravesado períodos de movilización sino hasta entrado el año 2007; en el que la reaparición del debate en la agenda pública mediática sobre proyectos ferroviarios, los rumores acerca del proyecto de inversión de Puerto Madero, y el avance de la Municipalidad de la Capital sobre los terrenos del ferrocarril para abrir una calle, impulsarán a los ferroviarios a ocupar nuevamente el espacio público. Por su parte, para Casa Amérika, fue la misma experiencia de okupación la que, con el tiempo, fue generando un compromiso en torno al conflicto público-privado; fundamentalmente al ser vivenciada como involucramiento en la historia y realidad del lugar, por cierto, un espacio resignificado a partir del contacto con algunos ferroviarios. En tal sentido, a los ferroviarios, los ubica en una nueva inflexión histórica: si consideramos las derrotas sufridas contra las privatizaciones de los noventa, donde sus reivindicaciones aparecieron como una lucha particularista (“el cáncer de la sociedad”), en la actualidad, fueron investidos como los portadores de un pasado significativo y, en efecto, instancia de agregación de voluntades. En cuanto al grupo OSA, comienza a participar hacia mediados de 2007 portando una politicidad propia que lo llevará a ocupar un lugar importante en el proceso de articulación de la lucha, esto es, en el esfuerzo de acercamiento de los diferentes grupos que la estaban impulsando.
Ahora bien, si cada colectivo puso en juego temporalidades dispares, al mismo tiempo fueron capaces de ir tejiendo una temporalidad común, un proceso de creación colectiva sostenida en esa experiencia de encuentro e intercambio que motorizaba la construcción de la imagen de la Estación como metáfora de la realidad nacional: “¿qué pasó con la Estación? que significa ¿qué pasó con nuestro país?” (Entrevista a Ali, 2008). El abandono y el saqueo sufrido por la Estación fue significado como aquel llevado a cabo durante el neoliberalismo en todo el territorio nacional. La irrupción de la imagen en ruinas de la Estación en el espacio público fue tomada como cifra para leer el presente, como posibilidad de abrir una crítica a los proyectos que, en la actualidad, pretenden la modernización de la Estación en base a nuevas privatizaciones. Una confluencia revulsiva entre pasado, presente y futuro que permitía una transformación en las condiciones de (in)visibilidad.
La imagen de la Estación como metáfora del país es parte constitutiva tanto del cuestionamiento de las condiciones históricas heredadas, como también del proceso de formación de ese nosotros que las problematiza. Por ello, atender a ese trabajo de construcción de la Estación como lugar de la memoria, a los procesos de rememoración sobre los que se apoya o la participación de la historia nacional en los procesos de identificación, resulta imprescindible para contribuir a un análisis de la dinámica de la lucha de clases. Su espacialización deja marcas en el espacio físico, en tanto continua reorganización y transformación del territorio. Ahora bien, de manera simultánea a esa “materialidad”, se producen construcciones simbólicas para significar dicho proceso de territorialización de la política. Ese entramado de significaciones no puede pensarse como mero reflejo de aquel, sino más bien debe concebirse en términos de historicidad, como parte constitutiva de la singularidad que adquiere el conflicto social en cada momento y lugar particular, de la formas que adoptan las prácticas de apropiación espacial frente a la dominación territorial que imponen los sectores dominantes.
La cuestión para Thompson es importante, ya que la experiencia de los sujetos impide soslayar la continuidad de tradiciones políticas y culturales en la formación de la clase y, por sobre todo, permite comprender el proceso de constitución de una clase como un problema a la vez cultural, político y económico, reconociendo, en la dinámica propia de cada una de esas dimensiones, la instancia del sujeto como agente histórico en el trabajo de su autoconstitución, es decir, sin reproducir aquella mirada que lo reduce a mero objeto siempre a disposición del capital.
La formación de la clase obrera es un hecho de historia política y cultural tanto como de economía. No nació por generación espontánea del sistema fabril. Tampoco debemos pensar en una fuerza externa –la “Revolución Industrial”– que opera sobre alguna materia prima de la humanidad, indeterminada y uniforme, y la transforma, finalmente, en una nueva ‘estirpe de seres’. Las relaciones de producción cambiantes y las condiciones de trabajo de la Revolución Industrial fueron impuestas, no sobre una materia prima, sino sobre el inglés libre de nacimiento; un inglés libre por nacimiento tal y como Paine lo había legado o los metodistas lo habían moldeado. Y el obrero fabril o el calcetero era también el heredero de Bunyan, de derechos locales no olvidados, de nociones de igualdad ante la ley, de tradiciones artesanas. Era el objeto de un adoctrinamiento religioso a gran escala y el creador de tradiciones políticas. La clase obrera se hizo a sí misma tanto como la hicieron otros (Thompson, 2002: 24).
La cita resume, en forma sintética, la perspectiva desde la cual procuramos pensar la experiencia de los sectores subalternos y sus prácticas de apropiación espacial. La medida en la que los sujetos agrupados alrededor del conflicto de la Estación, fueron hechos por condiciones no elegidas y se hicieron/se hacen a sí mismos en la defensa de lo público y en la búsqueda de otros horizontes políticos. En el diseño de esas alternativas socio-políticas –¿qué ciudad queremos?– se pone en juego la radicalidad del “derecho a la ciudad”, pues como advierte Harvey (2008: 23), dicha demanda es mucho más que la libertad individual de acceder a los recursos urbanos, más bien se trata del derecho a cambiarnos a nosotros mismos cambiando la ciudad y, en tal sentido, pone en juego alternativas entre modos de vida opuestos. Corresponde a un derecho común antes que individual, ya que esta transformación depende inevitablemente del ejercicio de un poder colectivo para gestionar los procesos de urbanización.
III. Reflexiones finales
A lo largo del trabajo propusimos analizar el conflicto abierto por los terrenos de la estación del ferrocarril en Mendoza, procurando reinscribir la singularidad que presenta dicha experiencia histórico-concreta en el proceso de espacialización de la lucha de clases, una totalidad social que tiñe el conjunto de la conflictividad.
De ahí que no resulta casual que la disputa se configure alrededor del territorio7. El capital procura maximizar la rentabilidad de cada rincón territorio, por medio de un proceso de acumulación por desposesión que está generando conflictos en torno a la captura del suelo: [...] la gente está siendo desposeída de lo que les pertenecía, a través de nuevas rondas de privatizaciones se les está despojando de lo que era una propiedad común (Harvey, 2007: s/n). La experiencia de lucha de los colectivos analizados cobra sentido como proceso de resistencia a ser separados del poder de gestionar sus propias condiciones materiales de existencia: “tenemos derecho al uso de ese espacio”; “control y gestión participativos…”, decían los sujetos en abril de 2007.
En el conflicto analizado es posible reconocer un antagonismo social entre dos formas radicalmente diferentes de producción espacial, identificadas según Lefebvre como prácticas de dominio y de apropiación espacial. Mientras que las primeras territorializan un modelo societal en continuidad respecto de la producción capitalista como proceso permanente de privatización de lo público, de paulatina separación de la “economía” del ámbito de la “política”, apartando a hombres y mujeres del control y la gestión de sus condiciones de vida. La segunda, refiere a la construcción de una territorialidad en la que sujeto y objeto de la producción espacial se encuentran reunidos; de ahí que el conjunto de sus demandas se sintetice, como decíamos, en el derecho a la ciudad. Una disputa entre dos modelos civilizatorios antagónicos que se dirime, a la vez, en lo económico, lo político, lo social y lo cultural: el enfrentamiento entre el proceso social que tiene como motor la valoración y acumulación de capital (mercantilización de la vida) y aquel otro que, por el contrario, se sostiene en la producción y reproducción de los bienes comunes (incluida la vida de los seres humanos y de la naturaleza).
El análisis de las prácticas de dominio espacial nos lleva a considerar el funcionamiento del mercado del suelo, los mecanismos de creación y movimientos de precios. Ámbito de una racionalidad formal que, en busca de la mayor eficiencia (cálculo de utilidad, relación costo/beneficio), opera en el espacio como si éste siempre estuviera dispuesto a ser explotado y mercantilizado. Sin embargo, el espacio social, al decir de Walter Benjamin, no es un terreno “vacío y homogéneo”, sino lleno de historicidad (Jetztzeit o tiempo-ahora): un espacio denso marcado por formas de vida, valores morales, experiencias de lucha y organización, tradiciones políticas, memorias personales y colectivas, etc. De ahí que el proceso de acumulación por desposesión encuentre en su camino una multiplicidad de sujetos decididos a organizarse en defensa de lo público y común. Por esto gran parte de las prácticas de dominio espacial se encaminan a borrar las marcas territoriales que dan cuenta de las desigualdades que produce (destrucción creativa), generando una tabula rasa para la transformación técnica del espacio. Aquí toma forma la metáfora del vaciamiento como práctica necesaria del capital, que apoyado por el Estado empresarialista impulsa una invisibilización de la densidad de un espacio que pretenden mostrar como baldío, para legitimar su destrucción y posterior creación “rentabilizada”.
La disputa por apropiarse de los grandes saltos de renta urbana que podría generar un proyecto como el de “Madero-Mendoza”, motoriza múltiples procesos de especulación que desencadenan violentos procesos de exclusiones de mayorías, con elevados costos sociales, ambientales, económicos y políticos para la comunidad. En un contexto regional en el que se vuelve a debatir el lugar del Estado, es indudable la relevancia que adquiere la disputa por definir su configuración en la gestión de uno de los bienes más estratégicos para el desarrollo de una ciudad, el suelo urbano. No obstante, será el desafío de las organizaciones fortalecer su articulación y construir prácticas de apropiación espacial que permitan ejercer su derecho a la ciudad, revalorizando la pluralidad de formas de habitar y producir territorios alternativos a la lógica de maximización de beneficios.
Bibliografía citada
Harvey, David, “El nuevo imperialismo: acumulación por desposesión”. En: Panitch, Leo / Leys, Colin (coords.), El nuevo desafío imperial The Socialist Register 2004, CLACSO: Buenos Aires, 2004, 29-129.
Jaramillo, Samuel, “Los fundamentos económicos de la participación en plusvalías”. Curso: “Mercados de Suelo Urbano en Ciudades Latinoamericanas”, Lincoln Institute of Land Policy, 2003.
Jelin, E. / Langland, V. (comps.), Monumentos, memoriales y marcas territoriales. Siglo XXI: Buenos Aires, 2003.
Lefebvre, Henri, The production of space. Basil Blackwell: Oxford, 1991.
Lentini, Mercedes / Palero, Delia / Montaña, Elma, “La inequidad en el acceso al suelo urbano: los procesos de segregación residencial e informalidad urbana”, XI Seminario Internacional RII, Mendoza, 2010.
Thompson, Edward, Antología. Crítica: Barcelona, 2002.
Artículo enviado especialmente para su publicación en Herramienta.