Introducción: crisis de la izquierda
La crisis actual ha revelado inequívocamente la declinación del socialismo en el temprano siglo XXI: desde 2007, en ningún momento hubo duda alguna, para quienes piensan con realismo, de que el capitalismo sobreviviría y se recobraría. Hasta la ideología keynesiana, proponiendo una mayor regulación y la intervención estatal, que se había reavivado a fines de 2008 mientras los gobiernos luchaban por eliminar la amenaza del hundimiento financiero en el caos luego del colapso de Lehman Brothers, se desinfló posteriormente frente al asalto de los tenedores de bonos sobre los mercados de las deudas públicas europeas. Ésta ha sido una crisis dentro del neoliberalismo, no una crisis del neoliberalismo.
Si los socialistas queremos enfrentar en forma eficaz esta situación, no podemos conformarnos con sólo recordar a la sociedad las que nos parecen las obvias verdades sobre la explotación y la injusticia, y las formas alternativas del orden social en las que podríamos resolver esos problemas. Pues tras treinta años de neoliberalismo, las ideas más básicas asociadas con la izquierda han sido excluidas del “sentido común” de la sociedad. Antes, era “natural” asociar la idea del socialismo con la igualdad, la justicia social y la oportunidad para todos los ciudadanos de poder participar en los asuntos económicos y políticos. Esos eran derechos sociales, que debían conquistarse; y durante muchas décadas se los asociaba generalmente con la izquierda política. Sin embargo, en cambio, hoy lo que es “natural” es priorizar los derechos individuales, no los sociales, centrados particularmente, como en el liberalismo clásico, en los derechos a la propiedad, la libertad de comercio y la estricta limitación de los poderes del Estado. En el sentido común de hoy, al socialismo no se lo comprende como un conjunto de valores positivos, sino como la negación de los ideales liberales.
Quienes seguimos siendo socialistas tenemos que asumir la responsabilidad de esta reversión histórica examinando en forma crítica e implacable el
porqué del triunfo del neoliberalismo. Sigamos el ejemplo de Antonio Gramsci, quien en sus
Cuadernos de la Prisión buscaba comprender cómo, en Italia y en el mundo, se pudo pasar desde las jornadas de Turín de 1919-1921, cuando para la clase obrera del norte de Italia todo parecía posible, hasta derrocar al estado burgués… a una celda en una cárcel fascista. El historiador británico E. P. Thompson resumió la crítica de Marx de esta manera: “(…) lo que más preocupaba a Marx no era la ‘economía’ ni siquiera (…) la epistemología, sino el
poder”
1. Pero el hecho de reconocer el poder de los poderosos no absuelve de responsabilidad a quienes han tratado de desafiar ese poder, pero han fracasado; pues como reza el viejo dicho, “si al principio no se triunfa, hay que tratar y tratar de nuevo”.
Aquí trataremos de renovar la crítica de Marx en tres etapas. Primero, examinaremos el significado del socialismo y las formas en que se persiguió el objetivo de construir una sociedad socialista a lo largo del siglo XX. Luego analizaremos críticamente estos esfuerzos de los socialistas por comprender el capitalismo, comenzando con el concepto del capital. Finalmente, discutiremos el concepto de clase en relación con la actividad política, apuntando a la necesidad de reexaminar formas alternativas de la política socialista que han sido sumergidas por las fuerzas dominantes de la socialdemocracia y el comunismo.
El socialismo: idea y realidad
Los socialistas se han resistido en forma notoria a explicar en qué tipo de sociedad les gustaría vivir. Quizás, esto simplemente se deba a que los que se autodenominan socialistas, y pueden publicar sus ideas, son en su mayoría personas relativamente bien educadas y en una situación más o menos desahogada; pertenecen a lo que se suele llamar las “clases medias”, un concepto que examinaremos críticamente más tarde. Y estando motivados por el deseo de favorecer al conjunto de los explotados y oprimidos, se encuentran con la obvia paradoja de que son ellos mismos, en lugar de las personas que deberían ser las más beneficiadas por el socialismo, quienes están en mejores condiciones para articular una alternativa crítica al orden existente. Por un lado, se puede enfrentar esta paradoja asumiendo el rol de líderes (por ejemplo, como el “partido de vanguardia”, o la “intelectualidad orgánica de la clase obrera”, que equivale a lo mismo); por el otro lado, se puede proclamar que se propondrá “aprender fielmente de las masas”, un enfoque que raramente va más allá de ser una hoja de parra para la peor clase de autoritarismo, como en el caso maoísta. El enfoque más deprimente y desastroso es argumentar que “es el pueblo el que debe decidir”, y luego, cuando “el pueblo” no apoya a este o aquel grupo socialista o iniciativa, argumentar que se debe a la “falsa conciencia” del pueblo (un concepto que estaba totalmente ausente de la obra de Marx)
2).
Sin embargo, no podemos rehuir discutir lo que podría ser el socialismo con una mueca de desdén como algo “utópico”, como solemos hacer los marxistas. Cuando Marx y Engels criticaban a los “socialistas utópicos” no era porque pensaran que esa discusión no tuviera sentido, sino porque la misma debía apoyarse en una comprensión de la estructura real de las fuerzas sociales y los intereses sociales. Superando entonces nuestra propia reticencia para hacerlo, definiremos el socialismo como una sociedad donde se han eliminado sustancialmente las desigualdades de riqueza y poder, se poseen en común todos los recursos de la naturaleza y la sociedad, y todos los miembros adultos de la sociedad tienen un igual derecho a disponer de esos recursos. Por supuesto, esta definición sólo es el punto de partida, pero esperamos que constituya un programa para un ulterior desarrollo. Equivale, a grandes rasgos, a la sucinta frase de Marx, “la libre asociación de productores”, pero la desglosa en sus partes componentes.
Al adoptar la igualdad como un punto de partida apuntamos precisamente al problema de reconciliar la libertad y la democracia con las condiciones bajo las que la democracia puede encarnar plenamente iguales derechos para todos. No se puede reducir la igualdad al concepto liberal de “igualdad de oportunidades”, con su corolario de que “pobres habrá siempre” (después de todo, alguien tiene que perder, o fracasar en aprovechar su oportunidad). Si los ciudadanos van a tener los recursos en común, y una parte igual a su disposición, deben compartir una común condición de mutua dependencia en la que el interés de todos es el interés de cada uno. Por ello, los derechos civiles o humanos implican importantes exigencias sociales, como se trató de enfatizar en la Declaración de los Derechos Humanos de la ONU. Si los socialistas quieren verdaderamente superar las limitaciones del orden presente, deben ponerse en un común nivel las condiciones básicas de la existencia social, o sea, la salud, la educación y la subsistencia. En el campo de la educación, por ejemplo, el objetivo no debería ser, como es hoy, llegar a una escala jerárquica de logros educativos que luego se transforma en una escala jerárquica de ingresos, riqueza y poder, sino asegurar que todos lleguen a la edad adulta con niveles en general similares, capaces de satisfacer la necesidad humana de creatividad y autodesarrollo.
La verdadera historia de la teoría y práctica socialista es nuestra mejor guía para examinar las diferentes formas para perseguir dicho ideal. A comienzos del siglo
xx (por el cual entiendo el “corto siglo xx” desde 1914 hasta 1991, como Hobsbawm[1]), la idea del socialismo que esbozamos antes era compartida por un amplio arco de pensadores y activistas políticos. Hacia mediados de la década de 1920, en todo el mundo, este arco se había congelado en dos grandes campos, el del comunismo y el de la socialdemocracia. Había otras formas más participativas y radicales, pero posteriormente fueron absorbidas por uno u otro de estos campos dominantes, o desplazadas hacia los márgenes.
Aunque ambos campos adoptaron una gran variedad de formas en diferentes momentos y lugares, los rasgos esenciales de cada uno son claros, y originalmente se diferenciaban en relación no con el objetivo eventual sino con los medios de llegar a él. Ambos compartían la idea de que el poder político en el capitalismo se había cristalizado en el moderno Estado nación, que preside una sociedad basada en el dominio de clase de la burguesía (los dueños de los medios de producción). Dado el evidente poder de coerción legítima por parte del Estado, y lo que los intelectuales llaman la “fabricación del consenso” mediante los medios de comunicación de masas, la única forma de derribar el orden existente era apoderándose del Estado: ¿pero cómo? Resumiendo, para los comunistas, eso sería por un derrocamiento revolucionario; para los socialdemócratas, sería aprovechando las oportunidades existentes bajo el orden capitalista liberal para hacer progresar la justicia redistributiva.
Ya sabemos cómo les fue a lo largo del siglo. El comunismo, en las terribles circunstancias de Rusia en 1917-1920, adoptó la forma de la “dictadura del proletariado” (el Estado de partido único, el centralismo “democrático”, y un completo control estatal). Bajo Stalin, esto se institucionalizó, se racionalizó y recibió su ideología justificadora, y durante las siguientes décadas fue exportado con cierto éxito por la fuerza o por emulación; pero precisamente en la década en que alcanzaba su mayor expansión, en 1968-1979, comenzó a revelar el cáncer alojado en su médula y, finalmente, otra década más tarde, sólo se lo podía hallar en Cuba y en Corea del Norte. El mayor indicador del fracaso del comunismo fue que durante sus últimos estertores sus pueblos no sólo rechazaban el comunismo, sino que adherían al capitalismo, aunque con la equivocada creencia de que iban a obtener un régimen socialdemócrata.
Pero mientras tanto, la socialdemocracia también alcanzó su cenit exactamente en la misma década: los años setenta. En la forma nórdica del Estado de bienestar keynesiano, durante esos años progresaron los partidos socialdemócratas (incluyendo a los eurocomunistas) en gran parte de Europa Occidental y en las ex colonias blancas británicas en América del Norte y en Australasia; hasta los Estados Unidos tuvieron la “Gran Sociedad” de Johnson. En la forma austral del Estado desarrollista, la solidaridad poscolonial floreció en los llamamientos a un “Nuevo Orden Económico Internacional”, mientras los “tigres” del Lejano Oriente comenzaban a plantear un nuevo desafío al imperialismo económico del libre comercio. En ambos casos, la contrarrevolución neoliberal demolió drásticamente estas pretensiones reformistas en todo Occidente, antes de extender su dominio al bloque soviético y China en los años noventa. Lo central en la liquidación de la socialdemocracia fue la vigorosa reafirmación de los derechos de propiedad y el retroceso del Estado, teorizados primero por Hayek y Friedman, e implementados en la Gran Bretaña y en los Estados Unidos, y luego difundidos por todo el mundo a través de la globalización económica y política.
Así colapsaron las dos formas dominantes del socialismo frente al desafío neoliberal. Más aún, a lo largo del siglo
xx, ambas habían también destruido otras formas de socialismo que podrían haber resultado ser más resistentes. El rasgo común de estas formas marginales fue que ponían menor énfasis sobre el Estado y mayor énfasis en la auto-actividad de los trabajadores. Desde Rusia en 1905 a Hungría en 1956, en los momentos de crisis sociales los consejos obreros surgían espontáneamente, pero eran aplastados por el poder coercitivo del Estado, ya sea al servicio de los burgueses (por ejemplo, en Turín 1919-1920) o de los partidos comunistas (por ejemplo, en Rusia 1920-1924, Cataluña 1937). El movimiento cooperativo, desde 1830, había propuesto en muchos momentos y lugares diferentes una visión alternativa de la organización democrática de la producción para satisfacer a las necesidades sociales; pero aún en aquellos países, como en Gran Bretaña, donde llegó a desarrollar un vocero político formal (el Partido Cooperativo), sólo ha sido un socio menor de la socialdemocracia. Desde el movimiento sindical, los sindicalistas han tratado de ampliar su actividad más allá de las luchas salariales y por las condiciones laborales, hacia un liderazgo social, pero han sido rechazados por los partidos socialdemócratas y comunistas convencionales, salvo cuando podían ser tácticamente útiles como aliados temporales. Otras formas que originaron a movimientos políticos específicos incluyeron el “socialismo corporativo”[2] y el comunismo consejista, pero la facilidad con que las alternativas radicales de izquierda pudieron ser eliminadas por la acción estatal sólo pareció demostrar su ingenuidad e impotencia política. Quizás ahora que ambas formas predominantes, el comunismo y la social democracia, han muerto, ha llegado la hora de que revivan esas formas alternativas.
Pero todavía sigue en pie la pregunta: ¿Por qué esas formas predominantes no pudieron mantener el apoyo que tenían al principio, fundamentalmente por parte de sectores masivos de las clases trabajadoras (incluyendo aquí a los intelectuales, tema sobre el que volveremos más adelante)? En su onceava tesis sobre Feuerbach, Marx decía: “Los filósofos se han limitado a
interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de
transformarlo.”
[3]. Esto se interpreta habitualmente como un llamado a pasar del análisis teórico a la acción, pero quizás hoy “de lo que se trata” es de que antes de actuar debemos primero comprender: por lo menos, necesitamos pensar en si nuestro fracaso en la práctica puede ser explicado parcialmente por un reiterado fracaso en la interpretación.
Comprendiendo el capital como una relación social
¿No habrá habido algún error en la forma en que los socialistas comprendían al capitalismo? Ya hemos señalado los orígenes comunes de la socialdemocracia y el comunismo en el socialismo anterior a 1914. También es cierto que la crítica de la economía política de Marx influía en la interpretación de ambas alas. Aunque el pensamiento económico de la socialdemocracia estaba frecuentemente infiltrado por las críticas liberales a Marx, esto solía suceder en el ámbito más bien sofisticado de la teoría económica abstracta (la ley del valor, el problema de la transformación de valores a precios de producción, por ejemplo), o en la cuestión práctica pero necesariamente especulativa, sobre si la planificación centralizada era posible o eficiente. Hay una razón evidente de esto: habiendo desacuerdo sobre tesis fundamentales (ontológicas) como la ley del valor de Marx, simplemente no había una base para entablar polémica alguna sobre los análisis consiguientes, más concretos, de la dinámica de la producción, de la acumulación y de la crisis en el capitalismo.
Como resultado, por lo menos hasta el advenimiento (más o menos simultáneo) de Keynes y Stalin a mediados de los años veinte, la socialdemocracia y el comunismo compartían un común análisis concreto del capitalismo, que en ambos se remontaba al pensamiento de Marx, o al menos en sus continuadores y divulgadores, desde Engels a Bernstein, Bauer, Hilferding, Bujarin, Luxemburg y por supuesto, Lenin. Este común análisis se centraba en particular en cuatro grandes rasgos del capitalismo de comienzos del siglo xx: el surgimiento de los monopolios, la creciente importancia de los bancos y las finanzas, el creciente peso económico del Estado y la ampliación de la competencia económica entre las principales potencias capitalistas en la forma de rivalidades imperiales.
Por supuesto, de estos acontecimientos, tomados tanto en forma individual como de conjunto, se desprendían implicancias políticas muy diferentes. La más notable de estas diferencias fue la ruptura sobre la cuestión de la guerra de 1914-1918, y la cuestión más general, asociada a ella, de si el capitalismo ya había alcanzado sus límites “estructurales”, más allá de los cuales era inevitable el socialismo: recordemos que hacia 1945, esta era la opinión, no sólo de todos los socialistas revolucionarios sino también de Polányi, Schumpeter y a veces hasta del mismo Keynes. Para tomar un ejemplo más prosaico, el problema del monopolio motivó la discusión sobre si los monopolios “naturales” debían ser sometidos a la regulación estatal, o si debían pasar a ser propiedad pública; una distinción que hoy, según el análisis neoliberal contemporáneo, pasó a tener muy poca importancia práctica. Lo más significativo era la convicción común de que el remedio para los pueblos sometidos por el imperialismo era la independencia y autodeterminación políticas, sea mediante las balas o mediante los votos.
Sin embargo, si analizamos esos cuatros rasgos del capitalismo del temprano siglo xx desde la perspectiva del año 2010, quizás ellos no fueron necesariamente la consecuencia inevitable de las leyes del desarrollo capitalista (como creían ambas alas de la izquierda). Con la perspectiva que da el tiempo, al menos es plausible verlos como acontecimientos contingentes, moldeados por contradicciones históricamente específicas en la gestión política del capitalismo. En el corazón de esa gestión política seguramente se encuentra la relación social del capital mismo; después de todo, la reproducción del capitalismo como un orden social depende en última instancia de esa relación constitutiva. Si examinamos cómo interpretaban a la crítica de Marx los autores de comienzos del Siglo xx citados anteriormente, seguramente hallaremos una común preocupación por el funcionamiento del capital, por su circulación, reproducción y acumulación, y sobre todo por su potencial a largo plazo. Sin embargo, esto no es lo mismo que comprender al capital como una relación social; no es el capital tal como lo crea el trabajo asalariado, sino el capital tomado esencialmente como algo dado, como un quantum de valor producido (utilizando el imaginativo término de Marx, como trabajo muerto).
Se podría elaborar una historiografía crítica de la obra de los sucesores de Marx que ofrezca un enfoque muy diferente sobre la política socialista. Lo primero que diríamos es que la mencionada obra se ha preocupado mayormente por los problemas con que Marx se debatió en los tomos II y III de
El capital. Estos problemas están relacionados con las condiciones de la circulación y la reproducción del capital, la distribución del plusvalor entre los distintos segmentos funcionales del capital (capital productivo, capital dinero, capital comercial), la relación entre el capital y la propiedad territorial (la teoría de la renta), el problema del capital que rinde interés, etcétera. Estos son problemas sobre el capital “como tal”. Recordemos que dichos tomos fueron armados por Engels luego de la muerte de su amigo, sin más ayuda que los esbozos más esquemáticos de Marx como guía
[4]. Recordemos también que el mismo Marx se había debatido para poder unirlos en forma efectiva desde la aparición del Tomo I en 1867 hasta su fallecimiento en 1883.
Seguramente, no basta con decir solamente que Marx estaba priorizando acontecimientos políticos urgentes, dada la importancia que le adjudicaba a su trabajo teórico. Suponiendo en cambio que Marx simplemente no tuvo el tiempo ni la energía para continuar su tarea, es instructivo considerar el contraste entre el Tomo I y los Tomos II y III en cuanto a estructura y continuidad. El primero presenta una coherencia y una unidad totalmente ausentes en los tomos posteriores, y sobresale en muchos aspectos. Primero, es tanto sobre el trabajo como sobre el capital, y repetidamente nos recuerda que el capital es una relación social, en cuyo corazón se afirma la propiedad del capital sobre los medios de subsistencia del trabajador. Las condiciones de existencia del trabajo como tal son presentadas como codeterminadas y coextensivas con las del capital. En segundo lugar, en el centro del Tomo I se halla la investigación del trabajo en el proceso de producción, donde se crea y se apropia el plusvalor; sólo después de haberlo investigado exhaustivamente comienza Marx a analizar la acumulación y las crisis. En tercer lugar, el Estado cobra relevancia a lo largo de toda la obra como una fuerza constitutiva fundamental en el capitalismo, suspendiendo la fuerza reguladora del mercado cada vez que es necesario para el mantenimiento del orden social. Cuarto, es un estudio profundamente histórico; a tal punto que Marx lo concluye con una sección que describe las raíces históricas del capitalismo de una manera que hasta hoy fija la agenda para los historiadores de economía. Y por último, esta obra nos imparte una lección ejemplar sobre cómo integrar los conceptos más abstractos y su materialización más concreta en la realidad económica y política, como cuando describe la lucha sobre la duración de la jornada laboral (en el capítulo VIII
[5]).
Y ahora veamos en qué medida, si fue así, se reprodujeron estos rasgos en los tomos editados por Engels, y en las obras marxistas posteriores. Sus sucesores han meditado en forma interminable sobre la teoría del valor, un tema tratado por Marx en unos cortos capítulos a comienzos del Tomo I, pero han prestado poca atención al resto, si lo comparamos con la atención prestada a los temas de los Tomos II y III. Sobre todo, el trabajo y el Estado se encuentran en el centro del primero, pero estos temas quedan sin ser adecuadamente integrados en los otros dos, que de esta manera se abstraen de la política laboral. Señalemos también que en el posterior desarrollo de la obra marxista luego de los “clásicos”, es decir, desde la década de 1920 al menos, cuán poco se ha realizado, más allá de una recirculación interminable de problemas analíticos irresueltos.
Nuestra conclusión es que necesitamos reinstaurar al Marx del Tomo I. No porque tengamos que tener una “autoridad” a la que los socialistas deban referirse para otorgar credibilidad a sus análisis. Sino porque, tratando como lo hace al capital en general y a sus condiciones históricas de existencia, al Tomo I se lo puede leer hoy y comprender instantáneamente en relación con los acontecimientos contemporáneos.
La cuestión de la clase
En ninguna otra parte es más es evidente esto que en relación con el concepto de clase. Marx planteó que en el capitalismo hay dos clases, el proletariado y la burguesía, basadas en sus posiciones estructurales en la relación social del capital: la burguesía posee los medios de producción, y compra la fuerza de trabajo del proletariado con el fin de extraer plusvalor de la misma; el proletariado ha sido despojado de la posibilidad de acceder directamente a los medios de subsistencia mediante su propia actividad, y en consecuencia, para subsistir, debe vender su fuerza de trabajo. La producción capitalista produce y reproduce no sólo las mercancías y el plusvalor, sino también a las dos clases y la relación entre ellas.
Marx es consciente de que en el seno de ambas clases hay una enorme diferenciación, y que los individuos pueden desplazarse (y se desplazan) entre las clases. Pero en el curso de su investigación de la producción en el Tomo I, analiza los procesos de diferenciación (o como dicen algunos, descomposición y recomposición) como la consecuencia de la dinámica de la acumulación bajo las relaciones capitalistas de producción, o en otras palabras, como la consecuencia del desarrollo concreto de estas relaciones. Estos procesos están conformados históricamente por su propio carácter contradictorio, y especialmente por la resistencia de los trabajadores a su explotación; o sea, por la lucha de clases. También están conformados por las exigencias que impone la naturaleza, mediante (diciéndolo en términos abstractos) el conflicto entre el valor de uso y el valor de cambio.
Las luchas de clases en la producción comenzaron ser tomadas en cuenta en los años setenta, en el nuevo campo de los estudios de procesos de trabajo, iniciados por Braverman, Gorz y Marglin, entre otros. Aunque los sociólogos que trabajaban principalmente en las escuelas empresariales han defendido valerosamente sus obras en el área de la administración de recursos humanos, en el marxismo de conjunto se ha seguido sin prestar atención a las páginas del Tomo I de El capital que analizan el trabajo y la producción. Esto en parte se debe a que se suele pensar que son algo “empíricas” y meramente ilustrativas. Pero, paradójicamente, la consecuencia de esta desatención ha sido que cuando se trata de salir de lo abstracto a lo concreto y de la teoría a la práctica, es decir, cuando se trata de pensar estrategias de movilización política por los objetivos socialistas, la izquierda ha caído en un grosero empirismo. Esa dependencia empírica, en una sociedad cuyas formas de pensamiento y de vida están conformadas por los valores e ideas capitalistas, significa siempre arriesgarse a aceptar “los hechos” sin evaluar críticamente sus premisas teóricas.
De ahí surge, en particular, la ociosa identificación del “proletariado” o la “clase obrera” con los trabajadores industriales. Esto se debe en parte a que el analista, como hemos señalado antes, es de extracción burguesa o al menos goza de un status relativamente alto, y siente que necesita apoyar o idealizar a quienes están obligados a pasar toda una vida haciendo trabajo manual en detrimento de su salud física y mental. Pero principalmente se debe a que la sociología burguesa, heredera de una corriente que comienza con Spencer, Durkheim y Weber y que siempre se ha contrapuesto a Marx, ha desarrollado un análisis de clase que está explícitamente concebido sobre la base de que son las divisiones dentro de la clase obrera las que socialmente importan; no la división entre esa clase de conjunto y el capital. En esencia, con este cambio se niega la existencia de la burguesía, postulando en su lugar toda la división social del trabajo de acuerdo a las distintas ocupaciones.
En algunos aspectos, esto nos retrotrae hasta Adam Smith, o más bien a sus predecesores mercantilistas y fisiócratas, que se interesaban en la división entre la agricultura y la industria. Pero al menos para Smith, esta división no era simplemente ocupacional, sino la arena donde se desataba una feroz lucha entre los capitalistas en ascenso y el ancien régime de la propiedad territorial. En su crítica a las Leyes sobre los Cereales de la Gran Bretaña, Ricardo adoptó esta posición, pero esto también lo comprendió Marx al desarrollar su propia interpretación de las contradicciones dentro del nuevo orden. Sin embargo, el notable surgimiento de la economía neoclásica desde la década de 1870 posibilitó el enfoque ocupacional de la sociología moderna, pues la revolución neoclásica ofrecía una interpretación radicalmente diferente del capitalismo que respondió con éxito al desafío de la crítica de Marx.
Los neoclásicos argumentaban que todos –sean trabajadores, capitalistas o, ya que estamos, terratenientes– son actores económicos dotados de predeterminados recursos y preferencias autodeterminadas. Estos actores se interrelacionan en un mercado universal, donde todos los precios están determinados por la acción de la oferta y la demanda. Además, esto genera divisiones del trabajo entre ramas de la producción (cada una de ella produciendo una diferente categoría de bienes) y entre ocupaciones (con un conjunto de mercados de trabajo interrelacionados). El capital y el trabajo (y también la tierra) son entonces “factores de producción”, que son intercambiados como cualquier otra mercancía. Por supuesto, en la medida en que como capital es usado para comprar trabajo, parece haber un conflicto de intereses; pero mediante el libre juego de las fuerzas del mercado, estos factores de producción recibirán siempre su recompensa justa y debida, igual a su productividad marginal.
Desde entonces, esta ontología radicalmente diferente ha proporcionado los fundamentos de la ciencia social burguesa. En el desarrollo de la economía tuvo un efecto inmediato y directo, donde toda referencia política y social fue eliminada del análisis central y tratada como exterior a la vida económica, y la propiedad pasó a ser un derecho natural y universal. Pero también afectó poderosamente a los campos académicos, que se convirtieron en las modernas disciplinas de la sociología y la ciencia política, y a la lista cada vez más larga de subdisciplinas y áreas relacionadas, como las ciencias empresariales. En el caso crucial de la sociología, logró dos efectos. En primer lugar, adoptando el punto de vista ontológico de la economía neoclásica, la sociología aceptó el status “científico” de esta última y su derecho a arbitrar sobre los límites disciplinarios permitidos. En segundo lugar, la tradición weberiana dominante apoyó eficazmente a la economía neoclásica privilegiando el concepto genérico de status en lugar de clase, con el mismo Weber desarrollando una historia económica en la que reemplaza la idea marxiana de una secuencia del feudalismo al capitalismo por una secuencia de la tradición a la modernidad.
Lo que logra la sociología moderna es entonces una reelaboración radical del enfoque clásico y marxiano sobre la clase. En lugar de burguesía y proletariado, se nos presenta la clase alta (quienes no necesitan trabajar), la clase media (quienes hacen trabajo altamente calificado o administrativo) y la clase inferior (quienes hacen el trabajo no calificado). Por supuesto, a nadie le gusta ser inferior, de modo que así como en Starsbucks no se puede pedir un “pocillo” de café, a la clase baja se la rebautiza como la “clase trabajadora”, tan celebrada en conmovedoras películas, y diferenciadas de las clases perezosas y delictivas (también conocidas como los “pobres indignos”).
Para los socialistas, esto crea un serio problema. En las sociedades capitalistas más ricas, la clase obrera en el sentido anteriormente citado ha ido disminuyendo constantemente, mientras que ha crecido la cantidad de empleos supuestamente más calificados de “clase media”; esto es debido mayormente a que la producción física por trabajador en las ocupaciones manuales crece en forma mucho más rápida. La reestructuración capitalista acentúa este cambio en las mediciones estadísticas, siendo uno de sus rasgos el crecimiento de la tercerización de muchos empleados administrativos y auxiliares por parte de las empresas industriales. La rápida caída del tamaño de la fuerza laboral en la planta industrial promedio también hace menos relevante el trabajo fabril dentro de las comunidades residenciales circundantes. Al mismo tiempo, quienes se definen como de clase media tienen muchas razones para no autoconsiderarse como clase trabajadora; salvo (como por ejemplo en el Reino Unido) que hayan internalizado la idea de que esto los hace moralmente superiores. Con la difusión de la educación superior y de la propiedad de las viviendas, la brecha social entre los empleados administrativos comunes y los empresarios y ejecutivos de altos ingresos también ha disminuido, permitiendo que un estrato importante de esta clase media aspire a más riqueza y en consecuencia a un status superior. En cuanto a los miembros de la clase alta, tienen dos alternativas: pueden utilizar activamente su riqueza administrando fondos de inversión de riesgos, inversiones bancarias o en la industria del ocio, o pueden sumarse a las filas de los famosos
[6] y asociarse con futbolistas, estrellas de cine o grandes narcotraficantes en los centros turísticos como Mónaco o Dubai.
Volviendo al concepto de clase de Marx, hay dos importantes consecuencias para la viabilidad de una política socialista. Primero, podemos restablecer la identidad existencial fundamental entre la muy reducida clase obrera y la creciente clase media, pues ambos dependen de la venta de su fuerza de trabajo para sostener sus niveles de vida. Por más que sean dueños de su vivienda, o que tengan un plan de jubilación que implique la propiedad parcial indirecta de empresas; esta dependencia continúa; peor aún, en realidad aumenta, porque las consecuencias del desempleo, en términos psicológicos, se agudizan, especialmente cuando se ven obligados a recurrir a un Estado de bienestar que sólo ofrece las raídas redes de la seguridad social.
En segundo lugar, ese concepto de Marx relaciona la producción de la clase con el lugar de trabajo. Dentro de sus paredes, el dominio del capital no está mediado por el mercado, sino que es directo e inmediato. Por más que el patrón trate de convencerlo a uno de que él es un buen tipo, y que está preocupado de su bienestar y el desarrollo de su carrera, cuando llega la hora de la verdad en la competencia, cada uno debe defender lo suyo. Pero como muestra Marx, la reducción del trabajador (independientemente de su ocupación) a una unidad de trabajo abstracto desechable, sólo es una aspiración. Un rasgo notable de la crisis contemporánea es la frecuencia con que las empresas privadas en muchos de los países más severamente afectados han procurado retener sus fuerzas de trabajo mediante medidas especiales, tales como disminuciones salariales temporales o jornadas laborales más cortas. El capital depende del trabajo, no sólo en un sentido abstracto, sino concretamente en el hecho de que, especialmente en el ambiente mucho más competitivo del capitalismo globalizado, en todos los niveles, los repositorios del saber, oficio y experiencia necesarios para una producción rentable, son determinados trabajadores. Y además, estos trabajadores van integrándose crecientemente en un verdadero trabajador colectivo, como escribió Marx en el capítulo XIII del Tomo I de El capital sobre la manufactura, y en los Grundrisse. ¿Por qué, si no, las empresas modernas han desarrollado su cada vez más extravagante y despreciable arsenal de técnicas de la “administración de recursos humanos”?
La conclusión, entonces, es evidente: para renovar el movimiento socialista se puede y se debe comenzar por el lugar de trabajo. Y sólo agregaríamos –aunque no nos alcanza el tiempo para desarrollar este tema– que el hogar y la comunidad local, y es más, la comunidad virtual en la web, también son lugares de trabajo en los que se producen “mercancías” vitalmente importantes (en varios sentidos). Para hacerlo con eficacia, tenemos que ofrecer no sólo una crítica del orden social existente, sino también una visión de otra forma de vivir. Afortunadamente, existe esa historia oculta de esas diversas formas alternativas marginadas de la política socialista mencionadas en forma sucinta anteriormente, que pueden influir en esta obra. Quizás así podamos finalmente llegar a comprender el porqué de los fracasos del socialismo en el siglo xx, y confiar en que la próxima vez, seguramente podremos hacerlo mejor.
Ensayo preparado para la conferencia sobre “El socialismo en Turquía y en el mundo: problemas y perspectivas”, Universidad Técnica de Medio Oriente (ODTÜ), Ankara, 3 y 4 de diciembre de 2010.
Enviado especialmente por el autor a Herramienta. Traducción de Francisco T. Sobrino.
1 Thompson, E. P. (1981) “The politics of theory”, en R. Samuel (ed),
People’s History and Socialist Theory, London: Routledge and Kegan Paul.
[1] Hobsbawm, E. (1994),
Age of Extremes: the short Twentieth Century, 1914-1991, London: Michael Joseph.
[2] Del inglés
guild socialism o “socialismo gremial” o guildismo, fue un movimiento que abogaba por el control obrero de la industria a través de “gremios” (que no serían como el gremio medieval sino más bien una corporación sindical relacionada por ramo de empresa). Su origen fue el Reino Unido, a principios del siglo
xx, y tuvo su mayor influencia durante el primer cuarto de dicho siglo. (N. del T.).
[3] Marx, K. (1845), “Tesis sobre Feuerbach”, en K. Marx y F. Engels,
La ideología alemana, Montevideo: Ediciones Pueblos Unidos, 1959.
[4] Engels, F. (1885), “Prólogo”, en K. Marx,
El capital: crítica de la economía política, (Tomo II)
, México DF: Siglo XXI Editores, 1983.
[5] Marx, K. (1983),
El capital: crítica de la economía política (Tomo I), México DF: Siglo XXI Editores
[6] Young, T. (2008), “Lulled by the celebritariat”,
Prospect 153, December.